Capítulo 36

Doña Victoria Francisca Eugenia María del Valle y Martínez de Alcántara, marquesa de Cornellá, más conocida por el castizo diminutivo de Paquita, sentía aumentar su zozobra conforme iban pasando las horas que la separaban del momento decisivo en que había dejado su honra y su virtud entre los brazos de un inglés. Nada de lo ocurrido desde entonces, a decir verdad, había contribuido a reinstaurar en su alma la tranquilidad perdida. Buscando refugio en el manso aislamiento del jardín, se había encontrado en mitad de un frenético altercado entre unos generales de paisano y un mutilado de guerra encaramado al muro. El intento de obtener el perdón y la guía espiritual del padre Rodrigo había chocado con la intransigencia inapelable del clérigo. A este penoso incidente había seguido un desapacible registro en busca de un posible intruso, cuya identidad Paquita creía adivinar para incremento de su desazón. Restablecido finalmente el orden, la cena familiar había sido peor que el trastorno precedente: su padre, visiblemente abrumado, apenas si ingirió por cortesía una mínima porción de cada plato; su madre, aduciendo una ligera indisposición, dejó intacta la comida; su hermano Guillermo sí dio buena cuenta de su ración, pero de un modo automático y en un silencio huraño; por último, Lilí, que era la alegría de la casa, parecía la más triste, la más absorta en sus preocupaciones y la más desganada. A media cena se les unió el padre Rodrigo, que venía, según dijo, de visitar a un enfermo grave; sin disimular su irritación, masculló unas jaculatorias, mordisqueó una rebanada de pan, bebió un sorbo de vino y abandonó la mesa y el comedor después de haber fulminado a Paquita con una mirada cargada de profundo desdén.

Aquella noche casi no durmió la joven marquesa. En vela, se esforzaba inútilmente por frenar el torbellino de ideas y sensaciones que se agitaban en su mente sin concederle tregua. Si el cansancio la vencía, sus sueños parecían la proyección de una película obscena y delirante, filmada por el diablo. Al despuntar el alba perdió intensidad el aquelarre nocturno hasta ser desplazado por una desolada tristeza y un impreciso sentimiento que pugnaba por definirse como la luz del amanecer rescata al mundo de la oscuridad. Y de todos los tormentos sufridos, este vago sentimiento era el peor. Pasó buena parte de la mañana tratando de alejarlo. En dos ocasiones se cruzó con Lilí por los pasillos de la mansión, y aquélla, en vez de echarle los brazos al cuello, cubrirle de besos las mejillas y ponerla al corriente de las mil chiquillerías que mariposeaban por su alocada cabecita, se limitó a lanzarle una mirada furtiva, velada por algo incomprensiblemente parecido al odio.

Hacia el mediodía, como la casa se le caía encima, se dispuso a salir. Su estado de ánimo le impulsaba a buscar la soledad, pero confiaba en que al sumergirse en la masa, el mudo contacto con hombres y mujeres anónimos, ocupados en sus quehaceres, confortados por sus alegrías y preocupados por sus problemas, le ayudaría a relativizar su propio caso. Ya tenía puestos el abrigo y los guantes y el bolso en la mano cuando la doncella entró en la alcoba. Una mujer preguntaba por la señora marquesa de Cornellá. Al ver su aspecto andrajoso, el mayordomo la había reexpedido a la puerta de servicio y ahora aguardaba en la cocina. No había querido decir su nombre ni revelar el objeto de su presencia en el palacete; había dado el nombre de la señora marquesa y manifestado no ya el deseo, sino la necesidad de hablar con ella urgentemente. No daba la impresión de estar loca ni de ser peligrosa, traía consigo un fardo abultado y sostenía en brazos un niño de teta.

El primer impulso de Paquita había sido despachar sin más a la visita inoportuna, pero la mención del bebé le hizo cambiar de idea. Como la prudencia aconsejaba no permitir el acceso de la desconocida a la casa, fue a su encuentro al lugar donde la había confinado su desventurado aspecto. En una pieza anexa a la cocina una mujer rolliza almidonaba y planchaba la pechera de una camisa en la que había bordada una corona sobre unas iniciales en letra gótica. Paquita le hizo salir y allí, de pie, tuvo lugar la entrevista con la Toñina.

