Capítulo 35

Anthony Whitelands inició la jornada siguiendo lo que, no obstante su breve estancia en Madrid, ya le parecía un ritual: un desayuno en la cafetería de siempre, una lectura rápida de la prensa diaria, un deambular sin prisa hasta el palacete de la Castellana. El mayordomo le abrió la puerta con la hosca naturalidad de siempre. En su rostro agitanado no había extrañeza ni hostilidad, como si el fiero matarife de la víspera sólo hubiera existido en la imaginación del inglés.

– Tenga la bondad de pasar y aguarde en el vestíbulo mientras aviso a su excelencia.

Nuevamente a solas con La muerte de Acteón, Anthony se preguntaba cómo habría resuelto Velázquez la dramática escena si hubiera sido él y no Tiziano el encargado de pintarla. Impregnado del aparatoso y magnífico ceremonial que cimentaba y aglutinaba la República flotante de Venecia, Tiziano había recurrido a la abundante cultura clásica acumulada desde el Renacimiento para representar el castigo irracional y desmesurado impuesto por una diosa cautiva de su simbología y de su poder sin trabas. Diana dominaba la escena, como las fuerzas despiadadas que se abaten sobre los hombres: como la enfermedad, como la guerra, como las pasiones malsanas. Velázquez no ignoraba las calamidades que gobiernan el mundo, pero se negaba a plasmarlas en la tela. Seguramente habría elegido un testigo accidental del desgraciado destino de Acteón y habría reflejado en su rostro el asombro, el terror o la indiferencia ante el terrible suceso que le había tocado presenciar y del que ahora era depositario, sin haberlo entendido y sin saber cómo transmitir al mundo su significación y su enseñanza.

Como si también un destino bromista estuviera organizando la secuencia de sus actos, la reflexión de Anthony se vio interrumpida por una voz a un tiempo temblorosa y alegre.

– ¡Tony, has vuelto! ¡Alabado sea Dios! ¿Ya no corres peligro?

– No lo sé, Lilí. Pero tenía que venir, a cualquier precio.

– ¿Por mí?

– No te quiero mentir: no eres tú la razón por la que estoy aquí. Y ya que nos hemos encontrado, quiero aprovechar el encuentro para aclarar entre nosotros lo que pasó ayer.

Lilí se acercó al inglés y le puso la palma de la mano en la boca.

– No digas nada. Los protestantes os creéis en la obligación de decir cosas desagradables. Pensáis que algo amargo o hiriente o brutal, por fuerza ha de ser verdadero. Pero las cosas no son así. Los milagros y los cuentos de hadas no son un engaño, sino una ilusión. Quizás el cielo también sea sólo eso, una ilusión. Y aun así, nos ayuda a vivir. La verdad no puede ser una ilusión rota. Yo no te pido ninguna explicación, no te reprocho nada, no te exijo nada. Pero la esperanza no me la puedes quitar, Tony. No hoy, ni mañana, pero quizás algún día las cosas serán distintas. Entonces, si he sobrevivido y tú me llamas, iré adonde tú digas y haré lo que tú quieras. Hasta ese momento, real o imaginario, sólo te pido un silencio cariñoso. Y que no le cuentes nada a nadie. ¿Prometido?

Sin darle tiempo a responder, irrumpió en el vestíbulo don Álvaro del Valle, duque de la Igualada, acompañado del mayordomo. Sin que de la actitud de ambos se desprendiera ninguna intimidación, Anthony se sintió repentinamente turbado. Hasta aquel momento la decisión de acudir al palacete y enfrentarse al duque en su terreno se había mantenido tan firme como cuando la había tomado la noche anterior en el despacho del Jefe de Gobierno; sin embargo, llegada la ocasión, no acertaba a explicarse la causa de su presencia ni el procedimiento a seguir. Tampoco el duque parecía seguro de cuál había de ser su conducta. Finalmente, optó éste por abordar el diálogo sin rodeos.

– ¿A qué ha venido, señor Whitelands?

La claridad del planteamiento allanó el camino.

– Señor duque, he venido a cobrar lo que se me debe.

