Capítulo 2

Pese al cansancio producido por el largo viaje, Anthony Whitelands duerme con un sueño ligero y varias veces le despiertan ruidos lejanos que parecen disparos de fusil. Se ha alojado en un hotel modesto pero confortable que conoce de viajes anteriores. El vestíbulo es pequeño y poco acogedor y el recepcionista alardea de malos modos, pero la calefacción es buena y la habitación, espaciosa y alta de techo, tiene un armario ropero bastante grande, una cama confortable con sábanas limpias y una mesa de pino con una silla y una lámpara ideal para trabajar. La ventana rectangular, con postigos de madera, da sobre la tranquila y recoleta plaza del Ángel, y por encima de las casas de enfrente asoma la cúpula de la iglesia de San Sebastián.

Con todo, la atmósfera no es placentera. A causa del frío, el bullicio de la noche madrileña ha sido sustituido por el lúgubre ulular del implacable viento de la sierra, que arremolina las hojas secas y los papelotes esparcidos por el suelo negro, brillante de escarcha. Las fachadas de los edificios están cubiertas de carteles de propaganda electoral, rotos y sucios, y de pasquines de todas las tendencias que invariablemente llaman a la huelga, a la insurrección y al enfrentamiento. Anthony no sólo conoce la situación, sino que precisamente la gravedad de la situación es lo que le ha traído a Madrid, pero la visión real de las cosas le sume en una mezcla de inquietud y desaliento. A ratos se arrepiente de haber aceptado el encargo y a ratos se arrepiente de haber enviado la carta que pone fin a su relación con Catherine, una relación llena de zozobra, pero también el único estímulo de su vida presente.

Con el corazón encogido se viste poco a poco, comprobando de cuando en cuando el efecto de su figura en la luna del armario. La visión no es lisonjera. De resultas del viaje la ropa está arrugada y, aunque la ha cepillado concienzudamente, no ha podido borrar las trazas de hollín. Este atuendo, unido a su rostro macilento y a su aire fatigado, le confiere un aspecto muy poco acorde con la gente a la que se dispone a visitar y muy poco adecuado para la impresión que debe causarles.

Al salir del hotel camina unos metros y desemboca en la plaza de Santa Ana. Clarea, el viento ha barrido las nubes y el cielo tiene la nítida transparencia de las mañanas gélidas de invierno. A los bares y tascas acuden los primeros clientes. Anthony se suma a ellos y entra en un local que huele a café y pan caliente. Mientras espera a que el camarero le atienda, hojea un periódico. De los grandes titulares y el derroche de signos de admiración saca una impresión general poco atrayente. En muchas localidades de España ha habido choques entre grupos de partidos rivales con el resultado aciago de algunos muertos y muchos heridos. También hay huelgas en varios sectores. En un pueblo de la provincia de Castellón el párroco ha sido expulsado por el alcalde y se ha organizado un baile dentro de la iglesia. En Betanzos a un Santo Cristo le han cortado la cabeza y los pies. La clientela del bar comenta estos sucesos con gestos grandilocuentes y frases sentenciosas mientras dan furiosas caladas a sus cigarrillos.

Acostumbrado al sustancioso desayuno inglés, el tazón de café cargado y los churros aceitosos le sientan mal y no contribuyen a despejar sus ideas ni a levantar su ánimo. Consulta su reloj, toda vez que el reloj hexagonal colgado sobre el mostrador parece tan parado como el de la estación de Venta de Baños. Le sobra tiempo para acudir a la cita, pero el griterío y el humo le agobian, de modo que paga y sale a la plaza.

Caminando a buen paso, en pocos minutos se planta a las puertas del Museo del Prado, que acaba de abrir al público. Muestra a la taquillera el documento que lo acredita como profesor e investigador y, después de consultas y vacilaciones, le dejan entrar gratis. Casi no hay visitantes en esta época del año y menos en la situación de violencia e incertidumbre en que vive Madrid y, en consecuencia, el museo está desierto. En las salas hace un frío glacial.

Indiferente a todo cuanto no sea el reencuentro con su añorado museo, Anthony se detiene un instante ante IlFurore, la efigie de Carlos V esculpida en bronce por Leone Leoni. El emperador, revestido de coraza romana, empuña una lanza mientras a sus pies, vencida y encadenada, la representación de la violencia salvaje yace sojuzgada, con la nariz aplastada contra el trasero del vencedor, que representa el orden y lo impone sobre la tierra, por orden divina y sin reparar en medios.

Confortado por este ejemplo de reciedumbre, el inglés endereza la espalda y va decidido a la sala de Velázquez. La obra de este pintor le impresiona de tal modo que nunca examina más de un cuadro. Así los estudió hace años, uno tras otro, acudiendo al museo todos los días, con un bloc de notas donde apuntaba los detalles a medida que los iba percibiendo. Luego, exhausto pero dichoso, volvía a su alojamiento y pasaba las notas a un cuaderno más grande, de papel pautado.

Esta vez, sin embargo, no viene con intención de escribir nada, sino como un peregrino que acude al lugar donde se honra al santo, a implorar su protección. Con este vago sentimiento, se detiene delante de un cuadro, busca la distancia adecuada, se limpia las gafas y lo mira inmóvil, casi sin respirar.

