XIV

Ninguno de nosotros, salvo la Menou, sintió en el momento la pérdida de Momo, primeramente porque chocó en nosotros con una especie de incredulidad, y sobre todo porque la incursión de la banda que acabábamos de aniquilar nos sumergió durante quince días, de la mañana a la noche, en trabajos extenuantes.

Primeramente hubo que enterrar a los muertos. Fue una horrible tarea, complicada por el hecho que prohibí que se les acercaran. Temía que fueran portadores de parásitos susceptibles de ser conductores de epidemias contra las cuales no tendríamos defensas. Me acordaba, en efecto, que la pulga puede trasmitir la peste y el piojo, el tifus exantemático. El mal estado de esos desgraciados, el hecho que venían de tan lejos, a juzgar por los trapos que muchos de ellos llevaban en los pies, me los hacían aun más sospechosos.

Cavamos una fosa en la proximidad del osario y en esa fosa dispusimos haces de leña y sobre ellos leñitas, de manera que la última capa de leña estuviera al nivel del terreno del trigo. Luego, por un nudo corredizo tendido en el extremo de una pértiga, pasamos una cuerda por los pies de cada muerto y lo arrastramos a buena distancia de nosotros, de manera de depositarlo sobre la cima de la hoguera. Había en total dieciocho muertos, de los que cinco eran mujeres.

Eran las once de la noche, cuando, sobre las cenizas aún calientes, echamos la última palada de tierra. No quise que entráramos en Malevil con la ropa que teníamos. Llamé a la puerta del castillete de entrada y cuando Cati apareció, le dije que se hiciera ayudar por Miette y trajera dos lebrillos llenos de agua. Cuando estuvieron allí, pusimos nuestra ropa, incluso la ropa interior y entramos desnudos al castillo para ir a darnos una ducha, uno después de otro, en el baño del torreón. Nos revisamos cuidadosamente todos los pliegues, pero no encontramos parásitos sobre nadie. Al día siguiente hicimos un gran fuego de leña bajo los dos lebrillos delante del castillete de entrada e hicimos hervir largamente su contenido antes de entrarlo al castillo y extenderlo al sol.

Comimos los seis en el gran comedor de la casa, Cati nos servía. Evelina estaba allí, pero yo no le dirigía la palabra y ella no se animó a acercárseme. Miette, Falvina y la Menou velaban al Momo en el castillete de entrada. La comida se pasó en silencio. Estaba rendido de cansancio y con mis sentimientos como embotados. Aparte del estúpido contentamiento animal de comer, de beber y de reparar mis fuerzas, no sentía nada más que una inmensa necesidad de dormir.

No era cuestión de eso, sin embargo. Había decisiones que tomar y una asamblea a realizar esa misma noche, después de la comida. No quise admitir en ella a las mujeres. Tenía cosas muy desagradables que decirle a Thomas y no quería decirlas en presencia de Cati. No quería tampoco que Evelina, a quien no había echado de mi cuarto pero tampoco le dirigía la palabra, estuviese presente en los debates.

A mi alrededor, las caras estaban marcadas por el cansancio y la desolación. Empecé a hablar con una voz neutra y con mucha prudencia. Habíamos pasado, dije, muy malos momentos. Se habían cometido errores. Teníamos que hacer el análisis juntos y por empezar que cada uno dijera su opinión sobre lo que había sucedido.

Hubo un largo silencio y dije:

– Tú, Colin.

– Y bien, yo, ves -dice Colin con una voz estrangulada sin mirar a nadie- por Momo me da pena, pero me da pena también por los que hemos matado.

– ¿Meyssonnier?

– Yo -dice Meyssonnier- pienso que la organización no resultó buena y que ha habido numerosos actos de indisciplina.

Él también, al decir esto, no mira a nadie.

– ¿Peyssou?

Peyssou levanta sus amplios hombros y despliega sobre la mesa sus poderosas manos.

– Y bueno -dice- ese pobre Momo, se puede decir que se la ha buscado, en un sentido. Pero asimismo, como dice Colin…

Se paró ahí.

– ¿Jacquet?

– Pienso como Colin.

– ¿Thomas?

Lo he llamado el último para marcar distancia, pero esta distancia, él mismo la ha aceptado por adelantado, no ocupando la silla que Evelina ha dejado vacante a mi lado. Thomas se endereza. No da vuelta la cabeza hacia mí, mira delante de él presentándome un perfil tenso. Aunque sentado muy derecho y hasta del todo rígido en su asiento, tiene las dos manos en los bolsillos, actitud que no le es propia. Supongo que las esconde, no por desenvoltura, sino porque deben temblarle un poco.

Dice, con una voz que tiene dificultad en controlar:

– Ya que Meyssonnier ha hablado de actos de indisciplina, quisiera decir que tengo dos para reprocharme. Primero: después del tiro Emanuel me dijo que no me vistiera y que bajara como estaba con mi arma. Pero me tomé el tiempo de vestirme y llegué al castillete de entrada demasiado tarde y en consecuencia, no pude ayudar a la Menou a retener a Momo.

Traga saliva.

– Segundo: en lugar de quedarme a montar guardia en las murallas con Cati, como Emanuel me lo había ordenado, decidí por mi propia cuenta servir de refuerzo en los Rhunes. Me doy cuenta que he cometido una falta grave dejando a Malevil sin defensa. Si la banda en cuestión hubiera estado organizada, se podría haber dividido en dos: un grupo nos hubiera atraído hacia los Rhunes saqueando nuestro trigo, y mientras tanto, el otro grupo se apoderaba del castillo.

Si no lo conociera tan bien a Thomas diría que su explicación es hábil. Porque en fin, al hacer él mismo su propio proceso, Thomas nos desarma. ¿Cómo pronunciar una requisitoria contra un acusado que se acusa? En realidad, lo sé, juega en eso nada más que su rigor. Su sola astucia, si hay alguna, es la de arreglárselas para disculpar a su mujer. Es simpático, pero es también bastante peligroso. Porque en cuanto al papel de Cati en las faltas que él reconoce, tengo mi pequeña teoría al respecto y la voy a decir.

Digo con voz neutra:

– Te agradezco tu franqueza, Thomas. Pero me parece que encubres demasiado a Cati. Yo te pregunto: ¿no fue ella la que te exigió que te tomaras tu tiempo para vestirte?

Lo miro. Sé que no se consentirá una mentira.

– Fue ella -dice Thomas con una voz que tiembla un poco-. Pero desde el momento en que he aceptado su punto de vista, soy yo el responsable de nuestro atraso.

Esta confesión le cuesta y no poco. Está en carne viva, Thomas. Pero de todos modos no quiero largarlo.

– ¿Una vez en las murallas no fue Cati la que te sugirió que bajaras a los Rhunes para ver qué pasaba?

– Fue ella -dijo Thomas enrojeciendo profundamente-. Pero fue mi culpa aceptarlo. Soy por lo tanto único responsable de esa falta.

Digo con un tono tajante:

– Los dos son responsables. Cati tiene los mismos derechos y los mismos deberes que todos nosotros aquí.

– Salvo -dice Thomas con los labios apretados- que no tiene el derecho de asistir a la asamblea donde la criticas.

– He querido evitarle eso. Pero si tú estimas que ella debe ser escuchada, vete a buscarla. Te esperamos.

Un silencio. Todos lo miran. Tiene los ojos bajos y las manos profundamente hundidas en los bolsillos. Sus labios tiemblan.

– No es necesario -dice al fin.

– En ese caso, sugiero que discutamos el punto de vista de Colin, que es también, si no me equivoco, el de Peyssou y el de Jacquet.

– No he terminado de hablar -dice Thomas.

– ¡Bueno, habla, habla! -digo con impaciencia-. ¡Siempre tan oportuno! ¡Nadie te impide hablar!

Thomas prosigue:

– Estoy dispuesto a pagar las consecuencias de las culpas que he cometido dejando Malevil con Cati.

Levanto los hombros y como se calla, sigo:

– ¿Has terminado?

– No -dice Thomas, con voz sorda-. Como hasta nueva orden formo parte de Malevil, tengo derecho a dar mi opinión sobre los problemas que debatimos.

– Y bueno, dala, ¿quién te lo impide?

Hace una pausa y prosigue, con una voz más segura.

– No estoy de acuerdo con Colin. No creo que haya que lamentar la muerte de los saqueadores. Pienso al contrario que Emanuel ha cometido un error al no decidirse más rápido a tirar. Si no hubiera esperado tanto, Momo estaría todavía vivo.

No se oye un "¡oh!", ni propiamente hablando "movimientos diversos", pero la desaprobación se lee en las caras. Por una vez, sin embargo, no voy a ser hábil. No voy a aprovecharme del consenso popular. La situación es demasiado grave. Digo con una voz pareja:

– Lo has expresado sin tacto, Thomas, pero no es falso. Sin embargo, me voy a permitir corregirte. No he cometido un error: he cometido dos.

Miro a los compañeros y me callo. Me puedo permitir el callarme. He excitado hasta el último grado su atención.