Lilí permanecía en el vestíbulo. Con la llegada de su padre y el mayordomo había iniciado la salida, pero se detuvo en la puerta en actitud vigilante, incapaz de abandonar al inglés en apuros. Al advertirlo, el duque le dirigió una mirada tranquilizadora, cargada de comprensión.

– Me parece justo -respondió-. Vayamos al gabinete. Allí no nos molestará nadie.

El mayordomo, dándose por aludido, hizo un gesto de asentimiento.

Al entrar en el gabinete, los ojos de Anthony se volvieron instintivamente hacia la ventana desde la que había visto por primera vez a Paquita en el jardín, acompañada de un misterioso galán. En aquel jardín ella le había abrazado fugazmente y allí la habría sorprendido él unos días más tarde, sumida en la desesperación. Ahora, bañado por el tibio sol de la mañana, el jardín parecía abandonado. Una bandada de gorriones revoloteaba entre el suelo y las ramas de los árboles. Los dos hombres se sentaron como las veces anteriores. Anthony tomó la palabra de inmediato.

– Cuando se me propuso venir, me fue ofrecida una remuneración, y con posterioridad usted mismo ratificó el compromiso en varias ocasiones. Desde el primer momento he tratado de cumplir mi cometido y creo haberlo hecho, hasta donde me ha sido posible, con lealtad, entrega y competencia. Cobrar no sólo es justo, sino digno. Los profesionales tenemos el derecho a ser remunerados, y hemos de defenderlo en beneficio de toda la profesión. Repruebo la arbitrariedad de los aficionados: renunciar a la retribución implica declinar toda responsabilidad. Usted, señor duque, de acuerdo con su posición, piensa y actúa según otros parámetros, pero estoy seguro de que entiende y aprueba lo que le estoy diciendo.

– Sin la menor duda.

– Tal vez, pero me parecía necesario este preámbulo en vista de lo que le voy a decir a continuación. Fui contratado para peritar unos cuadros. Luego ha resultado que nada era lo que parecía ser. Sin saberlo ni quererlo me he visto convertido en una pieza, esencial o accesoria, eso es lo de menos, de una confabulación cuyo sentido y alcance sigo sin comprender. A esto me refería cuando he hablado de cobrar mi parte. Quiero las explicaciones que se me deben. Démelas y me iré. Y quédese con su dinero; no me interesa.

El duque guardó un largo silencio y luego dijo:

– Me hago perfecto cargo de su curiosidad, señor Whitelands. Y le aseguro que a mí también me gustaría hacerle algunas preguntas… aunque no sé si me gustaría escuchar las respuestas. Tal vez, en aras de la armonía, deberíamos optar por conservar nuestros mutuos desconocimientos, ¿no le parece?

A Anthony le dio un vuelco el corazón, pero de inmediato se dijo que el duque no sabía nada en concreto de los lances a los que aludía, o no se habría expresado en términos tan sutiles y sosegados. Si la duquesa hubiera estado presente, la situación habría sido más peligrosa; de hombre a hombre, todavía le quedaba margen de maniobra al inglés.

– Los hechos a los que yo me refería -dijo procurando que el rubor no pusiera en evidencia la mentira- rebasan los límites de lo personal. En este terreno no ha pasado nada inconfesable. Permítame, pues, empezar por el principio. ¿Quién es Pedro Teacher y qué papel desempeña en esta farsa?

El duque pareció aliviado al escuchar la pregunta. Sin duda esperaba algo más comprometedor y no vaciló en contestar sin reserva lo que Anthony ya sabía: Pedro Teacher era un marchante a través del cual el duque, como otras familias de la aristocracia española, había adquirido obras de arte, especialmente cuadros de firmas conocidas.

– Pedro Teacher tiene acceso a piezas interesantes y las vende a un precio razonable. Cuenta con una clientela selecta en Londres, y también en Madrid. A través suyo he comprado algunas obras y he vendido o permutado otras en condiciones favorables.

De su forma de hablar, Anthony dedujo que el duque no sabía nada de la muerte del untuoso galerista o era un consumado embustero. Se decidió por la primera de ambas opciones y dijo:

– Y ahora Pedro Teacher colabora en la venta del Velázquez que guarda usted en el sótano.

