Capítulo 26

La intensa luz que se filtraba por los postigos advirtió a un soñoliento Anthony Whitelands de lo avanzado de la hora. El reloj señalaba las nueve y media y a su lado la Toñina dormía con infantil abandono. Mientras trataba de ordenar mentalmente los acontecimientos de la víspera y de hacer balance de la situación, Anthony se levantó, se aseó, se vistió y salió sigilosamente de la habitación. En la recepción pidió permiso para utilizar el teléfono y marcó el número del duque de la Igualada. Respondió el mayordomo y le informó de que su excelencia no podía ponerse al aparato. Se trataba de un asunto urgente, insistió el inglés, ¿cuándo podría hablar con el señor duque? Ah, el mayordomo no estaba capacitado para responder a la pregunta; su excelencia no había informado al servicio de sus planes. Lo único que el mayordomo podía sugerir era que el señor siguiera llamando a cortos intervalos. Tal vez tuviese suerte.

Anthony regresó contrariado a la habitación y encontró a la Toñina vestida y a punto de salir. Con mucha diligencia había hecho la cama y adecentado un poco el resto. Por los postigos abiertos entraba el sol a raudales.

– Estaré fuera unas horas, si no te importa -dijo la muchacha-. He de ocuparme de mi hijo. Pero puedo volver antes, si tú quieres.

Anthony contestó secamente que hiciera lo que quisiera, con tal de que le dejara en paz, y la Toñina se fue cabizbaja y apresurada. Una vez a solas, Anthony empezó a dar vueltas como una fiera enjaulada. Dos veces se sentó ante el cuaderno de notas y otras tantas se levantó sin haber escrito una palabra. Un nuevo intento de comunicarse con el señor duque chocó con la parca negativa del mayordomo. Anthony se devanaba los sesos tratando de comprender la causa de aquel súbito cambio de actitud por parte del duque. Tal vez sabía que la policía conocía sus planes y prefería esperar un momento más propicio para llevarlos a término, pero, de ser así, ¿por qué no se lo había dicho, en vez de mantenerlo al margen? Si abrigaba algún recelo acerca de su lealtad, era preciso disiparlo cuanto antes.

Con estas ideas rondándole por la cabeza, seguir encerrado se le hizo insoportable. Después de una noche de sueño reparador y con el sol alto en un cielo azul y transparente, los temores de la víspera se le antojaban pueriles. Sin restar veracidad a las palabras de lord Bumblebee, le parecía inverosímil que un agente del servicio secreto soviético se ocupara de alguien tan insignificante como él desde el punto de vista político. Y aun cuando se cruzasen sus caminos, nada podía ocurrir en pleno día y en medio del gentío de una calle céntrica. De las provisiones compradas la tarde anterior ya no quedaba nada. Por si los problemas a que había de enfrentarse fueran pocos, ahora tenía una boca más que alimentar.

Al pisar la acera se alegró de haber tomado aquella decisión y tuvo la sensación de dejar las preocupaciones en los sombríos recovecos del vestíbulo del hotel. Sólo al desembocar en la plaza de Santa Ana percibió el cambio atmosférico ocurrido en las últimas horas. En aquella parte de Madrid, carente de árboles y plantas, la llegada de la primavera se manifestaba en el aire y los colores, como si se tratara de un cambio anímico. Nada malo podía pasarle bajo aquel cielo resplandeciente que arropaba a la ciudad y a quienes discurrían por ella.

Después de desayunarse un café y un bollo y, llevado por la efervescencia primaveral, echó a andar y una vez más se encontró, casi sin proponérselo, delante del Museo del Prado. Si había de abandonar pronto Madrid, no quería hacerlo sin despedirse de sus queridos cuadros. Mientras subía la empinada escalera le asaltó una idea descorazonadora: tal vez aquélla fuera la última oportunidad de contemplar unas obras de arte en cuya compañía había pasado momentos de éxtasis. Si la locura que fermentaba en todos los sectores de la sociedad española degeneraba en el enfrentamiento armado que vaticinaban todos, ¿quién podía asegurar que los innumerables tesoros artísticos repartidos por todo el país no sucumbirían a la vorágine?

