Liam tenía tortícolis y resaca, y le pidió perdón a Maureen. Estaba sentado en el sofá destrozado y mecía una taza de café bien cargado. Tenía el cuello torcido en una posición extraña y alzó la mirada hacia Maureen. No se había afeitado y estaba arrepentido.
– Me llamaste gilipollas -le dijo Maureen.
– Lo siento. Mamá telefoneó para hablar contigo.
Liam le dijo que Winnie estaba borracha, que les había insultado y que estaba buscando a Maureen.
– ¿No podemos activar el contestador?
Liam movió todo el tronco hacia un lado y otro del sofá en busca de los cigarrillos.
– La policía se lo llevó -dijo-. Sólo necesitaban la cinta, pero creo que se llevaron el aparato sólo para fastidiarme.
Liam vio los cigarrillos en el suelo, se inclinó con cuidado y sacó uno de la cajetilla. La miró mientras se lo encendía y le tiró el paquete.
Maureen cogió uno.
– Podríamos ir a mi casa -dijo- y coger mi contestador.
– ¿Y la policía te dejará entrar?
– Sí, me han dicho que ya puedo volver a casa.
– ¿Ya has estado allí?
– No.
– Vamos -dijo Liam, y se levantó con gran esfuerzo del sofá.
No estaba lloviendo, así que no cogieron el coche sino que fueron andando a Garnethill y subieron la cuesta empinada hasta su piso. Cuando llegaron al final de las escaleras, Liam estaba sudando.
– Dios mío -dijo-, no estoy nada en forma.
Maureen metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Liam alargó la mano para evitar que entrara primero.
– Yo iré -dijo, y se secó el sudor de la frente reluciente-. Echaré un vistazo.
Maureen esperó fuera y se puso a rascar la capa de pintura gruesa y correosa del marco de la puerta. Cuando Liam salió para darle su aprobación, estaba pálido de la impresión.
Maureen entró nerviosa en el recibidor. Liam había cerrado la puerta del salón. Hacía calor. Los vecinos del piso de abajo debían de tener la calefacción encendida. El olor salado del salón flotaba en el vestíbulo: Maureen intentó respirar sin tomar mucho aire para que el olor no le penetrara en los pulmones. La pintura del armario del recibidor tenía marcas pegajosas allí donde antes estaba la cinta adhesiva. Había un papel en el suelo; estaba doblado por la mitad y lo habían metido por debajo de la puerta. Era una nota de Jim Maliano, el vecino de enfrente, que le decía que llamara a su piso cuando volviera, que había hecho demasiada lasaña, que no le cabía en el congelador, y que si quería un poco. Maureen pulsó la tecla de reproducción de mensajes de su contestador y le pasó la nota a Liam.
– ¿Es el capullo de enfrente? -le preguntó.
– Sí, pero ya no es un capullo. Me gusta.
– No sabía que te gustara tanto la lasaña -le dijo Liam, y giró la parte superior del cuerpo para devolverle la nota.
– No -dijo Maureen sonriendo-. Recuerda que fue muy amable.
Liz había telefoneado y le decía que la llamara. Un tal Danny había dejado un número del centro de Glasgow para que Maureen se pusiera en contacto con él. Esa llamada iba seguida de otras tres sin mensaje. Maureen no conocía a ningún Danny. Liz había vuelto a llamar; decía que la telefoneara. Otra persona misteriosa le pedía que la llamara a un número de Edimburgo. Esta llamada iba seguida de otra sin mensaje.
Maureen marcó el número de Danny y una voz le dio la bienvenida a la redacción del periódico Alba. Maureen colgó. La llamada misteriosa de Edimburgo era de una agencia de noticias.
Liam escuchaba con ella.
– Chupasangres -dijo.
Maureen desenchufó el contestador y enrolló el cable a su alrededor.
– Creía que harías que alguien viniera a limpiar -dijo Liam, que miró nervioso hacia la puerta del salón.
– Sí, pero mi seguro no lo cubre.
– Joder, ¿tendrás que hacerlo tú misma?
– Sí.
– Te echaré una mano -dijo sin muchas ganas.
