Capítulo 19

Sin pasar por el hotel ni anunciar previamente su visita, Anthony Whitelands caminó con ligereza hasta el palacete de la Castellana y llamó al timbre. Al abrir la puerta el mayordomo no excusó su intempestiva presencia ni se esforzó por ocultar su nerviosismo.

– He de ver con urgencia al señor duque -dijo.

El mayordomo opuso a su extravío una sorna senequista.

– Su excelencia sin duda le recibiría si estuviera en casa -dijo-, pero no siendo así, no veo manera. Su excelencia salió temprano sin dejar dicho cuándo pensaba volver. Por el contrario, la señora duquesa sí está, pero no recibe hasta pasadas las doce. Si quiere, avisaré al señorito Guillermo.

Enfriado su ánimo por la decepción, Anthony adoptó una actitud distante.

– No quiero hablar con el señorito Guillermo -respondió secamente, dando a entender que él no trataba con niñatos-. ¿Y la señorita Paquita?

El mayordomo esbozó la media sonrisa de quien, siendo inferior en rango, se sabe dueño de la situación.

– Iré a ver -dijo haciéndose a un lado para dejar paso al inglés y adoptando una expresión sumisa que preparaba el terreno para una cortés despedida.

Una vez más Anthony se quedó a solas en el amplio vestíbulo frente a la copia de La muerte de Acteón. Aquella escena violenta y confusa que representaba un hecho repentino e irreversible le producía tanta admiración como rechazo. Tiziano había pintado el cuadro por encargo de la corona española, pero por razones que Anthony desconocía, aquél no llegó nunca a manos de su legítimo destinatario. Quizá Felipe II supo del asunto y no lo juzgó apropiado. Pese al tópico carácter fogoso de los españoles, en la pintura española no tienen cabida la cólera y la venganza. Velázquez nunca habría pintado una escena similar. Su mundo estaba compuesto de hechos cotidianos, cargados de una vaga melancolía, de una serena y comedida aceptación del ineluctable fracaso de las ilusiones de este mundo. Que la copia del Tiziano hubiera ido a parar a un lugar tan prominente de la austera casa de los duques no dejaba de extrañarle, aunque el prestigio de una firma y el paso del tiempo podían justificar esta elección. Y otras peores: Anthony había visto horribles degollamientos presidir salones donde se servían canapés, se bailaba y se cotorreaba, simplemente porque la pintura en cuestión había sido adquirida a un alto precio o heredada de un antepasado ilustre y ahora sólo constituía una muestra más de opulencia y abolengo. Anthony reprobaba esta perversión del arte. Para él el contenido del cuadro era esencial, y la intención con que el artista lo había realizado no sólo seguía vigente al cabo de los siglos, sino que este espíritu, cuando se trataba de una verdadera obra de arte, pasaba por encima de cualquier otra consideración de orden técnico, histórico o crematístico.

Absorto en estos pensamientos, se había acercado mucho al cuadro y pasaba los dedos por la pintura. Luego se retiró unos pasos y contempló desde los medios del vestíbulo la imponente escena con una media sonrisa. Ay, exclamó para sus adentros, la vieja historia del cazador cazado.

– ¿Qué anda murmurando entre dientes, señor Whitelands? -dijo a sus espaldas la voz de Paquita.

Anthony se volvió sin prisa ni confusión.

– Disculpe -dijo-, no la he oído entrar. Estaba contemplando este cuadro.

– Sólo es una copia.

– Ya lo sé, pero eso no importa. La reproducción es buena; el copista supo captar lo esencial del original y, más aún, conservar el misterio. Me pregunto de dónde lo copiaría y cómo vino a dar aquí. Quizás usted lo sepa.

– Pues no -dijo ella haciendo un ademán hacia atrás, como si señalara un largo camino hacia el pasado-. Supongo que proviene de la colección familiar. Julián me ha dicho que quería verme.

– Así es -dijo el inglés repentinamente azorado-. En ausencia de su padre, usted es la persona más indicada. Verá, he leído en la prensa…, ya sabe, los incendios… Este palacete no reúne condiciones… Las algaradas van en aumento.

– Sí, ya veo adonde quiere ir a parar: esta casa podría ser objeto de un asalto por parte de la chusma, en cuyo caso lo que a usted le preocupa es la suerte del cuadro, y no la nuestra.