Prosigo:

– Primer error, y este de orden general: me he mostrado demasiado débil con respecto a Evelina. Dando el espectáculo de un hombre adulto que se deja llevar por la punta de la nariz por una chiquilina, he introducido un elemento de descuido en la comunidad y contribuido a relajar la disciplina. Consecuencia concreta de esa relajación: si no hubiese tenido a Evelina en los brazos en el momento de dejar Malevil para correr a los Rhunes, podría haber ayudado a la Menou a retener a Momo, por lo menos hasta la llegada de Thomas.

Tomo un tiempo y agrego:

– Si digo eso, Thomas, no es para arrellanarme en las delicias de la autocrítica. Es para demostrarte que la balanza está pareja entre mi debilidad con respecto a Evelina y tu debilidad por consideración a Cati.

– Salvo que, sin embargo, Evelina no es tu mujer -dice Thomas.

Yo digo con frialdad:

– ¿Ves en eso una circunstancia agravante?

Se calla desconcertado: lo que ha querido decir, me parece, es que el hecho de estar casado con Cati atenuaba su falta. Pero no tiene intenciones de aclarar esta observación en público, denunciaría su debilidad. Se hace una idea convencional, y en su caso, archifalsa, del marido dominante.

– Segundo error: como ha dicho Thomas, no me he decidido bastante pronto a disparar sobre los saqueadores.

Meyssonnier alza los dos brazos al cielo.

– ¡Hay que ser justo! -dice con voz fuerte-. Si error hubo no eres sólo tú el que lo ha cometido. Ninguno de nosotros éramos partidarios de tirar sobre esa pobre gente. ¡Estaban tan flacos! ¡Tenían tanta hambre!

Sigo:

– ¿Thomas, sentiste eso, tú también?

– Sí -dice sin vacilar.

Me gusta ese rigor en él: no miente, aun si su tesis va a resultar invalidada.

– En ese caso -digo- es forzoso concluir que el error ha sido colectivo.

– Sí -dice Thomas-, pero tú eres más responsable que ninguno, puesto que eres el jefe.

Levanto las dos manos y exclamo con vehemencia:

– ¡Justamente! ¡Llegamos al punto! ¿Soy el jefe? ¿Es que uno es realmente el jefe cuando dos adultos del grupo que se supone que uno manda desobedecen las órdenes en pleno combate?

Cae un silencio y lo dejo caer. Que pese un poco y que Thomas se cocine un poco en su jugo.

– A mi modo de ver -dice Colin- estamos ante una situación que no es nada clara. Tenemos la asamblea de Malevil y las decisiones que tomamos en común. Bueno. En esta asamblea, Emanuel desempeña un papel importante. Pero nunca se ha dicho que en caso de urgencia, y cuando no queda tiempo para discutir, sería Emanuel, el jefe. Y en mi opinión, eso hay que decirlo. Para que todos sepan que en caso de que haya verdadera urgencia, no hay que discutir una orden de Emanuel.

Meyssonnier levanta la mano.

– Ya está -dice con satisfacción-, eso es lo que he querido decir al principio cuando dije que la organización no había resultado. Diría además que resultó más bien lastimosa la forma en que todo sucedió. Todos nos pusimos a correr por todas partes, sin escuchar a nadie. Total, para defender a Malevil, en un momento dado, no había en las murallas más que la Falvina y Miette. ¡Y encima, Miette que sabe tirar no tenía ni escopeta!

– Tienes razón -dice Peyssou sacudiendo su enorme cabeza-. ¡Fue la locura! En los Rhunes estaba el pobre Momo que no tenía que estar allí, estaba la Menou que no estaba en su lugar tampoco, pero que estaba allí a causa de Momo. Estaba Evelina pegada a las nalgas de Emanuel. Y estaba…

Se para y enrojece hasta las cejas. Arrastrado por su entusiasmo, casi ha incluido a Thomas en su enumeración. Hay un silencio. Thomas, con las manos en los bolsillos, no mira a nadie. Colin, como en un aparte, me hace una sonrisita con los ojos brillantes.

– Igual que tu ocurrencia -dice Peyssou de golpe extendiendo su manaza al extremo de un brazo que parece atravesar todo el ancho de la mesa-. Igual que tu ocurrencia -prosigue con voz de trueno-, ¡eso de querer dejar Malevil con Cati, como estupidez, no he oído otra igual!

– Estoy completamente de acuerdo contigo -digo en seguida.

– ¿Y adónde irías, por empezar, gran estúpido? -dice Peyssou poniendo en el insulto una dosis increíble de calidez y de afección.

Colin se pone a reír, como siempre en el buen momento, y con una risa que suena auténtica. Nos da el "la" y lo imitamos. Esas risas distienden la atmósfera al punto de hacer aparecer una sonrisa sobre los labios fruncidos de Thomas. Observo, por otra parte, que a continuación, su cuerpo pierde algo de su rigidez y que hasta saca las manos de los bolsillos.

Después de esas risas, se vota, y por unanimidad, menos un voto, el mío, que es por Meyssonnier, soy elegido jefe militar de Malevil "en caso de urgencia y de peligro". Quedando bien entendido que cuando no hay urgencia todas las decisiones, hasta las que conciernen a la seguridad, serán tomadas por la asamblea. Agradezco y pido entonces que Meyssonnier me sea adjudicado como teniente y en caso de incapacidad resultante de una herida, como sucesor. Nuevo voto, que me da satisfacción. Confuso barullo de respiro, al que dejo libre curso durante algunos minutos.

– Quisiera volver -digo- sobre el punto de vista que Colin ha expresado al principio. Bueno, todos hemos sentido lo mismo, que era terrible disparar sobre esos pobres tipos. De ahí nuestra vacilación. Pero hay algo que quisiera decir. Si nuestra vacilación cuesta la vida de Momo, es porque no era el reflejo correcto. Desde el día del acontecimiento no vivimos en la misma época que antes, no nos hemos dado cuenta de ello lo suficiente y no nos hemos adaptado a ello lo suficiente.

– ¿Y qué quiere decir -pregunta Peyssou-, que no vivimos en la misma época que antes?

Me doy vuelta hacia él.

– Te doy un ejemplo: antes del día del acontecimiento, suponte que un tipo viene a tu casa durante la noche y por venganza te quema tu granja, tu heno y tus vacas.

– ¡Quisiera ver esto! -dice Peyssou, olvidando que ha perdido todo.

– Admitamos. Es una gran pérdida, me dirás, pero no es una pérdida que ponga tu vida en peligro. En primer lugar porque está el seguro. Y aun antes que se decida a pagarte, tienes el crédito agrícola que te va a prestar para volver a comprar vacas y heno. Mientras que ahora, escucha bien, el tipo que te roba la vaca o que se lleva tu caballo, o que come tu trigo, se acabó, no hay más remedio, en breve o a largo plazo te condena a muerte. No es un simple robo, es un crimen. Es un crimen que debe ser penado con la muerte, en seguida y sin vacilación.

Veo a Jacquet poner mala cara y ocupado con mi cometido, no me doy cuenta en seguida de cuál es la razón. Lo que acabo de decir, me lo he repetido tantas veces después de la muerte de Momo que tengo la impresión de machacarlo. De todas maneras, cuento con volver a ello, sabiendo muy bien que no, en un día no va a cambiar, en mis compañeros y en mí, la actitud de toda una vida. Ni el instinto de autodefensa suplantará el respeto aprendido hacia la vida humana.

– Pero de todos modos… -dice Colin con tristeza-. ¡Matar gente!

– Es necesario -digo sin alzar la voz-. Esta nueva época lo requiere. El tipo que toma tu trigo, lo repito, te condena. ¡Y tú, tú no tienes motivos para preferir tu muerte a la suya!

Colin se calla. Los otros también. No sé si los he convencido. Pero lo sucedido tiene su peso. Puedo tenerle confianza como para que pase sobre sus memorias, y para que me ayude a inculcarles y a inculcarme primero a mí mismo, ese reflejo increíble de rapidez y de brutalidad con el cual el animal defiende su territorio.

Termino, sin embargo, por observar que la cara de Jacquet ha virado al violáceo y que gruesas gotas de sudor perlan su frente y corren a lo largo de sus sienes. Me pongo a reír.

– ¡Tranquilízate, Jacquet! ¡Las decisiones que tomamos esta noche no son retroactivas!

– ¿Y qué quiere decir retroactivas? -me dice mirándome con sus bondadosos ojos marrones.

– ¡Quiere decir que no se aplican a actos del pasado!

– ¡Ah, bueno! -dice muy aliviado.

– ¡Maldito Jacquet! -dice Peyssou.

Y con los ojos fijos en Jacquet, reímos, como lo hicimos con Thomas hace un rato. No hubiera creído que esa alegría fuera posible, después de la sangre que hemos perdido y de la que hemos derramado. Pero no es alegría. Esa risa tiene un contenido social. Afirma nuestra cohesión. Thomas, a pesar de sus errores, es de los nuestros. Jacquet, también. La comunidad, después de estas pruebas, se reforma, se cierra y se fortifica.

El entierro se ha fijado para el mediodía y se ha convenido que comulgaremos. Después de la asamblea de la mañana, espero en mi cuarto a los que han decidido confesarse.

