La niebla caía espesa sobre el río y el aire era húmedo y helado. Era casi medianoche cuando Joshua York, recién llegado de San Luis, se reunió con Abner Marsh en los astilleros desiertos de New Albany. Marsh llevaba media hora de espera cuando apareció York, surgiendo de entre la niebla como una pálida aparición. Tras él, silenciosos como sombras, venían otros cuatro acompañantes. Marsh sonrió mostrando los dientes.
—¡Joshua!—saludó a York . Hizo un leve gesto de cabeza a los demás. Se había reunido con ellos brevemente el mes de abril anterior, en San Luis, antes de tomar pasaje para New Albany a fin de supervisar la construcción de su sueño. Eran amigos y compañeros de viaje de York, pero formaban el grupo más extraño que Marsh había visto nunca. Dos de ellos eran hombres de edad indeterminada con nombres extranjeros que no podía recordar ni pronunciar, por lo que les llamaba Smith y Brown, para diversión de York. Siempre estaban parloteando entre sí en su extraña jerga ininteligible. El tercer hombre, un oriental de mejillas hundidas que vestía como un empleado de pompas fúnebres, se llamaba Simon y nunca pronunciaba palabra. La mujer, Katherine, pasaba por inglesa. Era alta y cargada de espaldas, con un aspecto enfermizo y triste. A Marsh le recordaba un gran buitre blanco. Sin embargo, era amiga de York, todos ellos lo eran, y York le había advertido que tenía unos amigos muy peculiares, por lo que Abner Marsh se mordió la lengua.
—Buenas noches, Abner —dijo York. Se detuvo y echó una mirada a los astilleros, donde los vapores a medio construir semejaban esqueletos yacientes entre la niebla grisácea—. Una noche fría para estar en junio, ¿verdad?
—Así es. ¿Viene usted de lejos?
—Tengo alquilada una suite en el Galt House de Lousville. Hemos tomado una barca para cruzar el río.—Sus ojos grises y fríos estudiaron el vapor más próximo con interés—. ¿Es ése el nuestro?
Marsh dio un respingo.
—¿Esa cosa? No, diablos, eso es un vapor barato de palas en popa que están construyendo para el comercio en el Cincinnati. ¿No pensará usted que iría a poner una rueda de palas en la popa de nuestro barco, verdad?
—Perdone mi ignorancia —sonrió York—. ¿Dónde está, pues?
—Venga por aquí —dijo Marsh, con un gesto vago del bastón. Les condujo astillero adelante—. Ahí —señaló.
La niebla se abrió ante ellos y allí estaba, alto y orgulloso, convirtiendo en enanos a los demás barcos del astillero. Sus cabinas y barandillas brillaban recién pintadas, blancas como la nieve, destacando entre la niebla gris. Sobre la cubierta superior, a mitad de camino de las estrellas, la cabina del piloto parecía relucir, como un templo de cristal, con su cúpula decorada de molduras de fantasía, extraordinariamente complicadas. Las chimeneas, dos pilares gemelos situados justo delante de la cubierta superior, se alzaban a treinta metros de altura, negras, erguidas y arrogantes. Sus alados remates parecían dos oscuras flores metálicas. Su casco era esbelto y daba la impresión de que se prolongaban indefinidamente, con la popa oculta por la niebla. Como todos los barcos de primera clase, llevaba las ruedas de palas a los lados. Situadas en la mitad del barco, los enormes tambores de las ruedas tenían un aspecto gigantesco, dando a entender el enorme poder de las palas que se ocultaban debajo. A falta del nombre que pronto figuraría en ellos, los tambores aún parecían más grandes.
En plena noche y entre la niebla, rodeado de barcos más pequeños y modestos, el de York era como una aparición, un fantasma blanco surgido del sueño de algún hombre del río. Dejaba sin aliento, pensó Marsh mientras permanecían allí.
Smith y Brown cuchichearon a sus espaldas, pero Joshua York se limitó a mirar. Contempló el barco largo rato, y luego asintió.
—Hemos creado algo hermoso, Abner —dijo al fin. Marsh sonrió. No pensaba encontrarlo tan acabado.
