25. El Thistle

La pasaron con las taquillas de la parte trasera.

– ¿Liz?

– ¡Maureen! Dios mío, te has metido en un buen lío. ¿Por qué no has presentado la Baja?

Maureen se había olvidado. Llevaba una semana y media sin ir a trabajar y no se había acordado de mandar la Baja que le había dado Louisa.

– Va a echarte -dijo Liz-. Te he estado llamando para contártelo. Si tienes la hoja todavía puedes presentarla.

La última vez que Maureen había visto la Baja fue en casa de Benny la noche que comieron filete.

– Debo de tenerla en algún sitio -dijo Maureen-. Pero no estoy segura de dónde.

– Pues encuéntrala -le dijo Liz.

– Lo haré, Liz. Bueno, ¿cómo estás? ¿Vas a demandar al periódico?

Liz le dijo que no iba a tomarse la molestia. Había llamado al periódico y habían publicado una disculpa en la página doce.

– Escúchame -le dijo Liz-, presenta la Baja. Si te echan por no venir al trabajo no cobrarás el Paro.

Alguien aporreó la puerta de Maureen.

– Joder, ¿en serio? -dijo mientras sujetaba el teléfono entre el hombro y la oreja, y se inclinó para observar por la mirilla. McEwan y McAskill estaban en el rellano. McAskill fruncía el entrecejo y se sacudía las gotas de lluvia del impermeable, abriendo y cerrando las solapas. McEwan llevaba un abrigo de lana negro, largo hasta los pies, y un sombrero del mismo color.

– Te diré qué haremos -dijo Liz-. Le diré que te ha dado otra crisis y veremos lo que hace, ¿vale?

– Perfecto, Lizbo.

Comprobó que tuviera los pantalones abrochados y se arregló el pelo antes de abrir la puerta. McEwan se quitó el sombrero y le dijo, oficiosamente, que Martin Donegan había desaparecido del Hospital Northern en mitad de su turno del sábado. Estaban investigando un fallo en la seguridad del hospital, creían que la desaparición de Martin tenía algo que ver con ello y alguien había visto allí a Maureen.

Maureen abrió la puerta para que pasaran al caótico recibidor. Algo había tenido que pasar para que Martin desapareciera. Algo debía de haberle asustado. O algo peor. Intentó recordar lo que Martin le había dicho y lo que ella le había prometido que no diría.

McAskill evitaba visiblemente mirarla a los ojos. Pasó con cuidado por encima de un montón de libros y se situó junto a la puerta del salón.

– Así que ha quitado la moqueta -dijo McEwan, que había mirado dentro del salón pasando por delante de McAskill. Su mirada se posó en el bodegón de desenfreno que yacía en el suelo: la botella de whisky y la caja de bombones.

– Sí -dijo Maureen-. La he arrancado.

– Hubiera tenido que hacerlo de todas formas -dijo McAskill con timidez-. No es fácil de limpiar. Normalmente siempre quedan restos de manchas.

McAskill se dirigió al recibidor pasando por delante de McEwan sin levantar la mirada del suelo y con la espalda pegada a la pared. Se dio cuenta de que Maureen le miraba y se sonrojó un poco.

Martin había desaparecido y Maureen no sabía qué hacer. Si consiguiera quedarse sola diez minutos quizá podría pensar en algo.

– ¿Tiene que guardar la moqueta hasta que los del seguro vengan a verla? -le preguntó McAskill señalando el salón.

– No -dijo Maureen-. Tardarán en venir. La tiraré a la basura.

– Nosotros la bajaremos, si quiere, para que no le estorbe.

– Gracias, Hugh -dijo Maureen, y le tocó el hombro, pero aun así no la miró.

McEwan no estaba tan dispuesto a ayudar.

– Pero llevo el abrigo bueno -dijo.

– Te ayudaré a quitártelo -susurró McAskill. Se miraron unos segundos.

– Vengan -dijo Maureen para acabar con el asunto y les hizo pasar a la cocina.