– Quizá -empezó diciendo ésta después de muchos carraspeos y muchos sonidos correspondientes a otras tantas tentativas de frase abandonadas a medio proferir-, quizá la señora se acuerde de ayer, cuando nos encontramos en la habitación del hotel de aquel señor extranjero. Yo…

– Lo recuerdo bien -atajó Paquita con una altivez exagerada para dejar claro desde el principio que la coincidencia aludida y todo lo que de ella pudiera inferirse no establecía entre ambas ninguna complicidad ni reducía el abismo que las separaba.

La Toñina lo entendió así y apreció la nobleza implícita en el reconocimiento. Temía estrellarse con una rotunda negación que habría echado por tierra su propósito.

– Gracias -dijo bajando la voz-. Lo decía para… Me refiero a que una servidora no ha venido a darla una explicación, sino por otra cosa. Una servidora, con perdón, es puta. Me vengo a referir a que sé cuál es mi sitio. Disculpe también si he traído al crío. No tenía con quién dejarle. Mi madre se hace cargo de él, pero hoy no podía… No ella, sino una servidora… Resumiendo, que una servidora se está yendo de Madrid a la chita callando. No sé si volveré algún día. Nadie está enterado de mi huida: sólo yo y, en este momento, la señora.

A la mención del bebé, Paquita no pudo evitar que sus ojos se dirigieran a la pañoleta que lo envolvía. Entre los pliegues distinguió unos párpados abultados y unas facciones abotagadas y sin gracia. Esta fisonomía tan poco angelical la conmovió. Volvió a enderezar la cabeza para no perder la compostura y ordenó:

– Dime de una vez a qué has venido.

– Es por el señor inglés. No sabía a quién acudir, si no era a la señora.

– Yo no tengo nada que ver con ese individuo. Apenas lo conozco.

La Toñina recordó la sangre en la sábana, pero comprendió la inconveniencia de sacar aquel tema a colación.

– Ni una servidora dice lo contrario. La señora es muy libre de conocer o no conocer a quien le parezca. Pero si nadie se interpone, lo van a matar. Esta misma tarde. Todo está dispuesto, y la orden dada.

– ¿La orden?

– Sí, señora, la orden de matarlo. Y una servidora no quería tener nada que ver con eso. El señor inglés, con el permiso de la señora, siempre se ha portado bien conmigo. En el trato y a la hora de pagar. Y con el crío, cuando ha habido caso. Es un buen hombre.

– Entonces, ¿por qué quieren matarle?

– ¿Por qué va a ser, señora? Por la política.

El cuarto de plancha estaba sumergido en un vaho cálido y al no disponer de más mobiliario que el imprescindible para el desempeño de la función a que estaba destinado, las dos mujeres permanecían de pie. Paquita conservaba el abrigo puesto, para indicar que la entrevista había de ser concisa, y la Toñina, el bebé dormido en brazos.

– Poco podré hacer si no eres más concreta -dijo Paquita con impaciencia y enojo. Habría preferido no saber nada de aquel asunto, pero ahora ya no había vuelta atrás.

– Mucho más no la puedo decir -repuso la Toñina-. Servidora sólo sabe de la misa la media y no quiere comprometer a nadie. No puedo darla nombres. Hace un par de días vino a casa una persona. Yo no la vi. En secreto la llaman Kolia. ¿A la señora le suena?

– No, ¿quién es?

– Un agente de Moscú. El Higinio…, quiero decir, un amigo que me ha hecho como de padre, es del partido comunista. A veces recibe órdenes y las ha de cumplir a pies juntillas. Kolia vino a decirle que se cepillara a Antonio. Antonio es el señor inglés.

– Ya lo sé. ¿Y qué más? Cuéntamelo todo.

– Una servidora no estaba presente. Cuando llegué, Kolia se había ido. Mi madre y el Higinio discutían. Delante de mí cerraron el pico, pero desde el cuarto les oía. Estaban muy preocupados y hablaban a voces. El Higinio nunca ha matado a nadie. Ni se le ha pasado por las mientes. Es bueno como el pan bendito.

– Pero esta vez lo hará.

– Si se lo manda el partido, no se puede negar. La obediencia al partido es lo primero. Sólo así alcanzaremos nuestros objetivos, como dijo Lenin.

A la mención de este nombre el bebé abrió los ojos y emitió unos gemidos.

– Tiene hambre -anunció la Toñina.

– ¿Le das de mamar? -preguntó Paquita.

– No, señora. Ya está crecido. Come miga de pan con leche si se puede, y si no, miga de pan con agua.

– Diré que le calienten un poco de leche. ¿Le gusta el cacao?

