Capítulo 41

Anthony Whitelands despertó bruscamente. Su acompañante le había disparado un chorro de sifón a la cara. Le costó recordar dónde estaba hasta que, después de limpiar los cristales de las gafas, vio junto al suyo el rostro ceñudo y sombrío de José Antonio Primo de Rivera. Seguían en el Bar Club de la calle de Alcalá. Cuando lo vio despierto, dijo aquél:

– Malas noticias. Han matado a Guillermo del Valle.

En el bar no había nadie más; hasta el camarero parecía haber desaparecido. Anthony recobró la serenidad de golpe.

– ¿Guillermo muerto?-repitió incrédulo-. ¡Has sido tú! Guillermo del Valle era el falangista que vino a verme. El que había descubierto la existencia de un traidor. ¡Ahora lo entiendo! La Toñina oyó la conversación desde el armario de la habitación, donde se había escondido. Luego fingió un desmayo, y a la primera ocasión corrió a contárselo todo a Higinio Zamora. El cabrón de Higinio me había endosado a su pupila para que me vigilara…

– No digas más idioteces. Aunque tus fantasías fueran ciertas, yo no tocaría un pelo a un hermano de Paquita. A Guillermo lo han matado dos agentes de tu amigo el teniente coronel Marranón. Y ahora han dado orden de detenerme. Ya han detenido a mi hermano Miguel y a otros jefes de la Falange y hay patrullas buscándome por todo Madrid. No tardarán en venir. El camarero habrá dado el soplo. Por eso se ha largado.

– ¿Qué vas a hacer? Aún puedes escaparte.

– No. Soy el Jefe Nacional de la Falange. Yo no me escondo. Si me quieren detener, que apechuguen con las consecuencias.

Mientras hablaba sacó del bolsillo la pistola. Anthony se asustó.

– No irás a plantar cara a la policía.

José Antonio sonrió, extrajo el cargador de la pistola y dejó ambas cosas sobre la mesa.

– No estoy tan loco. Dejo aquí el arma para que no puedan dispararme alegando legítima defensa. No quiero más violencia. Lo creas o no, siempre he rechazado el recurso a la violencia. Dios sabe los esfuerzos que he tenido que desplegar para refrenar la justa indignación de los camaradas ante el abuso de los facinerosos socialistas y la connivencia de las autoridades, y para impedir que la Falange se precipitara a esa pendiente sin fondo. Por desgracia, he tenido que ceder a la realidad y consentir el recurso a las armas para evitar que nos exterminaran como a alimañas. Ya estoy cansado. Quizá tengas razón, quizá me sobren motivos para dar la espalda a mi propia criatura. Yo quería la paz y la reconciliación. Pero no me han dejado. He dado mi vida por España y España me ha vuelto la espalda. He defendido a la clase obrera y la clase obrera, en vez de escucharme, me ataca. Nadie me hace caso. Y, sin embargo, yo podía haber logrado lo que nadie ha logrado ni logrará: superar la lucha de clases insensata, echar los cimientos de una España nueva, la patria de todos. Me he esforzado en vano: los españoles prefieren seguir con sus ideologías anacrónicas, su demagogia oscurantista, su caciquismo disfrazado de democracia y su salvaje ajuste de cuentas. ¿Qué diferencia hay entre sacar en procesión la imagen del Sagrado Corazón y quemarla?- Este es un país cavernario, hundido en la miseria, la atonía y la falta de higiene.

Puso la mano en el hombro de Anthony y prosiguió en un tono más personal.

– Vuélvete a tu casa, amigo mío, éste no es lugar para ti. Vuelve a la Inglaterra de los campos verdes y allí cuenta lo que has visto: explica mi lucha, mis aspiraciones y los obstáculos a que debo enfrentarme.

Anthony movió la cabeza e hizo un ademán de disculpa.

