Con gesto displicente, Abner Marsh dio unos golpecitos con la empuñadura de su bastón de paseo, de madera noble, sobre el mostrador de recepción para avisar de su presencia al encargado.
—He venido a ver a un hombre llamado York —dijo—. Joshua York, creo que se llama. ¿Sabe si hay alguien aquí con ese nombre?
El empleado del hotel era una persona ya mayor, con gafas. Dio un salto al oír los golpecitos, se volvió, miró a Marsh y sonrió.
—¡Vaya, si es el capitán Marsh! —dijo en tono amistoso—. Llevaba medio año sin verle, capitán. Me enteré de su desgracia. Terrible, sencillamente terrible. Llevo aquí desde el treinta y seis y nunca había visto una helada parecida.
—No me la mencione —respondió Abner Marsh, disgustado.
Ya había previsto aquellos comentarios. El “A!bergue de los Plantadores” era un local popular entre los hombres dedicados a la navegación. El propio Marsh había cenado allí regularmente antes de aquel terrible invierno. Sin embargo, desde la gran helada no había vuelto a acercarse, y no sólo por los precios. Por mucho que le gustara la comida del Albergue, no deseaba aquel tipo de compañía: pilotos, capitanes y ayudantes, hombres del río, viejos amigos y viejos rivales, y todos conocían su desgracia. Abner no quería la compasión de nadie.
—Limítate a decirme cuál es la habitación de York —le dijo al empleado en tono perentorio.
El hombre bamboleó la cabeza, nervioso.
—El señor York no está en su habitación, capitán. Lo encontrará en el comedor, terminando de almorzar.
—¿Ahora? ¿A esta hora? —dijo Marsh alzando la mirada hacia el adornado reloj del hotel. A continuación, se desabrochó los botones metálicos de su tabardo y sacó su propio reloj de oro de bolsillo—. Pasan diez minutos de medianoche —dijo, incrédulo—. ¿Has dicho almorzar?
—Sí, capitán. El señor York fija sus horarios, y no es hombre al que se pueda decir que no.
Abner Marsh se aclaró la garganta, devolvió el reloj al bolsillo y dio media vuelta sin más palabras, cruzando el vestíbulo ricamente decorado con pasos largos y fuertes. Era un hombre corpulento e impaciente, y no estaba acostumbrado a reuniones de negocios a medianoche. Llevaba el bastón con un ademán triunfal, como si nunca hubiera sufrido un infortunio y todavía fuera el que en otro tiempo fue.
El comedor era casi tan grande y ampuloso como el salón principal de un vapor de gran tamaño, con arañas de cristal tallado, apliques de bronce bruñido. Las mesas estaban cubiertas de manteles de lino fino y la mejor porcelana y cristalería. Durante las horas normales, se sentaban a ellas viajeros y hombres de los vapores, pero ahora la sala estaba vacía y la mayoría de las luces apagadas. Quizá tuvieran algo de bueno aquellas reuniones a medianoche, después de todo, pensó Marsh; al menos, no tendría que soportar condolencias. Cerca de la puerta de la cocina, dos camareros negros hablaban en voz baja. Marsh los ignoró y se encaminó al extremo opuesto del comedor, donde un desconocido muy bien vestido comía a solas en una mesa.
El hombre debió oírle llegar, pero no alzó la mirada. Estaba ocupado en paladear una cucharada de sopa de tortuga contenida en un recipiente de porcelana. El corte de su traje negro indicaba claramente que no era un hombre del río, sino del Este, o quizás extranjero. Era corpulento, apreció Marsh, aunque bastante menos que él. Sentado, daba la impresión de ser muy alto, pero no tenía la robustez de Marsh. Al principio, el capitán creyó que York era un anciano, pues tenía el cabello blanco. Sin embargo, al aproximarse más, vio que no eran canas, sino cabellos de un rubio muy claro; y, de repente, el desconocido tomó un aspecto casi juvenil. York llevaba el rostro totalmente afeitado, sin rastro de bigote o patillas en su rostro largo y frío. Tenía la piel casi tan blanca como el cabello y sus manos parecían de mujer. Esta fue la apreciación de Marsh mientras permanecía en pie frente a la mesa.