Martin había insistido mucho en que Maureen le prometiera que no le diría nada a nadie sobre lo ocurrido en la sala Jorge I. La única razón por la que se lo había contado había sido porque ella le había convencido de que estaría a salvo. Maureen agitó la tetera para comprobar el agua que había y la encendió mientras rezaba a un vacío desolador para que no le hubiera pasado nada malo a Martin, para que estuviera en su pequeño refugio leyendo el periódico.

McEwan se sentó en la silla más cómoda y extendió las macizas piernas alrededor de la mesa diminuta, ocupando más espacio del que debería. La cocina de Maureen era incluso más pequeña que la de Jim: con tres personas ya estaba uno apretujado y McEwan y McAskill eran corpulentos. Le indicó a McAskill que se sentara a la mesa en la única silla libre. Él le dijo que no con la cabeza, se quedó de pie detrás de McEwan y apoyó el trasero en la encimera. Durante unos segundos terribles, a Maureen le vino a la mente la imagen de los libros pornos, pero McAskill ya se hubiera sentido incómodo antes si ésa era la razón para evitar mirarla. Las víctimas de incesto, por supuesto. Con discreción, Maureen le dio un golpecito con el pie a McAskill y le guiñó el ojo cuando éste levantó la mirada para que supiera que no pasaba nada. Él se miró los zapatos y soltó una risita de alivio.

– ¿Por qué fue allí? -le preguntó McEwan.

– ¿Al Northern?

– Sí -dijo él, y cerró los ojos despacio conteniendo su impaciencia-. Al Northern.

Parecía tener la necesidad de ser especialmente desagradable con Maureen ahora que estaban en su casa, como si su autoridad se viera amenazada al estar en terreno ajeno.

– Volví al Northern como parte de mi terapia y le pidieron a Martin que me enseñara el hospital de nuevo. Pueden preguntárselo a Louisa Wishart. Ella llamó y le pidió que se reuniera conmigo.

Maureen cogió los cigarrillos de la mesa y se encendió uno.

– La mañana es la peor hora del día para fumar -dijo McEwan.

– Entonces no fume -dijo Maureen-. ¿A qué hora se dieron cuenta de que Martin no estaba?

– Le vieron por última vez el sábado a las dos. Luego ya nadie volvió a verle durante el resto de su turno y no ha vuelto a casa.

– Su esposa está muy preocupada -añadió McAskill.

Su mujer no le había visto, Martin no había vuelto a casa. No podía quedarse en el refugio todo un día, imposible.

– A las dos… Eso es un par de horas después de marcharme yo.

– ¿A qué hora se fue?

– Sobre las doce.

– ¿Adonde fue luego?

– Quedé con una amiga.

El agua hirvió y Maureen cogió una taza del armario, la llenó y echó el café instantáneo directamente del bote. Le había asegurado a Martin que estaría a salvo. Le había convencido. Removió el contenido de la taza para que el café se mezclara con el agua y se sentó frente a McEwan.

– ¿Le dijo Martin si iba a marcharse a algún sitio? -le preguntó.

Los Jags, claro.

– Oh, Dios mío, me habló de un partido que el Thistle jugaban ayer en Francia. ¿Contra el Meta o el Mezcla?

McAskill la corrigió.

– Contra el Metz -dijo, y sonrió orgulloso como lo hacen los hombres cuando hablan de su equipo de fútbol. Por eso no le había importado una mierda cuando Maureen había dicho que era católica. McAskill era seguidor del Thistle.

– Eso es -dijo Maureen-. Martin me dijo que el autocar salía dos horas antes de que acabara su turno y que por eso no podía ir al partido. Quizá cambió de opinión.

McEwan cogió su móvil y preguntó el número a información. Llamó a las oficinas del Partick Thistle, pidió hablar con el responsable de los aficionados que se habían desplazado a Metz en autocar. Le dieron el teléfono del lugar donde trabajaba el tipo y llamó. Se puso a mirar por la ventana de la cocina mientras esperaba a que atendieran su llamada.