– Ya tienes suficiente con preocuparte de tu casa. De todas formas, prefiero hacerlo sola.
Puede que fuera el vacío que había dejado en ella su catolicismo no practicante, pero los sucesos importantes motivaban en ella la necesidad de convertirlos en un ritual. Había determinadas cosas que tenían que hacerse de una determinada forma para marcar el final de los acontecimientos; como el vudú laico, ayudaba a resolver los problemas: primero les daba importancia y luego les ponía fin.
Cuando volvió a casa después de estar internada en el hospital, se sentó en el armario del recibidor donde Liam la había encontrado y quemó la pulsera del psiquiátrico con sus señas y una fotografía de su padre al cargo de la barbacoa. Se emborrachó con brandy de cerezas y colocó el colchón en el suelo. Puso la novena de Beethoven tan alta como se atrevió, golpeó el colchón con los puños y se dejó llevar a un estado de frenesí estúpido, mordiéndolo hasta que le dolieron los dientes y la mandíbula. Por suerte, todas las rasgaduras estaban en el mismo lado del colchón. Le dio la vuelta y lo puso de nuevo sobre el somier. No se lo contó a nadie: para los no iniciados cualquier ritual es un acto ridículo y sin sentido. Tenía la sensación de que haría falta una gran ceremonia para solucionar lo de Douglas.
– Larguémonos de aquí -dijo Maureen.
– Buena idea -dijo Liam, y se dirigió hacia el rellano en cuanto hubo pasado el tiempo justo para no parecer maleducado.
Jim Maliano debía de haber estado observando por la mirilla. Cuando Maureen salió, éste abrió la puerta y se plantó de un salto en el rellano. Liam levantó la cabeza de golpe sorprendido y dio un grito.
– Lo siento -dijo Jim, incómodo por el dramatismo innecesario de su entrada-. No quería que te escaparas.
Liam se frotó la garganta dolorida.
– Capullo -susurró Liam.
– ¿Cómo estás, Jim? -dijo Maureen.
– Bien -contestó él mientras se preguntaba si habría oído mal las palabras de Liam-. ¿Y tú?
– Bien -dijo. Maureen.
Jim no era mucho más alto que ella. Era delgado pero debajo del jersey se le marcaba la barriga perfectamente redondeada, como si fuera la prótesis de un pecho. Maureen quería que Jim le gustara, había sido muy amable con ella, pero a la fría luz del día no parecía tan simpático. Llevaba el jersey metido dentro de los pantalones de forma puntillosa y había algo irritantemente meticuloso en la manera en la que se peinaba el pelo. Parecía como si se lo hubiera crepado cuidadosamente para taparse un claro en la coronilla, pero no se estaba quedando calvo. Y parecía que exageraba su acento italiano, como haría un hombre aburrido que quisiera poner énfasis en uno de sus rasgos y así disimular su poca personalidad.
Jim les hizo pasar a su cocina desordenada y preparó la cafetera exprés. Maureen y Liam se sentaron a la mesa de madera llena de redondeles pálidos producidos por las tazas calientes.
– Gracias por ofrecerme la lasaña -dijo Maureen educada.
– Mi madre me dijo que la hiciera -dijo Jim-. Me dijo que es lo que hacen los vecinos cuando alguien muere.
Jim se ruborizó intensamente y se disculpó por haber mencionado el asunto.
– Tranquilo. Te agradezco la nota, Jim. Has sido muy amable.
Jim se volvió hacia la cafetera y sirvió el líquido marrón en tazas. Abrió un armario y sacó varios platos pequeños y uno grande.
– Durante algunos días hubo un policía en tu puerta -dijo mientras cogía un paquete de galletas de amareto del armario de la comida-. Los periodistas llegaron el día después de que sucediera. Estuvieron aquí toda la semana pasada y le hicieron preguntas sobre ti a todo el mundo. No pensé que pudieran escribir nada sobre un juicio próximo.
– Quizá no haya juicio -dijo Maureen-. Todavía no tienen a nadie a quien juzgar.