—Bueno, esto es New Albany —contestó Marsh—. Por eso vine aquí, en lugar de quedarme en los astilleros de San Luis. Aquí se han construido vapores desde que yo era niño, y sólo el año pasado se hicieron veintidós, probablemente los mismos que este año. Yo sabía que aquí podían hacer lo que queríamos. Debería haber venido conmigo. Me presenté con uno de esos saquitos de oro y lo vacié sobre el escritorio del superintendente y le dije: “Quiero que me haga un vapor, y que me lo haga rápidamente, y quiero que sea el más veloz y el más bonito y el mejor que haya construido nunca, ¿entiende? Así que coja algunos ingenieros, los mejores, no importa que tenga que sacarlos de los burdeles de Louisville, y los trae aquí esta misma noche, para empezar de inmediato. Y contrate a los mejores carpinteros y pintores y caldereros y lo que haga falta, porque sólo quiero lo mejor de lo mejor; de lo contrario, va a lamentarlo toda su vida” —dijo Marsh con una carcajada—. Debería haberle visto, York. No sabía si mirar el oro o escucharme, pues ambas cosas parecían producirle un miedo tremendo. Pero se ha portado bien, ¡vaya si lo ha hecho! Naturalmente —continuó, señalando al barco con un gesto de cabeza—, todavía no está terminado. Hay que pintar los asientos, que irán sobre todo en azul y plateado para hacer juego con toda esa plata que quiere en el salón. Y todavía esperamos los muebles de lujo y los espejos que encargó usted a Filadelfia, y varias cosas más. Pero en su mayor parte está terminado, Joshua, ya está a punto. Venga se lo mostraré.
Los operarios habían abandonado una linterna sobre una pila de leña, cerca de la popa. Marsh encendió una cerilla en la pernera de su pantalón y prendió la linterna, dándosela a Brown con gesto imperioso.
—Usted, tome esto —le dijo con brusquedad. Cruzó pesadamente una larga rampa de madera hasta la cubierta principal, y los demás le siguieron—. Cuidado con lo que tocan —advirtió—, la pintura todavía está fresca.
La cubierta inferior, o principal, estaba llena de maquinaria. La linterna ardía con una luz limpia y estable, pero Brown seguía moviéndola de un lado a otro de modo que las sombras de las enormes máquinas parecían moverse y saltar amenazadoras, como si tuvieran vida propia.
—Aquí, mantenga quieta la luz un momento —ordenó Marsh. Se volvió hacia York y empezó a señalar con el bastón, como si fuera un largo dedo de madera de nogal, hacia las calderas, unos grandes cilindros de metal dispuestos a ambos lados de la parte delantera de la cubierta—. Dieciocho calderas —dijo Marsh con orgullo—, tres más que el Eclipse. Treinta y ocho pulgadas de diámetro y nueve metros de longitud cada una —agitó el bastón—. Los hornos están hechos de ladrillo refractario y planchas de hierro, sobre soportes a distancia de la cubierta, para poder separarlos del barco en caso de incendio.
Señaló la trayectoria de los conductos del vapor sobre sus cabezas, desde las calderas hasta los motores, y el grupo se dirigió entonces hacia la popa.
—Lleva cilindros de treinta y seis pulgadas, a alta presión, lo que nos da tres metros y medio por palada, igual que el Eclipse. Este barco va a ser algo terrible en este río, sí señor.
Brown y Smith cuchichearon, y Joshua York sonrió.
—Vamos —prosiguió Marsh—. Sus amigos no parecen muy interesados en los motores, pero seguro que les gustará lo que tenemos arriba.
La escalera era amplia y ornada, de roble bruñido con gráciles barandillas estriadas. Arrancaba cerca de la proa, donde su amplitud ocultaba la visión de las calderas y los motores a quienes subían a bordo; después se escindía en dos y se curvaba airosa a ambos lados, para abrirse a la segunda cubierta, la de las calderas. Recorrieron el lado de estribor, abriendo la marcha March con su bastón y Brown con la linterna. Las botas resonaban sobre el piso de madera del corredor mientras se maravillaban de los finos detalles góticos de pilares y barandillas, de la madera concienzudamente labrada con flores, hojas y bellotas. Las puertas y ventanas de los camarotes iban de proa a popa en una hilera interminable; las puertas eran de madera de nogal oscuro, y las ventanas tenían vidrieras de colores.
—Los camarotes todavía no están amueblados —dijo Marsh al tiempo que abría una puerta y les invitaba a entrar en uno—, pero todos contarán con lo mejor, colchones y almohadas de plumas, espejo y una lámpara de aceite cada uno. Nuestros camarotes también son más grandes de lo habitual; no podremos admitir tanto pasaje como otros barcos del tamaño de éste, pero cada persona tendrá más espacio. También les cobraremos más… —añadió con una sonrisa.
Cada camarote tenía dos puertas, una que llevaba a la cubierta y otra que se abría al interior, al gran salón, que era la pieza principal del barco.