– Lo siento -dijo-, pero me temo que no lo haré. Volveré a Inglaterra como vine: sin tomar partido. No es que todo me sea indiferente; al contrario: me desespera la situación y más aún lo que se avecina. Pero no es mi problema. Nadie me consultó a la hora de sentar las bases, ni de establecer los objetivos, ni de fijar las reglas del juego. Ahora no me paséis la carga del veredicto. Mi compromiso es estrictamente personal. Si te esperan ahí afuera, saldré contigo. No porque piense como tú, sino porque hemos entrado juntos y hemos bebido juntos. Si tienen intención de disparar, quizá lo piensen dos veces al verte acompañado de un súbdito británico, o quizá no. Pero de las ideas por las que estáis dispuestos a mataros los unos a los otros, de eso no quiero ni oír hablar.

La calle de Alcalá estaba cortada al tráfico. Sólo había dos automóviles negros apostados frente al bar y seis agentes de la Guardia de Asalto, armados con mosquetones, a cubierto en los quicios de los portalones. Cuando José Antonio Primo de Rivera y Anthony Whitelands salieron con las manos en alto, el teniente coronel Marranón se apeó de uno de los autos y fue a su encuentro.

– Ya me extrañaba no ver su jeta -le dijo al inglés-. Quedan detenidos los dos.

– ¿Con qué cargos? -preguntó José Antonio.

– Llevar armas sin licencia.

– Ni yo ni este caballero llevamos armas -protestó Anthony.

– ¡Coño, Vitelas, no me obligue a inventar! Yo los meto en el calabozo y mañana el juez decidirá la acusación. Usted se viene conmigo. El señor Primo en el otro auto.

José Antonio tendió la mano al inglés.

– No creo que volvamos a vemos.

Anthony le estrechó la mano mirándole fijamente a los ojos.

– Si no nos llegan a detener, ¿me habrías matado? Dime la verdad.

José Antonio sonrió, se encogió de hombros y se dirigió al automóvil que le habían asignado, escoltado por los seis guardias. Con el pie en el estribo, se volvió y saludó levantando el brazo. Anthony y el teniente coronel ocuparon los asientos traseros del otro. Un agente viajaba en el traspontín.

– ¿De qué han hablado? -preguntó de camino el teniente coronel.

– Básicamente, de mujeres.

– Lo suponía. ¿Se ha enterado de lo de ese muchacho, el hermano de la mujer sobre la que han estado hablando?

– Sí. ¿Ha muerto?

– Qué va. Los señoritos son como los gatos. Los tiras de la azotea y no hay manera.

Anthony se reclinó en la tapicería de cuero, cerró los ojos y exhaló un hondo suspiro. Cuando los volvió a abrir estaban detenidos a la puerta del hotel. Habían baldeado los adoquines y no quedaba rastro de sangre en la plaza del Ángel.

– ¿No me llevaba detenido?

– A usted no. No quiero verle más. Es un incordio. Y apesta a whisky. Para meterse en intrigas internacionales hay que ser más listo, más morigerado y menos enamoradizo. Su tren sale de Atocha mañana a las catorce horas. No lo pierda y no trate de apearse antes de cruzar la frontera. La Guardia Civil tiene su descripción y la mala costumbre de tirar sin dar el alto.

Llegó a la habitación a tientas y se tumbó en la cama vestido, pero no consiguió dormir hasta que la primera luz del día se filtraba por los postigos de la ventana. Despertó sacudido sin miramientos por un desconocido. Habituado a este tipo de anomalías, no se alarmó.

– ¿Quién es usted y qué hace en mi cuarto? -se limitó a preguntar.

– ¿No se acuerda de mí, Whitelands? Harry Parker, de la Embajada. He sabido que se va y he venido a llevarle a la estación. Todos nos quedaremos más tranquilos cuando arranque el tren con usted adentro.

– Por Dios, Parker, el tren sale a las dos de la tarde y son las nueve menos diez.

– Sí, tenemos el tiempo justo. Hay algunos asuntillos pendientes. Vístase y haga la maleta. Tengo un auto en la puerta. Dese prisa. Tomaremos un café aquí al lado. Con churros, si no se demora mucho.