– Huy, señora, en mi casa no se hacen esos despilfarras.

Paquita pasó a la cocina, donde el calor se mezclaba con el olor a guisado. Se sintió mareada, pero resistió la tentación de desprenderse del abrigo, dio las órdenes oportunas y volvió al cuarto de plancha.

– ¿Por dónde andábamos? -preguntó.

– Esta tarde una servidora tenía que llevar al señor inglés a un lugar cerca de la Puerta de Toledo donde lo estará esperando el Higinio, quizá con otros camaradas, para darle el paseo. Pero una servidora no quiere ser cómplice y por eso se las pira. Claro que si no lo hago yo, otra persona lo hará, a menos que la señora lo impida. Eso sí, la señora me ha de prometer que no irá con el cuento a la policía. No quiero que le pase nada al Higinio. ¿Me lo promete?

Paquita se asfixiaba y la cabeza le daba vueltas. Necesitaba aire y tiempo para reflexionar.

– Ven -dijo-, salgamos de aquí.

Al abrir la puerta estuvo a punto de arrollar a una doncella uniformada que se disponía a entrar en el cuarto de plancha con una bandeja. Paquita le ordenó que las siguiera y las tres mujeres y el bebé salieron a un costado estrecho y umbrío del jardín, atravesado por una corriente de aire frío. Paquita llevó a la pequeña comitiva hasta un rincón soleado donde había un banco y una mesa de piedra, junto a una estatua de mármol en una hornacina hecha de cipreses recortados. El apacible rincón era visible desde las ventanas del palacete y Paquita se preguntaba cómo justificaría la escena si alguien la presenciaba. Las mujeres de la casa hacían frecuentes obras de caridad y la propia Paquita tenía varias familias mendicantes a su cargo, pero nunca había traído a casa a una pordiosera y menos para departir a aquella hora en el jardín. La vida se le estaba complicando mucho a la joven marquesa de Cornellá.

La doncella depositó sobre la mesa la bandeja, en la que había un tazón de leche con cacao y un plato con un panecillo de Viena y unas lonchas de salchichón.

– El embutido es para ti -le dijo a la Toñina cuando la doncella se hubo retirado-. He pensado que tendrías hambre. Si no, te lo puedes llevar para el viaje.

– Muchas gracias, señora -dijo la Toñina mientras trataba de introducir la leche con cacao en la boca del bebé con una cucharilla.

Como la dificultad de la operación no dejaba espacio al diálogo, Paquita aprovechó la tregua para reflexionar. En primer lugar, nada le garantizaba que fuera cierta la historia que le acababa de contar una desconocida que no tenía empacho en propagar su degradante profesión. Probablemente, pensó, todo formaba parte de un sucio plan de extorsión. Aquella mujerzuela la había sorprendido saliendo de la habitación de Anthony y se proponía sacar provecho del descubrimiento, pero, sin más pruebas que el escaso valor de su palabra, trataba de enredarla en un plan rocambolesco. Lo único razonable era llamar al servicio y hacer que pusieran de patas en la calle a la mujer y al bebé.

– Sigo sin entender nada -dijo en voz alta-. Para enviar a un agente desde Moscú con el único objeto de matar a un hombre, ese hombre ha de haber hecho algo muy gordo.

– No sé qué decirla, señora. Una servidora sólo sabe cosas sueltas. El señor inglés, cuando ha bebido de más o cuando está cachondo, con perdón de la palabra, siempre habla de un cuadro. Si hay relación o no la hay, servidora no lo sabe, pero se lo comento por si a la señora la sirve de referéndum.

Los recelos de Paquita perdían consistencia ante la prueba patente de la confianza existente entre Anthony y la mujer que tenía delante.

– ¿Y no habría sido más sencillo prevenir del peligro directamente a ese señor inglés, en vez de venir a contármelo a mí, que apenas le conozco? -preguntó.

– Más sencillo quizá sí -repuso la Toñina-, pero inútil. El señor inglés es un poco tontaina para según qué cosas.

Paquita no pudo evitar una sonrisa. La concurrencia de pareceres salvó por un instante la brecha abierta entre las dos mujeres. Luego las cosas se volvieron a colocar de nuevo en su sitio.

– Aparte de eso -prosiguió la Toñina-, está el riesgo propio. Traicionar al partido es malo para el futuro del proletariado, pero aún es peor para el presente del que lo hace. Bastante me la juego viniendo a ver a la señora. Y si yo falto, ¿quién se ocupará de este pobre hijo del pecado?