Agobiado por este sombrío pensamiento recorría las salas del museo sin advenir que un individuo enfundado en un macfarlán y tocado con un sombrerito tirolés le seguía a distancia, ocultándose en un recodo o tras una columna si el objeto de su persecución se detenía ante alguna de las pinturas expuestas. Era una precaución justificada, porque a aquella hora no había ningún otro visitante en todo el museo, pero también era una precaución innecesaria, porque Anthony no prestaba atención ni siquiera a las obras sobre las que posaba la mirada. Sólo al avistar el primer cuadro de Velázquez dejó de lado sus reflexiones y concentró toda su atención en los cuadros. Esta vez le atrajeron con fuerza irresistible dos personajes singulares.

Diego de Acedo, apodado El Primo, y Francisco Lezcano habrían gozado en este mundo de un rango igual o inferior al de los perros si Velázquez no los hubiera hecho entrar en la inmortalidad por la puerta grande. Acedo y Lezcano eran dos enanos adscritos al nutrido elenco de bufones de la corte de Felipe IV. Los cuadros en que aparecen son grandes, de un metro de alto por ochenta y cinco centímetros de ancho. Los retratos de las infantas Margarita y María Teresa miden lo mismo. Y también es idéntica la mirada del pintor sobre sus modelos, sean infantas o enanos: humana, sin halago ni compasión. Velázquez no es Dios y no se siente llamado a juzgar un mundo que ya ha encontrado hecho y sin remedio; su misión se ciñe a reproducirlo tal cual es, y a eso se aplica.

Obviamente Lezcano padece idiocia; probablemente Acedo también. A pesar de sus escasas luces, o quizá para resaltar el hecho, los dos bufones hacen cosas que requieren un mínimo de inteligencia y de aprendizaje, dos cualidades de las que carecen: El Primo sostiene un libro abierto casi tan voluminoso como él mismo; Lezcano coge un mazo de cartas como si fuera a repartir juego. La página abierta del libro de Acedo parece escrita e incluso ilustrada, pero sólo es un truco habitual en Velázquez: vistos de cerca, letra y dibujo sólo son una mancha uniforme. Lo mismo ocurre con la baraja. Los bufones ocupan la mayor parte del lienzo; a la derecha de cada composición se ve el esbozo de la sierra de Guadarrama; la lejanía de las montañas y la ausencia de otros referentes sitúa a los enanos en el campo; la luz, a una hora tardía; el conjunto sugiere abandono. La majestad de las cumbres al fondo y, en primer plano, el paradigma de la pequeñez y el desvalimiento.

Anthony está tan cautivado por estos personajes que sin darse cuenta mueve los labios como si conversara con ellos. En este momento Acedo y Lezcano se le antojan los únicos seres capacitados para comprender y compartir su tristeza ante la inminencia de una catástrofe que destruirá todo lo que encuentre a su paso, empezando por lo bello y lo noble, y que no tendrá piedad de los débiles. Este no es mi país, murmura el inglés mirando, ora al uno ora al otro, y sería absurdo unir mi suerte a la de una gente que no cuenta conmigo, que ni siquiera sabe de mi existencia. No se puede tachar de huida lo que sólo es una juiciosa retirada.

Los enanos no contestan. Miran hacia delante, pero no al espectador, sino a otra cosa, seguramente al propio Velázquez que los está pintando, quizás al infinito. Esta indiferencia no sorprende a Anthony, que no esperaba más. Para él los enanos representan al pueblo de Madrid, compañeros mudos en un viaje al abismo.

Cuando da media vuelta para dirigirse a la salida, todavía sumergido en el mundo paralelo de la pintura, advierte que un hombre enfundado en un macfarlán y tocado con un sombrerito tirolés viene hacia él con paso decidido. Esto le hace descender de golpe a la realidad: sin duda es el taimado Kolia el que se le echa encima con intenciones criminales. Como en una pesadilla, el terror le paraliza las piernas, quiere gritar y ningún sonido le sale de la garganta; el instinto de conservación le hace levantar los brazos y agitarlos sin ton ni son para protegerse y repeler la agresión. Ante esta reacción, el otro se detiene asustado, se quita cortésmente el sombrero y en un inglés afectado exclama:

– ¡Por el amor de Dios, Whitelands! ¿Se ha vuelto loco?

