Epílogo

Al salir de la Embajada el sol brillaba alto en el cielo limpio, el aire era tibio, había brotes en las ramas de los árboles y flores blancas y amarillas en los parterres, proclamando la hermosa primavera de 1936. Al llegar junto a la berlina, Harry Parker volvió a mirar el reloj de pulsera y retuvo a Anthony Whitelands cuando éste se disponía a entrar.

– Todavía es temprano -dijo el joven diplomático-, y se me ocurre que le podría apetecer una última visita al Museo del Prado. Si me promete no hacer burradas, le dejo allí y le recojo en una hora. La maleta se queda en el auto.

– Gracias, Parker -dijo Anthony conmovido-. Es un detalle por su parte.

En el museo saludó a la taquillera y fue derecho a la sala de Velázquez. Una vez allí, se quedó en el centro, indeciso: disponía de poco tiempo y había de concentrarse para no desaprovechar una oportunidad que quizá no volvería a presentársele en años. Antes de levantar los ojos para fijarlos en una obra concreta, oyó pronunciar suavemente su nombre y el corazón le dio un vuelco.

– ¡Tú aquí! -exclamó-. ¿Cómo sabías dónde encontrarme?

– No hay secreto -repuso ella-. Le pedí al señor Parker que te trajera. Este me pareció un buen lugar para la despedida.

– Ah, sí, si en efecto hemos de despedirnos, no hay mejor lugar. Demos una vuelta por la sala. Si te interesa algún cuadro, te lo puedo comentar.

Paquita se agarró de su brazo y muy juntos iniciaron un lento deambular.

– Ya te habrás enterado del incendio del sótano -dijo ella-. Lo siento de veras. Anthony.

El inglés se encogió de hombros.

– Según parece, he tenido suerte. Si verdaderamente el cuadro lo pintó un moro, habría hecho el ridículo más espantoso. Para vosotros, en cambio, ha sido una gran pérdida.

– Lo mismo da. Somos ricos. Y el susto de Guillermo nos ha hecho ver el escaso valor de los objetos materiales.

– Quizá tengas razón. ¿Cómo está Guillermo? ¿Y el resto de la familiar? Lamento no poder despedirme de todos.

– Guillermo se recupera de un modo admirable. A reserva de posibles recaídas, en un par de días lo tendremos otra vez en casa. Mis padres, como puedes suponer, están locos de alegría. La pobre Lilí, en cambio, está muy trastornada. Todavía es una niña y tantas sacudidas han roto su resistencia. No para de llorar y le ha dado por decir que ella tiene la culpa del incendio. Es una locura, por supuesto. Nunca sabremos qué originó el fuego. Sea como sea, papá ha decidido enviar a Lilí a Badajoz, a la finca de nuestro pariente, el duque de Olivenza. Allí olvidará este infierno y recuperará la salud y el buen humor.

Anthony abrió la boca para decir algo, pero sintió sobre sí la mirada severa del conde duque de Olivares que le observaba desde su caballo. Con la vara parecía indicarle el camino a seguir. El inglés movió la cabeza y murmuró:

– ¡Pobre Lilí! -Y para desviar la conversación, añadió-: Y de José Amonio, ¿sabes algo?

– De buena mañana se ha entrevistado con Alonso Mallol, el director general de Seguridad. No ha sido un diálogo amistoso; por lo visto José Antonio le ha llamado cornudo. Lo han trasladado a la Modelo, y a la tenencia de armas se une ahora el desacato a la autoridad. Mañana iré a verle. También me quiero despedir de él.

– ¿Despedir?

– Así es -dijo la joven-. A él lo soltarán en unos días. Para entonces yo no estaré aquí. Me voy, Anthony. No sólo he venido a decirte adiós, sino a contarte algo que creo que debes saber.

En la imponente sala de los cuadros no había nadie más. Paquita hizo una pausa y continuó:

– Ayer fue un día extraño. Siempre me tuve por una persona juiciosa y, sin embargo, en un solo día cambié tres veces de parecer. Por la mañana estaba convencida de haberme enamorado locamente de ti. Estaba anonadada por este descubrimiento cuando vino a casa la chica del hotel, la del lactante. Sabía que se preparaba un atentado mortal contra aquel señor inglés tan bondadoso y venía a prevenirme; no quería ser cómplice del crimen. Por eso se iba de Madrid con su hijo. Dios se apiade de ella y de la pobre criatura. Haciendo un gran esfuerzo, fui a casa de José Antonio. Por nada del mundo quería verle en aquel momento, pero sabía que sólo él podía salvar tu vida. Una vez allí, frente a frente, comprendí que el amor por ti sólo había sido un arrebato pasajero. Para mí sólo habrá habido un hombre en mi vida. Lo nuestro fue un tropiezo. No se muda el sentimiento tan de prisa.