– Usted lo sabe tan bien como yo. La operación requería una persona de confianza. Quiero decir en el terreno profesional y también en el terreno personal y político. Pedro Teacher no reúne esas cualidades. Sus ideas políticas son conocidas y como experto en Velázquez no goza del prestigio suficiente. Un dictamen suyo no habría estado libre de sospechas. Por ese motivo recurrió a usted.

– ¿Sabía Pedro Teacher a qué iba destinado el producto de la venta?

– Más o menos. Pedro Teacher se identifica plenamente con nuestra causa. Me refiero a la de quienes deseamos acabar con el caos imperante e impedir que la horda marxista se adueñe de España.

– No lo entiendo. Pedro Teacher es inglés, a todos los efectos; en Londres tiene un negocio floreciente. Haber establecido lazos comerciales e incluso afectivos con personas de un país extranjero no basta para implicarse en la política práctica de ese país hasta el punto de incurrir en riesgos, tanto en España como en Inglaterra.

– Usted lo hace.

– Contra mi voluntad.

– Ayer, según creo, trató de escalar el muro de mi casa y hoy ha vuelto a meterse en la boca del lobo. No me diga que ha hecho ambas cosas contra su voluntad. A menudo el hombre más racional y materialista siente un impulso y casi sin percatarse de ello arroja alegremente por la borda su seguridad personal, sus prerrogativas, en suma, todo cuanto constituye su bienestar.

– Señor duque, ése no soy yo. Usted está hablando del marqués de Estella.

El duque cerró los ojos, como si la reacción producida por aquel nombre le incitara a recogerse unos instantes para poner en orden sus ideas y sus emociones. Cuando los reabrió había en ellos un fulgor que contrastaba con su congénita melancolía.

– ¡Ah, José Antonio!-dijo dirigiendo una mirada de complicidad al inglés-. Me consta que usted y él han congeniado. No me extraña. Nadie escapa al magnetismo de José Antonio; ni siquiera quienes desearían verlo muerto.

Usted es un hombre inteligente, honrado y, aunque se esfuerce en negarlo, un idealista sin remedio. Él lo advirtió desde el primer momento y así me lo hizo saber. Como todo auténtico líder, tiene la capacidad de juzgar a las personas al primer vistazo, de leer en las mentes y los corazones aquello que los demás se esfuerzan por ocultar al mundo y a menudo se ocultan a sí mismos. ¡Ay, si yo poseyera esta cualidad! Pero es inútil: soy ciego cuando se trata de vislumbrar las intenciones del prójimo.

Se levantó de su butaca y dio unos paseos por la alfombra. En su interior había muchas contradicciones y muchas disyuntivas, necesitaba comentarlas con alguien y no tenía a su alrededor un confidente dispuesto a escucharle y a entenderle. En aquellos tiempos convulsos, nadie estaba en la disposición de ánimo necesaria para escuchar una idea o un problema personal que no fuera el propio. Debido a su condición de extranjero y a su actitud indolente, Anthony se había convertido en el receptáculo idóneo de las confesiones de muchas personas y en la válvula de escape de los arrebatos de algunas. Demasiado tarde se daba cuenta de esta característica, que le había inducido a malinterpretar acciones y reacciones relacionadas con él. Ahora el duque, atrapado en esta mecánica, ya no podía dejar de hablar.

– En su día fui acérrimo defensor de la Dictadura de Primo de Rivera. Conocía a don Miguel íntimamente y sé que no asumió las cargas del poder por ambición personal, sino a sabiendas de que aquél era el único modo de salvar la Monarquía y todo lo que la Monarquía representaba. Para entonces la conjura marxista ya había infectado todos los órganos del cuerpo social, ante la inacción de unas fuerzas vivas aletargadas y con el beneplácito de los mismos intelectuales que hoy se rasgan las vestiduras y claman contra la República. Nadie lamentó tanto como yo la caída de Primo de Rivera, porque en la cobarde complacencia de todos, empezando por el Ejército, pude ver con claridad el anuncio de lo que se avecinaba. Caído y exiliado Primo de Rivera, me convertí en un segundo padre para José Antonio, no sólo por ser hijo de un amigo en desgracia, sino porque en la pasión con que defendía su memoria podía delegar mi propia rabia. En la temeridad con que aquel muchacho era capaz de enfrentarse verbalmente o a puñetazo limpio a individuos y a instituciones mucho más fuertes que él yo compensaba el valor que nunca he tenido.