– Vaya, eso es genial -dijo, y parecía aliviado-. Sabía que no habías sido tú.
Jim dejó el plato de galletas sobre la mesa. Estaban empaquetadas individualmente en papel de seda azul, rojo y verde, doblado por las puntas como si fueran caramelos gigantes.
Maureen se esforzaba para que Jim le gustara pero tenía una actitud tan afectada… Maureen le pidió que le describiera a los periodistas y reconoció a los dos hombres que le habían sacado las fotografías a Liz.
– Fueron a verme al trabajo -dijo Maureen-. Tuvimos que cerrar las taquillas por su culpa.
– Sí, esos dos fueron los peores -dijo Jim, que les alargó a cada uno una taza de café y se quedó junto al otro lado de la mesa a tomarse el suyo.
– Una noche se pasaron diez minutos llamando a la puerta de la señora Sood. Estaba muerta de miedo. Creo que la policía tendría que haberles dicho que pararan. Quiero decir que había un agente en tu puerta todo el tiempo, no les habría supuesto un gran esfuerzo.
Jim se inclinó hacia adelante y cogió una galleta. Le quitó el envoltorio con delicadeza y la mordió por la mitad. No era tan grande como para que no se la pudiera comer de un solo bocado. Maureen quiso levantarse y meterle el resto de la galleta en la boca.
– Hiciste bien en no aparecer por aquí tú misma -le dijo Jim-, o los periodistas te habrían pillado.
– ¿Qué quieres decir? -le preguntó Liam.
– Bueno, la noche que estuvieron aporreando la puerta de la señora Sood -y señaló a Maureen-, fue cuando apareció tu amigo y entró en tu piso.
– ¿A qué amigo te refieres, Jim? -le preguntó Maureen despacio.
– ¿No le pediste a tu amigo que fuera a tu casa?
– No. ¿Por qué crees que era amigo mío?
Jim miró a Maureen con una expresión pensativa mientras se comía la otra mitad de la galleta. Se sentó a la mesa.
– Mira -dijo y se miró las manos mientras las ponía encima de la mesa, delante de él-, sé que te parecerá que soy un vecino fisgón o algo así pero no me pareció normal. Metí la nota por debajo de tu puerta porque quería contártelo -dijo y sonrió disimuladamente-. Fue una especie de truco. En realidad, no he hecho demasiada lasaña, aunque sí que tengo, si quieres…
– Dime lo que pasó -dijo Maureen, cortándole con brusquedad.
– Bueno -dijo Jim-, oí un ruido en el rellano. Estaban aporreando la puerta y me puse a observar por la mirilla y vi a tu amigo, el que va a veces a tu casa.
– ¿Qué aspecto tenía? -le preguntó Maureen.
– Pelo corto y oscuro, metro ochenta de estatura, espalda ancha. Llevaba una chaqueta de piel.
– ¿Cómo era la chaqueta?
– Marrón con cremallera -dijo Jim-. Tenía un cuello estrecho y bolsillos a los lados.
– Es Benny -exclamó Liam.
– Un momento, Liam -dijo Maureen y se dirigió a Jim-. ¿No dijiste que había un policía en la puerta?
– Sí, un policía de paisano, pero se fue mientras yo miraba y entonces apareció tu amigo.
– ¿Se dijeron algo?
– No, no -dijo Jim-. Te contaré lo que pasó. Yo oía cómo aporreaban la puerta y me acerqué a la mirilla y entonces oí dos golpes fuertes que venían del patio de la parte de atrás. El policía también los oyó. Se puso a mirar por la ventana del rellano y vi que hablaba por el walkie, y bajaba las escaleras. Los periodistas seguían llamando a la puerta de la señora Sood. Yo me quedé esperando para ver si el policía les decía que parasen y entonces oí que alguien subía las escaleras muy rápido, como si tuviera mucha prisa. Así que miré, esperando ver al policía, pero vi al tipo este de la chaqueta de piel, llevaba algo en la mano y lo tapaba con la chaqueta y miraba tu puerta, de espaldas a mí, pero su forma de actuar me pareció sospechosa. E hizo esto -Jim movió la cabeza hacia un lado como alguien que se pone a escuchar algo. Disfrutaba siendo el centro de atención y sonrió con tranquilidad. Alzó la mirada al cielo como si fuera un querubín horroroso con un peinado ridículo-. ¿Lo veis? -siguió Jim-. Se puso a escuchar mi puerta para ver si había alguien, por eso supe que no era un policía. Bueno, da igual, el tipo entró y salió al cabo de un minuto más o…
– ¿Entró? ¿Quieres decir que tenía llaves?