Dio un golpecito con el bastón en la mesa. El mantel amortiguó el sonido y lo convirtió en una suave llamada de atención.
—¿Es usted Joshua York? —dijo Abner al fin.
York alzó la mirada y sus miradas se encontraron.
Abner Marsh recordaría ese momento hasta el fin de sus días, recordaría aquella primera mirada a los ojos de Joshua York. Todos sus pensamientos, todo lo que había proyectado decir, quedaron engullidos por la vorágine de la mirada de York. Joven y anciano, distinguido y extranjero, toda valoración desapareció al instante y sólo existió York, el hombre en sí, su poder, su intensidad, su ensueño.
Los ojos de York eran grises, sorprendentemente oscuros en la palidez de su rostro. Sus pupilas eran como cabezas de aguja, de un negro ardiente, y atravesaron a Marsh, llegando hasta lo más hondo de su alma. El gris que rodeaba las pupilas parecía vivo, móvil, como la niebla del río en una noche oscura, cuando las riberas se difuminan y las luces se desvanecen y no hay en el mundo más que el barco, el río y la niebla. En esas nieblas, Abner Marsh veía cosas, tenía visiones que duraban unos instantes y después desaparecían. Había una inteligencia fría observando a través de aquellas nieblas. Pero también había algo bestial, oscuro y temible, encadenado y furioso, irritado con la niebla. La risa, la soledad y un cruel apasionamiento. York tenía todo aquello en sus ojos.
Sin embargo, sobre todo, había en ellos una fuerza, una terrible fuerza, algo tan vigoroso, implacable y despiadado como el hielo que había destrozado los sueños de Marsh. Marsh percibía, en algún rincón de aquella niebla, el lento avance del hielo, y oía cómo se astillaban sus barcos y sus esperanzas.
Abner Marsh había sido siempre un hombre orgulloso y sostuvo la mirada de York todo el tiempo que pudo, con la mano tan apretada en el bastón que temió que se partiera en dos, pero al final tuvo que desviar los ojos.
El desconocido apartó la sopa, hizo un gesto y dijo:
—Capitán Marsh, le estaba esperando. Siéntese, por favor.
Su voz era agradable, educada y fácil.
—Desde luego —respondió Marsh, en voz demasiado baja.
Tomó la silla situada frente a York y se acomodó. Marsh era un hombre voluminoso, de más de un metro ochenta y casi ciento cincuenta kilos de peso. Tenía el rostro rojo y llevaba una espesa barba negra que le disimulaba una nariz chata y hundida y un rostro lleno de verrugas, pero ni siquiera la barba le ayudaba gran cosa. Decían que era el hombre más feo del río, y él lo sabía. Con su pesado tabardo azul de capitán, con su doble fila de botones metálicos, tenía un aspecto feroz e imponente. Sin embargo, los ojos de York habían borrado de él toda fanfarronería. Marsh pensó que aquel hombre era un fanático. Había visto ojos como aquellos anteriormente, en locos y en predicadores infernales; y en el rostro de un hombre llamado John Brown, allá en la sangrienta Kansas. Marsh no quería saber nada de fanáticos, predicadores, abolicionistas o antialcohólicos.
Sin embargo, cuando habló, York no dio en absoluto la impresión de ser un fanático.
—Me llamo Joshua Anton York, capitán. J. A. York en los negocios, y Joshua para mis amigos. Espero que lleguemos a ser tanto socios como amigos, con el tiempo.
Su tono resultaba cordial y razonable. Marsh le contestó con cierto tono de duda:
—Ya veremos.
Los ojos grises de su interlocutor parecieron ahora reservados y vagamente sorprendidos. Fuera lo que fuese aquello que Marsh había visto en ellos, desapareció inmediatamente. Marsh se sintió confundido.
—Confío en que recibió mi carta.
—Aquí la traigo —respondió Marsh al tiempo que sacaba el sobre del bolsillo del tabardo. Cuando le llegó la carta, la oferta que contenía le pareció un golpe de suerte imposible, la salvación de todo cuanto consideraba perdido. Ahora, no estaba tan seguro—. Quiere usted meterse en el negocio de los vapores del río, ¿verdad? —dijo, inclinándose hacia adelante.
Apareció un camarero.
