Capítulo 30

Medroso, silencioso y apresurado, Anthony Whitelands recorría los pasillos del palacete y con creciente angustia comprobaba que cuanto más se adentraba en la mansión, más desorientado estaba y, en consecuencia, más lejos de una hipotética salvación. Se escurría el tiempo ganado y en cualquier momento, en cualquier revuelta, podía darse de manos a boca con el temible mayordomo o con el formidable trío de generales. Llevaba rato arrepentido de no haber atendido la orden del capitán Coscolluela, en quien ahora veía encarnadas todas las ventajas de la legalidad, cuando el sonido de unos pasos le hicieron buscar refugio a la desesperada. Por fortuna, en la abigarrada ornamentación de la señorial residencia no escaseaban los cortinajes, y uno de espeso terciopelo carmesí le ofreció amparo y la posibilidad de oír, aunque no de ver, lo que sucedía en el corredor.

El corazón le dio un vuelco al distinguir unos profundos sollozos femeninos que sólo podían provenir de la garganta de Paquita. Contuvo el férvido deseo de aparecer de repente ante ella, estrecharla entre sus brazos y ofrecerle su consuelo y su amor, no sólo por la convicción de ser precisamente él la causa involuntaria de tanta aflicción, sino por el ruido de otros pasos, más firmes, que se dirigían al mismo punto desde otra parte de la casa. El encuentro sorprendió a los dos protagonistas, menos atentos que el inglés a cuanto no fueran sus propios pensamientos.

– ¡Ah, padre Rodrigo!-oyó exclamar a Paquita-, ¡qué susto me ha dado! No esperaba verlo aparecer…, pero el cielo le envía.

Respondió con aspereza la voz del padre Rodrigo.

– Ahora no te puedo atender, hija. Otros asuntos más graves me reclaman.

– No más graves que la salvación del alma, padre -dijo la joven-. Por caridad se lo ruego: escúcheme en confesión.

– ¿En mitad del pasillo? Hija, el sacramento de la penitencia no es un juego.

Parecía dispuesto el bronco clérigo a zanjar de este modo la cuestión, cuando porfió Paquita, ajena a cualquier razonamiento.

– Al menos, dígame una cosa, padre. ¿No es cierto que el amor puede redimir un acto condenable?

– El amor divino, quizá; mas no el amor humano.

Detrás del cortinaje aguzó el oído el inglés al reparar en el tema de la confesión.

– Pero si una persona, una mujer joven, arrebatada por un amor irresistible por un hombre, incurriera en falta, ¿no le sería más fácil obtener gracia a los ojos del Altísimo? ¿No es Dios el que ha puesto en nuestros corazones una capacidad de amar que nos hace olvidarnos de nosotros mismos, padre?

Al oír esta declaración, Anthony hubo de hacer un gran esfuerzo para no abandonar toda cautela y poner de manifiesto en aquel mismo instante su presencia. Muy otra era la reacción del estricto preceptor.

– Hija, me asustas. ¿Qué desatino te propones hacer?

– El desatino ya está hecho, padre. Amo a un hombre y tengo motivos para pensar que él corresponde a mis sentimientos. Pero razones poderosas impiden que nuestra relación discurra por cauces regulares. Él me respeta y, siendo como es un dechado de rectitud, jamás consentiría en que hubiera entre nosotros un trato dañino para mi honor y mi virtud.

– Entonces, hija, ¿dónde está el pecado? -preguntó el padre Rodrigo.

– Verá, padre, yo… -titubeaba la joven, sofocada por la vergüenza de la culpa y el temor a la reprobación-, para eliminar el obstáculo que le impedía consumar nuestro amor al margen de la moral y las convenciones, decidí perder mi virtud…

– ¡Abrenuncio! ¡Qué oigo!

– Usted me conoce desde niña, padre -prosiguió Paquita con voz delgada pero inquebrantable-; desde que tengo uso de razón no sólo ha sido mi mentor y mi guía: también existen entre nosotros lazos de afecto. A ellos apelo, padre: olvide los preceptos por un momento y atienda a mi dolor y mi confusión con oídos terrenales de amigo y consejero. No le ocultaré nada: hace apenas unas horas me he entregado a un hombre. Deliberadamente elegí a un individuo por quien no siento ni atracción ni respeto y a quien puedo borrar de mi recuerdo sin pena ni esfuerzo. Fríamente le engañé respecto de mis motivos, y con fingida liviandad le induje…

En este punto interrumpió el cura el relato con un rugido.

– ¡Paquita, tú no necesitas un confesor, sino un loquero! ¿No sólo has olvidado la religión, sino también tu apellido? ¿Al actuar como dices, pensaste no ya en la condenación eterna, sino en el buen nombre de tu familia? Por no hablar de ese hombre, a quien has incitado a pecar. Paquita, has obrado con depravación y ni de tus palabras ni de tu actitud se desprende el menor remordimiento. ¿Y aún pretendes que te dé la absolución?

