Capítulo 23

– Disculpe que le moleste a estas horas, don Alonso, pero no quería dejar de notificarle que el sujeto en cuestión ha sido finalmente hallado y aprehendido, y en estos momentos está siendo conducido a las dependencias.

Al otro lado del hilo don Alonso Mallol, Director General de Seguridad, acoge con un suspiro la comunicación del teniente coronel Marranón: la noticia le alegra pero seguramente le impedirá cenar tranquilamente en su casa, como tenía previsto hacer. Responde:

– Estaré ahí en veinte minutos.

El teniente coronel Marranón cuelga el teléfono y lía ceñudo un cigarrillo de picadura. Tampoco a él le complace la idea de hacerse subir de la tasca un bocadillo de caballa. El causante de tantas contrariedades habrá de pagar el malhumor de ambos, piensa el teniente coronel mientras enciende el cigarrillo y empieza a ordenar la mesa de trabajo para causar una buena impresión a su superior. Luego hace venir a la secretaria y le pone al corriente de la situación. La oronda taquimeca responde levantando los brazos ajamonados en ademán de resignación. No parece enojada. Sin embargo, desde hace años su marido, aquejado de una dolencia crónica, no puede trabajar y ella sola lleva sobre los hombros el sustento de los dos, los quehaceres del hogar y el cuidado de un inválido. Hacer horas extraordinarias le supone un trastorno tremendo: ha de llamar a una vecina y pedirle que se ocupe de la cena y del enfermo hasta que ella llegue. Pero la oronda taquimeca nunca se queja ni pierde la placidez. No así el capitán Coscolluela, cuyo carácter empeora de día en día, piensa con fastidio el teniente coronel. El capitán es un hombre de acción; estaba acostumbrado al combate y a la vida castrense; ahora, por culpa de la herida, ha de ejercitar la paciencia en largas horas de espera y malgastar su energía en farragoso papeleo.

Antes de lo previsto hace su entrada en el despacho don Alonso Mallol enfundado en un elegante abrigo azul marino con solapa de terciopelo negro y tocado con un bombín. Cuando recibió la llamada asistía a un acto en el Ateneo y ha preferido recorrer a pie la distancia que le separaba de la Dirección General para ahorrarse el tráfico del centro. Por la tarde los estudiantes católicos se han manifestado en la Puerta del Sol contra la supresión de la enseñanza religiosa y todavía quedan grupos rezagados que lo entorpecen todo, comenta mientras deja el abrigo y el bombín en el perchero ayudado por el teniente coronel.

– Y yo me digo: si ya son católicos, ¿para qué quieren la doctrina?

– El caso es no estudiar y armar un zipizape, don Alonso -asiente el teniente coronel.

El señor Mallol y su subordinado se sientan. El primero saca un cigarrillo de una pitillera, ofrece otro a su subordinado, pero no a Pilar, introduce el suyo en una boquilla larga, lo enciende y da fuego al teniente coronel. Los dos callan y fuman.

– ¿Y dónde diantre se había metido nuestro hombre? -pregunta al fin el señor Mallol.

– No se lo va usted a creer, don Alonso. ¡En el cine Europa, escuchando a Primo y la comparsa fascista! Al proceder a su arresto, negó el cargo, pero uno de nuestros agentes lo vio entrar en el lugar de autos acompañando a la hija del duque de la Igualada.

– ¡Válgame el cielo, esa cabecita loca los hace ir a todos de coronilla! ¿Qué les dará?

– Lo que dan siempre las mujeres, don Alonso: falsas esperanzas.

El señor Mallol asiente con media sonrisa y luego pregunta si el mitin no había sido prohibido. Sí, en efecto, se denegó la autorización correspondiente, pero hicieron caso omiso. El dueño del local alega haber sido coaccionado. En el último momento, el señor subsecretario de la Gobernación optó por no hacer intervenir a la fuerza pública para evitar mayores males. A la larga, fue peor el remedio que la enfermedad: a la salida hubo trifulca con las juventudes socialistas. Hubo varios heridos y un muerto por impacto de bala: un falangista de dieciocho años, natural de Ciempozuelos, dependiente en una droguería de la misma localidad.