—¿Cenará usted con el señor York, capitán?
—Hágalo, por favor —le urgió York.
—Entonces, creo que sí —respondió Marsh. York quizá tuviese una mirada superior a la suya, pero nadie en todo el río podía ganarle a comer—. Tomaré un poco de esa sopa, una docena de ostras y un par de pollos asados con guarnición. Que estén bien crujientes, por favor. Y añada algo para mojarlos. ¿Qué bebe usted, York?
—Borgoña.
—Bien, traiga entonces una botella de lo mismo.
York pareció sorprendido y admirado.
—Tiene usted un apetito formidable, capitán.
—Esta es una ciudad formidable —contestó Marsh cuidadosamente—. Y un río formidable, señor York. El hombre debe mantener su fuerza, pues esto no es Nueva York, ni tampoco Londres.
—Me doy perfecta cuenta —dijo York.
—Así lo espero, si va a meterse en el negocio. Se trata de una empresa formidable.
—¿Quiere entonces que pasemos directamente a los negocios? Bien, usted posee una línea de paquebotes, y yo tengo interés en participar como socio. Y, ya que ha acudido usted a la cita deduzco que también encuentra interesante la operación.
—Sí, tengo un considerable interés —asintió Marsh— y una considerable perplejidad. Parece usted un hombre inteligente, y supongo que hizo algunas averiguaciones sobre mi persona antes de escribirme esta carta —dijo, señalándola con un tamborileo de dedos—. En tal caso, debe conocer que el pasado invierno casi me arruiné.
York no dijo nada, pero su expresión impulsó a Marsh a continuar.
—”Compañía de Paquebotes del Río Fevre”, eso soy yo —dijo Marsh—. Recibe ese nombre por el lugar donde nací, Fevre arriba cerca de Galena, y no porque haya transportado en ese río, pues nunca lo he hecho. Tenía seis barcos que trabajaban sobre todo en el comercio del alto Mississippi, de San Luis a Saint Paul, con algunos viajes accesorios al Fevre, al Illinois y al Missouri. Me iba bastante bien, y añadía a la flota uno o dos barcos más cada año, con vistas a introducirme en el Ohio, o quizás incluso en Nueva Orleans. Sin embargo, en julio pasado a mi Mary Clarke le estalló una caldera y se incendió, cerca de Dubuque; ardió hasta la línea de flotación y hubo más de cien muertos. Y este invierno… Este invierno ha sido terrible. Tenía cuatro de mis barcos amarrados aquí en San Luis. El Nichotas Perrot, el Dunteith, el Dulce Fevre y mi Elizabeth A., un barco nuevo, con apenas cuatro meses de servicio, muy marinero, de casi cien metros de largo y dotado de doce grandes calderas que lo hacían tan rápido como el que más en el río. Yo me sentía verdaderamente orgulloso de ese barco. Me costó 200.000 dólares, pero valía cada uno de los centavos.
Llegó la sopa. Marsh la probó y frunció el ceño.
—Demasiado caliente —dijo—. Bien, como decía, San Luis es un buen lugar para pasar el invierno. Aquí no hiela mucho, ni durante demasiado tiempo. Sin embargo, este invierno ha sido distinto. Sí, señor. Hielo en cantidad. Todo el maldito río se congeló —tendió una enorme mano encarnada, con la palma hacia arriba, y cerró lentamente los dedos hasta convertirla en un puño—. Tome un huevo y comprenderá a qué me refiero. El hielo puede romper un vapor con la misma facilidad con que puede romperse un huevo. Y cuando el hielo se rompe es aún peor, pues grandes témpanos se deslizan río abajo, chocando y destruyendo embarcaderos, malecones, barcos y todo lo que encuentran. Cuando terminó el invierno, había perdido mis barcos, los cuatro. El hielo me los arrebató.
—¿Tenía seguro? —preguntó York.
Marsh continuó con la sopa, sorbiendo ruidosamente. Entre cucharada y cucharada, movió la cabeza en gesto de negativa.
—Yo no soy jugador, señor York. Nunca he trabajado con seguros. Creo que son una apuesta, sólo que uno juega contra sí mismo. Todo el dinero que conseguía lo invertía en barcos.
York asintió.