Escucho a Colin, a Jacquet, a Peyssou. A esos tres antes de que abran la boca ya sé lo que les pesa. Y mejor así si tienen la impresión de que yo puedo librarlos de ese fardo: "Los pecados serán remitidos a aquellos a quienes se los remitáis y serán retenidos a aquellos a quienes se los retengáis". ¡Dios me guarde de pensar que detento o detentaré nunca ese exorbitante poder! Y eso que dudo a veces de que el mismo Dios pueda lavar la conciencia de un hombre. Pero me detengo. No quiero afligir a nadie con mis herejías.

Cuando Colin ha terminado, me dice con su sonrisita.

– Según Peyssou, Fulbert, en la confesión, hace muchas preguntas. Y después, te grita. Pero no es tu método.

A mi vez sonrío.

– Tú no lo desearías. Si te confiesas, es para aliviarte. No te voy a complicar el asunto.

Para mi gran sorpresa, la cara de Colin se pone seria.

– Pero yo no me confieso solamente por eso. Me confieso también para ser mejor.

Enrojece, al decir eso, porque la frase le parece ridícula. Yo hago una mueca de duda.

– ¿No crees que eso es posible?

– En tu caso, puede ser. Pero en la mayoría de los casos, no.

– ¿Y por qué?

– Porque la gente, sabes, es muy tenaz en esconderse sus defectos. Consecuencia: su confesión no tiene valor. Por ejemplo la Menou: no la he oído en confesión, adviértelo muy bien, sino no te hablaría de esto. Pero la Menou se reprocha sus "durezas" para con Momo, y para nada sus cochinadas con la Falvina. Para ella no hay cochinada, su actitud es completamente legítima.

Colin se pone a reír. Y yo me doy cuenta de que he hablado de Momo como si estuviera todavía vivo, y eso de golpe me da una pena horrible. Empalmo enseguida:

– He escrito unas palabritas a Fulbert para informarle de la aparición de bandas de saqueadores en la región. Le he aconsejado que vigile mejor a La Roque, sobre todo de noche. ¿Te gustaría llevar ese recado?

Colin enrojece de nuevo.

– Después de lo que te he dicho, no te parece que es un poco…

Deja su frase en suspenso.

– Me parece que tienes en La Roque una amiga de la infancia y que tendrías placer en volverla a ver. ¿Y entonces? ¿Dónde está el mal?

Después de los tres hombres, recibo a Cati. Apenas dentro de mi cuarto, me echa los brazos alrededor del cuello. Aunque su abrazo me hace efecto; tomo el partido de bromear y me desprendo riendo.

– Exageras. ¿Se trata de pelotearme o de confesarte? Vamos, siéntate, y siéntate del otro lado de la mesa, así estaré un poco a salvo.

Está encantada con esta acogida. Se esperaba más frialdad, y he aquí que se confiesa a tambor batiente. Yo espero la continuación porque sé que no ha venido para eso. Mientras que se declara culpable confiándome pecadillos que no la han molestado nunca, noto que se ha pintado los ojos. Discretamente, pero no falta nada: las cejas, las pestañas, los párpados. Todavía cuenta con su pequeña provisión de cosméticos de antes de la bomba.

Cuando ha terminado su insignificante exposición, me callo. Espero. Y para que mi espera sea más neutral, no la miro. Garabateo sobre una hoja de papel secante con mi lápiz. No gasto papel, es demasiado precioso, ahora.

– Y por otra parte -dice al fin-, ¿sigues enojado conmigo?

Garabateo.

– ¿Enojado? No.

Y como no explico nada, prosigue:

– No pareces contento.

– No lo estoy tampoco.

Un silencio. Sigo garabateando.

– ¿Y es conmigo que no estás contento, Emanuel -dice con su voz más suave.

Tiene que hacerse la gata y multiplicar las mímicas. Tiempo perdido, mis ojos están muy ocupados. Dibujo un angelito sobre mi secante.

– No estoy contento de tu confesión -digo con voz severa.

Y recién entonces levanto la cabeza y la miro. No se lo esperaba. No debe tomarme muy en serio como abate de Malevil.

– Es una mala confesión -digo, siempre severo-. No te has acusado siquiera de tu defecto principal.

– ¿Y cuál es según tú? -dice con una agresividad que le cuesta controlar.

– La coquetería.

– ¡Ah, eso! -dice.

– ¡Ah, por supuesto! -digo-, para ti, eso no es nada. Amas a tu marido, sabes que no lo engañarás (aquí se sonríe con un aire burlón) entonces, te dices, vamos, hay que divertirse un poco. Desgraciadamente, esos jueguitos en una comunidad de seis hombres donde no hay más que dos mujeres, ¡son muy peligrosos! Y tu coquetería si no le pongo coto, me va a convertir a Malevil en un burdel. Ya Peyssou, según mi opinión te mira demasiado.

– ¿Te parece? -dice Cati.

¡Ella irradia! ¡Ni siquiera se preocupa por parecer arrepentida!

– ¡Me parece que sí! Y a los otros también, les haces arrumacos. Pero a ellos, felizmente, no les importa.

– Quiere decir que a ti te es igual -dice agresivamente-. Pero eso, yo ya lo sabía. No te gustan más que las gordas frescachonas, como la chica en pelo que has pegado en la cabecera de tu cama. ¡Verdaderamente como cura, me sorprendes! ¡Uno esperaría más bien ver un crucifijo!

¡Pero muerde, palabra!

– Es una reproducción de Renoir -digo, sorprendido de encontrarme de golpe a la defensiva-. No sabes nada de arte.

– ¿Y el retrato de tu alemana, sobre tu escritorio, eso es arte? ¡Es horrible esa abuelita! ¡Nada más que limones! Y además, por otra parte, a ti que te importa, si tienes a Evelina.

¡Qué víbora! Digo con una rabia fría:

– ¿Cómo, tengo a Evelina? ¿qué quiere decir, "tengo" a Evelina? ¿Me tomas por un Wahrwoorde?

Y con mis ojos plantados en los suyos, la fulmino. Enseguida, en punta de pies, se retira del campo de batalla.

– ¡Pero no he dicho nunca eso, te imaginas! Ni siquiera me ha rozado la idea.

¡Me importa un carajo si la ha rozado! Me calmo poco a poco. Retomo mi lápiz y a mi angelito le suprimo las alas. Luego le agrego dos cuernitos y Una larga cola. Una cola enroscada, como la de los monos. Y mientras tanto, veo a Cati, delante de mí que se retuerce para tratar de ver lo que hago. ¡Qué orgullosa está de su pequeño sexo, esta putita! Y de qué manera quiere hacer sentir en todas partes su poder. Levanto la cabeza y la observo.

– Tu sueño, en el fondo, es que todos los hombres de Malevil estén enamorados de ti, y que estén todos reducidos a la desesperación. Y mientras tanto, tú no amas más que a Thomas.

He dado en el blanco, por lo menos lo creo en ese momento, puesto que veo en el fondo de sus ojos la llamita de la agresividad que se despierta.

– Qué quieres -dice-. Todo el mundo no puede hacer la puta como tu Miette.

Un silencio. Digo sin levantar la voz:

– Bravo, hablas bien de tu hermana.

No es una mala chica, Cati, en el fondo, porque enrojece y por primera vez desde el principio de su confesión tiene verdaderamente aire arrepentido.

– La quiero mucho, sabes. No tienes que creer.

Un largo silencio. Agrega:

– No debo parecerte muy simpática.

Le sonrío.

– Me pareces joven e imprudente.

Y como no dice nada, sorprendida de que le hable amistosamente después de todas las barbaridades que me ha dicho, agrego:

– Mira a Thomas. Está atrapado. Y porque eres joven tienes tendencia a abusar de eso. Lo mandas y estás equivocada. Porque Thomas no es un débil. Es un hombre y te lo va a reprochar algún día.

– Ya me lo reprocha.

– ¿Por las estupideces que le has hecho hacer?

– ¡Y, sí!

Me levanto y de nuevo le sonrío.

– Vamos, eso se va a arreglar. En la asamblea se ha echado la culpa nada más que él. Te ha defendido como un león.

Me mira con los ojos brillantes.

– Pero tú tampoco has sido muy malo, en la asamblea.

– De todos modos quisiera decirte algo. Con respecto a Peyssou, ten un poco de cuidado.

– Eso -dice con franqueza que me sorprende- no te lo puedo prometer. A los hombres nunca me he podido resistir.

La miro. Me desconcierta. Reflexiono. ¡No entiendo para nada a esta chica! Si lo que dice es verdad, todo mi análisis cae por tierra. Agrega:

– Sabes, no estarías mal como cura, a pesar de lo mujeriego que seas. Y bueno, ves, retiro todas las maldades que te he dicho y en particular sobre… En fin, las retiro. Eres amable. Lo que pasa es que no puedo retener mi lengua. ¿Te puedo besar?

Me besa, en efecto. Con un besote bien diferente del que me dio a la entrada. En fin, no exageremos sobre la pureza del beso. La prueba, es que me perturba, que se da cuenta y deja oír una risita contenida de triunfo. Después, le abro la puerta, se escapa, atraviesa el rellano vacío corriendo y en el momento de abordar la escalera caracol del torreón, se da vuelta y me hace un pequeño gesto con la mano.