El día era gris. Las nubes estaban tan bajas que Maureen podía ver pequeñas masas de niebla que se aferraban a los tejados de abajo.

– Tiene una buena vista desde aquí -dijo McEwan.

– Sí, es bonita -dijo Maureen, y bebió un poco de café, contenta.

El responsable le dijo que comprobaría la lista de pasaportes para ver si el nombre de Martin figuraba en ella y que llamaría a McEwan.

Maureen sonrió para sí misma. Podía ser que Martin estuviera sentado en un autocar en algún sitio de Francia, cantando los himnos de los Jags y rodeado de viejos amigos y de bufandas rojas y amarillas, de sombreros y de jerseis. Se formó una imagen detallada de la situación, intentando convencerse de que había una explicación posible, quizás incluso una explicación probable, pero sabía que no era así. Martin le había hecho prometer que no contaría nada a nadie.

Para McAskill y McEwan ya era la hora de almorzar y, para Maureen, la de desayunar. Ella sugirió que bajaran la calle de la colina y fueran al Café Equal a comer algo. Quería estar cerca de McEwan hasta que llamara el responsable de los aficionados del Thistle.

– Entonces bajaremos la moqueta -dijo McAskill y se apartó de la encimera. Pasó con cuidado por encima de los montones de libros que estaban en el caótico recibidor y entró en el salón-. Coge ese extremo -le dijo a McEwan mientras sujetaba la moqueta enrollada entre sus brazos y dejaba que se deslizara horizontalmente en el suelo.

La negativa de McEwan fue sutil.

– No.

– Sólo será un minuto.

– Llevo el abrigo bueno.

McAskill siguió agarrando su extremo de la moqueta y la arrastró por el salón hasta la puerta, dejando un rastro marrón de polvo ensangrentado. Maureen entró un momento en su cuarto y se calzó las botas. Puso dinero y las llaves nuevas en el bolsillo de su abrigo y se lo dio a McEwan mientras pasaba por encima de la moqueta enrollada y cogía el extremo suelto que todavía estaba en el salón. McAskill abrió la puerta y salió al rellano.

– No debería hacerlo usted -le dijo.

McEwan gruñó unas palabrotas y se hizo a un lado para quitarse el abrigo.

– Suéltela -le dijo a Maureen.

– Puedo hacerlo yo, Joe -le dijo ella.

– Suéltela -dijo con firmeza.

– Yo puedo -dijo Maureen-. Ya he levantado otras cosas antes.

Pero la moqueta pesaba mucho más de lo que ella había imaginado. Estaba enrollada holgadamente y era difícil de sujetar.

McAskill estaba pegado contra la puerta de Jim Maliano y el otro extremo de la moqueta todavía estaba dentro del piso.

– ¿Podemos doblarla? -preguntó Maureen.

– Sí -dijo McAskill, y se preparó para hacerlo-. Empújela.

Maureen empujó con fuerza e hizo que la moqueta se doblara ligeramente por el medio. Se hizo a un lado y bajó el primer escalón.

– Espere -dijo McEwan y salió también al rellano-. Yo lo haré.

– Puedo sola -dijo Maureen, intentando que no se le notara en la voz lo mucho que pesaba la moqueta-. Cierre la puerta con llave. Está en el bolsillo.

McAskill y Maureen bajaron las escaleras haciendo un gran esfuerzo, y salvaron los giros del descansillo doblando la moqueta y moviéndola hacia un lado. McEwan cerró la puerta y les siguió malhumorado. La moqueta empezó a curvarse por su propio peso, se hundió por la mitad y rozó el suelo, lo que la hizo más pesada. A Maureen se le escapaba de las manos y el peso hacía que se le doblaran las uñas hacia atrás. Dieron la vuelta en el rellano de la planta baja y sacaron la moqueta por la puerta trasera. Cuando salieron, los dos estaban sudando. La lluvia fría mojó la frente caliente de Maureen a medida que bajaba tambaleándose los últimos peldaños que llevaban a los cubos de basura. McAskill tenía la cara roja y llena de manchas. Se encorvó hacia adelante para dejar la moqueta en el suelo y su cabeza quedó muy cerca de la de Maureen. Tenía las pestañas largas y oscuras y los poros de la nariz abiertos.