—Creo que todavía posee un vapor…
—Así es —respondió Marsh. Terminó la sopa e hizo un gesto para que le sirvieran el plato siguiente—. El Eli Reynolds, un pequeño vapor de aspas en popa de 150 toneladas. Lo utilizaba en el Illinois porque no rinde demasiado, y lo tuve durante el invierno en Peoria, donde se salvó de lo peor de la helada. Eso es ahora todo lo que tengo, señor, lo único que me queda. El problema, señor York, es que el Eli Reynolds no vale gran cosa. Sólo me costó 25.000 dólares nuevo, y eso fue el año 50.
—Siete años —dijo York—. No es mucho.
—Siete años son un período muy largo para un vapor de río —replicó Marsh con un gesto de la cabeza—. La mayoría no pasa de los cuatro o cinco. El río se los va comiendo. El Eli Reynolds fue mejor construido que muchos, pero aun así nota ya el paso del tiempo.
Marsh empezó con las ostras, separándolas de la media concha y engulléndolas enteras, acompañada cada una de un buen trago de vino.
—Por eso me sorprende usted, señor York —continuó cuando hubo terminado con media docena—. Quiere comprar la mitad de mi empresa, que no cuenta más que con un pequeño barco ya viejo. Su carta mencionaba un precio. Un precio demasiado alto… Quizá cuando la “Compañía de Paquebotes del Río Fevre” tenía seis barcos valía esa cantidad. Pero ahora, no —engulló otra ostra—. No conseguirá recuperar su inversión en diez años, al menos sólo con el Reynolds. No admite suficiente carga, ni tampoco pasaje.
Marsh se limpió los labios en la servilleta y observó al forastero que tenía enfrente. La comida le había devuelto el ánimo y ahora volvía a sentirse seguro, con dominio de la situación. Los ojos de York eran intensos, desde luego, pero no había en ellos nada que temer.
—Necesita usted mi dinero, capitán —dijo York—. ¿Por qué me cuenta todo esto? ¿No teme que busque otro socio?
—Yo actúo así —respondió Marsh—. Llevo treinta años en el río, York. Bajé en balsa hasta Nueva Orleans cuando sólo era un crío, y trabajé en las barcazas de fondo plano y en los barcos con quilla antes de que aparecieran los vapores. He sido piloto, marinero y práctico, y todo lo que se puede ser en este negocio; pero hay algo que nunca he sido: un tramposo.
—Un hombre honrado… —dijo York, con el tono preciso de voz para que Marsh no pudiera estar seguro de si se reía o no de él—. Me alegra ver que me ha expuesto sinceramente el estado de su empresa, capitán. Ya lo conocía, por supuesto. Mi oferta sigue en pie.
—¿Por qué? —inquirió Marsh, con aspereza—. Sólo un estúpido arriesgaría así su dinero, y usted no lo parece.
El siguiente plato llegó antes de que York pudiera responder. Los pollos de Marsh estaban maravillosamente crujientes, exactamente como le gustaban. Cortó una pata y se aplicó a ella, hambriento. A York le sirvieron un grueso corte de asado, rojo y poco hecho, que nadaba en sangre y jugo.
Marsh le observó atacarlo diestra y fácilmente. El cuchillo se deslizaba por la carne como si fuera mantequilla, sin detenerse para serrar o tajar, como hacía a menudo Marsh. Sostenía el tenedor como un caballero, cambiándolo de mano cuando dejaba el cuchillo. Fuerza y gracia, York poseía ambas cosas en aquellas manos suyas, largas y pálidas, y Marsh le admiró por ello. Se preguntó cómo había podido pensar siquiera en su semejanza con unas manos femeninas. Eran blancas pero fuertes y duras, como las teclas del gran piano del salón principal del Eclipse.
—¿Y bien?—urgió Marsh—. No ha contestado a mi pregunta.
Joshua York hizo una pausa y, por fin, dijo:
—Ha sido usted honrado conmigo, capitán Marsh. No responderé a su sinceridad con mentiras, como era mi intención. Pero tampoco le haré cargar con el peso de la verdad. Hay cosas que no puedo decirle, cosas que no le gustaría saber. Déjeme proponerle a usted los términos, bajo esta condición, y veamos si podemos llegar a un acuerdo. En caso contrario, nos despediremos amistosamente.