– Sí, tenía llaves. No sabía quién era, pero cuando salió se dio la vuelta y le vi la cara.
– Muy bien -dijo Maureen con paciencia-. ¿Todavía llevaba algo escondido en la chaqueta cuando salió?
Jim pensó en ello.
– No, cuando salió tenía las manos libres -dijo Jim y movió las manos para ilustrar sus palabras-. ¿Robó algo? ¿Por eso fue a tu casa?
Maureen dijo que no lo sabía, que no había mirado.
– ¿Cuándo fue eso, Jim?
– El lunes pasado por la tarde -contestó Jim-. Sobre las ocho.
Liam la miró con curiosidad.
– ¿Qué pasó ese día?
– Fue la noche que vimos Hardboiled -le dijo Maureen.
– Esa noche, Benny llegó a casa con la chaqueta -dijo Liam-. ¿Te acuerdas?
– No me pareció normal -dijo Jim, que intentaba captar su atención de nuevo.
– ¿Estás seguro de que tenía llaves? -le preguntó Maureen.
– Sí.
– Has dicho que llevaba algo escondido en la chaqueta. ¿Qué era?
– Bueno, lo tenía escondido con mucho cuidado. Lo sujetaba por la parte de abajo, así.
Jim movió la mano hacia el lado contrario de su cuerpo y la cerró, como si sujetara un palo.
– ¿Era muy grande? ¿Pudiste verlo aunque lo llevara escondido?
– Me hice una idea. Tendría unos 25 o 30 centímetros. Parecía un palo o algo así.
– Jim -dijo Maureen, que evitó mirarle a los ojos por si su antipatía hacia él se hacía demasiado evidente-, nos has sido de gran ayuda, de verdad…
– Pensé que había algo raro en todo eso -dijo Jim. Parecía que iba a lanzarse a otro monólogo.
– Tenemos que irnos -dijo Maureen-. Muchas gracias, otra vez.
Cuando salieron al rellano, Jim le pidió que se acordara de devolverle la camiseta del Celtic.
– Claro, Jim, por supuesto -le dijo Maureen- y los pantalones de chándal.
– Cuídate, ¿vale? -le dijo Jim en un tono amistoso y compasivo-. Nos veremos cuando vuelvas al piso.
Jim le dio un beso en la mejilla. Tenía los labios mojados.
El Volkswagen blanco quedó atrapado en un atasco en el carril de incorporación a la autopista M8 y los policías tuvieron que separarse. Uno siguió a pie a Maureen y a Liam y el otro se quedó en el coche en medio del embotellamiento.
Maureen y Liam volvieron caminando al West End sin hablar, inconscientes del drama menor que se estaba produciendo a sus espaldas. Lloviznaba otra vez; Maureen tenía el pelo pegado a la cabeza y no llevaba la bufanda. Las gotas de lluvia le mojaban el cuello y ablandaban las costras de los arañazos, lo que las dejaba a punto para que el cuello áspero de su abrigo las arrancara. Parecía que Liam estaba mejor, como si la lluvia le hubiera aliviado la tortícolis. Maureen se puso a llorar en silencio. Sabía que las gotas la encubrirían.
Cuando por fin Liam habló, lo hizo con una voz que era un susurro ronco, pero Maureen le tenía tan cerca que le oyó perfectamente a pesar del ruido que hacían los coches que pasaban a toda velocidad.
– ¿Qué significa todo esto? -dijo Liam.
Temblando, Maureen respiró hondo para intentar dejar de llorar.
– Bueno -dijo intentando que su voz sonara normal-, significa que no podemos sentirnos seguros entre amigos, ¿no crees?