– Encontré una mancha en el armario -le dijo Maureen mientras sacudía las manos doloridas.

– ¿Sí? -dijo McAskill resollando.

– Sí.

McAskill se limpió el abrigo y se frotó las manos.

– ¿Qué era, Hugh?

– ¿Qué era el qué?

– ¿Qué era lo que había en el armario?

– No puedo decírselo, Maureen.

– ¿Porqué?

– Lo necesitaremos para identificar al asesino. Si se filtra la información, no podremos utilizarla.

– Seguro que habrá otras pruebas que puedan utilizar. No diré una palabra. Sé mantener la boca cerrada, se lo prometo.

McAskill la miró con desconfianza.

– ¿Por qué le da tanta importancia?

McEwan apareció por la puerta con el abrigo de Maureen.

– ¡Vamos! -gritó.

– Le doy importancia porque vivo allí -dijo Maureen. McAskill dejó escapar un suspiro y se limpió las manos-. Porque se trata de mi casa-siguió ella.

McAskill se volvió hacia la entrada.

– No puedo decírselo -dijo en voz baja-. Lo siento.

Se dirigió hacia donde estaba McEwan, con la cabeza gacha para evitar la lluvia, y dejó a Maureen junto a la moqueta ensangrentada. Los dos estaban empapados.

McEwan la miró.

– ¡Vamos! -le gritó en un tono desagradable-. No tenemos todo el día.

– Capullo de mierda -susurró Maureen para sí misma.


Maureen y McAskill pidieron el desayuno especial y McEwan, una ensalada. Cuando la camarera trajo los platos equivocados, McEwan la mandó a buscar lo que habían pedido. La cojera y la depresión de la mujer iban empeorando visiblemente cada vez que regresaba a la mesa y McEwan se estaba enfadando más y más. Cuando por fin le sirvió la comida correcta, se trataba de una ensalada muy escocesa: un plato rebosante de hortalizas mustias. McEwan se quedó mirándola con tristeza un buen rato antes de intentar comérsela.

Tenía el móvil sobre la mesa, metido en una funda negra de piel suave. Maureen no le quitaba la vista de encima y deseó que no sonara para comunicarle que estaba equivocada, que Martin no estaba en el autocar con sus amiguetes, bebiendo cerveza y riéndose como un descosido.

El desayuno especial consistía en un huevo frito poco hecho, un bollo de patata, morcilla, salchicha troceada, champiñones, tomates fritos y bacon. Maureen comió en silencio haciendo varias combinaciones: mojó la salchicha en la yema del huevo, cortó un trozo de morcilla y lo acompañó con puré, y luego hizo lo mismo con la clara del huevo y los champiñones, pero nada de lo que comía le gustaba, y no le estaba sentando bien. La mujer de Martin estaba preocupada. No la había llamado para decirle que se iba a Metz. Maureen tuvo la sensación de que hacía años que no disfrutaba comiendo.

Cuando estaban terminando de comer, sonó el móvil. Martin no había subido a ninguno de los autocares. Había desaparecido en toda regla.

Maureen cedió y les contó lo sucedido en la sala Jorge I. McEwan se puso furioso.

– Creía que me había dicho que me contaría todo lo que supiera -le dijo a Maureen.

– Martin me dijo que no quería que se lo contara a nadie. Tiene un pequeño refugio en el sótano del hospital.

– Me importa una mier… un rábano lo que le dijo que hiciera -dijo McEwan después de corregir sus palabras a media frase-. Debería habérmelo dicho el otro día.

– El otro día usted no quería hablar de nada conmigo. ¿Podemos ir a mirar en el refugio?

McEwan se apoyó pesadamente en la mesa y la miró. La tensión se reflejaba en sus ojos.

– Yo se lo habría contado -dijo McEwan despacio.