El pánico dejó paso al asombro en el ánimo de Anthony.

– ¿Garrigaw? ¿Edwin Garrigaw?

– No sabía cómo localizarle y no quería recurrir a instancias oficiales, de modo que vine al museo convencido de encontrarle aquí tarde o temprano. Y en el peor de los casos, me dije, qué demonios, una visita al Prado bien vale las molestias del viaje.

Pasada la sorpresa, Anthony fue presa de una rabia sorda.

– No esperará un recibimiento cálido -masculló.

El viejo curador se encogió de hombros.

– Tratándose de usted, no espero nada. No obstante, debería estarme agradecido -y señalando a los bufones agregó-: ¿No podríamos hablar sin la presencia de estos desventurados? Me hospedo a dos pasos de aquí, en el Palace. Allí estaremos tranquilos y cómodos.

Anthony dudaba. Por su gusto, habría enviado a la porra al presuntuoso entrometido, pero el sentido común le disuadía de granjearse la enemistad de una autoridad mundial en la materia, capaz de proporcionarle grandes beneficios y también de causarle muchos problemas. Tras una breve reflexión hizo un ademán de agria resignación y echó a andar hacia la salida seguido del viejo curador. Cruzaron el Paseo del Prado sin despegar los labios. En la suntuosa rotonda buscaron un rincón aislado, se despojaron de las prendas de abrigo, se apoltronaron en sendas butacas y prolongaron el tenso silencio hasta que el viejo curador dijo a media voz:

– Por Júpiter, Whitelands, deponga de una vez su maldita suspicacia. ¿De veras cree que quiero robarle el mérito del descubrimiento? Recapacite, soy conservador de la National Gallery, soy una personalidad, si me permite la inmodestia, de renombre universal y me falta muy poco para retirarme. ¿Comprometería la reputación de toda una vida por una aventura de incierto resultado y, si me permite decirlo, de dudosa legalidad? Y si decidiera cometer semejante desatino, ¿vendría expresamente a buscarle para ponerle al corriente de mis intenciones?

Anthony esperó unos instantes para responder. Al otro extremo del salón, los melosos acordes de un arpa envolvían el murmullo de las conversaciones.

– No sea hipócrita, Garrigaw -dijo al fin con fría calma-. ¿Pretende hacerme creer que ha dejado su despacho en Trafalgar Square y su té en el Savoy para meterse en este avispero con la única finalidad de hablar conmigo sobre un cuadro que ni siquiera ha visto? No me haga reír. Usted ha venido para llevarse un trozo del pastel, si no el pastel entero, y ha acudido a mí porque soy la única persona que puede llevarle hasta donde está oculto el Velázquez. Por suerte tuve la prudencia de no decírselo en la carta. De lo contrario…

Se les acercó un camarero por si deseaban tomar algo. Edwin Garrigaw pidió un café y Anthony no quiso nada. Cuando se fue el camarero, el viejo curador adoptó una actitud dolida.

– Siempre ha sido usted un tipo atravesado, Whitelands -dijo sin encono, como quien describe las características de un mueble-. Cuando era estudiante ya lo era y ese rasgo se le ha acentuado con la edad. Y con la falta de éxito profesional, si no le molesta que se lo diga. Entienda bien esto: yo no quiero tener ninguna relación con ese cuadro. Es falso, Whitelands, falso. No digo que se trate de una falsificación ni de un fraude deliberado: quizá los actuales propietarios lo tienen por auténtico, quizás están obrando de buena fe. Pero el cuadro no es un Velázquez. Yo no he dejado mi rutina para venir a robarle nada, Whitelands. Hace unos días un miembro de nuestra Embajada en Madrid me telefoneó para referirme el caso y me leyó una carta escrita de su puño y letra. De inmediato me puse en camino con un solo propósito: evitar que cometa usted un disparate irreparable. Porque a pesar de sus defectos personales y de su ingenuidad, yo le considero un profesional de cierta valía, y no quiero ver su carrera arruinada y a usted convertido en el hazmerreír del mundo académico. Puede creerme o no, pero le estoy diciendo la verdad. Yo amo nuestra profesión, Whitelands, le he dedicado toda mi vida; el arte ha sido y sigue siendo mi alegría y mi razón de ser. Y aunque nunca he rehuido la polémica, también amo a mis compañeros de profesión. Ustedes son mi familia, mi…