Demasiado cansado para poner reparos, Anthony obedeció. Bajó con la maleta y al abonar la cuenta advirtió que habían cambiado al recepcionista; el nuevo era igualmente desabrido y aún más distante. De la puerta giratoria faltaba un panel, pero los restos de cristal habían sido barridos del umbral. Dejaron la maleta en el berlina de la Embajada, a cargo del mecánico, y en la plaza de Santa Ana hicieron un desayuno frugal y silencioso. Tanto en la cafetería como en el trayecto posterior, Anthony advirtió en su acompañante un leve malestar, como si hubiera de hacer un esfuerzo para no decir algo importante. A la puerta de la Embajada se apearon.

– Deje la maleta -dijo el joven diplomático-. No nos demoraremos mucho. Unos caballeros desean saludarle. Ya los conoce.

– ¿Y si me niego a ver a nadie? -dijo Anthony en tono desafiante.

– Me pondrá en un compromiso, Whitelands, y ya me ha dado muchos quebraderos de cabeza. Sea buen chico; sólo un minuto.

Subieron al suntuoso salón, presidido por el retrato de Su Majestad Eduardo VIII, donde la vez anterior se había celebrado la reunión con lord Bumblebee y dos funcionarios de la Embajada. En la chimenea ardía un fuego reconfortante. Lord Bumblebee acudió al encuentro de los recién llegados.

– Celebro verle de nuevo, Whitelands. Ya conoce a David Ross, primer secretario de Embajada, y a Peter Atkins, agregado cultural. En esta ocasión nos acompaña…, en fin, huelgan las presentaciones.

Con sorpresa y desagrado, Anthony advirtió la presencia de Edwin Garrigaw, el viejo, repulgado y malévolo curador. Saludó a todos con una inclinación de cabeza y, por indicación de lord Bumblebee, ocupó una butaca. Luego aquél se dirigió a Harry Parker y le preguntó:

– ¿Se lo ha dicho?

– No, señor. He preferido que se lo dijera usted personalmente -repuso el joven diplomático.

Lord Bumblebee asintió, cargó la pipa con deliberada lentitud, miró a los presentes uno a uno, como buscando su apoyo moral, carraspeó y, dirigiéndose a Anthony, dijo:

– Bueno. Whitelands, iré al grano. Hemos de darle dos noticias: una buena y otra mala. Empezaré por la mala. Anoche, mientras la familia de su amigo el duque de la Igualada se encontraba reunida en el Hospital Clínico de esta ciudad por… ya sabe, por lo del falangista malherido… Un caso lamentable, sí señor. No por frecuente menos lamentable. Al final, por fortuna, el muchacho salió adelante. En Verdún, en el 17, vi casos similares. Pocos, bien es verdad. En fin, como le venía diciendo, mientras la familia estaba en el hospital, se produjo…, bueno, se produjo un incendio en el palacete de la Castellana. ¿Un atentado? No debemos descartar la posibilidad, tal como están las cosas, aunque yo lo dudo, dadas las características del siniestro. Más bien un accidente doméstico: un cortocircuito, un cigarrillo mal apagado, cualquier cosa. Con la agitación del momento, la familia ausente, la servidumbre alterada; las distracciones son de rigor. Por fortuna no hubo heridos. Alguien se dio cuenta, acudieron los bomberos y el fuego fue sofocado sin mayor problema. De hecho, sólo resultó dañado el sótano. Por lo visto guardaban muebles viejos, alfombras, trastos. Arden como la yesca. También se quemaron algunos cuadros… Irrecuperables, según parece. Le cuento este suceso porque creí entender que en algún momento su presunto Velázquez estuvo en ese sótano.

Anthony había palidecido conforme avanzaba el relato de lord Bumblebee. Miró de reojo a Edwin Garrigaw y creyó distinguir una sonrisa burlona en sus labios retocados de suave carmín. Pidió un vaso de agua. Harry Parker le propuso una bebida más reconstituyente, pero ni el organismo ni la cabeza de Anthony estaban en condiciones de sufrir más acometidas. Mientras el joven diplomático llenaba un vaso del agua de una jarra, lord Bumblebee prosiguió:

– No se descomponga, Whitelands. Ésta era la mala noticia. La buena se la dará nuestro amigo Garrigaw. Cuando gustes, Edwin.