Marsh cortó la pechuga de su segundo pollo.
—Adelante —dijo—. No voy a marcharme.
York dejó los cubiertos en el plato y formó una torre con los dedos.
—Por ciertas razones, quiero ser dueño de un vapor. Quiero recorrer en toda su longitud este gran río, con comodidad e intimidad, no como pasajero sino como capitán. Tengo un sueño, un propósito. Busco amigos y aliados, y tengo enemigos, muchos enemigos. Los detalles no son de su interés. Si me intenta sonsacar, le contestaré con mentiras. No me presione —sus ojos se endurecieron un instante y volvieron a dulcificarse, mientras sonreía—. Lo único que le interesa saber es que quiero poseer y mandar un vapor, capitán. Como bien ha dicho, no soy un hombre del río. No sé nada de vapores ni del Mississippi, aparte de lo que he leído en unos cuantos libros y de lo que he aprendido durante las semanas que he pasado en San Luis. Evidentemente, necesito un socio, alguien que pueda llevar las operaciones cotidianas de mi barco, y que me deje en libertad para llevar a cabo mis proyectos.
»Ese socio debe tener también otras cualidades. Debe ser discreto, pues no quiero que mi conducta, que reconozco es un tanto peculiar, se convierta en objeto de chismorreo de taberna. Y debe ser de confianza, pues dejaré a su cargo todo el mantenimiento. Debe tener valor: no quiero a un débil, ni a un supersticioso; ni siquiera a un hombre demasiado religioso. ¿Es usted religioso, capitán?
—No —respondió éste—. Nunca me han interesado los vendedores de Biblias, ni yo a ellos.
—Pragmático —sonrió York—. Quiero un hombre pragmático. Quiero a alguien que se concentre en su parte del negocio y que no haga demasiadas preguntas. Valoro mi intimidad y, si a veces mis actos parecen extraños, arbitrarios o caprichosos, no quiero que se discutan. ¿Ha comprendido bien todos los requisitos?
Marsh se mesó la barba, pensativo.
—¿Y en caso de que así sea?
—Seremos socios —dijo York—. Deje a sus abogados y empleados la administración de la compañía. Usted viajará conmigo por el río. Yo seré el capitán y usted puede llamarse piloto, ayudante, co-capitán; lo que usted prefiera. El manejo real del barco se lo dejaré a usted. Mis órdenes serán infrecuentes pero, cuando decida darlas, deberá usted obedecerlas sin protestas. Tengo amigos que viajarán con nosotros, en camarotes, sin pagar nada. Quizás les otorgue posiciones dentro del barco, con las tareas que se me ocurra encomendarles. No cuestionará usted esas decisiones. Quizás a lo largo del río haga nuevos amigos y los lleve a bordo. Usted los acogerá. Si consigue cumplir todos estos términos, capitán Marsh, nos haremos ricos juntos y viajaremos por su río con toda tranquilidad y lujo.
Abner Marsh se echó a reír.
—Bueno, quizá usted lo crea, pero mi río no es así, y si piensa que vamos a viajar lujosamente en mi viejo Eli Reynolds, va a asustarse cuando suba a bordo. Ese barco es un viejo fardo con unos cuantos camarotes sin comodidades, y la mayor parte del tiempo está lleno de forasteros que toman un pasaje de cubierta para trasladarse de un lugar a otro. Yo llevo dos años sin pisarlo, pues el capitán Yoerger lo lleva por mí, pero la última vez que estuve en él olía bastante mal. Si quería usted lujo, hubiera debido optar entre el Eclipse y el John Simonds.
Joshua York tomó un sorbo de vino y sonrió.
—No tenía en mente el Eli Reynolds, capitán Marsh.
—Pues es el único barco que tengo.
—Venga —dijo York, dejando la copa de vino sobre la mesa—. Vayamos a mi habitación. Allí podremos charlar con más comodidad.
Marsh esbozó una tímida protesta, pues el Albergue de los Plantadores ofrecía una excelente carta de postres y no quería prescindir de ella. Sin embargo, York insistió.
La habitación era grande y bien decorada, la mejor que podía ofrecer el hotel, y habitualmente estaba reservada a los plantadores ricos de Nueva Orleans.