La emoción producida por sus propias palabras le atenazó la garganta y le impidió seguir. Para ocultar su confusión, sacó un pañuelo carmesí del bolsillo superior de la americana y se dio unos toques en la frente, el mentón y las mejillas. Luego examinó con interés los efectos de esta operación en el pañuelo.

– El clima de Madrid cuartea el maquillaje -aclaró mientras plegaba el pañuelo y lo volvía a colocar en su sitio-. Demasiado seco. También cuartea la pintura. Espero que haya tenido en cuenta este dato.

Volvió el camarero con una bandeja en la que había una taza de moka, una jarrita de leche, un azucarero, una cucharilla, una servilleta de hilo y un vaso de sifón. Garrigaw sonrió satisfecho y Anthony, arrepentido de su temperancia, aprovechó la presencia del camarero para pedir un whisky con soda. Luego, mientras el viejo curador succionaba el café con delicados mohines, dijo:

– Usted no lo ha visto. El cuadro, quiero decir. Usted no ha visto el cuadro, y yo sí.

El viejo curador se enjugó las comisuras de los labios con remilgos de damisela antes de responder.

– No me hace falta. Soy perro viejo y he conocido casos similares. El diablo está apostado en las encrucijadas de los caminos y ofrece maravillas a los viajeros dispuestos a venderle su alma. Al final todo acaba en un triste engaño. Engañar está en la naturaleza del diablo. Yo he sentido las mismas tentaciones; también ante mis ojos desplegó Mefistófeles su rutilante mercancía. Humo y ceniza, Whitelands, humo y ceniza.

– Pero usted no ha visto el cuadro -insistió Anthony sin tanta convicción.

– Justamente por eso sé que es falso, y por eso estoy aquí. Si lo hubiera visto, quizás habría sido fulminado por el brillo cegador de la falsedad, como usted. Lo más fácil del mundo es ver lo que uno desea ver. Si no fuera así, los hombres no se casarían con las mujeres y la Humanidad se habría extinguido hace milenios. Darwin lo vio claro. Ay, Whitelands, Whitelands, ¿cuántos ejemplos podríamos citar, cuántos de nuestros colegas, los más templados e incorruptibles no se han ganado el descrédito por culpa de un deseo irresistible? ¡Cuánta atribución precipitada! ¡Cuánta datación errónea! ¡Cuánta interpretación simbólica, cuántas revelaciones ocultas en un detalle del paisaje, en un pliegue del manto de la Virgen! ¡El desmedido afán de descubrir e interpretar lo que, por definición, es misterio y ambigüedad!

Echó el cuerpo hacia delante y dio unas palmaditas en la rodilla de Anthony, en un gesto a la vez burlón y paternal.

– Desengáñese, Whitelands, en la apreciación de una obra de arte, el 50 % se corresponde con la realidad; el otro 50 % lo integran nuestros gustos, nuestros prejuicios, nuestra educación y, sobre todo, las circunstancias. Y si no estamos en presencia de la obra e interviene la memoria, el peso de la realidad se reduce a un mero 10%. La memoria es flaca, idealiza, es negligente, los recuerdos se intercambian datos entre sí. Para el aficionado, estas variaciones no tienen importancia; incluso es posible que el subjetivismo forme parte esencial de las artes plásticas. Pero nosotros somos profesionales, Whitelands, y hemos de luchar contra los engaños de la emoción. Nuestra función no consiste en hacer descubrimientos sensacionales, ni siquiera en interpretar o valorar. Nuestra función se limita a analizar las telas, los pigmentos, los bastidores, el craquelado, las escrituras de compraventa, en definitiva, todo lo que pueda servir para fijar la realidad y evitar el caos.