– Ya -dijo Maureen, que estaba mucho menos interesada en el humor de McEwan que el propio McEwan-. Pues se lo digo ahora. Veamos, hay semejanzas entre cómo mataron a Douglas y cómo violaron a las mujeres. Le ataron igual que a ellas y él había estado haciendo preguntas sobre los abusos que habían sufrido. Se corrió la voz en el hospital, todo el mundo lo sabía.

– ¿Y por qué iba Douglas haciendo preguntas?

– No lo sé -dijo Maureen y se puso el abrigo, ansiosa por ir al Northern-. Quizás estaba furioso.

McEwan puso los cubiertos con cuidado sobre el plato medio vacío, poniendo en equilibrio el tenedor encima del cuchillo, y se limpió la boca dándose pequeños toquecitos con una servilleta. Maureen no se había dado cuenta de lo vanal que era McEwan hasta que le vio comer. Éste miró a la camarera para atraer su atención y le indicó con la mano que les trajera la cuenta.

– ¿Y qué tiene que ver todo esto con el hecho de que Martin Donegan haya desaparecido?

– Martin lo sabía todo. Él fue quien dijo que había semejanzas entre un suceso y otro.

– Vamos a dejar las cosas claras -dijo McEwan, clavando la mirada en ella y reclinándose en su asiento-. Volvió al Northern como parte de su terapia y, de forma espontánea, Martin Donegan, se puso a revelarle información potencialmente vital acerca de la muerte de Douglas Brady.

– Sí. ¿Podemos ir a buscarle?

McEwan se inclinó hacia adelante.

– Señorita O'Donnell -dijo en voz baja-, si descubro que está interfiriendo en la investigación y. que interroga a los testigos antes de que nosotros lleguemos a ellos, me enfadaré, y mucho. ¿Me ha entendido?

– Sí -dijo Maureen impaciente.

– Podría tener que enfrentarse a un proceso penal.

– Sí, ya lo sé -dijo Maureen y se levantó-. ¿Podemos irnos, por favor?

McEwan se la quedó mirando unos segundos.

– ¿Adonde cree que ha ido Martin Donegan?

– No lo sé -le contestó nerviosa Maureen-. Tiene un lugar secreto en alguna parte del hospital. Creo que me habrá dejado alguna nota.


Bajaron en el ascensor hasta el sótano. Al salir, Maureen torció a la izquierda y acabaron en la cocina subterránea del hospital. Alrededor de una cinta transportadora con platos encima, había diez mujeres que llevaban una redecilla azul en el pelo y batas blancas. A medida que los platos llegaban al puesto que ocupaba cada mujer, ellas les echaban encima porciones individuales de comida que sacaban de calderos de metal. Cuando Maureen y los dos policías corpulentos cruzaron las puertas de vaivén, las mujeres de la cocina se los quedaron mirando de arriba abajo. Los dos grupos se observaron unos segundos. Bandejas con platos vacíos pasaron de largo; sólo una de las mujeres prestaba atención a su trabajo y seguía echando frenéticamente patatas hervidas sobre la cinta.

– Me he equivocado de camino -dijo Maureen entre dientes, y dio marcha atrás.

Maureen volvió sobre sus pasos, se dirigió al ascensor y les condujo por la rampa. Encontró el pasillo correcto y lo reconoció por la brisa que traía el olor de la cocina. Estaba oscuro porque el fluorescente que antes parpadeaba había dejado de funcionar. Sólo la luz procedente de la esquina rompía la oscuridad. Por pura intuición, abrió una puerta de madera y se encontró con el cuarto en forma de L. Oyó el ruido del motor detrás de la pared lejana.

– Es aquí -dijo Maureen.

McAskill siguió a Maureen, que se dirigió detrás de la pequeña montaña de bolsas de basura situadas al fondo de la habitación. McEwan se quedó mirándolos indeciso en la entrada.

– Vamos -le llamó Maureen-. Venga, es bastante seguro. Por aquí hay una puerta pequeña.

