Capítulo 17

Con la despreocupada arrogancia de quien ha hecho del peligro el eje de su vida, José Antonio Primo de Rivera pisaba a fondo el acelerador de su pequeño pero potente Chevrolet de color amarillo, haciendo caso omiso de los charcos helados en el pavimento. Desde la Castellana tomaron por la calle de Zurbarán hasta la de Nicasio Gallego, donde el coche se detuvo frente al número 21. Salieron primero los fieles guardaespaldas pistola en mano para comprobar que el terreno estaba libre de enemigos y luego lo hicieron José Antonio y Anthony Whitelands. Desde el portal del edificio montaban guardia dos hombres con zamarra de cuero y boina, que les dejaron paso franco tras escuchar el santo y seña, saludar brazo en alto y exclamar: «¡Arriba España!»

El Centro, como llamaban al cuartel general de Falange Española y de las JONS, ocupaba una casa independiente y espaciosa. Hasta hacía poco había estado en un piso de la cuesta de Santo Domingo, pero, con gran alivio de los vecinos, el casero les había desahuciado por falta de pago: no eran nutridas las arcas del movimiento. Finalmente habían encontrado cobijo en aquel lugar gracias a un golpe de fortuna y al penoso recurso de los intermediarios y los subarriendos. Aun así, estaban de precario. Nada se podía hacer cuando quienes detentaban el poder no escatimaban medios para acallar su voz, dijo José Antonio durante el trayecto. El inglés escuchaba estas explicaciones sin hacer ningún comentario, más preocupado por un posible accidente de circulación que por la conspiración urdida contra el alocado conductor del vehículo y sus adláteres. Varias veces patinaron y sólo la pericia y la suerte les libraron de estrellarse contra un poste de alumbrado. Flemático, pero poco inclinado a correr riesgos innecesarios, Anthony temía haber puesto su integridad física en manos de un insensato.

A pesar de la hora y del mal tiempo, el Centro era un ruidoso hervidero de gente. La mayoría de los presentes eran muchachos barbilampiños. Varios de ellos vestían camisa azul mahón con una insignia roja. Esta misma insignia, consistente en un yugo de arado cruzado por un puñado de flechas, campaba en el centro de una bandera a listas verticales rojas y negras que cubría un paño de pared. Por más enfrascados que estuvieran en sus tareas, al ver entrar a José Antonio todos dejaban lo que tenían entre manos, se ponían firmes, entrechocaban los talones y levantaban el brazo. La actitud de respeto y devoción por la persona del Jefe impresionó al inglés; aunque reacio a las efusiones, no podía sustraerse a aquella atmósfera cargada de una fanática energía. Miró de soslayo a su acompañante y vio que éste había experimentado una transformación al cruzar el umbral del Centro. El aristócrata risueño, cortés y un punto tímido que había conocido y tratado en casa de los duques, se había convertido en un hombre de aspecto decidido, de ademán recio y voz vibrante. Erguida la espalda, los ojos brillantes y las mejillas encendidas, José Antonio impartía consignas con la autoridad de quien sólo concibe la obediencia ciega. Al contemplarlo, Anthony recordaba las imágenes de Mussolini vistas en los noticiarios cinematográficos y se preguntaba cuánto había de imitación y cuánto de fingimiento en aquel despliegue; también se preguntaba si Paquita lo habría visto transfigurado de este modo o si sólo conocía su vertiente doméstica. Tal vez, pensó, es a mí a quien quiere impresionar y no a ella. Si teme mi rivalidad, ésta es la mejor manera de disuadirme.

Pero estas consideraciones no le distraían de su propia situación. Había sido una temeridad acudir solo a aquel lugar donde parecía imperar una sed de violencia primaria e irresponsable a la que, por añadidura, podía sumarse una violencia de idéntico signo procedente del exterior. Cautelosamente se mantenía al lado de José Antonio, cuya protección era su única salvaguardia, mientras determinaba si estaba rodeado de idealistas, de locos o de criminales.

Un hombre fornido, de estatura mediana y frente abombada se les acercó y se dirigió a José Antonio para decirle algo importante, pero al advertir la presencia de un extraño se interrumpió y arrugó el entrecejo.

– Viene conmigo -dijo José Antonio al notar la reserva de su camarada-. Es inglés.

– Vaya -dijo el otro con sorna estrechándole la mano-, Mosley nos envía refuerzos.

