Capítulo 31

Caía la tarde a hora temprana y la penumbra iba envolviendo la mansión del duque de la Igualada mientras Anthony Whitelands, acurrucado en un rincón, oía las breves consignas de sus perseguidores, reagrupados en el vestíbulo que él acababa de abandonar para refugiarse en el piso de arriba.

– Si verdaderamente ha entrado alguien, cosa que dudo -anunció en tono terminante el temible mayordomo-, no puede haber salido del edificio sin ser visto. Propongo que procedamos a un registro minucioso, habitación por habitación. Ustedes busquen en los aposentos de la planta noble. La servidumbre está advertida, por si se mete en la cocina, la despensa o el lavadero. Yo me encargo de los dormitorios.

Los generales aceptaron la orden sin chistar, reconociendo la autoridad coyuntural de quien mejor conocía el terreno.

Sintiéndose atrapado, Anthony ponderó la conveniencia de entregarse y acogerse a la protección del duque. Este no consentiría ninguna forma de violencia contra quien, en cierto modo, estaba a su servicio, y menos en su propia casa, siempre y cuando el señor duque no tuviera conocimiento de lo ocurrido entre el inglés y su hija. Aun así, la protección del duque tendría un alcance limitado. Nada permitía asegurar la supervivencia del testigo directo de una conjura militar del más alto nivel.

De este razonamiento sacó la conclusión de que debía seguir tratando por todos los medios de escapar sin ser visto. Reculaba precipitadamente sin perder de vista la escalera, por donde esperaba ver aparecer en cualquier momento al mayordomo y su escopeta, cuando una mano le sujetó con suavidad del brazo y una voz risueña y sorprendida dijo:

– ¡Tony! ¿Qué haces aquí, a oscuras y en cuclillas? ¿Y esos gritos?

– ¡Lilí!-susurró el inglés cuando se hubo repuesto del susto-. No grites. Me buscan para matarme.

– ¿En casa? ¿Quién te busca?

– Te lo contaré luego. Ahora, ayúdame, por lo que más quieras.

Con su inteligencia despierta, Lilí se hizo cargo de la situación, hizo entrar a Anthony en la habitación de la que había salido, entró detrás y cerró la puerta. El inglés se encontró en una pieza espaciosa, de paredes blancas, con un balconcito por donde entraba la claridad anaranjada del crepúsculo. El austero mobiliario consistía en un escritorio de madera clara, dos sillas, una butaca con tapicería floral y una estantería repleta de libros cuyos lomos indicaban lecturas educativas. Sobre la mesa había un cuaderno abierto, un tintero, una pluma, un secante y otros útiles escolares.

– Es mi cuarto -explicó Lilí-. Estaba haciendo los deberes, oí ruido y salí a mirar. ¿Qué pasa?

– Están registrando la casa de arriba abajo. Buscan a un intruso y creen que soy yo -dijo Anthony precipitadamente-. ¿Oyes los portazos? Dentro de nada estarán aquí.

– No te preocupes. Ven.

Una puerta lateral conducía a una alcoba pequeña, cuadrada, con una cama de hierro pintado, una mesilla de noche, un armario ropero y un reclinatorio. Sobre la mesilla de noche había un candelero de latón y una caja de cerillas, y en la pared, sobre la cabecera del lecho, una hermosa talla antigua, probablemente valenciana, que representaba a la Virgen y al Niño Jesús. Sonaron golpes en la puerta y el vozarrón del mayordomo.

– ¡Señorita Lilí! ¡Abra!

– Métete debajo de la cama -dijo Lilí-. Yo le despacharé.

Hizo Anthony lo que ella le decía y desde allí oyó este diálogo:

– ¿Qué pasa, Julián? ¿Y la escopeta?

– No se asuste, señorita, es pura precaución. ¿No habrá visto ni oído nada raro?

– Nada. ¿Qué voy a oír? Llevo horas estudiando, muerta de asco. El padre Rodrigo vendrá dentro de nada a tomarme la lección.

– Está bien. Cierre la puerta con llave y no abra a nadie si no es de la casa.

Al cabo de un instante Lilí estaba de nuevo en la alcoba.

– Ya puedes salir. He cerrado como me ha dicho y he corrido los visillos del balcón. Aquí estás a salvo y cuando se tranquilice el panorama te podrás ir. Ya encontraremos la manera. Y el padre Rodrigo no vendrá: está en su guerra.

Anthony salió de debajo de la cama y se alisó la ropa. Lilí se había sentado en el borde y balanceaba las piernas. Con la palma de la mano indicó al inglés que se sentara a su lado. Éste así lo hizo y ella le miró con intensidad.

– El intruso que buscan eres tú. Si no, no andarías escondiéndote. ¿Qué haces en casa? Hoy no se te esperaba -y sin esperar respuesta, añadió-: Es por Paquita, ¿verdad? No me mientas como la otra vez. Tú has estado con mi hermana. Hueles a ella y hace un rato ella olía a ti. La he oído llorar. Y ahora este revuelo… Oh, Tony, ¿qué ves en ella que no tenga yo? Fíjate: por su culpa te quieren pegar un tiro. Yo, en cambio, te protejo. No sé de qué, pero te protejo.