El viejo curador dejó pasar unos segundos dedicados a saborear de antemano el triunfo que se disponía a mostrar.

– La buena noticia, Whitelands, es que el cuadro no era un Velázquez. No se sulfure antes de haberme oído. En primer lugar, su honorabilidad y su prestigio académico están a salvo. No era una falsificación y, dadas las condiciones en que usted efectuó el examen, la atribución es comprensible. Le diré más: sus hipótesis no andaban desencaminadas. Estoy muy impresionado.

– Por favor, Garrigaw -dijo Anthony con un hilo de voz-, explíquese.

– Ya va, ya va. Si no recuerdo mal, usted había identificado la figura del cuadro, un desnudo femenino, con doña Antonia de la Cerda, esposa de don Gaspar Gómez de Haro. Seguramente tenía razón y, de ser así, esto vendría a confirmar la identidad de la mujer que posó para la Venus de Rokeby. Un descubrimiento importante, Whitelands. Si puede demostrarlo, le auguro un éxito resonante en nuestro cicatero círculo. Pero el segundo retrato, el que usted vio, no lo pintó Velázquez, sino su ayudante.

– ¿Martínez del Mazo?

– No. Juan de Pareja. Para quienes no sepan de quién se trata -dijo abarcando a los presentes-, les diré que era un moro, un esclavo adquirido en Sevilla, que trabajó en el taller de Velázquez durante muchos años, desde el principio de la carrera artística de éste, y con el que aprendió los rudimentos técnicos de la pintura. Velázquez le apreciaba en el aspecto profesional y también en el personal, pues se hizo acompañar por él en los dos viajes a Italia. Se ignora la fecha exacta y el lugar de nacimiento de Juan de Pareja -continuó la explicación profesoral del viejo curador-. pero era más joven que Velázquez. Dotado de cierto talento natural, no sólo aprendió de su amo, sino de los grandes maestros italianos que tuvo ocasión de ver e incluso conocer en Italia. Pintó algunos retratos y cuadros de tema religioso; por su condición de esclavo, no pudo exhibirlos en vida, pero hoy se pueden ver en el Prado, en Valencia e incluso en museos internacionales. Dada la proximidad de Velázquez, es lógico que sufriera una gran influencia de éste, por lo que en varias ocasiones algunas obras de Pareja han sido atribuidas por error a Velázquez.

Hizo una pausa para que esta última insinuación calara en el ánimo de sus oyentes y luego continuó en el mismo tono didáctico.

– En el segundo viaje a Italia -continuó Edwin Garrigaw-, Velázquez retrató a Pareja A su vuelta, el retrato se quedó en Italia y actualmente está en Inglaterra, en la colección de sir William Hamilton. Yo lo he visto y les puedo asegurar que es una obra de la máxima calidad. Tal vez ustedes hayan visto copias. Si es así, sabrán cómo era Juan de Pareja: guapo a más no poder. Piel oscura, ojos ardientes, cabello ensortijado, porte altivo. Dicen que Velázquez lo pintó como ejercicio previo antes de retratar al Papa Inocencio X. Yo no opino igual. En 1650 Velázquez había pintado muchos retratos de Felipe IV y de la familia real; no necesitaba entrenamiento ni le faltaba seguridad. Simplemente, pintó a Juan de Pareja porque estaba harto de pintar cardenales y porque eran amigos y compinches. Por eso le dio la carta de libertad. Si en Madrid Velázquez había pintado a la mujer de don Gaspar Gómez de Haro como Venus, es probable que la modelo y el ayudante del pintor trabasen conocimiento y sin duda de ahí surgió algo más. Juan de Pareja la pintó a escondidas, como pintaba todos sus cuadros. Tal vez corrieron rumores por Madrid, y como de los crímenes de un esclavo responde el amo, Velázquez y Pareja salieron huyendo a Roma.

Guardó silencio y se quedó mirando a Anthony, a la espera de su reacción.

– De dónde saca esta teoría, Garrigaw? Ni siquiera llegó a ver el cuadro.

