Capítulo 16

Edwin Garrigaw, alias Violet, recorre sus dominios con largas zancadas y semblante adusto. A última hora de la tarde ha recibido una llamada trascendental y ahora trata de sosegar su ánimo en la contemplación de tanta belleza. Falta poco para la hora del cierre y ya no quedan visitantes en las salas de exposición de la National Gallery, por otra parte muy poco frecuentada en esta época del año. Sin público, la calefacción del edificio resulta insuficiente y en los grandes espacios hace frío. Resuenan en las altas bóvedas los pasos decididos del viejo curador. La llamada ha concluido de un modo tajante: Tenlo todo preparado para cuando llegue el momento. No ha sido necesario especificar de qué momento se trata. Edwin Garrigaw ha deseado y temido este momento desde hace muchos años. Ahora parece haber llegado o estar a punto de llegar y la espera se le antoja corta. A su edad cualquier cambio supone un ajetreo excesivo. Distraído en estos pensamientos, sus pasos le han conducido de un modo automático a la sección de pintura española de la que es amo indiscutible: nadie pone en duda su autoridad en la augusta institución. De puertas afuera no faltan las críticas, claro. Los jóvenes creen haber descubierto la luna y lo cuestionan todo. En conjunto, nada grave: tormentas en el restringido y proceloso estanque de los académicos. A este respecto, el viejo curador está tranquilo: a pesar de su edad, ni su cargo ni su prestigio corren peligro.

Ante un cuadro se detiene. El rótulo dice: Retrato de Felipe TV en castaño y plata; para los entendidos, Silver Philip. El retrato muestra a un hombre joven, de rasgos nobles pero no agraciados, la cara enmarcada en largos bucles dorados, la mirada vigilante y preocupada de quien se esfuerza por mostrar grandeza cuando lo que siente es miedo. El destino ha puesto una pesada carga sobre unas espaldas débiles e inexpertas. Felipe IV viste jubón y calzones de color marrón con profusos bordados en plata. De ahí el nombre y el sobrenombre con que se conoce la obra. Una mano enguantada reposa con gesto gallardo en el pomo de la espada; en la otra sostiene un papel plegado en el que figura el nombre del retratista: Diego de Silva. Velázquez había llegado en 1622 a Madrid en la estela de su compatriota el conde duque de Olivares, un año después de la ascensión al trono de Felipe IV. Velázquez tenía veinticuatro años, seis más que el Rey, y poseía una técnica pictórica apreciable, pero todavía con resabios provincianos. Al ver las obras del aspirante a pintor de corte, Felipe IV, que era lerdo para asuntos de Estado pero no para el arte, se dio cuenta de que estaba delante de un genio y, sin hacer caso de la oposición de los expertos, decidió confiar su imagen y la de su familia a aquel joven indolente y audaz, de insultante modernidad. Al hacerlo entró en la Historia por la puerta grande. Tal vez entre los dos hombres hubo un trato regido únicamente por la etiqueta palaciega. Pero en el intrincado mundo de las intrigas cortesanas, nunca flaqueó el apoyo del Rey a su pintor favorito. Ambos compartieron décadas de soledad, de destinos cruzados. Los dioses habían concedido a Felipe IV todo el poder imaginable, pero a él sólo le interesaba el arte. Velázquez había recibido el don de ser uno de los más grandes pintores de todos los tiempos, pero él sólo anhelaba un poco de poder. Al final los dos vieron realizados sus deseos.

Felipe IV dejó a su muerte un país arruinado, un Imperio en descomposición y un heredero enfermo predestinado a liquidar la dinastía de los Habsburgo, pero legó a España la más extraordinaria pinacoteca del mundo. Velázquez subordinó el arte a su afán por medrar en la corte sin más credenciales que su talento. Pintó poco y a desgana, para obedecer y complacer al Rey, sin más finalidad que merecer el ascenso social. Al final de su vida obtuvo el ansiado blasón.

En la misma sala, en el mismo paño de pared, a pocos metros del magnífico cuadro, hay otro retrato de Felipe IV, también de Velázquez. Entre uno y otro median treinta años. El primer cuadro mide casi dos metros de alto por uno y pico de ancho y representa al monarca de cuerpo entero; el segundo mide apenas medio metro de lado y sólo representa la cabeza sobre fondo negro, el jubón, apenas esbozado. Naturalmente, las facciones son las mismas en ambos cuadros, pero en éste la tez es pálida y mate, hay una cierta flaccidez en las mejillas y la papada, y bolsas bajo unos ojos tristes, de mirada apagada.