Liam le dio el brazo.
– ¿Estás llorando, Mauri?
– Un poco -le contestó ella.
– ¿Por qué lloras?
Su voz era dulce y a Maureen le dio miedo ponerse a sollozar en medio de la calle.
– Nunca había tenido que escuchar una historia peor que ésta -dijo Maureen.
Liam le dio un empujoncito con el codo y ella se lo devolvió.
– Parece que no te ha sorprendido lo de Benny -le dijo Liam.
– No, no me ha sorprendido.
– ¿Porqué?
– Bueno. -Maureen suspiró-. Es una larga historia. Benny me prestó un CD y cuando fui a casa a recoger algunas cosas, el CD estaba allí. El otro día lo encontré en su casa, así que supuse que había ido al piso.
– Vaya estupidez.
– Bueno, creía que no se lo había devuelto. Antes de que Jim nos contara que Benny había entrado a hurtadillas en el piso, creía que estaba compinchado con la policía y que ellos le habían dado el CD.
– ¿Y lo que llevaba escondido en la chaqueta? ¿Sabes qué puede ser?
– Creo que era el cuchillo La policía se pasó una semana inspeccionando la casa y no lo encontraron y luego, de repente, apareció.
– ¿Te enseñaron el cuchillo?
– Sí, era la hostia de grande y cuando les pregunté por qué habían tardado tanto en encontrarlo, reaccionaron de una forma rara.
– ¿Y cómo consiguió Benny las llaves de tu piso?
– Bueno, de mí no las consiguió -dijo Maureen en voz baja.
Liam se puso a la defensiva.
– Yo no se las di -dijo.
– Por Dios, Liam, no es lo que insinuaba. Me refería a que Benny tiene las llaves desaparecidas. Tiene las llaves de Douglas.
Se pararon en el semáforo y esperaron a que éste se pusiera en verde para cruzar la carretera repleta de coches. Maureen se soltó del brazo de Liam y apretó el botón amarillo para los peatones tres veces, una detrás de otra. Liam volvió a cogerla del brazo. Su hermano nunca la había tocado tanto.
– Estás mejorando en tu papel de detective, Mauri -le dijo-. McEwan me preguntó por la noche que murió Douglas. Puede que también tengas razón en lo de la hora.
Liam había más o menos admitido que se había equivocado tres veces a lo largo de la semana anterior. Era raro en él. Maureen volvió a apretar el botón del semáforo de peatones con impaciencia.
– Creo que estos botones no sirven para nada -dijo-. Creo que los ponen para mantenerte ocupado y que no cruces la carretera sin más.
– ¿Todo esto significa que Benny mató a Douglas? -le preguntó Liam.
– No lo sé -le contestó Maureen-. Douglas y Benny tenían que estar relacionados de alguna forma.
– Sí. Benny tendría que tener alguna razón para hacerlo. No se comporta como un loco a menos que esté borracho.
Maureen le contó el tratamiento psiquiátrico al que tuvo que someterse Benny por su altercado en Inverness.
– Puede que Douglas fuera el psiquiatra que le trató. Parece que Benny tenía unos asuntos con unos tipos peligrosos de Inverness y puede que no quisiera que lo supiera nadie.
– ¿Porqué?
– Se dedicaban a las estafas. Eso podría acabar con su carrera de abogado.
– ¿Así que ése sería el móvil?
– Sí, pero no puedo creerme que Benny hiciera eso.
– Tampoco pensaste que entraría en tu piso a escondidas, ¿verdad? ¿Y cómo consiguió la llave…? -Liam retrocedió de repente y, soltó el brazo de Maureen-. Dios mío, mierda, Mauri. ¡Joder, mierda!
– ¿Qué? ¿Qué? -dijo Maureen, y tiró del codo de Liam e hizo que el cuello se le moviera hacia un lado. Liam soltó un grito y se lo tocó con la mano, emitiendo quejidos a causa de la tortícolis.
– Le conté a Benny lo del armario -dijo susurrando doblado por el dolor y con las dos manos sobre la parte del cuello que le hacía daño.
