Capítulo 33

Para empezar, Pedro Teacher estaba muerto y bien muerto: ninguna duda al respecto. Un rato antes había calificado la situación de letal, y ahora lo demostraba de un modo incontestable con su propio ejemplo. El cuerpo yacía boca arriba en mitad de la sala, sobre un charco de sangre, con las piernas y los brazos abiertos formando un aspa, como si hubiera caído despatarrado. Todavía llevaba puesto el abrigo; el bombín había rodado a un metro de la cabeza de su antiguo propietario, junto al rostro del cual, astillado pero entero, estaba el monóculo.

Espoleado por el instinto de conservación, Anthony Whitelands se encontró de nuevo en el rellano sin haberse detenido a sopesar la situación. Resonaban pasos en la escalera. Miró y vio subir hombres armados. Algunos vecinos del inmueble abrían las puertas, asomaban la cabeza, volvían a entrar y se atrancaban: pedirles auxilio habría sido inútil y, además, el cansancio le nublaba el entendimiento. Que pase lo que tenga que pasar, se dijo Anthony. Mientras formulaba esta vaga idea se vio rodeado por cuatro individuos que le conminaban a no ofrecer resistencia. La mera noción hizo sonreír involuntariamente al inglés.

– ¿Hay alguien más? -le preguntaron.

– Un muerto adentro. ¿Con quién tengo el gusto?

Sin responder le hicieron entrar en el piso y cerraron la puerta. Uno le encañonaba mientras los otros tres procedían a una somera inspección, pistola en mano. Finalizado el reconocimiento, telefonearon desde un aparato adosado a la pared del pasillo. La respuesta fue inmediata, como si al otro extremo de la línea alguien hubiese estado esperando la llamada. La comunicación se limitó a dos monosílabos. Después de colgar, el que había llamado dijo a los otros:

– No tocar nada. Estará aquí en cinco minutos.

Sin dejar de vigilarle, los cuatro hombres liaron cigarrillos de picadura y fumaron. Anthony trataba de adivinar en manos de quién estaba. Transcurrido un rato que se le hizo eterno, la llegada del teniente coronel Marranón, acompañado de un ayudante, despejó la incógnita. Su aparición habría mitigado la preocupación del detenido si el recién llegado no hubiera ido directamente a su encuentro y le hubiera propinado un fuerte puñetazo. El impacto y la sorpresa derribaron al inglés. Desde el suelo dirigió a su agresor una mirada más sorprendida que reprobatoria.

– ¡Cabrón! ¡Hijo de puta! ¡Si no fuera por la jodida legalidad republicana ahora mismo le pegaba un tiro! -exclamó el teniente coronel.

Más tranquilo, el ayudante se había puesto en cuclillas junto al cadáver, recogiéndose los faldones del abrigo para evitar que se mancharan de sangre. Desde esta posición anunció sus conclusiones provisionales.

– Todavía está caliente. Le dispararon en el tórax, a bocajarro, con un arma de grueso calibre. Con abrigo y traje oscuro es difícil precisar con exactitud el lugar del impacto, pero debió de ser fulminante. Los vecinos tienen que haber oído la detonación, pero en los tiempos que corren, se harán los suecos.

Este ponderado parte devolvió la calma al teniente coronel.

– ¿Ha sido usted? -espetó al inglés.

– ¡No! ¿Cómo voy a ser yo?-protestó Anthony-. Soy un experto en arte, incapaz de matar a nadie; ni tan sólo de pensarlo. Además, ¿dónde está el arma?

– ¡Yo qué sé! La puede haber tirado o escondido. Ningún asesino espera a la policía con la pistola en la mano. ¿Conoce a la víctima?

– Sí -dijo Anthony-. De hecho, estaba con él hace menos de una hora, en Chicote. Me citó allí para decirme algo importante, pero temía ser oído. Para evitarlo me hizo venir aquí. Cuando llegué ya estaba muerto.

– Nada cuadra -gruñó el teniente coronel-. ¿Dónde estamos? Esto parece un piso franco, un lugar de reunión de terroristas, maleantes y agentes extranjeros.