– Señorita Paquita -respondió Anthony en tono dolido-, no es momento para juegos de salón. Usted sabe muy bien lo que a mí me preocupa. Y aún diré más, lo que a mí me atormenta. Y me parece indigno de usted escarbar en la herida. Yo hablaba en términos prácticos: en caso de incendio, las personas pueden ponerse a salvo con relativa facilidad, mientras que una tela se consumiría sin remedio en pocos segundos. Tengo por cierto que usted conoce el valor del cuadro y que entiende y comparte mi inquietud.

Paquita le puso la mano en el antebrazo, le miró a los ojos con seriedad y retiró la mano de inmediato.

– Perdóneme, Anthony, no debería haberme burlado de usted. Ya le dije el primer día que todos tenemos los nervios de punta y esto nos vuelve desconsiderados. Por lo que se refiere a ese maldito cuadro, no me importaría verlo convertido en ceniza. Se lo dije el otro día y hoy se lo repito: auténtico o falso, deje el cuadro en paz. Y deje también de sufrir por él: está en lugar seguro. Puede irse tranquilo.

– ¿Podría verlo de nuevo?

– Es usted más tozudo que una mula. Está bien, le acompañaré al sótano. Voy a buscar las llaves y algo de abrigo: en el sótano hace un frío pelón. Espéreme aquí y no diga nada a nadie. El servicio no sabe lo que hay ahí abajo ni lo debe saber.

La seriedad de sus palabras no coincidía con su humor, que parecía más burlón que preocupado. Salió del vestíbulo con ligereza de adolescente y Anthony se dijo: ¡Qué joven y hermosa es! No debería estar envuelta en este embrollo. Pero lo está, y yo también.

Paquita regresó en seguida. Asegurándose de no ser vistos, recorrieron un pasillo, al fondo del cual, bajo una escalera que ascendía al piso superior del palacete, había una puerta baja. Paquita seleccionó una llave grande y negra y dijo mientras la introducía en la cerradura:

– Esta llave siempre me recuerda el cuento de Barbazul. ¿Lo conocen en Inglaterra?

– Sí, claro, sólo que allí lo llamamos Bluebeard -respondió él mientras estimaba a ojo el espesor de la puerta.

Ante la puerta se iniciaba un tramo de escalera que descendía al sótano. Paquita hizo girar un interruptor. Cuando entraron y ella cerró la puerta a sus espaldas, quedaron envueltos en la penumbra. La única luz procedía de una bombilla desnuda suspendida del techo del sótano, cuyas ventanas tenían los postigos cerrados. La corriente de aire fría proveniente del sótano traía olor a polvo y naftalina. Anthony volvió a ponerse el abrigo que llevaba al brazo. Mientras bajaban despacio los angostos escalones, dijo Paquita:

– El sótano pertenece a la estructura original del edificio. No fue hecho para servir de bodega, sino para vivienda del servicio. Por esta razón está protegido de la humedad y de las inundaciones. Tampoco hay ratas ni insectos dañinos. De lo contrario, no lo usaríamos para guardar muebles. Aun así, el cuadro siempre ha estado en otro lugar. Hace poco lo trasladaron aquí.

Habían llegado al amplio espacio abarrotado de muebles. El cuadro, cubierto por la manta, seguía en el mismo lugar.

– ¿Quién lo trajo?-preguntó Anthony-. Pesará lo suyo.

– No lo sé. Empleados de mi padre, supongo, con las debidas precauciones y sin ver lo que transportaban: el cuadro iba embalado. Una vez en el sótano, mi padre y yo lo desembalamos y lo cubrimos con la manta. Sólo lo hemos visto él y yo, y ahora usted.

– Ayúdeme a levantar la manta -dijo él-. Por nada del mundo querría dañar la tela.

Entre los dos dejaron el lienzo a la vista. Anthony no hizo ningún comentario ni demostró ninguna emoción. Sólo miraba atentamente el cuadro, con las cejas arqueadas, los párpados entornados y los labios apretados. En la quietud sepulcral del sótano se oía su respiración profunda y regular. Paquita lo contemplaba y no se podía sustraer al magnetismo que desprende una persona cuando, olvidada de cuanto le rodea, aplica toda su energía a un objeto que conoce, valora y respeta. Así transcurrió un buen rato. Finalmente, el inglés pareció despertar de un sueño, sonrió y dijo con naturalidad:

– El estado de conservación es bueno. Ni la tela ni la pintura han sufrido daños irreparables. Nada que una restauración cuidadosa no pueda arreglar. Es una pieza magnífica, verdaderamente magnífica.