Enterramos a Momo al lado de Germán y de la pequeña tumba que había recibido lo que quedaba de las familias de nuestros compañeros. Habíamos empezado este embrión de cementerio el día del acontecimiento, formaba ya parte del mundo de después y sabíamos que nos recibiría a todos. Estaba situado delante del primer recinto, en la antigua playa de estacionamiento. Hay allí una pequeña explanada cavada en el acantilado y que, cuarenta metros más lejos, se estrecha y se estrangula hasta las dimensiones del camino entre el peñasco y el abismo. En este lugar, el camino gira casi en ángulo recto alrededor del acantilado.

Es ahí, en ese paso estrecho entre el precipicio y la masa rocosa que lo corona donde decidimos hacer una empalizada destinada a poner el primer recinto al abrigo de las escaladas nocturnas. Es un trabajo de avanzada, de fuertes planchas de roble bien unidas y cuyo portal incluye a ras de tierra una abertura corrediza de dimensión apenas suficiente para dejar pasar un hombre en cuatro patas. Por ahí haremos entrar al visitante, después de haberlo observado por el orificio de seguridad disimulado al lado de la mirilla, la que no abriremos sino en última instancia, pues su abertura no deja de comportar un peligro.

También hemos pensado en la escalada. La parte superior de la empalizada, que se puede sacar para dar paso a una carreta, está defendida por cuatro hileras de alambre de púa, que no se pueden tocar sin desencadenar un batifondo de latas. Sin embargo, los visitantes de buena fe pueden utilizar una campana, que Colin nos ha suministrado de las reservas de su negocio y que ha instalado al lado de la mirilla.

Meyssonnier llamó zona de defensa avanzada -o ZDA- a la pequeña explanada comprendida entre la empalizada y los fosos del primer recinto.

Decidimos, de acuerdo a sus consejos, sembrarla de trampas al tresbolillo, dejando un camino libre de tres metros de ancho que bordeaba el foso de la derecha, luego la curva de la depresión del acantilado, y pasaba delante del embrión de cementerio para encontrar la empalizada. Esas trampas -o caza-estúpidos, como las llamaba Meyssonnier-, eran del tipo más clásico: unos agujeros de una profundidad de sesenta centímetros en el fondo de los cuales enterramos estacas puntiagudas, endurecidas al fuego o tablillas provistas de gruesas clavos. Las aberturas estaban disimuladas por cartones cubiertos de tierra.

Durante este tiempo, Peyssou terminaba de elevar el primer recinto construyendo un buen metro y medio de albañilería sobre sólidos dinteles de madera tendidos sobre los vanos de las almenas. Cuando hubo terminado, pidió a Meyssonnier que cerrara esos vanos con gruesos paneles de madera que serían para abrirse de abajo arriba y hacia afuera. "Así puedes abrir fuego a cubierto al pie de tus murallas sin que haya más lejos un cochino que tire al blanco sobre ti. Y en la parte inferior de los paneles, además, haces una hendidura para reforzar las troneras de los merlones".

Suponía, desde luego, sin hacerlo explícito, y todos suponíamos como él, que los asaltantes no dispondrían, como nosotros, más que de fusiles de caza y que el espeso y añoso roble bastaría para detener las balas. Presupuesto casi inconsciente, que los sucesos desmintieron.

Estaba solo una mañana en la ZDA. La empalizada estaba terminada, pero no el mecanismo de las trampas, cuando sonó la campana. Era Gazel, montado sobre el gran asno gris de Fulbert. Desmontó en cuanto abrí la mirilla y ofreció a mi vista un rostro pulido y frío.

No quiso "refrescarse", me tendió una carta de Fulbert por la mirilla y declaró que esperaba la contestación desde afuera. Es verdad que no insistí mucho para que entrara. Ya que la ZDA estaba lejos de estar terminada.

Transcribo la carta:


Mi querido Emanuel:

Te agradezco que me hayas puesto en guardia contra las bandas de ladrones. No hemos visto nada aún de ese tipo por nuestro lado. Es verdad que no somos tan ricos como Malevil.

Te pido trasmitas mis condolencias a la Menou por la muerte de su hijo y le digas que no lo olvido en mis oraciones.

Por otra parte, tengo el honor de anunciarte que acabo de ser elegido obispo de La Roque por la asamblea de los fieles de la Parroquia. He podido pues ordenar al señor Gazel y nombrarlo cura de Courcejac y abate de Malevil.

A pesar de mi deseo de serte agradable, faltaría a mis deberes en realidad si reconociera las funciones sacerdotales que has creído tu deber asumir en Malevil.

El Señor Párroco Gazel irá a decir la misa en Malevil el domingo próximo. Espero que le darás buena acogida.

Te ruego creer, mi querido Emanuel, en mis muy cristianos sentimientos

Fulbert le Naud Obispo de La Roque

P. S. Por estar indispuesto Armand y teniendo que guardar cama, es al señor Gazel a quien encargo llevarte esta carta y traerme la respuesta.


Cuando terminé esta sorprendente carta de amor, abrí de nuevo la mirilla. En efecto, había tomado la precaución de cerrar tan pronto me entregó la carta: no quería que Gazel pudiera ver las trampas que estábamos cavando. Mi Gazel estaba allí, delante de la empalizada, con una expresión algo ansiosa y expectante en su cara de clown de indeciso sexo.

– Gazel -digo- no te puedo contestar en seguida. Tengo que consultar con la asamblea de Malevil. Mañana Colin llevará mi respuesta a Fulbert.

– En ese caso, vendré a buscarla yo mismo mañana por la mañana -dice Gazel con su voz aflautada.

– Pero no, vamos, no quiero imponerte treinta kilómetros a lomo de burro dos días seguidos. Colin irá.

Hubo un silencio, Gazel parpadeó y dijo no sin cierto embarazo:

– Me disculparás, pero no admitimos más en La Roque a personas extrañas a la parroquia.

– ¿Qué? -dije incrédulo…-. ¿Y esas personas extrañas, somos nosotros?

– No especialmente -dice Gazel bajando los ojos.

– ¡Ah, porque hay otras personas en el asunto, además de nosotros!

– En fin -dice Gazel- es una decisión del consejo parroquial.

Le digo con indignación: -¡Bravo por el consejo parroquial! ¿Y no se le ha ocurrido al consejo parroquial que Malevil podría aplicar la misma regla a la gente de La Roque?

Gazel, con los ojos bajos, guardó silencio como un crucificado Estaba viviendo, como hubiera dicho Fulbert, un "momento muy doloroso". Yo seguí:

– No ignoras sin embargo que Fulbert cuenta con mandarte aquí, el domingo próximo, a decir misa.

– Ya sé -dice Gazel.

– ¡Entonces, tú tendrás derecho a entrar en Malevil y yo no tendré derecho a penetrar en La Roque!

– En fin -dice Gazel- es una decisión temporaria.

– Vamos, vamos. ¿Y por qué es temporaria?

– No lo sé -dice Gazel dándome toda la impresión al instante de que lo sabía muy bien.

– Bueno, entonces, hasta mañana -dije con tono glacial.

Gazel me dijo hasta luego y me dio la espalda para montarse en su burro. Yo lo llamé:

– ¡Gazel!

Volvió hacia mí.

– ¿Qué clase de enfermedad tiene Armand?

La idea me había rozado, en efecto, de que una -epidemia hacía estragos en La Roque y que La Roque se aislaba para evitar su expansión. Ocurrencia idiota, pensándolo bien. Presuponía en Fulbert ideas altruistas.

Sin embargo, mi pregunta produjo un efecto extraordinario sobre Gazel. Enrojeció, sus labios temblaron y sus ojos se pusieren a girar dentro de sus órbitas como para escapar a los míos.

– No sé -balbuceó.

– ¿Cómo, no sabes?

– Es Monseñor quien cuida a Armand.

Necesité un buen segundo para comprender que ese Monseñor se refería a Fulbert. Pero de todos modos, una cosa era segura: si Monseñor cuidaba a Armand, es porque su enfermedad no era contagiosa. Dejé ir a Gazel y después de la comida de la noche, reuní la asamblea para discutir la carta que acabábamos de recibir.

Expliqué, que en lo que me concernía, me chocaba sobremanera lo absurdo de las pretensiones de Fulbert. A mi criterio, esta carta reflejaba lo que había de megalomaníaco y de neurótico en su carácter. Era de toda evidencia que se había hecho elegir obispo para tener preeminencia sobre mí, ordenar a Gazel y luego eliminarme a mí como rival eclesiástico. Había un lado infantil en esta sed de dominio. En lugar de tratar de fortificar a La Roque contra los saqueadores, lo que no era una pavada, se empeñaba en una lucha contra mí, contra mí que lo había prevenido del peligro. Y esta lucha la iniciaba sin estar en una posición ventajosa para ganarla, pues su brazo secular se limitaba a Armand y Armand estaba en cama, víctima de una misteriosa enfermedad.