– Pedro Teacher lo sabía. Nunca se lo dijo a nadie y no sé cómo lo averiguó. Después de su muerte, el servicio de inteligencia británico registró la galería y la casa de Londres y encontró la documentación. Esta misma mañana nos lo han comunicado. Si el duque de la Igualada lo sabía o creía de buena fe que el cuadro era de Velázquez, no lo sabemos y, en estos momentos, desaparecido el cuadro, la cuestión carece de importancia.

David Ross, el primer secretario de la Embajada, se creyó en el deber de aportar sus conocimientos.

– Pedro Teacher era un agente al servicio de Alemania. Hace tiempo que lo sabíamos y le seguíamos la pista. Trabajaba para la Abwehr del almirante Canaris. Quizá también para otras potencias. Agente doble. Casi todos lo son.

– ¿Por eso le mataron?

– No creo. Los espías no se matan entre sí. Son colegas. Se ayudan y colaboran si no es en detrimento de sus propios intereses. Y los gobiernos, otro tanto. Si el servicio de contraespionaje descubre un agente, tratan de convencerle de que cambie de bando y generalmente lo consiguen. Gente flexible, como exige su oficio. Un espía vivo es útil, muerto no sirve para nada. A veces su propio Gobierno estima oportuno apartarlos de la circulación. Pero, ya le digo, es raro. No sabemos quién mató a Pedro Teacher, y menos la causa.

– Cuando lo mataron iba a revelarme un secreto importantísimo -sugirió Anthony.

– No le haga caso -replicó David Ross-. Era un bocazas. Seguramente trataba de granjearse su confianza para sacarle información. Estaba preocupado por la venta del cuadro. Sus relaciones con el duque se habían enfriado recientemente y se sentía excluido de una operación que él había organizado con mucho cuidado.

– ¿Y Kolia?

Lord Bumblebee tomó la palabra.

– Nuestros informantes le han perdido el rastro. Y seguimos sin saber su verdadera identidad. A lo mejor Kolia era Pedro Teacher. También podría ser cualquiera de los aquí presentes. Esos malditos espías se meten en todas partes. No importa. Olvídese de Kolia. Desaparecido el cuadro, usted ya no reviste el menor interés. Ni para él, ni para Moscú. Ni para nosotros, si no se ofende.

– Pero intentó matarme.

– No -dijo David Ross-. Si Kolia hubiera querido matarle, usted no estaría presente. Lo de la Puerta de Toledo fue una pantomima. Higinio Zamora Zamorano trabaja para nosotros.

Harry Parker miró el reloj.

– El tiempo pasa -dijo en tono neutro-. Quizá deberíamos irnos, salvo que tenga algo que decir o que preguntar, Whitelands.

Anthony dejó el vaso vacío sobre una mesita auxiliar y se levantó de la butaca. Le dolía la cabeza y tenía el estómago revuelto. Advirtiendo su desazón, lord Bumblebee le puso la mano en el hombro.

– Parker tiene razón. Vuelva a casa, olvídese de Madrid. Es una ciudad sucia, revuelta, la gente no sabe estar en su sitio. Y no se preocupe por su amigo Primo; no le pasará nada. El fascismo es un incordio, pero no es un problema. El problema viene de Rusia. Tarde o temprano Inglaterra habrá de aliarse con Alemania para hacer frente a la amenaza comunista. -Se volvió al retrato de Su Majestad Eduardo VIII y lo señaló con la pipa-. Su Majestad así lo entiende y no oculta sus simpatías por Hitler. Hitler no es un demócrata cabal, es cierto, pero la política no permite hacer distingos. Por eso no es para personas educadas y sensibles como usted, Whitelands. Vuelva a Londres, a sus cuadros y a sus libros. Y pídale perdón a Catherine. Ella le cubrirá de improperios, pero le perdonará. Lo está deseando. Las mujeres son una lata, pero son lo mejor que tenemos. La política, en cambio, es horrible. Los comunistas y los nazis son unos monstruos, y nosotros, que somos los buenos, no pasamos de canallas.


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