Maureen estaba a su lado, atónita, con los brazos caídos sobre las caderas. La lluvia fría se deslizaba por su rostro y le caían gotas de la nariz y la barbilla.
– ¿Se lo contaste? -dijo Maureen en voz baja.
– Sí -dijo Liam, todavía encogido por el dolor.
– Me dijiste que no se lo habías contado a nadie -dijo ella.
Liam se irguió un poco.
– Lo olvidé -dijo mirándola.
– ¿Le dijiste de qué armario se trataba?
– Se lo señalé un día que estábamos en tu casa. Dios mío, Mauri, lo siento.
Maureen se puso de puntillas, le dio un beso en la mejilla y volvió a darle el brazo.
– No tienes por qué sentirlo, Liam. De verdad.
Siguieron caminando sin hablar. Liam dejó la mano que tenía libre sobre el cuello. Maureen le cogía el brazo con demasiada firmeza, estrechándolo contra su costado y pellizcándole la piel con el interior del codo. Liam sentía el bíceps diminuto de Maureen chocando contra su brazo y la intensidad con que lo hacía le asustó.
– ¿Por qué dejaría el cuchillo en el piso? -preguntó Liam.
– Bueno, si lo encuentran allí parece que lo hice yo porque no salí de casa, ¿no?
Liam asintió con la cabeza.
– Vale, pero, ¿por qué tardó tanto?
– No lo sé. Quizá no trabaje solo y no fuera idea suya dejarlo allí. Quizás otra persona le dijo que lo hiciera y no pudo negarse. El primer día, Benny me dijo que si encontraban el cuchillo en mi casa parecería que lo había hecho yo. No me lo habría dicho si hubiera tenido la intención de dejarlo en el piso. Creo que debió de mencionárselo a alguien y ese alguien le dijo que fuera a mi casa y lo hiciera.
– Es un cerdo -dijo Liam-. Incluso si no mató a Douglas, si no escondió el cuchillo, si cogió mi llave y sólo entró a por el CD, aun así es un cerdo.
– Sí -dijo Maureen-. Pero es lo más parecido a una pista que tenemos en estos momentos, así que no quiero que le digas nada.
– Lo que quiero es darle una paliza -dijo Liam enfadado.
Maureen soltó el brazo de Liam.
– Que no se te ocurra decir una palabra sobre todo esto. A nadie. Lo echarás todo a perder. Trátale como si no hubiera pasado nada y, si no puedes, mantente alejado de él.
Siguieron caminando.
– Conocemos a Benny de toda la vida, Mauri.
– Sí -dijo ella-. Y no ha sido suficiente.
Cuando llegaron a casa de Liam, éste conectó el contestador y cogió toallas limpias del baño de arriba mientras Maureen preparaba té. Ella se secó el pelo con energía y siguió a Liam, que subía con la bandeja a la bonita habitación del primer piso.
Maureen se tumbó en el diván Le Corbusier. Liam se sentó sobre la mesa escritorio y se quejaba mientras intentaba secarse el pelo sin sacudir la cabeza.
– Dios mío, qué daño -dijo. Sirvió el té y encendió el ordenador-. ¿Te apetece una partida de Doom?
Se miraron y se rieron con amargura.
– La verdad es que no, Liam.
Oyeron el timbre de la puerta.
– Mierda -dijo Liam-. Si es Pete… -Puso la tetera sobre la mesa, cruzó la habitación y se asomó a la ventana. Saludó a alguien que esperaba en la entrada-. Que me jodan si no es él -susurró.
Maureen se levantó y miró por la ventana. Benny estaba al pie de las escaleras, saludándoles con alegría. Maureen le devolvió el saludo.
Cien metros más abajo, un policía mojado y otro seco estaban sentados dentro del Volkswagen. Identificaron a Benny como la tercera persona que habían visto salir de la casa de Scaramouch Street el jueves por la mañana. Supusieron correctamente que era el que vivía allí, Brendan Gardner.
– Este tipo aparece demasiado, ¿no crees? -le dijo el policía seco al que estaba mojado.
Liam saludaba a Benny desde la ventana.