Volvió a retreparse en su butaca, juntó las yemas de los dedos y prosiguió:

– Hace un rato, en el Prado, le he estado observando. Estaba lejos, la luz era tenue y mis ojos no son los de antaño, pero aun así, estoy convencido de haberle visto dialogar con Diego de Acedo y con Francisco Lezcano. No seré yo quien se lo reproche. Muchas veces he abierto mi corazón a las imágenes pintadas, con más sinceridad y emoción de la que pueden esperar de mí los hombres y los ángeles; he llorado delante de algunos cuadros, no por emoción estética, sino como desahogo del alma, como confesión, como psicoterapia, como lo que sea. Nada hay de malo en ello, mientras sepamos lo que son estas expansiones momentáneas. Luego, a la hora de la verdad, la emoción ha de guardarse bajo llave, confiar sólo en los hechos, en las comprobaciones de primera mano, en el cotejo… ¿En qué condiciones ha visto ese cuadro, Whitelands? ¿Solo o acompañado? ¿Varias horas, unos minutos solamente? ¿Qué documentación ha manejado? ¿Y qué me dice de los rayos-x? Nadie puede atreverse a teorizar en los tiempos modernos sin haber recurrido a los rayos-x. ¿Lo ha hecho usted? No diga nada, Whitelands, conozco la respuesta a estas preguntas. ¿Y todavía insiste en llevarme la contraria?

Había llegado el whisky y Anthony bebió dos tragos generosos. Animado por esta ingestión, dijo:

– Yo no le llevo la contraria, Garrigaw. Es usted el que ha venido desde Londres para someterme a esta especie de lobotomía académica disfrazada de rigor y método. En cuanto a sus preguntas, le diré algo: yo puedo responderlas bien o mal, pero usted no, porque no ha visto el cuadro y da palos de ciego. Por su boca no habla la prudencia ni la experiencia, y mucho menos el compañerismo. Por su boca habla únicamente el miedo a que yo consiga un triunfo que deje en ridículo su larga carrera de arribismo, charlatanería y zancadilleo. Para eso ha venido hasta aquí, Garrigaw, para obstaculizar mi labor y, si no puede, para asociarse al descubrimiento y robarme una parte de algo que sólo me pertenece a mí.

El viejo curador frunció los labios, levantó las cejas con aire divertido y emitió un suave silbido.

– ¿Se ha desahogado ya, Whitelands

– Sí.

– Gracias a Dios. Ahora descríbame el cuadro.

– ¿Por qué habría de hacerlo?

– Porque soy la única persona que puede entenderlo y usted se muere de ganas de hablar de su jodida pintura. En este momento me necesita más usted a mí que yo a usted. Hasta ahora ha aflorado su nerviosismo. Es natural. Yo en su lugar también me estaría subiendo por las paredes.

La flema del viejo curador transformó el crispado pugilato en la antigua relación de maestro y discípulo.

– Un metro treinta de alto por ochenta de ancho. Fondo ocre oscuro, sin paisaje ni otro elemento adicional. En el centro, un desnudo femenino, ligeramente ladeado hacia la izquierda. La mano derecha sostiene una tela azul a la altura del regazo. La postura recuerda en algo la Dánae de Tiziano, que Velázquez pudo ver en Florencia en su primer viaje a Italia. Las facciones de la mujer están claramente definidas y no coinciden con las de ninguna de las modelos utilizadas por Velázquez. La paleta es idéntica a la utilizada para la Venus de Rokeby y sin duda se trata de la misma mujer.

– ¿La amante de don Gaspar Gómez de Haro?

– O su esposa.

– ¿Está bromeando, Whitelands?

– Siempre se ha dicho que la Venus del cuadro podría haber sido la esposa de Gómez de Haro, doña Antonia de la Cerda, y que por eso Velázquez veló el rostro reflejado en el espejo.

– ¡Por favor! ¡Esa teoría es el fruto de mentes calenturientas! Ningún noble, y menos español, permitiría a su legítima esposa posar desnuda ni encargaría semejante cuadro. No hay precedentes…

– Ninguna conducta humana necesita precedentes para ser posible. Tampoco había precedentes de un pintor como Velázquez.