– Y te lo agradezco sinceramente, Lilí. En cuanto a lo otro, te puedo explicar…

– No quiero explicaciones, Tony. Yo te quiero a ti.

Tomó entre sus manos la mano derecha del inglés y, sin dejar de mirarle fijamente a los ojos, prosiguió con voz entrecortada:

– Yo no sé si, como dicen, el día menos pensado habrá una revolución; pero si la hay, lo primero que harán será matarnos a todos, como pasó en Rusia. No tengo miedo, Tony. Pero no me quiero morir sin haber vivido. Ya soy una mujer y, ¿qué sé de la vida? Un poco de aritmética, los afluentes del Ebro y las rimas de Bécquer. ¿Es justo?

– Bah, las cosas no tienen por qué pasar como tú dices…

– Eso tú no lo sabes, ni yo tampoco. Pero si pasa… y algo terrible pasará, tenlo por seguro, no me quiero morir como las santas del devocionario, con la palma del martirio en una mano y el dedo metido en la boca. No quiero ser una santa, Tony, quiero ser una persona normal, saber lo que es eso. Y si eso es pecado, lo mismo me da. Yo no lo he inventado. ¿Cómo puede ser malo desear lo que me están pidiendo el cuerpo, la razón y el alma? ¿Y cómo voy a ignorar un deseo que siento dentro de mí a toda horas, si encima el padre Rodrigo no me habla de otra cosa que de las tentaciones de la carne?

Anthony se debatía entre el temor y el escrúpulo. Una ex esposa, una amante, algunos devaneos y un conocimiento cumplido de la pintura manierista le habían enseñado a no minimizar la ira de una mujer despechada, especialmente en una situación como la suya.

– Querida Lilí, entiendo la problemática -dijo acariciándole la mano con suave despego-, pero yo no soy la persona adecuada para resolverla.

Con infantil facilidad, Lilí pasaba de la lujuria cavernosa a una inocente simplicidad.

– Al revés, Tony -dijo seriamente-, nadie tan adecuado como tú: para empezar, eres protestante y, si lo que vamos a hacer es pecado, a ti no te afecta.

Anthony se levantó y fue hasta la ventana. La desenfadada actitud moral de las dos hermanas le escandalizaba. Unas horas antes Paquita había recurrido a un sofisma similar, y aunque más tarde había confesado su culpa y manifestado remordimiento, el recurso de una y otra a una argucia moral, daba testimonio de la inteligencia de ambas y de una educación descarriada de raíz. Este pensamiento le entristeció sin razón aparente.

– El argumento es un despropósito -dijo con desgana.

Lilí se puso seria.

– Un despropósito no, Tony; sólo es una excusa. Hace tiempo que me había propuesto dar este paso. Y no lo doy a ciegas: he oído hablar muchas veces del tema a los adultos y en las fincas de mi padre he visto a los animales… Pero no podía hacerlo de cualquier manera. Entonces apareciste tú. No me refiero a este momento, sino al primer día que viniste a casa. En cuanto te vi, solo en el vestíbulo, aturdido, estudiando ese cuadro horrible, me dije: es él, el cielo me lo envía. Desde entonces he procurado darte a entender mis sentimientos y mis intenciones; sin resultado: no entiendes nada. Eres bobo; te quiero igual, pero eres bobo. Ya lo daba por perdido. Y esta tarde, de repente, el destino te trae hasta mi alcoba a punta de escopeta. ¿Cómo lo debo interpretar?

– De ningún modo -dijo secamente el inglés.

Descorrió ligeramente la cortina y atisbo el jardín. Tal vez podía saltar desde el balcón sin demasiado riesgo; la altura no era excesiva y la luz, escasa; luego, en una carrera, alcanzaría el muro, lo escalaría y ya estaría en la calle; allí correría hasta el Paseo de la Castellana; a aquella hora habría bastantes transeúntes y no se atreverían a matarle delante de testigos. O quizá sí. Pero si se quedaba allí, tarde o temprano lo encontrarían. Y si encima lo encontraban con Lilí, las probabilidades de salir con vida no eran muchas.

Mientras hilvanaba estas ideas, abrió con cuidado la ventana para calcular la altura. Justo debajo de la ventana, oyó la voz destemplada del padre Rodrigo.

– … y no apartarse del camino recto. Dios me lo reveló y usted había tomado una determinación, señor duque. La senda empinada…

La voz del duque de la Igualada era un murmullo doliente, apenas inteligible.

– ¿A dónde nos llevará esa senda, padre? Empinada y llena de espinas no significa acertada.

– Excelencia, no debe fiarse de los militares.

– ¿Acaso no buscan también la salvación de España?

– Excelencia, en el lenguaje de ellos, España es una cosa, y en el nuestro, otra distinta.

Cerró la ventana sin hacer ruido, dejó caer la cortina y se volvió a Lilí, que permanecía sentada en la cama.