– Yo no lo sabía, como puede suponer. El me lo describió de otro modo. Vine caminando desde Chicote. Si el capitán Coscolluela me ha seguido los pasos, como suele hacer, se lo puede confirmar.

– Al capitán Coscolluela lo han matado esta tarde -dijo secamente el teniente coronel-. Y yo debería hacer lo mismo con usted. Aplicarle la ley de fugas. Por su culpa he perdido a mi mejor colaborador. Y ahora nos quitan de en medio a este fulano, que nos habría podido proporcionar tantos datos.

– ¿Pedro Teacher?

– O como se llame. Lo venimos siguiendo desde que llegó a Madrid, pero el puñetero era muy escurridizo. Si usted no se llega a dejar en la mesa una servilleta con la dirección, no lo habríamos encontrado. Claro que así, de poco nos va a servir.

Serenados los ánimos, Anthony advirtió una profunda fatiga en las toscas facciones del teniente coronel. Este se había desentendido de él y hablaba con sus subordinados.

– Dos aquí hasta que llegue el juez a levantar el cadáver. Los demás conmigo. Este mequetrefe se viene con nosotros a la Dirección General de Seguridad. Allí cantará por las buenas o por las malas.

En el trayecto a la Dirección General de Seguridad, Anthony quiso conocer los particulares de la muerte del capitán Coscolluela. El teniente coronel, extinguida su animadversión hacia el inglés tras el desahogo inicial, le dio cuenta de ellos con frialdad. El cuerpo sin vida del capitán había sido hallado a eso de las seis de la tarde en un solar abandonado próximo al Retiro. Conforme a los indicios, el capitán había muerto víctima de un tiroteo ocurrido en otro lugar, y posteriormente trasladado al solar. Según el teniente coronel, estaba muy clara la autoría del crimen: unos días atrás, en un enfrentamiento callejero, había resultado muerto un estudiante de derecho afiliado a la Falange, y sus camaradas, como tenían por norma, habían vengado su muerte de aquel modo. El atentado, por otra parte, se añadía a la campaña de terrorismo que la Falange estaba llevando a cabo para preparar el terreno a un posible levantamiento militar.

– ¿Tiene pruebas de lo que dice?-preguntó Anthony al término del relato-. ¿Testigos presenciales? ¿La Falange ha admitido la autoría?

– No hace falta.

Anthony Whitelands tomó una decisión.

– Cuando lleguemos a su despacho, le contaré dónde y cuándo vi por última vez al pobre capitán Coscolluela. Y le sugiero que llame al ministro de la Gobernación. La historia merece la pena.

Mientras en el coche se desarrollaba este diálogo, en un piso del número 21 de la calle de Nicasio Gallego, donde la Falange tenía su centro neurálgico, la visita del padre Rodrigo, viejo conocido del marqués de Estella, y las noticias que traía, habían convocado con carácter de urgencia a la Junta Política.

– Tan claramente lo oí como vosotros me oís a mí: por ahora no harán nada.

Sombrío pero conciliador intervino el secretario general del Partido, Raimundo Fernández Cuesta.

– Las cosas pueden cambiar en cualquier momento. Tal y como está el patio…

– ¿Y si no cambian? -dijo Manuel Hedilla.

José Antonio Primo de Rivera atajó el enfrentamiento golpeando la mesa con la palma de la mano. Cuando habló, lo hizo con calmoso desaliento.

– El camarada Hedilla tiene razón: nada cambiará. Mola y Goded tienen sangre de horchata. Y Franco es un gallina.

– Queda Sanjurjo -apuntó José María Alfaro-. Tiene arrestos y cuenta con nosotros.

– Ca -dijo José Antonio-, ni Franco ni Mola traerán a Sanjurjo de Portugal para entregarle el bastón de mando. Todos lo quieren para sí. Es una pelea de perros. Cuando se pongan de acuerdo ya será demasiado tarde.