Todo esto me inclinaba a la risa, pero mis compañeros no tomaron a risa el asunto. Desbordaron de indignación. Habían ofendido a Malevil. Exactamente como si su bandera (que no tenía sin embargo más que una existencia potencial) hubiera sido insultada. ¡Fulbert había osado tocar al abate de Malevil y a la Asamblea que lo había elegido! ¿Por qué tiene ese que venir a joder acá?, dice el pequeño Colin, poco amigo sin embargo de palabras groseras. Meyssonnier opinó que había que ir a tirarle de las orejas a ese triste señor. Y Peyssou declaró que, si el domingo próximo Gazel tenía el caradurismo de presentarse, le metería su hisopo donde se imaginan. Total, que parecía que hubiéramos vuelto al tiempo del Círculo, cuando los miembros de la liga de Meyssonnier, al pie de las murallas de Malevil, y los protestantes de Emanuel parados sobre las almenas, se insultaban con la última grosería (y mucha invención) antes de venirse a las manos. Hasta la médula, dice Peyssou, golpeando la mesa, se la encajaré hasta la médula, a Gazel.

Un poco sorprendido por esta explosión de patriotismo malevilense, di entonces a los compañeros lectura de la respuesta que había preparado en el curso de la tarde y que sometía a su aprobación.


A Fulbert le Naud, cura de La Roque

Mi querido Fulbert:

Según los documentos más antiguos sobre Malevil que tenemos en nuestro poder, y que datan del siglo XV, había en esa época, en efecto, un obispo de la Roque, que fue entronizado en 1452 en la iglesia del burgo por el señor de Malevil, barón de La Roque.

Resulta de esos mismos documentos, sin embargo, que el abate de Malevil no dependía de ninguna manera del obispo de La Roque, sino que era elegido por el señor de Malevil entre las personas del sexo masculino de su familia con residencia en su castillo. La mayoría de las veces, un hijo o un hermano menor. Solamente derogó esta regla Sigismundo, barón de La Roque, que no teniendo ni hijo ni hermano, se nombró a sí mismo abate de Malevil en 1476. Desde esa fecha y hasta nuestros días, el señor de Malevil fue por derecho abate de Malevil, aunque a veces delegase en un capellán el ejercicio de su ministerio.

No cabe duda que Emanuel Comte, en tanto que propietario actual del castillo de Malevil, ha heredado las prerrogativas inherentes a su castellanía. Así lo ha juzgado la asamblea de los fieles que, por unanimidad, ha confirmado en sus títulos y funciones al abate de Malevil.

Por otra parte, no le es posible a Malevil reconocer la legitimidad de un obispo de quien no ha pedido su nominación a Su Santidad y que tampoco ha entronizado en un burgo que forma parte de sus dominios.

Malevil entiende, en efecto, conservar la integridad de sus derechos históricos sobre su feudo de La Roque, aun si en su vivo deseo de paz y de buena vecindad, no prevé, por el momento, acción para hacerlos valer.

Consideramos sin embargo que toda persona habitando La Roque y que se estime perjudicada por el poder de facto establecido en el burgo, puede en cualquier instante acudir a nosotros para ser restablecido en sus derechos.

Pensamos también que el burgo de La Roque debe sernos en todo momento accesible y que ninguna puerta del burgo podría quedar cerrada sin injuria grave ante un mensajero de Malevil.

Te ruego creas, mi querido Fulbert, en la expresión de mis sentimientos más devotos.

Emanuel Comte, Abate de Malevil


Debo subrayar aquí que en mi espíritu esta carta no era más que una farsa destinada a poner a Fulbert en su lugar oponiéndole una parodia grotesca de su propia megalomanía. Incluso debo decir, que en ningún momento y bajo ningún concepto yo me creía ni me tenía por el heredero de los señores de Malevil. Y tampoco tomaba en serio el vasallaje de La Roque. Sin embargo leí mi carta con un aire impasible, estimando que su humor sería así más apreciado por mis compañeros.

Me equivocaba. No lo entendieron para nada. Admiraron el tono de mi carta (es oportuno, dijo Colin) y se entusiasmaron de buena gana por su contenido. Pidieron ver los documentos sobre los cuales se fundaba, y tuve que levantarme para ir a buscar en las vitrinas de la sala de la casa esas memorables reliquias así como la transcripción en francés moderno que el tío había hecho hacer.

Fue un delirio. Fue necesario leer y releer todos los pasajes que establecían que La Roque era nuestro feudo, así como la decisión histórica de Sigismundo de nombrarse a sí mismo abate de Malevil. Y bueno, ves, dice Peyssou, no me hubiera imaginado que teníamos derecho a elegirte como lo hicimos. ¡Hubieras debido mostrarnos esto antes!

La ancianidad de nuestros derechos los sumergía en el delirio. ¡Cinco siglos, dice Colin, te das cuenta! ¡Cinco siglos que se tiene derecho a ser abate de Malevil! No hay que exagerar, dice Meyssonnier, honesto muy a pesar suyo, hemos tenido también la revolución francesa. ¡Pero no ha durado tanto tiempo, dice Colin, no puedes comparar!

Lo que los excitó sobre todo al último grado, fue la entronización del Obispo en nuestro feudo de La Roque por el Señor de Malevil. A pedido de Peyssou expliqué la palabra lo mejor que pude. Bueno, está claro, Emanuel, dice Peyssou, como no has entronizado al Fulbert, no es más obispo que mi culo (aprobación calurosa). Después de eso, no se trató de otro asunto que el de organizar una expedición contra La Roque para vengar el insulto que nos había sido infligido y establecer en él nuestros derechos soberanos.

Asistía mudo al desenfreno de las pasiones nacionalistas que yo mismo había desencadenado. A mi parecer, no podía ya revelar a mis compañeros la intención de parodia que tenía mi carta. Se habían entusiasmado demasiado.

Me hubieran tomado fastidio. Traté sin embargo de calmar a los más ardientes y lo conseguí con la ayuda de Thomas y de Meyssonnier, de Colin después, cuando solemnemente se tomó la decisión de que no abandonaríamos nunca a "nuestros amigos de La Roque" (Colin). Y que en el caso en que fueran molestados o perjudicados, Malevil intervendría como, por otra parte, quedaba dicho en mi carta.

Gazel volvió al día siguiente. Le entregué la carta sin una palabra y se fue. Dos días más tarde, la ZDA estaba terminada y el trigo lo bastante maduro como para que se levantara la cosecha.

Fue un largo asunto, pues hubo que cortar las espigas con la hoz, ponerlas en gavillas, traer las gavillas a Malevil, establecer una área en el primer recinto y separar con el mayal los granos de la paja. La operación movilizó mucha mano de obra y cuando hubo terminado, cada uno de nosotros hubiera podido darle un sentido más nuevo a la bíblica frase sobre el pan y el sudor.

A pesar de todo, fue posible decir que la cosa valía la pena. Aun teniendo en cuenta la parte estropeada por los saqueadores, la cosecha dio una proporción de diez bolsas por una. O sea en total mil doscientos cincuenta kilos de granos. Era poco con relación a nuestras importante reservas para el trigo (debidas en gran parte al botín del Estanque). Era mucho por ser la primera cosecha desde el día del acontecimiento y como promesa para el porvenir.

La noche que siguió a la cosecha, fui despertado por un ligero ruido a mi lado y más precisamente por la imposibilidad en que me encontré al principio en mi semisueño, de comprender el origen. Pero cuando mis ojos se abrieron, aun sin ver nada, pues la noche era oscura, supe que sobre el canapé cerca de la ventana Evelina sollozaba a golpecitos en su almohada.

– ¿Lloras? -dije a media voz.

– Sí.

– ¿Y por qué?

Aquí, una sucesión de sollozos apagados y de resoplidos.

– Porque estoy triste.

– Ven a contarme eso.

No fue más que un salto desde su canapé a mi cama, y se apelotonó en mis brazos. ¡A pesar de que se había rellenado, me pareció todavía bien liviana! Sobre mi hombro, no pesa más que un gatito. Y sigue sollozando.

– ¡Pero me mojas! ¡Una verdadera fuente! ¡Sécame eso! -Le paso mi pañuelo y tiene que parar los sollozos, aunque más no sea para sonarse.

– ¿Y entonces?

Un silencio. Resoplidos.

– ¡Suénate, vamos, en lugar de resoplar!

– Ya está.

– Suénate de nuevo.

Se suena de nuevo, en efecto y, a juzgar por el sonido, sin ningún éxito. Después de esto, los resoplidos recomienzan. Debe ser nervioso. Como su tos, como sus sollozos, como las convulsiones que la sacuden. Quizá como su asma. Después del saqueo de nuestro trigo y de la muerte de Momo tuvo un ataque horrible. Me pregunto si no se está preparando otro. La rodeo con mis brazos.

– Vamos -digo-. ¿Qué pasa?

Un silencio.

– Todos esos muertos -dice por fin en voz baja.

Me sorprendo. No era eso lo que esperaba.

– ¿Es por eso que lloras?

– Sí.

Y como me callo, ella sigue:

– ¿Por qué? ¿Te sorprende, Emanuel?

– Sí, creía que me ibas a decir que yo no te quería más.