– El señor Whitelands no tiene relación alguna con la política -aclaró José Antonio-. En realidad, es un gran experto en pintura española. ¿Qué venías a decirme, Raimundo?

– Hace un rato ha llamado Sancho desde Sevilla. Nada urgente, luego te lo explicaré.

José Antonio se volvió a Anthony y dijo:

– Sancho Dávila es el jefe de la Falange en Sevilla. Siempre es importante mantener el contacto con los centros, y en este momento más que nunca. Este camarada es Raimundo Fernández Cuesta, abogado, amigo y compañero de los primeros tiempos. El camarada Raimundo Fernández Cuesta es miembro fundador de Falange Española y actualmente su secretario general. Aquel de allá, que se parece a mí pero con bigote, es mi hermano Miguel. Y esto que ve a su alrededor es el cubículo de la fiera. Aquí tienen su sede el Sindicato Universitario, el Departamento de Prensa y Propaganda y las Milicias.

– Es muy interesante -dijo Anthony- y le agradezco la confianza que supone haberme traído aquí.

– No hay tal cosa -dijo José Antonio-, por suerte o por desgracia, la notoriedad nos exime de guardar secretos, ni sobre la identidad de nuestros camaradas ni sobre nuestras actividades. Ni siquiera sobre nuestras intenciones. La policía nos tiene fichados a todos y no hay duda de que habrá algún confidente infiltrado en nuestras filas. Sería ingenuo imaginar otra cosa. Si me permite, despacharé unos asuntos y luego iremos a cenar. Estoy dispuesto a morir por la patria, pero no de hambre.

Varios miembros de Falange se habían acercado a conferenciar con el Jefe. José Antonio se los iba presentando y el inglés trataba en vano de retener el nombre de cada uno de ellos. Aunque todos hablaban con frases lacónicas, remedando la precisión tajante del fraseo militar, su dicción, vocabulario y modales revelaban un origen social alto y un considerable nivel de instrucción. Los que desempeñaban cargos de responsabilidad frisaban, como José Antonio, la treintena; los demás eran muy jóvenes, probablemente estudiantes universitarios. Por esta razón, el nerviosismo inicial del inglés fue dando paso a una cierta comodidad, propiciada por las muestras de simpatía que recibía de todo el mundo. Tal vez lo consideraban afín a su ideología, y como era el Jefe en persona quien le había invitado, a sabiendas de cuál era su postura, no se sentía obligado a contradecirles. Si le preguntaban algo sobre la Unión Británica de Fascistas, se limitaba a decir que no había tenido ocasión de conocer personalmente a Oswald Mosley y a mascullar vaguedades que su condición de extranjero hacía convincentes.

Al cabo de un rato, José Antonio, sin perder su talante cordial y animoso, pero con palpables muestras de impaciencia, cortó en seco la retahíla de consultas, exhortó a todos a no cejar en el trabajo y a no perder la fe en su proyecto, cuya realización era inminente, y cogiendo a Anthony del brazo, dijo:

– Vámonos por las buenas o no saldremos nunca de aquí.

Levantando la voz preguntó a su hermano si quería cenar con ellos. Miguel Primo de Rivera se excusó alegando asuntos pendientes. Anthony pensó que tal vez, de un modo consciente o inconsciente, rehuía ser visto en compañía de su hermano mayor, para que la personalidad arrolladora del primogénito, más alto, más guapo y más brillante, no eclipsara la suya. Era natural que Miguel sintiera devoción por José Antonio, y también que no quisiera dar pie a comparaciones que por fuerza habían de serle desfavorables.

Como la invitación iba dirigida a Miguel, pero de la actitud de José Antonio se infería una convocatoria indiscriminada, se unió al grupo Raimundo Fernández Cuesta y otro individuo enjuto, retraído, a quien unas gruesas gafas de montura redonda quitaban cualquier asomo de gallardía. Rafael Sánchez Mazas era un intelectual antes que un hombre de acción, a pesar de lo cual, según explicó José Antonio al inglés mientras salían, había sido miembro fundador de Falange Española y era miembro de la Junta Directiva. A él se debía el lema que ahora todos coreaban: «¡Arriba España!» Anthony simpatizó con él de inmediato.

En el Chevrolet amarillo de José Antonio se apretujaron los cuatro y los dos guardaespaldas y fueron a un restaurante vasco de nombre Amaya, situado en la Carrera de San Jerónimo. Al entrar, el mesonero les recibió levantando el brazo.