– Pero, padre…

– No me llames padre. No soy tu padre ni tú mi hija. Siempre fuiste rebelde y orgullosa, justamente los rasgos distintivos de Luzbel. No me sorprende verte ahora poseída por el maligno. Apártate de mí y aléjate de esta casa. Tienes una hermana pequeña y su inocencia se podría contaminar con tu mera proximidad. Vete adonde nadie te conozca, haz penitencia y pide al Señor que te envíe su gracia y su misericordia. Y ahora, me voy: he de hacer cosas más importantes que escuchar tus desvaríos.

Iniciaba el clérigo la retirada y le seguía la voz lastimera de Paquita:

– ¡Recuerde, padre, que lo dicho está bajo secreto de confesión!

De poco servía esta admonición a los oídos del inglés, más abatido que colérico por la humillante revelación, y menos aún a los de la pareja formada por Higinio Zamora Zamorano y la Justa, ante quienes en aquel momento comparecía la Toñina con el hijo del pecado en brazos y el hatillo al hombro.

– ¡Toñina!-dijo su madre-, ¿cómo tú por aquí?

– ¡Y con todos tus enseres personales!-agregó Higinio-. Anda, ven y cuéntanos ahora mismo qué ha pasado, porque si ese lechuguino se ha atrevido a dejarte plantada en el arroyo, se va a enterar de quién es Higinio Zamora Zamorano.

– No se sulfure, Higinio -repuso tranquilamente la Toñina depositando el hatillo y el bebé sobre la mesa-, y usted, madre, no ponga esa cara avinagrada. El inglés no es un mal hombre y si he vuelto es por mi voluntad. En ese juego no quiere andar metida mi menda.

A continuación, la Toñina refirió lo ocurrido en el hotel. Cuando hubo acabado, Higinio hizo un ademán de alivio.

– ¡Pero si eso no es nada, tontuela!-dijo en tono didáctico y sin perder su proverbial ecuanimidad-. Los ingleses son así: fríos como las lagartijas. Aquí te pillo, aquí te mato y luego si te he visto no me acuerdo. Y las niñas bien, tres cuartos de lo mismo: mucha peineta y mantilla, pero decencia, ni para un remedio. Y ésa en lo particular, menos que ninguna. Como el fascista la dio calabazas, ahora todo el Club de Puerta de Hierro se la pasa por la piedra.

La Justa había cogido al bebé en brazos y lo acunaba.

– Aun así -dijo-, la niña está en su derecho a sentirse ofendida. Como dice el cantar, también la gente del pueblo tiene su corazoncito.

La Toñina hizo un mohín.

– No es como ustedes creen -dijo-. La marquesita manchó la sábana.

– ¿Cómo has dicho?

– Con mis propios ojos vi la sangre.

Higinio impuso silencio: no quería ser interrumpido en sus cavilaciones. Daba cortos paseos por la pieza, con la cabeza gacha, el ceño fruncido y las manos cruzadas a la espalda. De vez en cuando se detenía, desarrugaba el entrecejo y una vaga sonrisa distendía sus labios prietos; se le oía murmurar con voz apenas perceptibles: «Vaya, vaya», y a renglón seguido: «Tal vez ahí esté la solución.» Luego volvía a caminar, seguido por la mirada respetuosa de las dos mujeres. Indiferente a este momento decisivo, el hijo del pecado rompía los tímpanos del vecindario con sus berridos, mientras en el pasillo del palacete, el sujeto pasivo de este conciliábulo, anatematizada por su director espiritual y sin sospechar que su confesión había sido oída por la propia víctima de su impostura, se restañaba las lágrimas, increpaba al cielo y seguía su camino con ánimo alterado pero impenitente.

Transcurrido un tiempo prudencial, Anthony asomó la cabeza y, juzgando despejado el terreno, prosiguió su inútil avance. Apenas hubo recorrido unos metros, pasos y voces le obligaron de nuevo a esconderse. Como en aquel lugar no había ninguna cortina a su alcance, se arrimó a la pared, confiando en que la sombra que proyectaba un ángulo del pasillo le permitiera pasar inadvertido.

Pronto estuvieron a una distancia tan corta que habría podido tocarlos con sólo alargar el brazo el señor duque de la Igualada y el general Franco. Conteniendo la respiración oyó decir a este último con voz metálica:

– Una cosa está fuera de discusión, excelencia. El asunto compete al Ejército español. ¡En exclusiva! Si ese protegido de usted y su cuadrilla de pistoleretes quieren participar en cualquier actividad, deberán hacerlo con total subordinación a la milicia y actuarán cuándo y cómo se les ordene, sin oposición ni antinomia. De no ser así deberán afrontar las consecuencias de su indisciplina. La situación es grave y no podemos permitirnos arbitrariedades. Hágaselo saber a su protegido, excelencia, tal cual se lo he dicho. Simpatizo con el patriotismo de esos muchachos, no lo niego, y me hago cargo de su impaciencia, pero el asunto compete en exclusiva al Ejército español y a nadie más.