La Junta Política estaba dividida y las previsibles revelaciones traídas por el padre Rodrigo directamente del palacete de la Castellana ahondaban las diferencias. Los moderados consideraban necesario de todo punto unirse a los militares, aunque eso supusiera asignar a la Falange un papel auxiliar en el movimiento. Los más impulsivos eran partidarios de tomar la iniciativa. Algunos, más reflexivos, veían la inutilidad de una y otra decisión: con la intervención del Ejército, diera quien diera el primer paso, no sólo el mando quedaría en manos de los generales, sino que la Falange, su ideario, su espíritu y su programa, se verían desvirtuados a la larga o a la corta. Entre éstos no faltaban quienes preferían mantenerse al margen de los acontecimientos y esperar una oportunidad más clara en el futuro. Que se produjera un levantamiento contra el gobierno del Frente Popular y la Falange permaneciera cruzada de brazos era una idea rara, casi obscena; ni siquiera los partidarios de esta estrategia se atrevían a proponerla abiertamente, a sabiendas de que la propuesta se atribuiría a cobardía e indecisión. Sólo a veces alguien, indirectamente, había insinuado la hipótesis de la neutralidad.

José Antonio Primo de Rivera se debatía en la duda. Como Jefe Nacional de un partido autoritario, no había de consultar con nadie ni dar cuentas a nadie de su decisión, pero en el fondo no era un líder político, sino un intelectual, un jurista educado para examinar los hechos bajo todos los ángulos. Su fanatismo era retórico. Porque los conocía desde la infancia, sabía mejor que nadie que los generales, con su pomposo discurso patriótico, sólo eran el brazo ejecutor de los terratenientes, la burguesía financiera y la aristocracia. Muchos militares, incluso los de más alta graduación, admiraban el estilo juvenil de la Falange; pero esta admiración sólo era un resabio de nostalgia de lo que habían sido o de lo que habrían querido ser, antes de quedar atrapados en la ciénaga del escalafón, en el lodo de la mezquindad, la molicie y las pequeñas rivalidades. Con pocas excepciones, los generales golpistas eran mediocres, fatuos y, en definitiva, tan corruptos como el Gobierno que se proponían derribar. ¿Pero cuál era la salida a este dilema?, se preguntaba. Un año atrás había elaborado un plan que habría cambiado la distribución de fuerzas. Aprovechando un cambio de gobierno mal recibido por todos, José Antonio había planeado una marcha sobre Madrid como la que había hecho Mussolini el 28 de octubre de 1922. La entrada en Roma de las escuadras fascistas, en apretada formación, con las camisas negras, las enseñas imperiales y las banderas al viento le había impresionado mucho cuando la vio en un reportaje cinematográfico a los diecinueve años. En aquella ocasión el pueblo aclamó a su nuevo líder, el Rey y la Iglesia lo reconocieron como tal y al Ejército italiano, antes despectivo, no le cupo otro camino que el de la subordinación. Mussolini, como Hitler, habían luchado en la guerra del 14, pero ninguno de los dos había hecho carrera militar; y aun así, a diferencia de la secular tradición dictatorial española, en los dos países totalitarios por excelencia, los civiles y su cuerpo de doctrina tenían al Ejército a sus órdenes, y no al revés. Con esta intención José Antonio había proyectado en 1935, cuando ya se cernía la amenaza del Frente Popular, una marcha sobre Madrid desde Toledo, con unos miles de falangistas y los cadetes del Alcázar. A lo largo del recorrido se les iría incorporando una masa numerosa y cabía contar con la adhesión de la Guardia Civil. Pero el proyecto no se llevó a término: en el último momento algunos militares lo torpedearon. José Antonio Primo de Rivera sabía sus nombres, y en especial el de quien, como Jefe de Estado Mayor, había tenido la última palabra: Franco.

– Os diré cómo vamos a proceder -dijo finalmente-. Voy a dar un ultimátum a los militares. O la revuelta se hace ahora, con la Falange como punta de lanza, o la Falange irá al combate por su cuenta y riesgo. Nosotros ya les habremos advertido. Del resultado sólo serán responsables ellos ante Dios y ante la Historia.

Luego pidió a José María Alfaro que llamase a Serrano Suñer. Cuando éste entró en la sala, le dijo:

– Ramón, quiero que me organices un encuentro con tu cuñado lo antes posible. Si puede ser mañana, mejor.

Al disolverse la reunión, el padre Rodrigo seguía a José Antonio como un perro faldero.

– No confíe en los militares, señor marqués. Ellos no harán la guerra de Dios, sino la suya.


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