McAskill le indicó con la mano que se acercara y ambos siguieron a Maureen por detrás de las bolsas. Sus ojos fueron acostumbrándose poco a poco a la oscuridad. Maureen empujó la puerta del refugio para intentar abrirla pero no pudo.

– Antes no estaba cerrada -dijo ella.

McAskill golpeó con fuerza la puerta con la palma de la mano. La parte superior cedió unos diez centímetros aunque volvió a cerrarse en cuanto McAskill dejó de empujar, pero la parte inferior de la puerta no se abrió lo más mínimo. Parecía que algo la presionaba desde el interior. McAskill la empujó con las dos manos y consiguió abrirla un poco.

– Hay algo que la está atascando -dijo el policía y dio una patada a la parte inferior de la puerta.

Maureen se colocó perpendicularmente a la puerta y deslizó el brazo por la pared del refugio. Estaba caliente y polvorienta, como la piel recubierta de talco. Encontró el interruptor de la luz y lo pulsó.

Martin estaba tumbado en el suelo. Sus pies habían bloqueado la puerta y los golpes de McAskill los habían empujado hacia un lado y ahora tenía las piernas torcidas y en una posición extraña. Maureen creyó que estaba boca abajo, que le estaba viendo la parte posterior de la cabeza, hasta que vio el brazalete de cobre. Tenía la mano izquierda sobre la barriga y los dedos cerrados en un puño menos el índice que lo tenía extendido con toda naturalidad. La cara y la parte superior del pecho estaban irreconocibles. Eran un revoltijo de tiras de carne y contusiones moradas. Le habían arrancado la cara. El suelo de hormigón estaba negro y plateado e inundado de sangre dulzona.

Maureen sufrió un espasmo, los ojos se le abrieron mucho y le obligaron a ver la peor parte de la escena. Empezó a emitir unos sonidos desapacibles y le costó respirar con normalidad hasta que McAskill la agarró fuerte por la nuca e hizo que apoyara la cara contra su pecho.


Maureen no podía dejar de llorar. Alguien le había dado unas pastillas, pero sólo le paralizaron la cara e hicieron que no pudiera cerrar la boca. Tenía los ojos anegados en lágrimas como una cornucopia rebosante de fruta. No dejarían que se marchara hasta que fuera capaz de hablar otra vez. Estaba sentada a una mesa, en el triste despacho de la planta baja de la comisaría de Stewart Street, entre las cuatro paredes llenas de planos y archivadores grises, y mirando la puerta. Junto a ella, había una apertura de ventilación ruidosa de la que salía un aire templado y que le calentaba las pantorrillas. Oía cómo el silbido se adueñaba de la habitación. La piel de las piernas empezó a escocerle. Esperó a que le doliera y entonces se apartó de la dirección del calor.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí pero, poco a poco, las lágrimas dejaron de asomarse a sus ojos y se sintió capaz de hablar. Se levantó, algo temblorosa, cruzó la sala, abrió la puerta y miró fuera. Sentado en una silla junto a la puerta, había un policía de uniforme.

– ¿McEwan?

McEwan entró. Estaba pálido y enfadado.

– Venga -le dijo él, y le indicó que saliera del despacho y le siguiera. Caminaba delante de ella, guiándola por las escaleras, a través de las puertas cortafuegos hacia el pasillo desorientador del suelo de linóleo espantoso. El policía de uniforme iba detrás de ella. McEwan abrió la puerta de la sala de interrogatorios y se hizo a un lado-. Pase -le dijo, y Maureen entró.

No-se-qué McMummb estaba sentado junto a la grabadora. McEwan le hizo una señal con la cabeza y McMummb puso en marcha el aparato.

– ¿Dónde estaba el sábado después de las dos de la tarde? -le preguntó McEwan.

Maureen tuvo que hacer un gran esfuerzo para hablar. Las palabras se arremolinaron en su mente durante una eternidad antes de que pudiera reunir la energía suficiente para mover los labios y pronunciarlas.

– Con una amiga -dijo al fin.