Unos golpes enérgicos en la puerta interrumpen el informe. Entran el capitán Coscolluela y Anthony Whitelands entre dos agentes uniformados. Al verlos, Pilar dispone el bloc de taquigrafía y comprueba la mina del lapicero: a partir de este momento, todo lo que allí se diga puede tener carácter oficial. El inglés viene amedrentado pero con un resabio de altivez imperial. Antes de que pueda decir nada, don Alonso Mallol aplasta el cigarrillo en el cenicero rebosante de colillas, sacude la boquilla, se la guarda en el bolsillo de la americana y se pone de pie.

– ¿Señor Whitelands? -dice tendiendo la mano a éste, que se la estrecha de un modo automático-. Creo que no hemos sido presentados. Alonso Mallol, Director General de Seguridad. Lamento conocerle en estas circunstancias.

– ¿Puedo preguntar…? -balbucea el inglés.

– No empeore la situación, Vitelas -interviene secamente el teniente coronel-. Las preguntas las hacemos nosotros. Ahora, si quiere saber el motivo de la detención, le puedo ofrecer varios.

– Sólo quiero llamar por teléfono a la Embajada británica -dice Anthony.

– A estas horas no habrá nadie, señor Whitelands -dice el señor Mallol-. Tiempo habrá. Antes hablemos. Tenga la bondad de sentarse.

Bajo la atenta mirada de los guardias, Anthony cuelga el abrigo en el perchero, junto al del señor Mallol, y se sienta en la misma butaquita de mimbre trenzado que ocupó en la visita anterior. La oronda taquimeca arrastra su silla para colocarse cerca de quienes van a intervenir en la conversación y el capitán Coscolluela se deja caer en otra de un modo poco ceremonioso, reprimiendo un gemido: su pierna mutilada se resiente de la larga espera. Anthony se percata de que no le sobran amigos en aquel despacho. El teniente coronel Marranón hace una seña y los Guardias de Asalto saludan con estrépito de cuero y metal, dan media vuelta y salen. Por el pasillo se oye alejarse el retumbar de los taconazos. Luego reina un silencio ominoso que rompe el Director General con voz neutra, no exenta de tirantez.

– Señor Whitelands, dado que hoy mismo ha asistido usted al mitin de la Falange en el cine Europa, habrá podido colegir que tenemos entre manos asuntos mucho más graves que vigilarle a usted. Si todos los aquí presentes estamos perdiendo un tiempo valioso por su causa, la razón debe de ser otra. ¿Me explico con claridad? Pues si es así, iré al grano. Usted ha oído las palabras que se han proferido en ese cine, no una vez, sino reiteradamente. Ha visto la reacción de los asistentes. Sabe de la existencia del movimiento fascista en Europa y conoce sus intenciones: sedición, toma del poder por medios violentos, guerra civil si no hay otro remedio y, al final, imposición de un régimen totalitario. Ellos no ocultan estas intenciones ni hablan por hablar: ahí tiene a Italia, a Alemania y a otros países decididos a imitar su ejemplo. Con todo, y al margen de su gravedad, este asunto compete al Gobierno español, no a usted, en cierto modo, ni siquiera a mí. El fascismo es política y lo mío es el orden público. ¿Usted fuma?

Anthony niega con la cabeza. El Director General hace la ronda de la pitillera, repite la ceremonia de la boquilla, aspira el humo y prosigue.

– José Antonio Primo de Rivera es tonto -dice-, pero él no lo sabe, y ahí está el problema. Como hijo de dictador, creció como un príncipe, rodeado de halagos. Luego, cuando los mismos que habían encumbrado a su padre lo echaron escalera abajo, no lo supo digerir. Esto lo lanzó a la política. Es agraciado de aspecto, orador brillante, vive rodeado de una corte de señoritos tan tontos como él que le ríen todas las gracias. En circunstancias normales, habría sido un abogado de éxito, habría hecho una buena boda y se le habría pasado la chaladura.

Hace una pausa, suspira y prosigue.