– ¿Sigue pensando que es auténtico?

– Sí. ¿Cómo vino a parar a su familia una obra tan importante? Eso sí lo sabrá.

– No del todo. Como ya le dije el primer día, no tengo especial interés por la pintura. Debe de haber venido por herencia de alguna rama indirecta de la familia. Como cualquier casa de abolengo, estamos emparentados con toda la aristocracia española. Nuestro árbol genealógico es un galimatías. Esto justifica buena parte de nuestro patrimonio y la mayoría de nuestras lacras.

– ¿Cuáles son las suyas?

– Las habituales: egoísmo, indolencia, arrogancia y carencia de sentido común.

– Por Dios… ¿Quién más conoce la existencia de esta obra?

– Nadie. Por raro que parezca, el cuadro lleva varias generaciones arrumbado. Seguramente por el tema. Además de lo dicho, en mi familia somos pacatos y meapilas.

– Pero habrá sido inventariado -dijo Anthony.

– Seguramente las primeras transmisiones están escrituradas. Luego las sucesivas herencias se debieron de hacer en privado, sin intervención oficial, por razones obvias. Si los documentos existen, estarán en algún archivo, en el desván de alguna casa, Dios sabe cuál. Con tiempo, se podrían encontrar; no dudo de que saldrán a la luz cuando convenga. Ahora, por desgracia, sólo contamos con las conjeturas de usted. ¿No tiene frío?

– Bastante. Pero necesito tiempo. Puede dejarme solo.

– Ni hablar. ¿Por qué no me dice lo que está pensando?

– Lo haré con mucho gusto cuando salgamos de aquí.

Le agradezco mucho que me haya permitido verla y me haya dedicado su tiempo.

– No me dé las gracias -repuso la joven-. Yo también voy a pedirle un favor.

– Cuente con ello si está en mi mano -dijo Anthony-. Y acláreme una duda. ¿Algún antepasado de su familia ocupó un cargo de importancia en Italia?

– Alguna vez oí decir que un antepasado por línea paterna fue cardenal. ¿Le sirve el dato?

– Ya lo creo. Tapemos el cuadro.

Volvieron a cubrir el cuadro con la manta. Cuando iban a salir, la bombilla del techo empezó a oscilar y se apagó, dejándolos en la más completa oscuridad.

– ¡Qué lata!-dijo Paquita con voz serena-. Se habrá fundido la bombilla. O habrá empezado otra dichosa huelga. Pueden pasar horas hasta que vuelva la luz; si no salimos de aquí, pillaremos una pulmonía. No se mueva, podría lastimarse. Deme la mano y trataremos de llegar a la puerta del jardín. Conozco el sótano mejor que usted.

Al inglés no le costó encontrar la mano de la joven. Estaba helada y la apretó con fuerza.

– ¿No le da miedo la oscuridad? -preguntó.

– Como a todo el mundo -dijo ella con voz firme-. Acompañada, menos.

Arrastrando los pies fueron avanzando con extrema lentitud. En la oscuridad el frío era más intenso y el tiempo parecía haberse detenido.

– A tientas todo queda más lejos -dijo Paquita.

– Vaya con cuidado, no se confunda y acabemos metidos en un armario.

– Ahí deberían meterlo a usted, por sandio -dijo ella.

No tardaron en alcanzar la puerta que comunicaba el sótano con el jardín. Paquita la abrió después de soltar la mano del inglés y trajinar un rato con las llaves. Habituados a la oscuridad, la repentina luz del sol les deslumbró. Paquita se arrebujó en el chal, asomó la cabeza y se aseguró de que no había nadie afuera. Anthony recordaba que en aquel mismo lugar ella le había abrazado dos días antes. Impulsivamente, la tomó en sus brazos. Paquita no ofreció resistencia, pero desvió la cara y dijo:

– No lo tome por costumbre.

Se separaron y cruzaron el jardín furtivamente. Ante la puerta de hierro dijo Paquita:

– Justo detrás, en Serrano, hay una cafetería llamada Michigan. Espéreme ahí. Me reuniré con usted en un periquete.


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