– Tú lo hiciste tres veces en un día -replicó Anthony-herido en los suyos-. ¿Cuál fue la tercera?

– La definitiva -dijo Paquita con gran seriedad-. Cuando nos avisaron de lo que le había ocurrido a Guillermo, comprendí que todos nos estábamos precipitando a un abismo y que algo había que hacer para detener la caída. En el hospital…

Detuvo unos segundos el relato, abrumada por la evocación de aquel momento, y luego prosiguió con más entereza.

– Me niego a dramatizar. En el hospital hice una promesa solemne. Si mi hermano se salvaba, yo me retiraría del mundo. Que Dios hiciera el milagro me confirmó en lo que ya imaginaba. Que todos los males sobrevenidos a mi familia eran un castigo a mis pecados. No sé si ahora el cielo y yo estamos en paz, pero al menos yo sé cuál es mi camino. Una prima de mi madre es superiora en un convento de clausura en Salamanca. Cuando haya arreglado mis cosas, me recluiré allí. De momento no pienso profesar. Sería una precipitación y últimamente ya he cometido bastantes. Pasaré unos meses rezando y meditando y pasado el verano decidiré.

Anthony trataba de asimilar la extraña sucesión de noticias. Todas las mujeres con las que había tenido una relación cambiaban de vida y de domicilio: la Toñina, Lilí y ahora Paquita. Por mi culpa, Madrid se queda sin gente, pensó. En lugar de decir algo, condujo a Paquita ante el retrato de la Madre Jerónima de la Fuente. Aunque el cuadro es relativamente grande, la monja parece diminuta, como si el paso de los años, el ascetismo y la experiencia le hubieran encogido el físico sin hacer mella en la energía de su carácter. Tiene la mirada fatigada, los párpados pesados, ligeramente enrojecidos, la boca contraída en un rictus voluntarioso. En una mano huesuda, surcada de venas, sostiene un libro; con la otra empuña un crucifijo muy glande. Ha desviado un instante los ojos de la imagen de Jesús crucificado para fijarlos fugazmente en el hombre que la está pintando y luego, por los siglos venideros, en quienquiera que se detenga a contemplar el cuadro. Su aspecto es severo, pero su mirada es piadosa y comprensiva.

– En Madrid hay dos retratos idénticos -dijo Anthony-, los dos atribuidos a Velázquez. Éste es el mejor; el otro está en una colección privada. Los dos están presididos por un lema, oscurecido por el paso del tiempo, pero fácilmente legible: Bonum Est Pretolare Cum Silentio Salutare Dei. Significa «Es buena cosa esperar de Dios la salvación en silencio.» El otro retrato lleva, además, un gallardete con otro lema que no recuerdo entero, pero que viene a decir «Su gloria será mi única satisfacción.» Me temo que a solas, en tu celda, habrás de decidir cuál de las dos versiones es la tuya.

Sin decir nada, Paquita se soltó del brazo del inglés y salió con paso lento pero irrevocable. Anthony ni siquiera se volvió a mirarla. Estuvo un rato contemplando el retrato de la Madre Jerónima de la Fuente y luego fue hasta el rincón donde estaban instaladas Las Meninas. Allí lo encontró Harry Parker cuando entró a buscarle, inquieto por su tardanza.

– Ya es hora, Whitelands.

– ¿Se ha dado cuenta, Parker?-dijo Anthony-. Después de un largo silencio, Velázquez pintó este cuadro al final de su vida. La obra cumbre de Velázquez y también su testamento. Es un retrato de corte al revés: representa a un grupo de personajes triviales: niñas, sirvientas, enanos, un perro, un par de funcionarios y el propio pintor. En el espejo se refleja borrosa la figura de los Reyes, los representantes del poder. Están fuera del cuadro y, por consiguiente, de nuestras vidas, pero lo ven todo, lo controlan todo, y son ellos los que dan al cuadro su razón de ser.

El joven diplomático consultó el reloj una vez más.

– Lo que usted diga, Whitelands, pero se hace tarde y no podemos perder ese tren por nada del mundo.

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