– Lo que quieres es imposible. Ponte en mi lugar.

– Yo no me puedo poner en tu lugar. Ni tú en el mío: cada uno ha de decidir por su cuenta.

– Pero tú eres una cría, Lilí.

– ¿A qué edad se casó Mariana de Austria con Felipe IV? Has de saberlo: Velázquez le hizo un retrato.

Anthony no pudo disimular una sonrisa.

– A los catorce años -reconoció-. Y a los quince, la infanta Margarita.

– ¿Lo ves? A esa edad ya se es una mujer.

– Si te refieres a hacer una escena y a complicar la vida de los hombres, te lo concedo. Pero eso es empezar la casa por el tejado.

– Tony, si no te parezco atractiva, dímelo, pero no me trates como si fuera una niña. No lo soy, y tú lo sabes. Si lo fuera, no leería en tus ojos lo que estás pensando. Haz lo que quieras. Y no tengas miedo; sea cual sea tu decisión, yo no haré nada que pueda perjudicarte. Porque te quiero, Tony.

Era noche cerrada cuando el inglés se descolgó del balcón al jardín. Sin contratiempo llegó al muro, buscó un saliente en la piedra y al subir consiguió no magullarse como la vez anterior. Antes de saltar a la calle volvió la cara para mirar hacia el palacete. Reinaba una completa quietud y todas las ventanas estaban a oscuras o tenían las cortinas corridas. A la escasa luz proveniente de las farolas creyó divisar la silueta de Lilí asomada al balcón, velando por el feliz desenlace de la evasión.

En la callejuela echó a correr con toda su alma hacia el Paseo de la Castellana y una vez allí siguió corriendo entre los transeúntes y sólo se detuvo cuando le faltó el resuello. Pasaba un taxi; lo paró, subió y dio la dirección del hotel. Su primer impulso había sido acudir a la Embajada y pedir asilo, pero la supuso cerrada y pensó que sería mejor ir al hotel y desde allí llamar por teléfono a Harry Parker. Con toda certeza le irían a buscar y le brindarían su protección a cambio de la valiosa información sobre los futuros acontecimientos en España, obtenida de un modo involuntario pero con notable riesgo por su parte. Nada podía interesar tanto al servicio de inteligencia británico como datos directos y fidedignos relativos a un inminente golpe militar y a la identidad de sus cabecillas.

Consciente de su deplorable aspecto, se dirigió al recepcionista con actitud desafiante, reclamó el teléfono para hacer una o dos llamadas y preguntó si en su ausencia había habido alguna visita o alguna llamada.

– ¿Alguna? ¡Hombre, si desde que se inscribió usted en el hotel, esto parece el baile de la Bombilla!

Las peripecias de la jornada habían agotado las energías del inglés. Sintiéndose desfallecer, pidió al recepcionista un vaso de agua. El recepcionista sacó un botijo de debajo del mostrador y se lo dio. El agua fresca con aroma de anís le devolvió la vida.

– No debería extralimitarse -dijo el recepcionista en un tono que aunaba la ironía con un deje de ternura. Y acto seguido enumeró las idas y venidas-. Primero la gachí se largó con el churumbel y se llevó sus cosas. Si eran sus cosas de ella o las de usted, no es asunto mío. Luego vino aquel señorito del otro día, el gracioso de la pistola. En viendo que usted no estaba, se fue malhumorado sin decir oste ni moste. Volverá. Y hace una hora o poco más compareció el señor del primer día.

– ¿El primer día?

– Con tanto trasiego, lo habrá olvidado. El primer día de estar usted en el hotel vino a por usted un señor muy elegante, extranjero por más señas. Hablaba un castellano fetén. Demostró gran interés por usted, pero luego no volvió. Hasta hoy. Su ausencia le ha contrariado mucho y ha dejado un número de teléfono y el ruego de que le llamase en cuanto viniese.

– ¿Y no ha dejado dicho su nombre?

– No. Sólo ha dejado el número de teléfono y un perfume de sarasa que de poco me da algo.

Anthony recordó la misteriosa visita y también haberla mencionado a Harry Parker en una de sus entrevistas. El diplomático dijo no saber nada de ella. Tal vez mentía. La única forma de salir de dudas era llamando al número anotado por el anónimo visitante. Decidió aplazar la llamada a Harry Parker hasta después, por si de la otra llamada surgía un aspecto nuevo de la cuestión. En cuanto a Guillermo del Valle, lo mejor era no hacer nada. En aquel momento le traía sin cuidado lo que pudiera suceder en el seno de la Falange y no sentía el menor deseo de establecer nuevos contactos con la familia del duque de la Igualada.

Al número que le había dado el recepcionista respondió una voz velada, trémula e irreconocible. Al identificarse Anthony Whitelands, el otro se pasó al inglés.

– He de verle con urgencia -dijo-. Por teléfono no es prudente hablar. Le espero dentro de una hora en Chicote. No avise a nadie. Venga solo.

– ¿Cómo le reconoceré?

– Yo le reconoceré a usted. Y usted a mí también. En una hora. Chicote. He de colgar.


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