Velázquez, que sólo pintaba a instancias ajenas y no sentía la menor apetencia por trabajar, se retrató a sí mismo muy pocas veces. De joven, quizá como escéptico testigo de la efímera rendición de Breda; más tarde, al término de su carrera, representando a su propio personaje en Las Meninas. En esta última obra luce ya la cruz de la Orden de Santiago que lo acredita como gentilhombre, pero su imagen es también la del hombre cansado que ha visto realizado su sueño tras una vida de afanes y renuncias y se pregunta si valió la pena. Hoy Edwin Garrigaw se hace la misma pregunta. Quizás ha llegado el momento, pero cuando se mira al espejo, y lo hace a diario, con frecuencia obsesiva, no ve el rostro del muchacho que concibió el sueño e inició la paciente espera. Entonces tenía la piel tersa y sonrosada, los ojos brillantes, el cabello alborotado y las facciones entre aniñadas y femeninas. Un profesor emérito le enviaba anónimamente sonetos en latín y ramitos de violetas, aludiendo a su nombre. Cambridge fue escenario de sus triunfos académicos y de unas aventuras amorosas que sólo tuvieron de aventurado la reiterada infidelidad. En estos juegos desperdició la juventud; en las luchas profesionales, la madurez. Ahora tiene también las mejillas fláccidas, arrugas en la piel, canas en las sienes y un resuelto y dramático inicio de calvicie que ningún tratamiento consigue detener. En los últimos tiempos se ha preguntado a menudo si no debería buscar una pareja estable para evitar una vejez de soledad y paliativos mercenarios, pero la pregunta es retórica. Aunque es evidente que pronto tendrá que dejar su puesto a alguien más joven, la idea no le perturba: su trabajo ya no da más de sí. A lo sumo, añadir a su ingente bibliografía unas observaciones supletorias, probablemente pomposas, que de inmediato serán contestadas, si no ridiculizadas, por la joven generación. Aunque tampoco esto le importa mucho: antes temía el descrédito; ahora le espanta la decrepitud. De todos modos, no se quiere volver a enzarzar en una batalla agria y prolongada si no es por algo excepcional, y duda de que algo excepcional o meramente curioso se le pueda presentar a estas alturas. La belleza a la que ha consagrado su vida le ha traicionado al no envejecer con él. Con trescientos años a cuestas, Silver Philip es hoy tan joven como la primera vez que lo vio, y lo seguirá siendo cuando él ya no esté. ¿Qué dejará de su paso por estas salas suntuosas y vacías? Si al menos su labor recibiera alguna forma de reconocimiento, tal vez un título nobiliario: sir Edwin, nada más incongruente con sus ideas. Si acaso, sir Violet…

Suena el timbre que anuncia el cierre del museo. El viejo curador regresa a su despacho, pregunta a las secretarias si alguien ha llamado durante su ausencia. Ante la respuesta negativa, se pone el abrigo, coge el paraguas, la cartera y el bombín, se despide del personal y sale con vaivén de caderas. Habituado al recorrido, no le impresionan los lúgubres pasillos ni la escalera a media luz. Al salir encuentra la ciudad envuelta en la niebla. Tampoco esto le sorprende ni le incomoda. De camino a la estación del Metro cree ver a una persona conocida y se detiene. La niebla le impide identificarla con exactitud, pero también evita que el otro le reconozca. El viejo curador da un rodeo. Por nada del mundo desea un encuentro con aquel personaje al que detesta. Pronto lo pierde de vista y recupera la buena dirección más despacio, perdido en sus cábalas. Está seguro de que el individuo se dirigía al museo, seguramente a entrevistarse con él. Por fortuna, ha salido antes de lo habitual y la entrevista no tendrá lugar. Esto le alegra, pero le deja sin saber qué demonios puede querer Pedro Teacher y por qué recurre a él precisamente hoy, coincidiendo con la llamada telefónica.

A esa misma hora, muy lejos de allí, su ex alumno, colega y antagonista en muchas controversias, yace en el pavimento de la Castellana derribado de un puñetazo y enfrentado al siniestro cañón de una pistola. La situación es tan absurda que siente más indignación que miedo.

– ¡Soy inglés! -grita con voz de falsete.

Antes de que sus asaltantes reaccionen a esta información, se oye una orden entre marcial y divertida.

– Dejadle en paz. No es peligroso.

Los asaltantes se quedan inmóviles; luego se retiran respetuosos mientras el hombre al que ha estado siguiendo se le acerca y le ofrece una mano recia para ayudarle a recuperar la verticalidad. A la luz de la farola Anthony Whitelands reconoce la figura atlética, el porte señorial, los rasgos viriles y la franca sonrisa. Se levanta y con gesto desairado sacude de los faldones del abrigo los trozos de hielo y las cazcarrias que se le han adherido. Al hacerlo advierte que le tiembla el pulso visiblemente.

– Exijo una explicación -masculla para ocultar su flaqueza y recobrar parte de la dignidad perdida.

– Y la tendrá, señor Whitelands -responde su adversario con un deje de ironía. Luego le mira fijamente y añade en un tono más amable-: No sé si me recuerda. Nos conocimos hace un par de días en casa de nuestro común amigo…

– Sí, claro, no tengo tan mala memoria -interrumpe el inglés-. El marqués de Estella.

– José Antonio para los amigos. Por desgracia, también para los enemigos. Y tal es la causa de este desafortunado incidente. He sufrido varios atentados y me veo obligado a llevar escolta. Ruego disculpe la precipitación de estos compañeros. La precaución les llevó a pecar por exceso de celo. La triste realidad no deja margen a la cortesía. Hemos sufrido muchas bajas y la violencia se recrudece. ¿Se ha lastimado?

– No. Estoy bien. Y acepto las disculpas. Ahora, si me lo permite…

– De ningún modo -replica José Antonio con impetuosa cordialidad-. Le debo una reparación y no se me ocurre nada mejor que invitarle a cenar. Le he visto comer y sé que no le hace ascos a la buena mesa. De paso tendremos ocasión de conocernos mejor. Me consta que compartimos algunos intereses.

– Con mucho gusto -responde Anthony, en parte porque no juzga sensato llevar la contraria a gente armada y expeditiva y en parte porque le intriga el significado de la última frase.

– En tal caso, no se hable más -dice José Antonio-. Antes, sin embargo, he de pasar un momento por nuestro centro de operaciones para ver si hay novedades y para dar algunas instrucciones. No queda lejos y es temprano. Si no le importa acompañarme, tendrá ocasión de conocer a personas valiosas y de ver un poco cómo funciona nuestro partido, si todavía se nos permite llamarlo así. Venga, amigo Whitelands, mi coche está a la vuelta de la esquina.


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