– ¿De quién se trata y dónde se encuentra?

– Siobhain McCloud. Está en el Centro de Día de Dennistoun. Pero primero tengo que hablar con ella. Le pedí que no hablara con la policía.

– Vaya -dijo McEwan-. Hablará con nosotros.

– No lo hará.

– Creo que sí -dijo McEwan, y Maureen se echó a llorar de nuevo.

Inness entró en el despacho gris. No la miró.

– Tendrá que ir a hablar con ella.


Maureen volvió a subir a la primera planta y a cruzar el pasillo estrecho y entró en una sala de interrogatorios en la que aún no había estado. Era idéntica a las demás, pero la ventana era mayor. Siobhain estaba sentada a la mesa en el extremo más alejado de la puerta. Se la veía enorme fuera del Centro de Día: llevaba unos pantalones anchos de nailon rojos atados a la cintura y una camiseta de un Smiley que ponía «Glasgow es mil veces mejor». Tenía los ojos muy abiertos y sonreía. Parecía extrañamente presente: cuando Maureen había hablado con ella siempre la había tenido de espaldas o de lado. Era la primera vez que se veían sin que un televisor ruidoso les hiciera de carabina.

– Hola -dijo Siobhain.

Maureen se sentó de lado en una silla y presionó sus rodillas contra los muslos gordos de Siobhain. Esta alargó despacio la mano hacia su bolsillo y sacó un paquete de pañuelos de papel. Se colocó uno alrededor del dedo y le secó las lágrimas a Maureen, casi sin tocarle la piel con el pañuelo. Maureen cerró los ojos doloridos y sintió el olor a leche del aliento de Siobhain en sus párpados.

– Así -dijo Siobhain-. Ahora puedo devolverte el favor.

Levantó las manos poco a poco para colocarlas a cada lado de la cabeza de Maureen y le cogió las orejas. Le sacudió la cabeza con suavidad y le sonrió otra vez. Maureen le sonrió a pesar de lo mal que se sentía, pero se echó a llorar de nuevo.

– Diles dónde estaba el sábado por la tarde -dijo y se sorbió la nariz.

Siobhain se volvió hacia McEwan.

– Vino a verme.

– ¿A qué hora llegó? -le preguntó McEwan.

– Llegó cuando en la tele ponían Colombo, justo después de que la actriz de Hollywood estropeara la fiesta. Se quedó hasta que terminó Howard's Way.

McEwan mandó a Inness a comprobarlo. Maureen reparó en que McEwan no había apagado la grabadora.

– Esto es lo más interesante que me ha pasado en años -le dijo Siobhain a un McEwan totalmente indiferente.

Inness reapareció y McEwan ordenó a Maureen que volviera al despacho gris de la planta baja. Llevaba allí lo que a ella le pareció al menos una hora cuando McEwan entró a buscar unos papeles. No la miró.

– ¿Cree que podrá comer algo? -le preguntó.

– No.

– Tenemos que hablar sobre cómo vamos a protegerla, Maureen. Hay muchas posibilidades de que ahora usted se haya convertido en un objetivo. Voy a darle un aparato con el que podrá avisarnos si está en peligro. Puede…

– ¿Por qué estoy aquí todavía? -le preguntó.

– Queremos hablar con usted cuando hayamos acabado de interrogar a la señorita McCloud.

– ¿Por qué están aún interrogándola?

– Fue paciente de la sala Jorge I del Hospital Northern.

– No pueden hacerle preguntas sobre lo ocurrido allí, Joe.

– ¿Porqué?

– Porque no. No les ha contado nada, ¿verdad? No puede hablar de ello. Hace que su estado empeore.

– Bueno, me parece que está hablando. No soy yo quien la interroga sino la sargento Harris, que es una mujer.

– No lo entiende. Da igual que lo haga una mujer.

McEwan se mostraba impasible.

– ¿Por qué no deja que nosotros nos ocupemos? ¿Tiene hambre?

– No, no tengo hambre, joder.

Загрузка...