Volvió a sentarse, se pasó la mano por la cara, encendió un cigarrillo. Luego prosiguió en tono cansino, como si el desahogo le causara más pena que alivio.

– Naturalmente, ni yo ni nadie podía evitar lo que sucedió. Me refiero al sentimiento entre Paquita y José Antonio. En circunstancias normales, nada me habría complacido más que tenerlo por yerno, pero tal como están las cosas, no podía consentir la relación. La vida de José Antonio ha estado marcada por la violencia desde el principio y todo apunta a un violento final. No quiero ver a mi hija convertida en una Pasionaria de derechas. Soy blando y acomodaticio de natural, pero en este aspecto me mantuve firme. Y ellos, contraviniendo su temperamento impulsivo, acataron mi decisión. Sé cuánto han sufrido los dos por esta causa, pero no me arrepiento. El curso de los acontecimientos me reafirma en mi convicción, y siempre cabe la esperanza de que las cosas cambien para bien.

– Y mientras no cambian, usted suministra armas a José Antonio; o el dinero para procurárselas.

– No tengo más remedio. Sin armas para defenderse, hace tiempo que lo habrían matado, a él y a sus camaradas. José Antonio tiene una misión histórica que cumplir; yo no puedo apartarlo de su camino, pero haré todo lo posible para protegerlo.

– Usted sabe el uso que hace la Falange de esas armas.

– Tengo una vaga idea. Nadie me cuenta y yo no pregunto. En el fondo, da lo mismo: las armas sólo sirven para una cosa. En este caso, la posibilidad de devolver golpe por golpe mantiene a raya al enemigo.

– No sea ingenuo -dijo Anthony-. El propósito de la Falange no es sobrevivir. El propósito de la Falange es la implantación en España de un estado fascista. José Antonio rechaza la Monarquía y promueve un régimen sindical muy parecido al socialismo. Yo le he oído defender este programa, en público y en privado, con mucho brío y elocuencia.

El duque se encogió de hombros.

– De eso sí estoy informado. Mis dos hijos me han salido fervientes falangistas y me llenan la cabeza a todas horas con sus consignas. No me preocupan demasiado. Si un día la Falange llega a imponer su ideario, no tardará en volver al redil de donde ha salido. También en Italia los fascistas se comían a los niños crudos, y ahora Mussolini va de bracete con el Rey y con el Papa. La revolución bolchevique, la que viene de abajo, es irreversible; por el contrario, la que viene de arriba es pura retórica, porque no se nutre de la lucha de clases ni la fomenta.

Aplastó el cigarrillo en el cenicero, encendió otro y reanudó el deambular perorando como si estuviera solo en el gabinete.

– Justamente de eso trato de convencer a los generales. Son cortos de miras, recelosos de lo que no entienden y no controlan, y tercos como mulas. Los han adiestrado para ser así y en su manera de ser radica su eficacia, no lo niego, pero en los momentos decisivos, esas cualidades son una rémora. Aborrecen a José Antonio porque, sin pertenecer al estamento militar, tiene más autoridad y más prestigio que cualquier general, y sus escuadras son más disciplinadas, más valientes y más fiables que la tropa regular. Por este motivo y no por diferencias ideológicas, le tienen más ojeriza que al verdadero enemigo. De buena gana pasarían por las armas a todos los falangistas. No lo harán, porque José Antonio cuenta con un apoyo mucho más amplio de lo que parece. Los patriotas y la gente de orden están con él, y sólo la violencia que le rodea les impide manifestar una adhesión más explícita. En consecuencia, los militares lo toleran a regañadientes y tratan de marginarlo por medios indirectos. Nos presionan para que retiremos nuestro apoyo a la Falange y así acabar con el movimiento por asfixia, o esperar a que, sin armas ni dinero, vayan cayendo de uno en uno.