– No le hagas caso -bromeó José Antonio pasando con naturalidad al tuteo-; si entra Largo Caballero, lo recibirá puño en alto. Aquí se come bien y eso es lo importante.

Les sirvieron una cena copiosa y suculenta y vino sin tasa. José Antonio comía con fruición y al cabo de poco todos estaban muy animados, incluso Anthony, a quien hallarse en territorio neutral había dado mayor desahogo. Ya no se sentía obligado a disimular sus opiniones. Por lo demás, José Antonio no cesaba de darle muestras de afecto y, de resultas de ello, los otros dos también le trataban, si no con cordialidad, sí con deferencia. Mediado un primer plato de huevos revueltos con pimientos, dijo el Jefe:

– Espero, Anthony, que cuando vuelvas a Londres cuentes lo que has visto y oído con objetividad y exactitud. Sé que corren muchos bulos sobre nosotros, y muchos juicios más interesados que justos. En la mayoría de los casos, quienes dan falso testimonio no actúan de mala fe. El gobierno español no escatima esfuerzos para silenciarnos. De este modo la gente conoce su versión y no la nuestra. Censuran y secuestran nuestras publicaciones y si pedimos permiso para convocar un mitin, nos lo niegan por sistema. Luego, como en aras de las convicciones democráticas que dicen profesar no pueden privarnos de un derecho constitucional, nos acaban dando la autorización, en el último minuto, para que no tengamos tiempo de organizar el acto ni de anunciarlo como es debido. Aun así, la gente acude en masa, el mitin es un éxito, y al día siguiente la prensa sólo publica una noticia breve donde se recoge la opinión adversa del periódico y cuatro frases tergiversadas de los discursos. Si hay una refriega, como suele suceder, dan cuenta de las bajas sufridas por los otros, no de las nuestras, e indefectiblemente nos echan la culpa de lo sucedido, como si nosotros fuéramos los únicos provocadores o como si invitáramos a una violencia de la que somos las principales víctimas.

– Y en los últimos tiempos -intervino Sánchez Mazas con aire triste-, con el partido ilegalizado, ni a eso podemos aspirar.

Anthony reflexionó un instante y luego dijo:

– Bueno, si la animadversión es tan unánime, alguna razón tendrán.

A estas palabras siguió un instante de estupor. Se agrandaron los ojos de Sánchez Mazas tras las lentes y Raimundo Fernández Cuesta hizo ademán de llevarse la mano a la pistola. Por fortuna, José Antonio resolvió la situación con una sonora carcajada.

– ¡Ah, el célebre fair play de los ingleses! -exclamó dando una palmada en el hombro de Anthony. Luego, recobrando la seriedad, añadió-: Pero no hay tal cosa, amigo mío. Nos combaten porque nos temen. Y nos temen porque la razón y la Historia están con nosotros. Somos el futuro y contra el futuro de nada sirven las armas del pasado.

– Así es -dijo Sánchez Mazas con circunspecta convicción-. Si ahora, hoy, aquí, coaccionados y amordazados, no paramos de crecer y nuestro empuje es cada día más vigoroso, ¿qué sucedería si nos dejaran las manos libres?

– Que barreríamos a todos los partidos en un abrir y cerrar de ojos -concluyó Fernández Cuesta.

– Pues si los queréis eliminar -porfió Anthony envalentonado-, es lógico que los partidos traten de defenderse.

– El argumento está mal planteado -replicó Sánchez Mazas-. Nosotros queremos eliminar a los partidos, no a las personas. Suprimir cuánto hay de falso y oscurantista en el sistema parlamentario y ofrecer al ciudadano la posibilidad de integrarse en un gran proyecto común.

– Ya tienen uno -dijo Anthony.

– No -dijo José Antonio-. Lo que hoy en día hay en España no es un proyecto, sino una mecánica sin alma y sin fe. El Estado liberal no cree en nada, ni siquiera en sí mismo. Los socialistas son unos forajidos, los radicales, unos picaros, la CEDA contemporiza. Con estos elementos, la Asamblea, cuya misión es legislar, se degrada hasta las más viles intrigas y las más vergonzosas componendas. Hoy las Cortes españolas son un espectáculo chabacano y nada más. En este ambiente, ningún republicano puede ser otra cosa que el comodín de las masas torvas de las violentas organizaciones obreras. Nuestro tiempo no da cuartel.

