Maureen entró en la consulta y sonrió a la recepcionista.
– Hola, señora Hardy -dijo-. Creo que me perdí la sesión del miércoles pasado.
– Sí, así es -dijo la señora Hardy-. Estuvimos esperándote.
– Lo siento. Se me fue de la cabeza.
La señora Hardy sonrió.
– No te preocupes, hoy estás aquí. Avisaré a Louisa.
Maureen le dio las gracias y pasó a la pequeña sala de espera. El hombre impaciente que siempre intentaba hablar con ella estaba sentado en su silla habitual. La había puesto de cara a la entrada y le dijo hola cuando Maureen entró en la sala. Ella no le hizo caso y se dirigió hacia la ventana. Apoyó los codos en el alféizar alto, inclinó la cabeza hacia adelante y cerró los ojos. Se imaginó a Liam saliendo por las puertas de vaivén de la comisaría de policía de Stewart Street, con la cabeza gacha. Sintió que se le paralizaba el cuerpo.
Se rascó la nuca despacio con las uñas para intentar ahuyentar esa sensación y se hizo unos arañazos largos y profundos. Quedarse paralizado es peor que sentir dolor: es como una enfermedad que te va desgastando con intensidad. Todos los nexos con el mundo exterior se evaporan, nada importa, nada cuenta, nada te emociona o te divierte, nada te sorprende; incluso las sensaciones físicas parecen distantes e irreales. Es la muerte sin burocracia.
Tenía la nuca mojada. Dejó de rascarse y se miró los dedos. Tenía los bordes de las uñas manchadas de sangre. Se quitó la cola de caballo para que el pelo le cayera sobre la nuca y cubriera los arañazos. Abrió los ojos y miró el paisaje tras el tejado verdoso de la oscura catedral medieval.
Pensó en Siobhain y la parálisis desapareció. Siobhain había visto a Douglas a las tres y media del día en que murió. Si detenían a Liam podría hacer que Siobhain hablara con la policía como último recurso. La habían interrogado sobre la noche del asesinato. Quizás alguien había visto algo en esas horas.
La señora Hardy les llamó a los dos por el interfono. El señor McNeil tenía que ir a la recepción y la señorita O'Donnell ya podía pasar al despacho de la doctora Wishart. Maureen se dio la vuelta y vio que el hombre diminuto salía corriendo por la puerta. «Mal día para exaltarse, amigo», pensó Maureen.
Louisa estaba sentada muy rígida detrás de su escritorio. Le acercó el periódico a Maureen empujándolo por la mesa.
– Ya lo he visto – dijo Maureen.
– O sea que tu novio Davie es en realidad Douglas Brady.
– Sí. Comprenderás por qué no podía decírtelo. Pensé que quizás le conocías.
Louisa asintió con la cabeza.
Maureen le contó cómo había empezado la relación entre ella y Douglas, y le describió cómo había encontrado el cuerpo, la sangre que había por todas partes, y cómo la había tratado la policía.
– La policía vino a verme -dijo Louisa.
A Maureen no se le había ocurrido pensar que la policía hubiera podido aparecer físicamente en la consulta de Louisa: creía que quizás habían llamado a un subordinado. Si McEwan veía las notas de sus sesiones creería que Maureen era una mentirosa compulsiva.
– ¿Vieron mis notas?
– No -dijo Louisa-. Necesitaban una orden judicial para verlas y no creyeron que tuvieran tanta importancia. Me hicieron preguntas sobre ti.
– ¿Qué te preguntaron?
– Que si creía que sabías distinguir la mentira de la verdad.
– ¿Qué les dijiste?
– Que creía que sí.
Por primera vez intercambiaron una mirada cargada de significado. Maureen se preguntó si Louisa sabría que le mentía todo el tiempo. Louisa desvió su mirada hacia un espacio vacío junto a la puerta. Maureen pensó que le tocaba hablar.
– ¿Sólo vinieron a verte una vez? -preguntó.
– Sí, sólo una. ¿Quieres preguntarme algo más sobre ese tema?
– No -dijo Maureen. Era la conversación más larga que habían tenido. Louisa se reclinó en su asiento.
– ¿De qué más te gustaría hablar hoy? -le preguntó.
La actitud protectora de Louisa la emocionó, así que, para agradecérselo, Maureen le contó el sueño sobre la violación después de la misa. Louisa la escuchó y sonrió contenta al final de su relato. Hablaron del sueño e intentaron ponerlo en relación con la muerte de Douglas.
Maureen no quería desnudar su «ello» freudiano, su historia sólo era un regalo simbólico. Le dijo que su amiga Ailish se había peleado con su novio porque había descubierto que se acostaba con su hermana. Maureen había pensado que Ailish la apoyaría más en estos momentos difíciles pero no la estaba ayudando en absoluto.