– Pero se enamoró de esa chica, la cosa salió mal, y eso acabó de trastornarle el entendimiento. Para acabarlo de arreglar, la situación política y social de España propicia su locura. El resultado, a la vista está. Esta misma tarde, al finalizar el acto del cine Europa, ha habido enfrentamientos en la calle con el resultado habitual: un falangista muerto, un chiquillo de dieciocho años. José Antonio les llena la cabeza de quimeras, los envía a la muerte y se queda tan tranquilo. Usted mismo ha visto la lista de falangistas muertos; quizá le interesaría saber, además del nombre, la edad de esos mártires: la mayoría eran unos críos que ni siquiera entendían las ideas por las que estaban sacrificando su futuro. Esto a Primo de Rivera le parece poético. A mí me parece siniestro.

Anthony ha escuchado con interés, pero su atención se ha desviado ante la mención de los amores frustrados de José Antonio con Paquita, pues de las insinuaciones del Director General se desprende que no es otra la protagonista de la historia.-¿Qué pudo haber salido mal en la relación entre ambos? El tema le preocupa, pero no es momento de perderse en conjeturas: su propia persona está en una situación comprometida y ha de poner todo su ingenio en juego para salir airoso sin revelar demasiado.

La habitación se ha ido cargando de humo. La tos obliga a Pilar a interrumpir la tarea. El teniente coronel se levanta y abre la ventana. Del oscuro patio interior entra una ráfaga de aire frío y el desolado tableteo de una máquina de escribir. Transcurrido un minuto, el teniente coronel da por renovada la atmósfera y vuelve a cerrar. Prosigue con su explicación el señor Mallol.

– Además de irresponsable y tonto. Primo de Rivera es un botarate y eso salta a la vista. Visitó a Mussolini y a Hitler para pedir su bendición y su ayuda; los dos lo recibieron con los brazos abiertos, pero de inmediato le tomaron la medida y se lo quitaron de en medio con buenas palabras. Mussolini le pasa una mensualidad con la que apenas se cubren los gastos de organización. Hitler, ni un céntimo. Con idénticos resultados ha ofrecido sus servicios a la extrema derecha y a la extrema izquierda. Los socialistas lo recibieron a tiro limpio; los anarquistas lo escucharon como quien escucha a un loco y cuando se aburrieron le dieron con la puerta en las narices. También Gil Robles le ha dado calabazas, y aunque muchos militares se sienten atraídos por el fascismo, ni en sueños se les ocurriría contar con la Falange en el supuesto de que decidieran dar un golpe de Estado no necesitan la pobre ayuda de un grupo de niñatos inexpertos y no están dispuestos a que un tontaina les diga lo que han de hacer. Por si eso no bastara, recuerdan que José Antonio fue expulsado del Ejército por liarse a puñetazos con el general Queipo de Llano. No es así como uno se granjea las simpatías del alto mando. Por su parte, José Antonio desprecia a los generales: cree que en su momento no defendieron a su padre por cobardía o que Ir traicionaron, lisa y llanamente. La alta burguesía considera a Primo de Rivera uno de los suyos y lo mira con ternura, pero a la hora de la verdad, ni se compromete ni afloja la mosca. Al fin y al cabo, José Antonio ha prometido acabar con los privilegios de clase y nacionalizar la Banca. Así las cosas, a la Falange no le cabe más salida que echarse a la calle en solitario, a la conquista del poder y esperar a que el Ejército secunde la iniciativa. Por supuesto, si lo hiciera no conseguiría nada. Si los militares dan un golpe, lo darán cuando ellos lo decidan, no cuando les apetezca a los falangistas, y los falangistas, por su parte, no tienen efectivos: ni armas ni dinero para comprarlas.

El Director General de Seguridad guarda silencio con el propósito de que su interlocutor asimile la información y saque sus propias conclusiones antes de pasar de lo general a lo particular.

– Desde siempre, los falangistas han tratado desesperadamente de conseguir armas y este esfuerzo se ha intensificado a raíz de las pasadas elecciones. Además del sufragio de Mussolini, parte del dinero se lo proporcionan algunos ricachones insensatos. Naturalmente, las armas han de adquirirse en el extranjero y pagarse en divisas. Muchos tienen dinero depositado en el exterior, pero lo guardan celosamente. Si pasara algo, ese dinero les garantizaría una supervivencia desahogada. Otros, muy pocos, están dispuestos a cualquier sacrificio por la causa. De éstos, el más conspicuo es su amigo de usted, el duque de la Igualada.