Se dirigió a Anthony con la expresión y ademanes de quien litiga ante un tribunal.

– Es un grave error del que intento en vano sacarlos. Si aceptaran establecer una alianza con la Falange, no sólo ganarían un aliado formidable a la hora de entrar en acción, sino que dispondrían de una teoría de Estado de la que ahora carecen. Sin el apoyo doctrinal de José Antonio, el golpe de Estado será una vulgar militarada, encumbrará al más bruto y durará un soplo.

– ¿Se lo ha dicho tal cual a José Antonio?

– No. José Antonio menosprecia a los militares. Culpa al Ejército como institución de haber traicionado a su padre, pero no se imagina que el mismo Ejército que dejó en la estacada al Dictador está dispuesto a repetir la jugada con su hijo. Tal vez se barrunta alguna maniobra para orillar a la Falange, nada más. Si tuviera conocimiento exacto de lo que realmente traman los generales, seguramente cometería una locura. Por eso prefiero mantenerlo en la ignorancia.

– ¿Qué tipo de locura?

– Iniciar la revuelta en solitario. La idea le ronda por la cabeza desde hace tiempo. Cree que si la Falange toma la iniciativa, el Ejército tendrá que secundarla inexcusablemente. No concibe que Mola y Franco serían capaces de contemplar una masacre de falangistas sin pestañear y luego utilizarla como pretexto para restablecer el orden por la fuerza. De ahí mi dilema, señor Whitelands: si hago caso a los generales y dejo inerme a la Falange, cometo un crimen; pero si les proporciono las armas que necesitan, tal vez cometa uno mayor al enviarlos a una muerte segura. No sé qué hacer.

– Y mientras usted se decide, Velázquez sigue en el sótano.

– Eso ahora no tiene la menor importancia.

– Para mí sí.

El duque seguía en pie. Anthony se levantó a su vez. Los dos hombres cruzaban y desonzaban sus pasos por el amplio gabinete. Al pasar frente a la ventana, Anthony creyó ver de reojo moverse una figura en el jardín. Al mirar no vio a nadie y supuso que le había engañado la sombra pasajera de una nube o una rama movida por el viento.

– Señor duque -dijo sin interrumpir la caminata-, le voy a hacer una proposición. Si consigo disuadir a José Antonio de iniciar la insurrección y le convenzo de supeditarse a los dictados del Ejército, ¿me autorizaría a revelar la existencia del Velázquez?- No es mucho pedir: renuncio a cualquier beneficio derivado de la posible venta del cuadro, legal o ilegal, dentro o fuera de España. Como usted ha dicho antes, tal vez soy un idealista, pero mis ideales no son de orden político: no aspiro a cambiar el mundo. Como parte de mis estudios, poseo el conocimiento suficiente de la Historia para saber a qué han conducido todos los intentos de mejorar la sociedad y la naturaleza humana. Pero en el Arte sí creo, y por el Arte estoy dispuesto a darlo todo; o casi todo: no soy un héroe.

El duque había escuchado la proposición del inglés sin dejar de caminar con las manos cruzadas a la espalda y la mirada fija en la alfombra. De repente se detuvo, miró a su interlocutor con fijeza y dijo:

– Por un momento temí que incluiría a mi hija en el intercambio.

Sonrió el inglés.

– Francamente, lo he considerado. Pero siento un gran respeto por Paquita y nunca la haría objeto de una transacción. Ha de ser ella quien corresponda a mis sentimientos y no me hago ilusiones a este respecto, con el Velázquez me doy por bien pagado.

El duque abrió los brazos en ademán aprobatorio.

– Es usted un caballero, señor Whitelands -exclamó con énfasis.

Anthony no pudo evitar enrojecer al oír el elogio de un padre que desconocía lo ocurrido entre él y sus hijas.

– ¿Y cómo piensa convencerle? -añadió el duque acto seguido-.José Antonio no es de los que se rinden fácilmente.

– Déjelo en mis manos -respondió el inglés-. Llevo un as oculto en la manga.


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