– Oh, no -dice- me quieres igual, me doy muy bien cuenta. Lo que sucede es que no me dejas pasar nada. Pero lo prefiero así.

– ¿Prefieres eso?

Silencio. Medita, se interroga y está tan concentrada que se olvida de sorber.

– Sí -me dice-, me siento más sostenida.

Tomo nota y me callo.

– ¿A esa gente que mataron, no se la podría haber tomado en Malevil? Hay lugar en Malevil.

Sacudo la cabeza en la oscuridad, como si ella pudiera verme.

– No es una cuestión de lugar, sino de reservas. Ya somos once. Se podría en rigor, alimentar a dos o tres personas más, pero no a veinte.

– Bueno, entonces -dice al cabo de un momento- no había más que dejarlos comer nuestro trigo.

– ¿Y los otros?

– ¿Qué otros?

– Los otros que vendrán después. A esos, los dejamos matar nuestros chanchos, devorar nuestras vacas y llevarse nuestros caballos. Y nosotros, siempre tendremos pasto para comer.

Esos sarcasmos no hacen efecto en Evelina.

– Has dicho tú mismo que el trigo de los Rhunes no era enorme.

– No, gracias a Dios, con respecto a nuestras reservas. Sin embargo, mil doscientos cincuenta kilos de granos significan un cierto número de kilos de pan.

– ¡Pero si no hay más remedio nos podríamos haber pasado sin ellos! Tú lo has dicho -agregó precipitadamente con tono acusador.

En efecto, todo lo que yo digo queda grabado para siempre en su memoria.

– Si no hay más remedio, sí. Pero no podemos saber si la cosecha del año que viene no será desastrosa. Es mejor tener un poco en reserva. Aunque más no fuera para ayudar en caso de necesidad, a nuestros amigos de La Roque.

– ¿Y a esos de los Rhunes, por qué no ayudarlos?

– Eran muchos, ya te lo dije.

– No eran muchos más que la gente de La Roque.

– Pero a esos, por lo menos, uno los conoce.

Y como se calla, enumero:

– Pimont, Inés Pimont, Lanouaille, Judith, y Marcel que te recogió.

– Sí -dice-. Y también el viejo Pougès. No se lo ha visto más, en estos días, al viejo Pougès.

Es verdad, hace más de diez días que no lo vemos a ese viejo pícaro, remojar en nuestro vino la extremidad de sus bigotes. Y esta manera de cerrar un debate, sin convenir nada y sin admitir nada, es no menos típica de Evelina. Estoy además muy impresionado de la manera adulta con que ha discutido. Nada de infantil en sus palabras. Y su francés también ha ganado. Desde que "no le paso ninguna" ha cesado de refugiarse en lo pueril.

– Bueno -digo-. Audición terminada. Vuelve a tu cama. Quiero dormir.

Se me prende.

– ¿No puedo quedarme todavía un poco, Emanuel? -dice retomando su voz de bebé.

– No, no puedes. Vuela.

Se va y se va sin replicar. Hasta obedece con una especie de entusiasmo, como si tuviera delante de ella la perspectiva de pasarse a mi lado toda una vida de embriagadora obediencia.

Sin embargo, hay algunas cosas en ella que no comprendo muy bien. Me ha hablado de los Rhunes, pero no ha dicho nada de Momo.

Pero la Menou tampoco habla nunca de Momo. De todas las previsiones que yo había hecho el día del asesinato de su hijo, sobre su comportamiento futuro, ninguna se ha realizado. No cayó en la desesperación y en el embotamiento. No ha abandonado nada de la administración de Malevil. Reina siempre como el ama de la rama femenina del castillo, picoteando preferentemente a la más vieja y la más charlatana, pero si es preciso, aunque con más circunspección, no escatimándoselo tampoco a las pollitas, y a Cati más que a Miette, dado que Cati tiene su buen pico también. Tampoco se deja debilitar, tenedor y vaso nunca inactivos, aunque sin esperanza de engordar. Y por fin, siempre sigue estando bien limpia, con su pequeño esqueleto bien fregado, donde todo, músculos y órganos, está reducido al mínimo, con los cabellos bien tirados hacia la parte de atrás de su calavera, con la blusa negra bien cepillada y las hileras de alfileres de gancho adornando un escote cuadrado sobre la más chata de las pecheras.

Y por fin, siempre con el mismo trote tan seco, tan corto y tan rápido, con sus grandes pies y su cuello flaco y tendinoso proyectado hacia adelante.

Es Cati o Miette la que pone la mesa y es la Menou la que deposita las servilletas. Por una preocupación de higiene, les ha hecho, para distinguirlas, unas marcas que sólo ella reconoce.

Y una mañana en el momento de sentarme, noto, bastante inquieto, que alguien ha repuesto en la punta de la mesa el cubierto de Momo y, en el plato, una servilleta. Veo que Colin también se ha dado cuenta y me hace con los ojos y con la cabeza signos pesimistas. Sin embargo, al sentarme, cuento y encuentro once cubiertos y no doce. Además, fue Cati quien puso la mesa, no puedo creer que se haya equivocado. Por otra parte, como me inclino para interrogarla con la mirada, con discreción, me hace con el índice de la mano derecha un signo negativo.

Todo el mundo ahora está sentado, menos Jacquet quien, de pie, con los brazos colgando, con sus ojos marrón dorado húmedos de angustia, no encuentra en su lugar habitual más que un vacío horrible. Me mira, no sin humildad, como preguntándome qué ha podido hacer para que lo prive de alimento. Todo su comportamiento es el de un buen perro delirante de afección, que después de haber soportado un mal patrón, ha sido adoptado por una familia que lo mima, y tiene terror de despertarse un día habiendo perdido esa felicidad de la que no se siente digno, y de la que se pregunta sin descanso si la vive o si la sueña. No es que Jacquet encuentre injusto que le suprima su comida. Si lo hago es porque es justo. Y está listo, terminada la comida, para ponerse a trabajar con nosotros, con el estómago vacío. Su solo temor, es que esta supresión sea el prefacio del exilio.

Le sonrío para tranquilizarlo y voy a intervenir cuando la Menou dice con tono brusco:

– ¿Buscas tu cubierto, muchacho? Ahí está.

Y con el mentón, señala el lugar donde se sentaba Momo.

Se hace un gran silencio y Jacquet, consternado, me mira. Le hago con la cabeza un signo afirmativo, y bordeando todo el largo de la mesa, Jacquet va a sentarse en el lugar de Momo, penosamente consciente, él que tiene horror de llamar la atención, de ser el punto de mira de todos los ojos.

Colin, con tacto, abre en seguida un debate. Los pedazos de cartón que cierran las trampas en la ZDA y que la tierra recubre presentan un problema. Porque si llueve van a pudrirse y antes de pudrirse, perderán su rigidez y se encorvarán bajo el peso de la tierra. Resultado, las trampas van a ser señaladas a los asaltantes por otros tantos pozos. Peyssou sugiere que hagamos agujeros en los cartones para que la flota enemiga se hunda en la misma trampa. Y Meyssonnier sugiere un sistema de dos pedazos de madera contrachapeada sostenidos por un listón finito central que se hundiría bajo el peso del enemigo.

Mientras presto bastante atención a la discusión como para intervenir con una palabra o dos, escucho lo que pasa o se dice en el fondo de la mesa. Jacquet, paralizado de vergüenza, come sin decir una palabra, inclinado sobre su plato, y la Menou no para de hacerle recomendaciones perentorias en voz baja. ¡Enderézate! ¡No hagas bolitas con la miga, por Dios! ¡Terminaste de hacer ruido con la boca! ¡Dónde crees que estás! ¡No tienes servilleta que te limpias con la mano!

Y lo que me llama la atención, es que cada uno de esos rudos consejos es seguido del nombre de Jacquet, como si la Menou quisiera demostrarnos que no chochea y que no existe confusión, aun si Jacquet ha sido promovido, defendiéndose es cierto, al papel en que lo vemos. Prueba suplementaria, por otra parte, de que el espíritu de la Menou sigue lúcido: el dialecto que Jacquet, en tanto que extranjero, no entiende, no juega ningún papel en los reproches que ella le dirige.

Cuarenta y ocho horas después de la terminación de la ZDA, cuando las clases de tiro (comprendidas las de tiro al arco) habían recomenzado para todos, el viejo Pougès reapareció en su antigua bicicleta. No le gustó nada tener que ponerse en cuatro patas para franquear la empalizada. Y todavía menos que le vendaran los ojos para hacerle franquear la zona de las trampas. Apenas instalado en la cocina del castillete de entrada, nos dio a entender que eso reclamaba compensaciones. Dijo "nos", porque habiéndose difundido la noticia de su llegada, todo Malevil estaba allí, parado, para escucharlo.

– Y bueno, no es fácil llegar hasta tu casa, Emanuel -dice atusando su bigote amarillento-. ¡De ninguna de las dos puntas es fácil!

Mira alrededor de él, muy halagado por la atención de que es objeto.

– ¡Porque salir de La Roque, es algo, ahora que el Fulbert hace vigilar las dos puertas! No lo creerás, pero pasearse por el camino de Malevil, es jodido. Hay un decreto que lo prohíbe. Apenas si tengo derecho a pasearme por la departamental. Felizmente que me acordé de un sendero que se junta con tu ruta. Por lo de Faujoux, ¿te acuerdas?