– ¿Vamos a abrirle la puerta a ese cerdo? -le preguntó a Maureen.
– Tenemos que hacerlo -le contestó-. Ni una palabra, Liam, ¿vale?
Liam bajó las escaleras haciendo mucho ruido. Maureen oyó que la puerta se abría y que Benny le decía hola a Liam en un tono de voz elevado y animado. Liam le contestó con un gruñido.
Benny subió las escaleras y se quedó en la puerta.
– ¿Estás bien, Mauri? -le preguntó sonriente-. Sólo he venido un rato. Hoy he tenido mi primer examen.
– Bien. Creía que ya no ponían exámenes los sábados.
Benny se encogió de hombros.
– Es una universidad anticuada.
– ¿Cómo te ha ido?
– Bien.
Liam pasó al lado de Benny rozándole con brusquedad y cogió su taza de té.
– ¿Cómo estás, tío?-preguntó Benny.
– Bien -dijo Liam, mientras cogía un papel de la mesa y fingía leerlo.
Benny se quedó callado un momento y le miró, confuso por su actitud. Se volvió hacia Maureen. Su rostro tenía una expresión de perplejidad. Ella levantó una ceja.
– ¿Quieres una taza de té? -le preguntó, y se dirigió hacia la puerta y le hizo una señal a Benny para que la siguiera. Bajaron a la cocina.
Estaba patas arriba: parecía que la policía había centrado su búsqueda allí. De todas formas, Liam siempre la dejaba hecha un desastre porque estaba junto al salón. La ventana estaba casi opaca por culpa de la suciedad, el suelo de linóleo medio levantado y los tablones medio podridos. Debido a los restos fosilizados de porquería, la vieja cocina había pasado de ser blanca a tener un color marrón desigual. La policía había vaciado los tarritos de especias en la pila. Todo lo que había en la nevera y en el congelador estaba amontonado encima de la mesa y se había ido descongelando por toda la superficie y por el suelo. Habían sacado los platos, los cubiertos y las sartenes de los armarios y los habían dejado apilados en la encimera.
– Y a Liam, ¿qué le pasa? -le preguntó Benny, sin inmutarse por el estado de la cocina.
– Asuntos familiares. Winnie está histérica.
– No, ¿en serio?
– Sí -dijo Maureen, y se echó a llorar.
Intentó parar pero no pudo. Hacía verdaderos esfuerzos para respirar y lloraba a lágrima viva como un niño que se ha perdido. Benny la abrazó y, con la cara apoyada en el pelo húmedo de Maureen, le susurró palabras de consuelo. Ella pronunciaba su nombre en voz baja, lo repetía una y otra vez, y le abrazó fuerte hasta que, consiguió calmarse.
– ¿Qué ha hecho? -le preguntó Benny cuando Maureen se apartó. Él le frotó la espalda con suavidad-. ¿Qué es lo que ha hecho ahora, Mauri?
Maureen vio a Liam por encima del hombro de Benny. Estaba en el salón y se dirigía hacia ellos. Volvió a abrazar a Benny.
– Se ha vuelto loca. Se puso histérica y echó a Liam de casa.
Maureen miró a Liam fijamente por encima del hombro de Benny. Éste apretó la cara contra el cuello de Maureen.
– ¿Ya estás mejor? -le susurró.
– Sí -dijo Maureen-. Aunque no estoy pasando mi mejor racha de suerte, ¿verdad?
– Supongo que no -dijo Benny.
Liam puso la tetera al fuego.
– Benny, colega, ¿cómo te salió el examen? -le preguntó Liam con una sonrisa afable.
Llevaron almohadones grandes y la tele portátil de la habitación de Liam a la sala de arriba para ver Repo man. Maureen no se había dado cuenta pero los sucesos del día la habían dejado agotada. Cerró los ojos para descansarlos durante los anuncios y se quedó dormida. La taparon con una manta.
Se despertó en mitad de la noche, con la ropa pegada al cuerpo, y se fue desnudando somnolienta mientras iba a la habitación de invitados. Soñó que Martin le peinaba el pelo para consolarla.