—Siéntese —dijo York con gesto imperioso, señalando un sillón grande y cómodo del salón.
Marsh tomó asiento mientras su anfitrión pasaba a una sala interior y regresaba momentos después con un cofrecillo de hierro. Lo dejó sobre una mesa y empezó a accionar la cerradura.
—Venga aquí —dijo, aunque Marsh ya se había levantado y se encontraba detrás de él. York abrió la tapa.
—Oro —murmuró Marsh en voz baja. Adelantó la mano y tocó las monedas, haciéndolas correr entre los dedos y recreándose en el tacto del blando metal amarillo, su brillo y su peso. Se llevó una moneda a los dientes y la probó—. Bastante puro —dijo, con admiración, devolviéndola a la caja.
—Diez mil dólares en monedas de oro de a veinte —dijo York—. Tengo dos cofrecillos más como éste, y cartas de crédito de bancos de Londres, Filadelfia y Roma, por cantidades considerablemente mayores. Acepte mi oferta, capitán Marsh, y tendrá un segundo barco, mucho mayor que su Eli Reynolds. O quizás debería decir tendremos… —añadió con una sonrisa.
Abner Marsh estaba decidido a rechazar la oferta de York. Necesitaba perentoriamente el dinero, pero era un hombre suspicaz, poco dado a los misterios, y York le exigía que confiara en él hasta un punto inaceptable. La oferta le había parecido demasiado buena; Marsh estaba seguro de que en algún sitio se ocultaba un peligro, y consideraba que saldría perdiendo si aceptaba. Sin embargo ahora, al ver el color de la riqueza de York, sentía debilitarse su decisión.
—¿Un barco nuevo, dice?—preguntó débilmente.
—En efecto —contestó York—. Ese es en definitiva el precio que estoy dispuesto a pagar por una participación igualitaria en su línea de transporte.
—¿Cuanto…?—empezó a decir Marsh. Tenía los labios secos y se los humedeció nerviosamente—. ¿ Cuánto desea gastar para construir ese nuevo barco, señor York?
—¿Cuánto se precisaría?—preguntó tranquilamente éste.
Marsh tomó un puñado de monedas de oro y las dejó correr entre los dedos. Admiró su resplandor, pero sólo dijo:
—No debería llevar consigo una cantidad tan considerable, York. Hay maleantes que le matarían a usted por una sola de estas monedas.
—Puedo protegerme, capitán —dijo York. Marsh observó su mirada y le entró un escalofrío. Se apiadó del ladrón que intentara llevarse el oro de Joshua York.
—¿Le gustaría dar un paseo conmigo por el dique?
—No ha respondido a mi pregunta, capitán.
—Ya tendrá la respuesta. Antes, venga; tengo algo que quiero que vea.
—Muy bien —dijo York. Cerró la tapa del cofrecillo y el suave resplandor amarillo se difuminó en el salón, que de repente pareció más pequeño y apagado.
El aire de la noche era frío y húmedo. Por las calles oscuras y desiertas, el ruido de sus botas era notorio, y podía distinguirse la suave agilidad de los pasos de York de la pesada autoridad de los de Marsh. York llevaba un amplio abrigo de marino, en forma de capa, y un alto sombrero de copa que producía largas sombras a la luz de la media luna. Marsh miró hacia los oscuros callejones entre los desiertos almacenes e intentó presentar un aspecto de solidez, rudeza y fuerza capaz de ahuyentar a los maleantes.
El dique estaba lleno de barcos, al menos cuarenta de ellos atados a postes o embarcaderos. Incluso a aquella hora, había cierto movimiento. Las cargas amontonadas arrojaban largas sombras bajo la luz de la luna y pasaron entre mendigos recostados contra cajas y balas de heno, pasándose la botella o fumando en sus pipas de avellano. Todavía estaban encendidas las luces de las cabinas de mando de una docena de barcos. El paquebote del Missouri Wyandotte estaba iluminado y con las calderas encendidas. Observaron a un hombre que estaba de pie en la cubierta de un gran vapor de palas laterales, y que les miró con curiosidad. Abner Marsh y York le dejaron atrás, y pasaron ante la sucesión de vapores silenciosos y oscuros, con las esbeltas chimeneas destacando contra el cielo estrellado como una hilera de árboles negros con extrañas y luminosas flores en sus copas.