– ¡Pasaste por lo de Faujoux! -digo estupefacto-. ¡Con tu bici!

– Hay rincones donde tuve que cargarla -dice Pougès-. ¡Como un campeón de carrera! ¡A mi edad! Espero -agregó después de una dramática pausa, y paseando su mirada sobre los asistentes-, que hoy no vas a encajar tan pronto el tapón de tu botella, Emanuel, en vista del trabajo que me he tomado.

– Sírvete -digo, empujando la botella hacia él-. Te la has merecido.

– ¡Ah, eso sí! -dice el viejo Pougès-. Acuérdate que es algo serio eso de pasar por lo de Faujoux con la bici. Y todo lo que tengo que decirte, que tengo la cabeza rota de tantas novedades. Y las piernas rotas de haber pedaleado.

– Deberías sin embargo estar entrenado -dice la Menou- en vista de todas las veces que has hecho el camino de La Roque a Malejac, para ir a hacer el amor a lo de tu puta.

– A tu salud, Emanuel -dice el viejo Pougès, con dignidad, pero furioso por adentro de que la Menou le estropee su hora de gloria.

– Menou -digo con tono severo-, vamos, dale algo para comer.

– Con mucho gusto -dice el viejo Pougès…-. Sobre todo que me ha dado hambre eso de pasar por lo de Faujoux.

La Menou abre el armario de la derecha de la chimenea, pone con violencia un plato delante de Pougès, después corta una tajada finita de jamón, y tomándola entre el pulgar y el índice, la tira desde lejos sobre el plato.

Le dirijo una mirada severa, pero simula no verla. Está en tren de cortarle a Pougès una rebanada de hogaza y se aplica en cortarla lo más finita posible, lo que no es fácil, dado que la hogaza está fresca. Mientras hace esa delicada operación, se habla a sí misma a media voz. Pero como el viejo Pougès se calla porque bebe su primer vaso, con el ojo fijo en la botella, y como por otra parte, nosotros también callamos en la espera de las novedades que nos ha anunciado, el silencio que reina en la cocina hace perfectamente audible el aparte de la Menou, e intento en vano interrumpirla.

– Hay gentes -dice la Menou sin mirarme- que se diría que son peores que los piojos para succionar la sangre de los demás. Por ejemplo la Adelaida. Ustedes me dirán, la Adelaida no era gran cosa, estoy de acuerdo. Abierta a los cuatro vientos, como era. De todos modos, hay uno más de cuatro que se aprovechó muy bien de ella. Primero para sacar tajada gratis y después, cuando ni eso podían hacer, para sacarle bebida. ¡Seguro que esta pobre, esta gran puerca no se ha enriquecido con clientes así!

El viejo Pougès, posa su vaso, se endereza y con la mano izquierda se seca el bigote.

– Emanuel -dice con dignidad-, no es para hacerte un reproche, pero deberías impedir a tu sirvienta que me faltara al respeto bajo tu techo.

– Miren eso, le hace falta respeto, ahora -dice la Menou.

Pálida de rabia por haber sido tratada de sirvienta, tira al vuelo la rebanada de hogaza sobre la mesa y cruza sus flacos brazos sobre su pecho fijando sobre Pougès unos ojos fulgurantes. Pero éste saborea a la vez su segundo vaso y su pequeña cochinada, y por las dos partes se siente bien vengado.

– Menou no es mi sirvienta -digo con firmeza-. Ella tiene sus bienes. Si vive aquí, es porque maneja mi casa. Pero yo no le pago. Te hablo de antes de la bomba, naturalmente.

– Como quien diría la gobernanta del Señor Cura -dice Colin.

Y todos, salvo la Menou, se ponen a reír, lo que distiende la atmósfera.

Aprovecho para levantarme, dirigirme a la Menou y deslizarle al oído: "Si sigues, te rajo de la cocina delante de todo el mundo". No me contesta. Respira con fuerza, con los ojos brillantes, los labios apretados y la nariz palpitante. En cierto sentido, me alegra verla así, después de lo que ha pasado.

Me vuelvo a sentar. El viejo Pougès está terminando su pedazo y su tercer vaso. Y eso le toma un tiempo infinito. Bebe rápido, pero mastica lentamente.

Su tercer vaso terminado, se queda tironeando sus bigotes sin decir una palabra mirando la botella. Le lleno el vaso de nuevo y con un golpe seco, hundo el corcho. Me mira hacer, mira luego su vaso lleno, pero no lo toca. Todavía no. El último vaso, lo bebe siempre en silencio. Entonces es ahora cuando tiene que hablar. Como tarda más de la cuenta, comienzo yo:

– ¿Entonces, está enfermo Armand?

El viejo Pougès sacude la cabeza.

– No está enfermo -dice, con el desprecio por el ignorante del que sabe, y noto por su repugnancia en hablar que le cuesta mucho darnos cualquier cosa, aun noticias.

– Y entonces -digo con tono seco, para recordarle de todos modos su parte del contrato.

– Entonces, no tiene nada de lindo lo que pasó allí.

Hace una pausa y agrega:

– Ha habido sangre.

Nos mira meneando la cabeza. -Es Pimont que encontró al Armand tratando de abusar de Inés.

– ¿A la fuerza? -dice Colin palideciendo.

– A la fuerza o no a la fuerza -dice el viejo Pougès con una maldad como para hacer rechinar los dientes-. La Inés dice que es a la fuerza. Yo, yo no sé nada, tú la conoces mejor que yo, muchacho, y debes saberlo.

– Abreviando -digo con irritación.

– Abreviando, al Pimont, la sangre se le heló en las venas. Te agarra un cuchillito de cocina y se lo planta en la espalda. Y bueno; no lo creerás, no le hizo ni frío ni calor al Armand. Se dio vuelta y dijo: te voy a enseñar a encajarme un puñetazo en la espalda, puerco. Y ahí nomás, a boca de jarro, le hace saltar la jeta con su porquería de escopeta, que al pobre Pimont, no le quedó por así decir más cara. Nos presentamos todos y ahí estaba Armand en el umbral de Pimont, blanco como estaba, pero completamente derecho como una i, nos cuenta su historia del puñetazo en la espalda. ¡Y ahora lárguense, que dice, o tiro al montón! Y entonces nos apunta con su porquería de escopeta y camina marcha atrás hasta la puerta del castillo. Y bueno: ves, Emanuel, fue solamente cuando se dio vuelta para abrir la puerta del castillo que vimos el cuchillo plantado en su espalda. Y bien visible, como estaba, dado que Armand tenía su saco negro y que el mango del cuchillo era colorado. ¡Y bueno, a pesar de todo, ahí se va el Armand, con su cuchillo en la espalda!

– ¿E Inés? -dice Colin.

– Como loca, imagínate -retoma el viejo Pougès con una insensibilidad total-. Su hombre hecho polvo, con un gran agujero en la jeta y un charco de sangre sobre su parquet como que hubieras dicho que habían matado un buey. Felizmente, Judith se la ha llevado a ella con el bebé. Pero espera, espera -prosiguió, como si la continuación le pareciera mucho más importante-. El Armand llega al castillo y le cuenta toda la cosa a Fulbert, delante de Josefa y de Gazel. Y Josefa que le dice en su jerigonza: ¡Pero señor Armand, tiene un cuchillo en la espalda! Él no lo quiere creer. ¡Tantea con su mano y se cae de narices! Desmayado. Fue la Josefa la que nos lo dijo.

– Y después -digo con impaciencia.

– Después, es todo -dice el viejo Pougès mirando de reojo su vaso lleno.

– ¿Cómo, es todo? ¿Es así como son ustedes en La Roque? ¿Les matan un hombre en su casa en pleno día, delante de todo el mundo, conocen el asesino, y nadie dice nada? ¿Ni siquiera Marcel? ¿Ni siquiera Judith?

– ¡Ah, ellos! -dice Pougès con negligencia, pero de todos modos sin mirarme-. Ellos no han hecho otra cosa que convocar al pueblo y hacer votar una cosa. Por lo que dicen el Armand debería ser juzgado y castigado por asesinato.

– ¿Y no es nada, eso? -digo con indignación-. ¿Te parece que no es nada?

Y agrego con rabia:

– Y tú, por supuesto, en la votación, te has abstenido.

El viejo Pougès me mira con reproche tironeando su bigote.

– En tu interés, Emanuel. No debo meterme demasiado en el bando de Marcel, si quiero continuar mis paseos en bici.

Y diciendo esto, me hace un guiño.

– ¿Y Fulbert qué dice de esa votación?

– Dijo no. Vino a decírnoslo por la ventanilla de la puerta, que era un caso de legítima defensa y que no había lugar a juicio. Los muchachos lo abuchearon un poco. Y desde entonces, el Fulbert lo tiene un poco fruncido, sobre todo que el Armand está en cama. Entonces, nos hace pasar las raciones por la ventanilla y no sale más del castillo. Espera que eso se calme. A tu salud, Emanuel.