La revelación deja estupefacto a Anthony, no tanto por lo que se refiere a la ideología del señor duque, como por el hecho de haberle sido ocultada de un modo deliberado. Este efecto no pasa inadvertido a los otros: el Director General y el teniente coronel intercambian miradas de inteligencia. Mientras el señor Mallol enciende otro cigarrillo con mucha prosopopeya, el teniente coronel le sustituye en las explicaciones.

– En su momento, el duque de la Igualada fue un acérrimo partidario de la Dictadura de Primo de Rivera, de quien era íntimo amigo, y a la caída de éste, trasladó su fidelidad al hijo del dictador. Siempre protegió y ayudó a José Antonio, financieramente y también con su influencia: en los años de ostracismo lo acogió como uno más de la familia. Luego se complicaron las cosas…

– Pero éste es otro asunto -interrumpe el señor Mallol -, lo importante ahora es lo otro.

Según todos los indicios, el duque de la Igualada se dispone a sacar de España una fuerte suma de dinero con destino a la compra de armas. Su hijo mayor lleva un mes viajando por Francia y por Italia. El motivo declarado del viaje son unos supuestos estudios de arte; el verdadero objetivo, tomar contacto con grupos fascistas para organizar la compra y el envío de las armas tan pronto llegue el dinero. El duque no dispone de cuentas en bancos europeos y, según informes fidedignos, no ha realizado ventas ni ha movilizado capitales en España. Pero sin duda trama algo.

– Y en ese preciso instante aparece usted, el hombre más inocente del mundo -dice con sorna el teniente coronel-. Visita al duque, sale de cuchipanda con José Antonio y se camela a la hija, pero no sabe nada de lo que le estamos contando.

– Sabemos que se puso en contacto con usted un marchante de Londres llamado Pedro Teacher -dice el Director General-. ¿Fue a verle en nombre del duque de la Igualada?

– ¿Quién les ha dicho lo de Pedro Teacher?-pregunta Anthony-. Son asuntos privados, propios de mi oficio.

Esta vez responde desde su rincón el capitán Coscolluela.

– Desde hace unos años Pedro Teacher sirve de enlace entre grupos fascistas españoles e ingleses. ¿No lo sabía?

– ¿Cómo lo iba a saber? El no me dijo nada. Pedro Teacher es un hombre conocido en el mundillo del arte en Gran Bretaña, y yo no me meto en política. No tenían ningún motivo para sospechar que detrás de su visita se ocultaba una intriga internacional.

– Entonces, no niega que se entrevistó con Pedro Teacher en Londres hace siete días -pregunta el teniente coronel, y Pilar aguza el oído y endereza la espalda para no perder ni una sílaba de la respuesta.

– Ustedes lo saben tan bien como yo. No perdamos más tiempo, señores. Pedro Teacher vino a verme en nombre de una familia española para proponerme la tasación de la colección de cuadros de dicha familia. Ni Pedro Teacher ni posteriormente los interesados me ocultaron el posible objeto de la tasación: ante la inestabilidad reinante en España, estaban considerando la posible liquidación de una parte de sus bienes con miras a trasladar su residencia al extranjero. Esta intención, por supuesto, no era, ni es, de mi incumbencia. A mí se me pidió una tasación; tasar cuadros es parte de mi profesión.

– Reconoce haber aceptado el encargo -dice el teniente coronel.

– Sí, claro. Soy especialista en pintura española y me tentó la posibilidad de enriquecer mis conocimientos con una colección que supuse de interés. Además, no tenía compromisos de otra índole en Inglaterra y acogí con agrado un pretexto para volver a Madrid.

– Eso fue hace siete días, como usted mismo ha dicho. ¿No es mucho tiempo para hacer una tasación?