– Así mismo se lo transmitiré, mi general, pierda usted cuidado -dijo el duque-, pero el general Mola me había dado a entender…, su punto de vista al respecto…

– Mola es un gran militar, un patriota ejemplar y una gran persona -dijo Franco bajando la voz-, pero a veces le domina el sentimentalismo. Y Queipo de Llano es un tolondrón. La situación es grave y alguien ha de conservar la cabeza clara y la sangre fría. La guerra que se avecina la ganará el que sepa mantener el orden en sus filas.

Ya se habían alejado y Anthony se deslizaba en la dirección opuesta, cuando vio venir a los otros dos generales y recuperó a toda prisa su rincón sombrío. Desde allí distinguió el acento vinoso de Queipo de Llano.

– Emilio, si esperamos a que Franquito se decida, nos darán las uvas. Por exceso de tino nos ganarán la mano los bolcheviques, y entonces ya me dirás tú cómo lidiamos ese toro. Créeme, Emilio: el que da primero da dos veces.

– No es fácil coordinar a tanta gente. Hay mucha indecisión y mucha prudencia.

– Entonces, no coordinemos. Echa a la calle a los requetés, Emilio. Si hay una escabechina, se acabarán las vacilaciones. En lo esencial, todo el mundo está de acuerdo. El lastre son las discrepancias y las rencillas personales. Por no hablar del canguelo de algunos. O de la ambición de otros: Sanjurjo quiere dirigir la sublevación; Goded espera lo mismo, y Franquito, a la chita callando, se alzará con el santo y la limosna si no andamos listos. Si tú no tomas el mando, no iremos a ninguna parte, Emilio, te lo digo yo.

– Te escucho, Gonzalo, pero no conviene precipitarse. Tú todo lo arreglas a cañonazos y aquí la cosa tiene su complejidad.

El general Mola se detuvo en seco y su acompañante, que le llevaba agarrado del brazo, dio un traspié. Temeroso de haber incurrido en la desaprobación de quien tácitamente ostentaba la máxima autoridad en el triunvirato de los conjurados, Queipo de Llano interrogó a Mola con la mirada. Este le impuso silencio llevándose el índice a los labios. Luego extendió el brazo y señaló un objeto en el suelo, apenas visible en la penumbra del corredor.

– ¡Cáspita! ¿Qué es eso?

Mola se ajustó los anteojos y dobló la cintura.

– Parece un trapo ensangrentado -dijo sin tocarlo.

– Lo habrá dejado caer algún sirviente.

– ¿En una casa de tanto copete? Ni lo sueñes, Gonzalo.

– ¿Pues cómo lo interpretas?

– Déjame pensar -dijo el experto ajedrecista.

Anthony comprobó con espanto que el inquietante hallazgo no era sino su propio pañuelo: lo llevaba anudado a la mano desde que un rato antes se había lastimado al rozar la pared del muro y luego, distraído por tantos y tan diversos incidentes, había olvidado su existencia y no había reparado en que se le caía.

Los generales seguían perplejos.

– ¿Nos estarán espiando? -dijo Queipo de Llano llevándose la mano al bolsillo de la chaqueta y sacando una pistola.

– No creo, ¡y guarda ese cacharro, hombre!

– A lo mejor el cuento del cojitranco no era tan falso como parecía.

– Investiguemos. Tú ve hacia atrás y yo sigo por donde veníamos. Si alguien merodea, lo rodearemos y lo reduciremos. Si te encuentras con Paco, ponle al corriente.

Aunque el miedo le paralizaba el cerebro y los miembros, Anthony comprendió que de seguir allí no tardarían en encontrarle, conque salió de puntillas detrás de Mola. Después de un rato, y sin saber cómo, se encontró en el vestíbulo del palacete. Allí estaba la puerta de entrada, pero el recuerdo de los guardias apostados fuera desaconsejaba salir por aquel punto. Aturdido por la ansiedad y la duda, los ojos del fugitivo tropezaron con La muerte de Acteón. Siempre le había inquietado aquella pintura y en las circunstancias presentes su visión le conturbó doblemente. Un largo período de civilización cristiana y otro de cultura burguesa habían relegado la mitología griega al territorio de la imaginación poética: bellas historias con un vago sentido metafórico. Ahora, en cambio, la imagen del arrogante cazador condenado a una muerte cruel, destrozado por los perros, sólo por haber gozado sin querer del contacto fugaz con una diosa asequible pero inmisericorde, tenía mucho en común con su propia experiencia. Tiziano había pintado el cuadro por encargo, pero una vez acabado, había decidido guardarlo para sí: alguna razón más poderosa que el interés, la probidad y la obediencia le impidió privarse de su presencia constante. Toda la vida lo tuvo ante sus ojos. Quizá también el sublime pintor veneciano había tenido un encuentro sin perdón y había recibido la flecha inexorable, pensaba Anthony.

Un ruido proveniente del corredor le sacó de su ensoñación y, a sabiendas de que con ello complicaba más su situación, pero no sabiendo cómo evitar otro encuentro igualmente fatídico, echó a correr escalera arriba y se agazapó en el oscuro descansillo de la planta superior del palacete.


Загрузка...