A medida que hablaba, José Antonio había ido levantando la voz mientras en el local se hacía un silencio respetuoso. Desde la puerta, los guardaespaldas escudriñaban a los parroquianos, inmóviles en sus mesas. José Antonio se dio cuenta del efecto causado por la soflama y sonrió satisfecho. Anthony estaba impresionado por el convencimiento y el brío del orador. Él no sentía el menor interés por la política. En las últimas elecciones inglesas había votado a los laboristas a instancias de Catherine, y en las anteriores a los conservadores por complacer a su suegro; en ambos casos lo ignoraba todo sobre los candidatos y sobre el programa de sus respectivos partidos. Educado en los principios del liberalismo, daba por bueno el sistema mientras éste no demostrase su ineficacia, y no sentía ninguna afinidad hacia otros sistemas políticos. En sus años de Cambridge había rechazado instintivamente las ideas marxistas, tan en boga entre los estudiantes. Consideraba a Mussolini un charlatán, aunque le reconocía haber sabido disciplinar al pueblo italiano. Por el contrario, Hitler le inspiraba aversión, no tanto por su ideología, que juzgaba más ampulosa que consistente, como por la amenaza que representaban para Europa sus bravuconerías: aunque demasiado joven para ser movilizado entre 1914 y 1918, había visto con sus propios ojos las consecuencias de la Gran Guerra y ahora veía a las naciones protagonistas de aquella carnicería correr de un modo insensato hacia una repetición de la misma locura. En el fondo, Anthony sólo quería dedicarse a su trabajo, sin más complicaciones que las que le deparaba su turbulenta vida privada. Aun así, no había podido sustraerse al magnetismo de José Antonio, y si éste era capaz de provocar semejante reacción en un extranjero refractario, y ante un plato de estofado, qué no sería capaz de provocar en unas masas predispuestas y en un ambiente adecuado a la exaltación y el enardecimiento?

Antes de que pudiera responder a esta pregunta, el propio José Antonio disipó la tensión levantando su vaso de vino y diciendo en tono jovial:

– Brindemos por el futuro, pero ocupémonos del presente. Sería un crimen dejar enfriar estos manjares deliciosos, y otro crimen aún mayor aburrir a un forastero con nuestros problemas internos. Comamos, bebamos y saquemos a colación temas más gratos.

Rafael Sánchez Mazas se hizo eco de esta propuesta preguntando al inglés si sus conocimientos de la pintura española del Siglo de Oro se extendían también a la literatura de esa época. Anthony, gustoso de regresar a un terreno menos ignoto y menos resbaladizo, respondió que, si bien el objeto primordial de sus estudios y sus intereses era, efectivamente, la pintura, y más concretamente la obra de Velázquez, mal podría hablar de ella sin conocer otras manifestaciones de la extraordinaria cultura española de aquel período glorioso. Velázquez era, en sentido estricto, coetáneo de Calderón y de Gracián, y de sus contactos con la literatura había pruebas sobradas; había retratado a Góngora y, aunque no se le debía asignar la autoría del retrato de Quevedo, como algunos habían sostenido, esta misma atribución errónea daba fe de que bien podía haberlo retratado. En el Madrid de su tiempo, los pasos de Velázquez de fijo se habrían cruzado con los de Cervantes, Lope de Vega y Tirso de Molina, y el ambiente intelectual estaba impregnado de la poesía de Santa Teresa, de fray Luis de León y de San Juan de la Cruz. Y para demostrar su competencia en la materia, recitó:


Del monte en la ladera,

por mi mano plantado tengo un huerto,

que con la primavera

de bella flor cubierto

ya muestra en esperanza el fruto cierto.


No lo hizo muy bien, pero su buena voluntad, su innegable amor a todo lo español y, muy en especial, su pintoresco acento, le merecieron el aplauso de sus compañeros de mesa, al que se unieron otros comensales y varios camareros. De este modo la cena terminó entre risas y en una atmósfera de alegre camaradería.

El aire de la noche surtió un efecto tonificante y vivificador en el animado grupo. Anthony anunció su retirada; José Antonio no quiso saber nada de este saludable propósito y el inglés, incapaz de hacer frente a la energía del Jefe, se volvió a estrujar con los otros en el coche.