Estas últimas palabras parecen de cortesía y es todo lo contrario. Quiere decir que ahora bebe y que lo dejen de joder, dado que nos ha pagado lo bastante con eso.

Se establece el silencio. Nosotros tampoco hablamos. Pero no necesitamos palabras. Sabemos que estamos todos de acuerdo y que no vamos a dejar un asesinato impune. Ya es tiempo de ir a poner orden en los asuntos de La Roque.


NOTA DE THOMAS


Esta expedición a La Roque tuvo lugar, pero mucho después de lo previsto, y no sin que antes nosotros mismos hayamos afrontado un peligro mortal. Es por esto que me permito interrumpir el relato de Emanuel con observaciones que no estarían en su lugar más adelante cuando las cosas empezarán a moverse nuevamente.

Debo decir que estoy tan afectado por la manera denigrante con que Emanuel presenta a Cati en estas páginas. Sobre todo proviniendo de Emanuel, no puedo comprender un tal prejuicio. En la escena de la confesión, donde él le reprocha su "coquetería" llega hasta escribir: "cómo está de orgullosa de su pequeño sexo, esta putita".

Yo hago esta pregunta: ¿por qué no lo estaría? Que se me permita decir, por lo menos con palabras veladas que una Cati en ese terreno vale, ella sola, por una docena de Miettes.

Por otra parte, cuando Emanuel habla de la "coquetería" de Cati, su psicología le falla. La cosa es mucho más grave. Cati no es coqueta. No puede ver a un hombre que le gusta sin desear entregarse a él. En el fondo, lo que su hermana hace por deber, ella lo hace de buena gana, por placer.

Sobre este tema, como sobre todos los temas, Cati es completamente franca. La víspera de nuestro casamiento me dijo: la única cosa que no puedo prometerte es serte fiel.

Estoy entonces prevenido, y estándolo, sería absurdo de mi parte estar celoso. Tanto más que me he arrogado, casándome con Cati, un privilegio exorbitante. Cuando Emanuel volvió del Estanque, trayendo a Miette a la grupa, hubiera podido él también declarar de entrada. Miette es mía. Y Miette, desde luego, no pedía nada mejor. En vez de eso, Emanuel se borró, conservó sus distancias con Miette y Miette comprendió lo que él esperaba de ella. La primera generosidad no nació de Miette, sino totalmente de Emanuel.

En eso se ha mostrado sensato y fuerte. Yo no lo imité. Olvidado de que había compartido a Miette con los compañeros he querido a Cati para mí solo. Y en una comunidad de seis hombres, he confiscado a mi único provecho la única mujer de valor -digo de valor- con el pretexto de que la amaba. Por cierto, siento por ella gratitud y amistad. ¿Pero después de apagado el primer fuego del deseo la quiero de verdad? Quiero decir: ¿la quiero más que a Emanuel, Peyssou o Meyssonnier? ¿Y por qué querría uno más a una mujer -con el pretexto que uno se acuesta con ella- que a su amigo? Sospecho que hay muchas mentiras y convenciones en ese romanticismo de pacotilla.

Otra pregunta: ¿Es que el hecho de querer a una mujer confiere el derecho de acapararla en una sociedad donde el número de mujeres es muy limitado? Sí, sí, Peyssou que muestra una gran inclinación por Cati, tiene tanto derecho como yo a su posesión exclusiva. En cuanto a Cati misma, si consultara sus gustos paisanos, ¿no se sentiría acaso más atraída por Peyssou que por mí? Mi impresión es que me he colocado en una situación muy falsa en donde mi amor propio va a salir desplumado. Cati no me será fiel, lo sé y me prohíbo de antemano irritarme por ello. Por más chocante que resulte para los hábitos mentales heredados del tiempo de antes, Emanuel tiene razón: en una comunidad donde todo reposa sobre la afección mutua de sus miembros, los lazos exclusivos de hombre a mujer no están más en su lugar.

Quiero volver sobre los sentimientos negativos de Emanuel con respecto a Cati. Crean en Malevil un persistente malestar. Cati admira a Emanuel y sufre de sentirse tan poco apreciada por él. Tiene la impresión de que la compara constantemente con Miette, y siempre para su desventaja. De ahí, creo, su actitud reacia e indisciplinada. A mi modo de ver, esa actitud desaparecería si Emanuel atribuyera más valor a Cati como ser humano.

2. Ahora voy a hablar de Evelina. Sobre este asunto, quisiera ser franco sin ser odioso.

Digo al punto mi convicción: estoy persuadido que sobre el plano físico no hay nada, absolutamente nada, entre Evelina y Emanuel. Cati ha estado largo tiempo persuadida de lo contrario, y hemos discutido a menudo de ello.

Lo que ha hecho nacer todas estas especulaciones, es un incidente del todo sorprendente que se sitúa entre nuestro regreso a Malevil y el asunto de los saqueadores, y que Emanuel ha silenciado en su relato. No es la primera vez, ya lo he notado, que Emanuel omite cosas que lo molestan.

Es conocido el rito de Malevil: todas las noches, la velada terminada, Miette viene a tomar por la mano al compañero que ha elegido. Es un rito que, debo decirlo, primero me chocó. Y al que luego, con la impaciencia de ver llegar mi turno, me he habituado. Ahora que soy casado y bien instalado en mi privilegio -al menos por un tiempo- me choca de nuevo. Sí, ya sé lo que van a decir. Que el hombre tiene dos morales, según se beneficie o no del acto que lo escandaliza.

Resumiendo, esa noche, un mes quizá después de la llegada de Evelina a Malevil, Miette, la velada terminada, se dirigió a Emanuel y sonriéndole con aire tierno, le tomó la mano. En seguida, Evelina, que se encontraba parada a la izquierda de Emanuel, pasó a su derecha y sin decir una palabra, con una decisión y una fuerza que nos sorprendieron, desató las dos manos. Sorprendida y apenada de que Emanuel hubiese dejado ir la suya sin resistir, Miette no luchó. Miraba a Emanuel. Pero Emanuel no se movía, y no decía una sola palabra. Estudiaba a Evelina con un aire de extrema atención, como si tratara de comprender lo que hacía -que era sin embargo bien evidente para todo el mundo-. Y cuando Evelina tomó en su "manita" la mano que venía de liberar, Emanuel la dejó hacer.

Nunca he olvidado la mirada que Evelina echó entonces a Miette. No era una mirada de niña, sino de mujer. Y que decía tan claro como con palabras: es mío.

Lo que pensó Miette de este incidente es fácil de adivinar. Pero no hizo ningún comentario. Cuando volvió el turno de Emanuel, lo salteó y Emanuel no pareció apercibirse.

Todas las discusiones con Cati al respecto de la intimidad supuesta entre Emanuel y Evelina, nacen de ahí. Cati argüía que Emanuel no era un hombre como para vivir en castidad después de haberse privado de Miette.

Colin, a quien le confié nuestras dudas, fue de opinión contraria: no es verdad, dijo, que Emanuel no pueda ser casto. A los veinte años, te lo digo yo, durante dos años, he visto a Emanuel no tocar una mujer. Dos años. Mujeriego fue antes, y mujeriego fue después, y no poco, pero durante esos dos años, nada. Si quieres mi opinión, hubo una chica que lo hizo sufrir mucho. Y agregó y además, no conoces a Emanuel. Es un escrupuloso. No haría tal cosa. Emanuel no ha hecho nunca una porquería a una chica. Sería más bien lo contrario. No es el hombre para abusar, eso no, nunca.

Le pregunté entonces su opinión sobre la situación tal como él la veía. Bueno, él la quiere -dijo- y la manera en que la quiere, eso no podría decirlo. Evidentemente, extraña un poco, dado que Evelina es un gatito flaco, y para Emanuel, hasta ahora, las mujeres, más tenían con que más contento estaba. Extraña también, dado que Evelina tiene catorce años y que no es ni siquiera linda, aparte de los ojos. Pero en cuanto a eso de tocarla, no. Puedes jurar por la cruz. No es el tipo.

Debo decir que Cati, después de eso, estuvo de acuerdo con él, pues tomándose el trabajo de observarlos, nunca descubrió un indicio que pudiera fortalecer sus sospechas.

3. La asamblea que Emanuel ha descripto en ese capítulo no fue solamente importante porque marcó nuestro pasaje a "la moral dura", mejor adaptada a nuestra "nueva época", sino que hizo también de Emanuel nuestro jefe militar "en caso de urgencia y de peligro". Y como esos casos se multiplicaron en los meses que siguieron, Emanuel, que era ya abate de Malevil, reunió en sus manos, al fin de cuentas, todos los poderes, espirituales y temporales, de la comunidad.

¿Se trata de una "enseñorización" de Emanuel? ¿De un simple retorno al pasado feudal? No lo creo. A mi modo de ver, el espíritu en el cual la comunidad de Malevil considera sus relaciones internas es completamente moderno. Y moderna también, la constante preocupación de Emanuel de no emprender nada sin estar previamente seguro de nuestra adhesión. Sin hablar de humildad -tengo horror de esa fraseología masoquista- diría que hay una cierta superación del yo en la manera en que Emanuel y nosotros todos aceptamos sin detenernos en discutir.

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