– Ya veo adonde quiere ir a parar: el pintor enamorado de la modelo, un cuadro clandestino, amores imposibles, venganzas, en definitiva, novelerías. ¿Tan bajo está dispuesto a caer para conseguir un poco de renombre? Estamos entre colegas. Whitelands, a mi no trate de venderme esa baratija.

– Mi teoría no es descabellada -replicó Anthony, que en esta ocasión decidió pasar por alto los insultos y aprovechar los conocimientos de su interlocutor-. La sociedad española del Siglo de Oro era mucho más liberal que la sociedad inglesa; nada que ver con la sombría imagen que nos ha legado la leyenda negra. España estaba más cerca de Italia que de cualquier otro país. Las comedias de Lope de Vega o de Tirso de Molina o el mismo Quijote nos muestran unas costumbres muy poco estrictas e incluso el bárbaro honor calderoniano es un reconocimiento implícito de la fragilidad, la temeridad y la fogosidad de las mujeres. Si hemos de creer en la literatura de la época, en España las mujeres eran cultas y decididas; no les arredraba la idea de emprender arriesgadas correrías disfrazadas de hombres. En mi opinión, los hechos se producen de la siguiente manera: un noble libertino, casado con una mujer inteligente y muy poco convencional, encarga un cuadro de tema mitológico, pero en el fondo un desnudo femenino sensual y desinhibido. El cuadro nunca ha de salir de los aposentos privados de don Gaspar, por lo que su esposa no tiene inconveniente en participar del juego. No hemos de descartar que ella pueda ser cómplice del libertinaje de su esposo en vez de una virtuosa y resignada víctima. Al fin y al cabo, se trata de Velázquez; ser retratada por él no sólo halaga su vanidad, sino que le garantiza un lugar preeminente en la Historia del Arte. Si la Venus de Rokeby es realmente doña Antonia de la Cerda, hasta usted deberá convenir en que se trata de una mujer de extraordinaria belleza, y no precisamente mojigata. No perdamos el hilo. Entre doña Antonia de la Cerda y el pintor surge una poderosa atracción mutua. En secreto, Velázquez pinta un segundo desnudo, esta vez sin ocultar el rostro de la modelo. Es el único modo de poseer para siempre a la mujer que ama, de prolongar una relación condenada a la fugacidad. Para evitar complicaciones, se va a Italia y se lleva consigo el cuadro. Si lo dejara en Madrid alguien podría descubrirlo. Dos años más tarde, el Rey reclama a su pintor y Velázquez regresa a España. El cuadro se queda en Italia. Más tarde un cardenal español lo adquiere y lo repatría. El cuadro permanece oculto en medio de un nutrido patrimonio familiar, pasa de generación en generación y ahora reaparece. ¿Qué hay de inverosímil en la historia?

– De inverosímil, nada; de real, muy poco. Todo es fruto de su imaginación. Podría haber sucedido esto o algo diametralmente opuesto; el cuadro podría haber sido pintado por otro pintor, quizá Martínez del Mazo.

Anthony negó con la cabeza: ya había considerado y descartado esta posibilidad. Juan Bautista Martínez del Mazo nació en Cuenca en 1605, fue el mejor discípulo y ayudante de Velázquez y se casó con Francisca, la hija de éste, en 1633. A la muerte de Velázquez fue nombrado pintor de cámara. A menudo las obras de Martínez del Mazo fueron atribuidas a Velázquez. El propio Anthony había escrito un artículo analizando las diferencias entre ambos pintores.

El viejo curador se encogió de hombros.

– Más no estoy dispuesto a concederle. Ni a discutir tampoco: tal como le veo, es inútil tratar de convencerle. Dejemos el asunto en suspenso. He venido por usted, pero oír sus disparates no es lo único que puedo hacer en Madrid. Me quedaré unos días, consultaré documentación, visitaré amigos y colegas, puede que me llegue a Toledo o a El Escorial, y trataré de ver una novillada: me pirro por los banderilleros. Si quiere algo de mí, deje recado en recepción. Sé que lo hará.


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