– Quizá tenga muchas cosas en la cabeza -dijo Louisa.
Especularon durante un rato con los motivos que tendría Ailish para comportarse de aquella forma.
– Estoy un poco preocupada por mi etapa en el hospital -dijo Maureen-. No dejo de pensar en ello y de evitar pasar por delante del edificio. Creo que me estoy obsesionando otra vez.
Pero hoy Louisa no picaba.
– Cuéntame cómo te sientes ahora por lo de Douglas -dijo.
– No siento nada en especial. A menudo no le veía durante una semana, así que eso es lo que siento.
– Probablemente sufres un shock. Cuando reacciones, y seguro que lo harás, quiero que me llames, de día o de noche, ¿de acuerdo?
Maureen le dio las gracias.
Louisa le dijo que le daría la baja laboral durante tres semanas.
– Louisa, ¿sabes lo que te he dicho del hospital? Bueno, quiero afrontarlo. ¿Conoces a alguien allí con el que pudiera ponerme en contacto?
– ¿Para qué?
– Quiero volver allí y echar un vistazo. Quizás haga que me sienta mejor con todo este asunto.
– No te lo aconsejo. Creo que ya estás bajo suficiente presión.
– Ahora mismo siento como si no tuviera miedo de nada.
– Creo que estás en estado de shock. Puede que te estés obsesionando con ese tema para evitar pensar en cómo te sientes por lo de Douglas.
– Quizá -dijo Maureen-. Pero aun así me gustaría volver. No quiero pasearme por el hospital yo sola, por si aún no lo he superado, pero ahora ya no conoceré a nadie de los que trabajan allí.
– Martin Donegan sigue trabajando en el hospital.
Maureen abrió la puerta y se volvió hacia Louisa, que estaba sentada a su mesa con las manos juntas y bastante tranquila.
– Adiós, Louisa-dijo.
– Adiós, Maureen -dijo ella.
Maureen volvió a la sala de espera y se sentó a esperar que la señora Hardy la llamara otra vez a la recepción.
– Aquí tienes -dijo la señora Hardy tendiéndole un papel-. Es la baja de la doctora.
Maureen la cogió.
– Gracias, señora Hardy.
– ¿Nos vemos la semana que viene?
– Sí, hasta entonces.
Había oscurecido y el policía que la había observado entrar en el hospital la siguió otra vez por la ciudad hasta la comisaría de Stewart Street.
Mientras Maureen bajaba la colina, la nuca empezó a escocerle por culpa del viento fuerte del atardecer. Las puntas finas de su pelo se balanceaban contra las heridas de su piel. Pero el picor intenso hizo que pensara en Siobhain: ella podía confirmar que Douglas estaba vivo a las tres y media, aunque no pudiera hablar del hospital.
Maureen podía ir a ver a Martin en los próximos días. Llevaba más de veinte años trabajando de portero en el Hospital Northern Y era un hombre reservado y tranquilo. El complejo hospitalario se había ido ampliando de una forma caótica a lo largo de los años, pero Martin reconocía cada pasillo sólo con echarle un vistazo. Si Maureen necesitaba preguntar algo sobre el Hospital Northern, Martin era la persona indicada.
El policía de la recepción le dijo que Liam todavía no había salido. Ella le preguntó cuánto podría tardar en salir pero el agente, muy educado, le contestó que lo sentía, pero no lo sabía. Maureen esperó un rato, sentada en la misma silla de plástico en la que se había sentado Liam la primera mañana. Se lamió los dedos y se pasó la saliva calmante por los arañazos sangrientos de la nuca, mientras calculaba cuánto podía tardar en llegar a casa de Winnie. Veinte minutos después, se marchó y cogió un autobús al South Side.
El policía de incógnito la siguió. Se sentó en el piso de abajo para observarla.
Maureen se bajó del autobús y, de repente, cuando cubría la distancia de dos calles que la separaban de la casa, al otro lado de la carretera, pasando por debajo de una farola de luz anaranjada, vio a Michael. Sus movimientos al andar eran exactamente iguales a como los recordaba: un contoneo juvenil y receloso. Maureen se detuvo y cruzó la carretera para quedarse detrás de él. Le siguió unos diez minutos hasta que se dio cuenta de que no era él en absoluto. Sólo era un tipo alto y calvo. Las púas del peine-navaja le dejaron marcas en la mano. Todavía no había afilado el mango: lo único que podría haber hecho hubiera sido darle un mal golpe. No tendría que haberle contado el sueño a Louisa; había reavivado sus temores.