Por último, se detuvieron ante un gran y muy adornado vapor de palas laterales, con altas pilas de carga sobre la cubierta principal y cuya escalerilla estaba subida para evitar la intrusión de indeseables, cuando, al mecerse, se acercaba al viejo y erosionado embarcadero. Incluso a la luz de la media luna, el esplendor del barco era patente. No había en el muelle otro vapor más grande y orgulloso.
—¿Sí? —dijo Joshua York en voz baja, respetuosamente.
Aquello, el tono de respeto, influyó en la decisión de Marsh en aquel momento o, al menos, eso fue lo que más tarde creyó.
—Es el Eclipse —contestó—. Ahí tiene el nombre, sobre la cubierta de la rueda —señaló con el bastón—. ¿Puede verlo?
—Perfectamente. Poseo una excelente visión nocturna. Entonces, ¿se trata de un barco especial?
—Sí que lo es, diablos. Es el Eclipse, todos los hombres y niños del río lo conocen. Ahora es viejo, pues fue construido hace cinco años, en el 52, pero aún es impresionante. Costó 375.000 dólares, dicen, y los valió uno por uno. Nunca ha habido un barco más grande, bonito y formidable que ese. Yo lo conozco. He viajado en él. Lo conozco —insistió Marsh—. Mide 365 pies por 40, y su gran salón mide 330 pies. Nunca habrá visto usted cosa igual. Tiene una estatua de oro de Henry Clary en un extremo, y otra de Andy Jackson en el opuesto. Hay más cristal, plata y vidrieras de colores de las que el Albergue de los Plantadores hubiera podido soñar; óleos, comidas que nunca habrá probado, y espejos… ¡Qué espejos! Por no hablar de su velocidad.
“Bajo la cubierta principal lleva quince calderas. Tiene un giro de pala de once pies, y no hay otro barco en el río que pueda competir con él cuando el capitán Sturgeon lo pone a todo vapor. Ha llegado a los dieciocho nudos contra corriente, sin dificultades. En el 53, estableció el récord de Nueva Orleans a Louisville. Recuerdo el tiempo de memoria: cuatro días, nueve horas y treinta minutos, y batió al maldito A. L. Shotwell por cincuenta minutos, con lo rápido que era el Shotwell —Marsh se dio la vuelta hasta quedar frente a York—. Esperaba que mi Elizabeth A. superase al Eclipse algún día, batir su tiempo o navegar con él a la par, pero ahora me doy cuenta de que nunca lo hubiera logrado. Me engañaba a mí mismo. No tenía dinero para construir un barco que pudiera superar a éste.
“Deme el dinero, señor York, y ya tiene usted socio. Esta es mi respuesta: Usted quiere la mitad de la Compañía del Río Fevre y un socio que lleve las cosas con discreción y no haga preguntas sobre sus asuntos, ¿no es eso? Bien, entonces deme dinero para hacer un barco como éste.
Joshua York contempló el gran buque, sereno y silencioso en la oscuridad, flotando grácilmente en el agua, desafiando a cualquier competidor. Se volvió hacia Abner Marsh con una sonrisa en los labios y una leve llama en sus ojos oscuros.
—Hecho —fue su única palabra, y extendió la mano.
Marsh mostró los dientes en un torcido gesto que quería ser una sonrisa y estrechó la mano fina y blanca de York con su carnosa zarpa.
—Hecho, pues —dijo en voz alta, y aplicó toda su fuerza a apretar, sacudir y estrechar, como siempre hacía en los negocios, para probar la voluntad y el valor del hombre con quien trataba. Siempre apretaba hasta ver el dolor en sus ojos.
Pero los de York continuaron fríos, y su mano apretó más y más fuerte la de Marsh con una fuerza asombrosa. Apretó cada vez con más fuerza y los músculos bajo la pálida piel se enroscaron y cerraron como resortes de hierro, y Marsh tragó con esfuerzo e intentó no gritar.
York relajó la mano.
—Venga —dijo, asiendo fuertemente a Marsh de los hombros y haciendo que se tambaleara un poco—. Tenemos que hacer planes.