A la mención de tan dramática perspectiva, el hijo del pecado vomitó todo lo ingerido y rompió a llorar con desconsuelo.

– ¿Tienes pensado a dónde vas a ir? -preguntó Paquita desviando la mirada y dando a entender con esta pregunta el inmediato fin de la entrevista.

– A Barcelona, como todas.

Paquita abrió el bolso y sacó unos billetes y una tarjeta de visita.

– Cógelo -dijo-. Te hará falta. Y si una vez en Barcelona quieres cambiar de vida, ve a casa del barón de Falset, enseña mi tarjeta y di que te envía su prima Paquita de Madrid. El te ayudará. Si prefieres esperar a que se cumpla lo que dice Lenin, es cosa tuya.

Acompañó a la Toñina y al bebé hasta la puerta lateral del jardín. Antes de salir, la Toñina quiso besarle la mano en señal de agradecimiento, pero Paquita retiró bruscamente la suya y aceleró los trámites de la despedida. Luego cerró la puerta y se puso a dar vueltas entre los arrayanes, tratando de resolver el enredo emocional, intelectual y práctico en que se encontraba. Poco podía sospechar que en aquel mismo instante el objeto de sus preocupaciones se encontraba a muy corta distancia del palacete.

En efecto, inmediatamente después de concluir la conversación con el duque de la Igualada, Anthony Whitelands salió a la calle, buscó un teléfono, llamó a la casa que acababa de abandonar y preguntó por el señorito Guillermo. Por fortuna éste no había salido, como tenía por costumbre. La víspera se había quedado trabajando hasta tarde y ahora, recién bañado, se disponía a desayunar. Cuando lo tuvo al aparato, Anthony se identificó y lo citó en la cafetería Michigan. El joven Guillermo no tardó en acudir. Mientras daba cuenta de un copioso desayuno, el inglés le preguntó si había averiguado algo nuevo acerca del presunto traidor en el seno de la Falange. Como no había novedad al respecto, Anthony volvió a preguntar si todavía creía buena idea que él hablara con José Antonio sobre el particular. Guillermo asintió vivamente. Anthony le encargó mediar en el encuentro.

– Busca un sitio discreto, a la hora que a él le convenga, y comunícamelo. Aunque iré desarmado, dile que puede traer sus pistolas, pero no a sus pistoleros. Hemos de vernos a solas.

Guillermo del Valle se dispuso a cumplir el encargo con prontitud, pero tropezó con más dificultades de las previstas. En el Centro de la calle de Nicasio Gallego, donde se personó hacia las dos de la tarde, no tenían noticia del Jefe. Había convocada una reunión del Consejo Nacional a las siete; hasta esa hora, nadie conocía el paradero de ningún consejero. Guillermo del Valle salió del Centro y pasó por el hotel donde se alojaba Anthony para informarle del resultado de su gestión. Como el recepcionista le dijera que el señor Whitelands había abandonado el hotel hacía un rato sin dejar dicho adónde iba, Guillermo del Valle dejó una nota en la que decía que volvería a pasar por el hotel en cuanto supiera algo, si bien veía improbable concertar el encuentro para aquel mismo día, como deseaba Anthony. Las reuniones del Consejo Nacional solían durar horas y al finalizar, sus miembros se iban a cenar y luego a beber y discutir a La ballena alegre hasta las tantas.

El retraso en los planes contrarió al inglés. Subió a la habitación esperando encontrar allí a la Toñina y su ausencia le irritó aún más. Incapaz de concentrarse en una tarea intelectual y sin saber cómo entretener sus horas, se tumbó en la cama y no tardó en quedarse profundamente dormido.

Ya era oscuro cuando abrió los ojos. Bajó a la recepción y preguntó si alguien le había dejado algún recado. El recepcionista respondió afirmativamente. Hacía una hora, poco más o menos, había llamado un señor y había rogado al recepcionista que le dijera de su parte al señor Whitelands que se reuniera con él a las ocho en punto en un lugar determinado. El señor en cuestión hablaba con acento inglés y había dado un nombre imposible de entender. Anthony supuso que se trataba de algún funcionario de la Embajada. Al mostrarle el recepcionista el lugar de la cita, escrito por éste al dictado, no lo reconoció.

– ¿Está lejos la calle de la Arganzuela? -preguntó.

– Un poco -dijo el recepcionista-. Vale más que coja un taxi o el metro hasta la Puerta de Toledo. La calle de la Arganzuela queda por ahí.


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