Maureen todavía tenía llaves de la casa. Abrió la cerradura poco a poco y sin hacer ruido, con la esperanza de evitar a Winnie. Las luces del salón y de la cocina estaban encendidas pero la casa estaba en silencio. George salía a menudo, tenía amigos en diversos bares de toda la ciudad, pero Winnie solía quedarse en casa. Debía estar durmiendo la mona en algún sitio, probablemente en su habitación o en el sofá del salón. Maureen subió de puntillas las escaleras hasta su antiguo cuarto en la parte trasera de la casa.
El dormitorio había sido su refugio más querido durante la adolescencia. Cuando tenía trece años trabajaba los sábados en una verdulería y, con su primera paga, se compró un candado de seguridad. Lo colocó en la puerta del cuarto para que Winnie no entrara de madrugada cuando estaba borracha e iba haciendo eses hasta la cama de Maureen, iluminada por la luz intensa que se colaba desde el recibidor, y le daba unos sustos de muerte. Un día que Maureen estaba en el colegio, Winnie cambió la cerradura. Maureen la volvió a cambiar. Liam declaró su habitación república independiente.
Ahora Winnie utilizaba el cuarto de Maureen de trastero. La puerta todavía conservaba las marcas de doce tornillos diferentes que había clavado en los mismos dos centímetros cuadrados. Manchas grasientas de Blutack en las paredes de papel evidenciaban el contorno de cada uno de sus pósteres preferidos y los libros que ya no quería estaban alineados en el estante: los de Enid Blyton, de Agatha Christie, un libro de texto de matemáticas del bachillerato y tebeos. Una pila de muñecos de peluche descansaba en una esquina cogiendo polvo: Winnie se los había regalado año tras año por su cumpleaños y por Navidad porque la confundía con Marie, que era a quien le gustaba ese tipo de cosas.
Encontró la caja de zapatos llena de fotografías debajo de la cama. Las habían revuelto hacía poco. Estaban dobladas y echadas a un lado. Intentaban recuperar su estado anterior pero se resignaban a su nueva forma. Las metió dentro de la bolsa; las cogió todas, incluso las de cuando era pequeña.
Había una última foto enganchada en el pliegue del fondo de la caja. Tiró y tiró pero estaba atascada. Tenía que deshacer la caja para sacarla. Era una foto de ella y su padre. Maureen estaba sentada sobre sus rodillas, abrazándole. Parecía que estaba borracho, llevaba el cuello de la camisa subido, siempre se lo subía cuando estaba borracho, ella y sus hermanos solían esperar ese momento. Maureen recordaba aquel día. Era invierno y los abusos ya habían empezado. Ella se ponía muy cariñosa con él cuando había otra gente delante y sabía que no podía tocarla. Creía que si era más agradable con él dejaría de hacerle daño cuando estuvieran solos.
Recordaba que habían sacado aquella foto unas Navidades. Liam quería una moto y Maureen había pedido una muñeca grande que había visto colgada en una tienda del mercado Barras. Llevaba un vestido de cuadros escoceses y una boina escocesa grande. Le regalaron la muñeca pero al desenvolverla vio que el tejido era áspero y que los ojos estaban mal pintados. Se pasó todo el día llorando. A Liam le regalaron la moto y no se la dejaron para que diera una vuelta en ella.
Cogió El maestro y Margarita, y el ejemplar en tapa dura de ¡Venciste, Rosemary! que había robado de la biblioteca del colegio. Los metió en la bolsa y examinó la habitación. Debajo de la estantería había una foto amarillenta de Joe Strummer, el líder de The Clash. Se la metió en el bolsillo. Allí ya no había nada más que ella quisiera.
En la mesa del recibidor había un extraño cenicero de cerámica que Maureen había hecho durante las clases de terapia ocupacional en el Hospital Northern. Era redondo y tenía el dibujo de una diana pintado en el centro con esmalte rojo y blanco. Era el primer objeto que había hecho en las clases y Pauline la había ayudado con los colores y el barniz. Cuando se lo enseñó orgullosa a Liam en los jardines del hospital, él le dijo que era genial: cuando saliera podría hacer una fortuna diseñando ceniceros para fumadores que no coordinaran bien. Maureen lo cogió y salió silenciosamente de la casa.
Hacía tres horas que interrogaban a Liam. El policía de la recepción le dijo a Maureen que no sabía cuándo saldría, que aún podría tardar. Se compró un té con limón en la máquina del vestíbulo y cuando iba a sentarse cómodamente, dispuesta a esperar un buen rato, Liam salió de un pasillo seguido de cerca por McEwan. Los dos parecían cansados y enfadados. Cuando Liam la vio la expresión de su rostro no flaqueó. Le cogió la taza de plástico humeante de la mano y la puso sobre una silla.
– Vamos -dijo cogiéndola de la mano-. Nos vamos a casa.
McEwan y Liam se separaron sin decirse adiós.