Velázquez pintó el retrato de Don Juan de Austria a la misma edad que ahora tiene el inglés que lo contempla sobrecogido. En su día formaba parte de una colección de bufones y enanos destinada a adornar las estancias reales. Que alguien pudiera encargar a un gran artista los retratos de estos seres patéticos para luego convertir los cuadros en objeto preeminente de decoración puede resultar chocante en la actualidad, pero no debía de serlo entonces y, en definitiva, lo importante es que el extraño capricho del Rey dio origen a estas obras tremendas.

A diferencia de sus compañeros de colección, el individuo apodado Don Juan de Austria no tenía empleo fijo en la corte. Era un bufón a tiempo parcial, contratado ocasionalmente para suplir una ausencia temporal o para reforzar la plantilla de enfermos, idiotas y dementes que divertían al Rey y a sus acompañantes. Los archivos no conservan su nombre, sólo su mote extravagante. Equipararlo al más grande militar de los ejércitos imperiales e hijo natural de Carlos V debía de formar parte del chiste. En el retrato, el bufón, para hacer honor a su nombre, tiene a sus pies un arcabuz, un peto, un casco y unas bolas que podrían ser balas de cañón de pequeño calibre; su vestimenta es regia, empuña un bastón de mando y se cubre con un sombrero desmesuradamente grande, ligeramente torcido, rematado por un vistoso penacho. Estas prendas suntuosas no encubren la realidad, sino que la ponen de manifiesto: de inmediato se advierte un bigotazo ridículo y un ceño fruncido que, con unos siglos de antelación, le asemejan un poco a Nietzsche. El bufón ya no es joven. Tiene las manos recias; las piernas, en cambio, son delgadas e indican una complexión frágil. La cara es en extremo enjuta, los pómulos prominentes, la mirada esquiva, desconfiada. Para mayor burla, detrás del personaje, a un lado del cuadro, se entrevé una batalla naval o sus secuelas: un barco en llamas, una humareda negra. El auténtico don Juan de Austria había mandado la escuadra española en la batalla de Lepanto contra los turcos, la más grande gesta que conocieron los siglos, en palabras de Cervantes. La batalla del cuadro no queda clara: puede ser un fragmento de realidad, una alegoría, un remedo o un sueño del bufón. El efecto pretende ser satírico, pero al inglés se le nublan los ojos al contemplar una batalla descrita con una técnica que se adelanta a toda la pintura de su época y que utilizará Turner con el mismo fin.

Con un esfuerzo, Anthony recobra la serenidad y mira de nuevo el reloj. No va lejos, pero ha de ponerse en camino si quiere llegar a la cita con la puntualidad que seguramente se espera de él, no como una virtud o una muestra de cortesía, sino como un rasgo pintoresco de su nacionalidad: la proverbial puntualidad inglesa. Como nadie le ve, saluda con una inclinación de cabeza al bufón, da media vuelta y sale del museo sin prestar atención a las grandes obras que cuelgan de las paredes.

Al pisar la calle advierte con sorpresa que la melancólica reflexión inducida por la contemplación del cuadro en vez de aumentar su abatimiento, lo ha disipado. Por primera vez toma conciencia de encontrarse en Madrid, una ciudad que le trae recuerdos placenteros y le infunde una excitante sensación de libertad.

A Anthony Whitelands siempre le ha gustado Madrid. A diferencia de tantas otras ciudades de España y de Europa, el origen de Madrid no es griego, ni romano, ni siquiera medieval, sino renacentista. Felipe II la creó de la nada estableciendo allí la corte en 1561. Por esta causa, Madrid no tiene mitos fundacionales que se remonten a una oscura divinidad, ni una virgen románica la acoge bajo su manto de madera tallada, ni una augusta catedral proyecta su aguzada sombra en la parte vieja. En su escudo no campa un aguerrido matador de dragones; su santo patrón es un humilde campesino en cuya memoria se organizan verbenas y ferias taurinas. Para mantener el don natural de su independencia, Felipe II construyó El Escorial y alejó así de Madrid la tentación de convertirse en un foco de espiritualidad además de ser un foco de poder. Con el mismo criterio, rechazó al Greco como pintor de corte. Gracias a estas prudentes medidas, los madrileños tienen muchos defectos, pero no son iluminados. Como capital de un Imperio colosal al que la religión daba sustento y cohesión, Madrid no pudo mantenerse siempre al margen del fenómeno religioso, pero siempre que pudo delegó en otras ciudades sus aspectos más sombríos: Salamanca fue escenario de los ásperos debates teológicos, por Ávila pasearon sus éxtasis Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y San Pedro de Alcántara, y los terribles autos de fe se llevaban a cabo en Toledo.

Reconfortado por la compañía de Velázquez y la de la ciudad que lo acogió y lo encumbró a la cima de la fama, y a pesar del frío y el viento, Anthony Whitelands camina por la Paseo del Prado hasta la Cibeles y luego sigue por el Paseo de Recoletos hasta el Paseo de la Castellana. Allí busca el número que le han indicado y se encuentra frente a un muro alto y una verja de hierro. A través de los barrotes ve al fondo de un jardín un palacete de dos plantas, con entrada porticada y ventanas altas. Esta grandeza sin ostentación le recuerda el carácter de su cometido y la euforia cede protagonismo al desaliento anterior. De todos modos, ya es tarde para hacerse atrás. Abre la cancela, atraviesa el jardín hasta la puerta de entrada y llama.


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