Desanduvieron lo andado y por Cedaceros fueron a salir a Alcalá; rebasada la Cibeles, estacionaron el coche y anduvieron hasta un local situado en los bajos del café Lyon d'Or. En aquel local pequeño, ruidoso y cargado de humo, con las paredes decoradas con pinturas de tema marinero, denominado La ballena alegre, José Antonio y sus adláteres frecuentaban una peña literaria. Los recién llegados repartieron saludos, presentaron brevemente al forastero que venía con ellos y sin más preámbulo se sumaron al debate. En aquella barahúnda, José Antonio parecía sentirse a gusto, y Anthony, acostumbrado a las tertulias madrileñas, no tardó en hacerse un discreto y amigable lugar. La mayoría de contertulios, además de poetas, novelistas o dramaturgos, eran acérrimos falangistas, pero en aquel ambiente distendido no se guardaban las jerarquías a la hora de expresar opiniones y rebatir las del contrario. Con agradable sorpresa, Anthony advirtió que, en el fogoso toma y daca, José Antonio se mostraba más flexible que sus compañeros desde el punto de vista ideológico. En aquellos días triunfaba en los escenarios Nuestra Natacha, una pieza dramática de Alejandro Casona, cuya explícita propaganda soviética era, ajuicio de los contertulios de La ballena alegre, la razón principal, si no la única, de la afluencia de público y de los elogios de la crítica. José Antonio dijo no haber visto la obra en cuestión, pero alabó La sirena varada, una obra anterior del mismo dramaturgo. Al cabo de un rato, de nuevo contra el parecer general, manifestó un entusiasmo sin reservas por la película Tiempos modernos, de Charles Chaplin, a pesar de su mensaje abiertamente socialista.

Así, entre whiskys y disputas encendidas, pasaron volando un par de horas. Al salir, según la costumbre española, los contertulios estuvieron largo rato en mitad de la calzada, intercambiando abrazos y largas parrafadas a voz en cuello, como si llevaran mucho tiempo sin verse o se despidieran para siempre. Una mujer harapienta e increíblemente menuda se les acercó ofreciendo lotería. Sánchez Mazas le compró un décimo. Al marcharse la vendedora sonrió el comprador.

– Si toca, será para la causa.

– No se tienta la suerte, Rafael -dijo José Antonio ladeando la cabeza.

Finalmente se separaron.

Bastante achispado, Anthony emprendió el regreso a su hotel. Cuando llevaba recorrido un trecho por la desierta calle de Alcalá, oyó a sus espaldas el ruido de pasos precipitados. La alarma se disipó a medias al comprobar que su perseguidor era Raimundo Fernández Cuesta. Anthony se sentía cohibido en presencia de aquel hombre, que durante toda la noche se había mostrado taciturno y ahora acentuaba la gravedad de su expresión.

– ¿Llevamos el mismo camino? -preguntó.

– No -repuso el otro con la respiración entrecortada por la carrera-. He dado esquinazo a los camaradas y te he dado alcance para tener contigo unas palabras.

– Tú dirás.

Antes de hablar, el secretario general del partido miró en todas direcciones. Luego, viendo que estaban solos, dijo lentamente:

– Conozco a José Antonio desde que nació. Lo conozco tan bien como a mí mismo. No ha habido ni habrá un hombre como él.

Como después de pronunciar esta frase lapidaria guardara un silencio prolongado, Anthony pensó que tal vez aquél era el contenido de la conversación, y estaba a punto de formular una respuesta inocua cuando el otro añadió en tono confidencial:

– Es evidente que siente por ti un afecto sincero y fraternal, cuya causa al principio yo no acertaba a dilucidar. Finalmente he comprendido que José Antonio y tú compartís algo de gran valor para él, algo sublime y vital. En otras circunstancias seríais rivales. Pero las circunstancias distan de ser normales y su alma noble ignora la animosidad y el egoísmo.

Volvió a callar y al cabo de un rato añadió con voz ronca:

– A mí sólo me queda respetar sus sentimientos y hacerte una advertencia: no defraudes la amistad con que él te honra. Y nada más: buenas noches ¡y arriba España!

Giró bruscamente sobre sus talones y se alejó a buen paso. Anthony se quedó meditando el alcance del extraño mensaje y la vaga amenaza que llevaba implícita. Era un pésimo psicólogo, pero había dedicado su vida a los grandes maestros del retrato y algo podía inferir de la expresión y la fisonomía de las personas: Raimundo Fernández Cuesta no parecía actuar del modo impulsivo que caracterizaba a los falangistas, sino movido por una fría y calculada ideología. Anthony comprendió que si alguna vez pasaban a la acción, los falangistas se comportarían de un modo imprevisible, pero algunos, además, serían implacables.


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