– En absoluto. Un cuadro no se puede tasar a la ligera. Hay muchos factores a tener en cuenta, unos artísticos y otros de naturaleza material. Químicos, por ejemplo. O documentales. Además, cada cuadro lleva consigo una pequeña historia y todo contribuye a determinar su autenticidad y, en definitiva, su valor. No se trata únicamente de decir si un cuadro es auténtico o falso. Aparte de las falsificaciones fraudulentas hay alteraciones debidas a restauraciones poco cuidadosas, atribuciones erróneas, copias hechas por el propio pintor, cuadros de taller, etcétera, etcétera. La colección del señor duque es numerosa y las obras pertenecen a distintas épocas. A decir verdad, para llevar a cabo una evaluación rigurosa y exhaustiva se necesitarían meses, quizás un año entero. Yo espero hacerla en menos tiempo, pero no en un abrir y cerrar de ojos.

Esta ponderada exposición es recibida con muestras de deferencia e inmediatamente arrinconada por sus interrogadores, demasiado hábiles para dejarse conducir a un terreno ajeno a su competencia y al asunto que llevan entre manos.

– ¿En cuánto valora usted, grosso modo, la colección de pintura del duque? -pregunta el Director General.

– Es imposible de determinar -responde el inglés-. Como es obvio, su valor económico depende de muchos imponderables. De todos modos, no se confundan: la valoración económica no entra en mis atribuciones ni, en el caso presente, se me pidió tal cosa. Como experto, yo me limito a autenticar la autoría de una obra, o, si es anónima, a atribuirla a un pintor o a una escuela, a una época o a un lugar de origen. Esto, naturalmente, tiene consecuencias económicas, pero sólo a posteriori.

– ¿Aconsejó usted al duque la venta de alguna obra? En Europa. Usted está en contacto con galeristas ingleses y también de otros países.

– Ya les he dicho que no soy marchante de cuadros. En el curso de nuestras conversaciones, ha salido el tema de una posible venta, no lo niego. En estas ocasiones yo me he pronunciado en contra de la operación. El señor duque corroborará lo que les acabo de decir.

– Señor Whitelands -insiste el Director General-, ¿no nos está ocultando algo que deberíamos saber a la luz de lo que le hemos estado diciendo? ¿Posee usted indicios de que el duque se propone efectuar una venta de cierta cuantía en el extranjero? La pregunta no puede ser más clara. Le ruego la responda con la misma claridad. ¿Sí o no?

Anthony ha tomado la decisión con anterioridad y no vacila en responder:

– No.

A la rotunda manifestación sigue un silencio sosegado. Nadie da muestras de perplejidad ni de impaciencia, como si esperaran esta respuesta y no otra. Don Alonso Mallol se levanta, da un breve paseo por el reducido espacio, luego se dirige a la oronda taquimeca.

– Puede irse a casa, Pilar, y gracias por su disponibilidad.

– Siempre a sus órdenes, don Alonso -responde ella mientras cierra el cuaderno, lo guarda en el bolso, saca del bolso un plumier, guarda el lapicero-. Mañana por la mañana entregaré el documento.

– No se moleste. No hay prisa -dice con suavidad el señor Mallol.

Con una ligera reverencia Pilar saluda a todos, incluido Anthony, y sale. El señor Mallol se encara con el inglés.

– También le agradezco a usted su colaboración, señor Whitelands -le estrecha la mano mientras habla con el teniente coronel Marranón-. Gumersindo, dejo el asunto en sus manos.

– Descuide usted, don Alonso.

Viendo que todos se levantan, Anthony hace lo mismo y va hacia el perchero.

– ¿Me puedo ir ya? -pregunta, antes de ponerse el gabán.

– No. Usted está detenido por asistencia a un acto público no autorizado. Será conducido a los calabozos de la Dirección y en su momento se decidirá si pasa a disposición judicial o si, en su condición de extranjero, es deportado. El capitán Coscolluela le acompañará. No creo necesaria la presencia de agentes. Ya nos ocuparemos mañana de la ficha antropométrica. A estas horas ya no debe quedar nadie para hacerle las fotos.

– ¡Cómo! ¿Me van a encerrar?-exclama Anthony-. ¡Pero si ni siquiera he cenado!

– Nosotros tampoco, señor Vitelas -le responde el teniente coronel.


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