—El salón principal no está muy adelantado —comentó Marsh—, pero pasen a verlo, de todos modos.
Entraron y se detuvieron, mientras Brown alzaba la linterna para iluminar la inmensa sala, donde resonaba el eco. El gran salón se extendía en toda la longitud de la cubierta de las calderas, totalmente despejado a excepción de una escalera en el centro.
—En la parte de proa están los servicios para caballeros, y en la de popa los de señoras —explicó Marsh—. Echen un vistazo. Todavía no están a punto, pero va a ser algo magnífico. Esa barra de mármol mide catorce metros, y detrás vamos a poner un espejo igual de grande. Ya está encargado. También habrán espejos en la puerta de cada camarote, con marcos de plata y otro gran espejo de cuatro metros de alto ahí, en el rincón de popa —señaló con el bastón—. Ahora no se ve nada debido a la oscuridad, pero las claraboyas están provistas de vidrieras de colores y recorren toda la longitud del salón. Vamos a cubrir el suelo con esas alfombras de Bruselas, igual que los camarotes. Además, hay un refrigerador de agua hecho de plata, con tazas de plata, que pondremos sobre una mesa de madera tallada. También hay un gran piano y sillas de terciopelo por estrenar, y manteles de lino auténtico, aunque todavía no están aquí.
Incluso así, sin alfombras, ni espejos, ni muebles, el gran salón era impresionante. Lo recorrieron lentamente, en silencio, y a la luz trémula de la linterna tomaron forma de entre las sombras asomos de su belleza, que inmediatamente se desvanecían tras ellos. El techo alto y arqueado con sus vigas curvas, talladas y pintadas con detalles casi mágicos; las largas filas de esbeltas columnas flanqueando las puertas de los camarotes, adornadas con delicadas estrías; la barra de mármol negro con sus finas vetas de colores; el brillo oleoso de las maderas oscuras; la doble hilera de arañas de luces, cada una con sus cuatro grandes globos de cristal colgando de una telaraña de hierro forjado, a la espera sólo del aceite y la llama y de todos aquellos espejos para despertar al enorme salón a la luz gloriosa y resplandeciente.
—Creo que los camarotes son demasiado pequeños —dijo Katherine de repente—, pero este salón va a ser realmente importante.
—Los camarotes son grandes, señora —respondió Marsh frunciendo el ceño—. Casi nueve metros cuadrados, cuando lo normal son cinco. Estamos en un barco, ¿comprende?—Dio la espalda a la mujer y prosiguió, apuntando con el bastón—: El despacho de recepción estará ahí delante, la cocina y los servicios quedarán junto a los tambores de las palas. También sé qué cocinero quiero. Es uno que trabajaba conmigo en el Lady Elizabeth.
Encima de la cubierta de las calderas se encontraba la cubierta superior. Subieron una escalera estrecha y salieron frente a las grandes chimeneas de hierro negro, y por fin ascendieron otra escalera más corta hasta la cubierta superior, que iba desde las chimeneas hasta la cámara del timonel. Marsh explicó que allí estaban los camarotes de la tripulación, sin molestarse en mostrárselos. Sobre ella también estaba la cabina del piloto. Les condujo hasta allí y les hizo entrar.
Desde aquella posición se dominaba todo el astillero. Los otros barcos, más pequeños, se difuminaban en la niebla; más allá, surgían las aguas negras del río Ohio e incluso, en la lejanía, las luces mortecinas de Louisville, como algo fantasmal. El interior de la cabina del piloto era grande y elegante. Las ventanas eran del cristal mejor y más transparente, orladas de vidrio de color. Por todas partes refulgía la madera oscura, y la plata bruñida daba un aire blanco y frío a la luz de la linterna.
Y el timón. Sólo la mitad superior era visible, tal era su tamaño, y ésta era aún más alta que Marsh, mientras que la mitad inferior desaparecía en una ranura practicada en las tablas del suelo. Estaba hecho de suave teca negra, fría y lisa al tacto, y los radios llevaban bandas ornamentales de plata, como una chica de sala de baile lleva ligas. Parecía exigir a gritos las manos de un piloto.
Joshua York se acercó al timón y lo tocó, recorriendo la madera negra y plateada con su pálida mano. Luego lo asió, como si fuera el piloto, y por un largo instante se quedó en aquella posición, con el timón entre las manos y sus ojos grises llenos de melancolía mientras contemplaba la noche y la niebla impropia del mes de junio. Todos los demás guardaron silencio y, por un momento, Abner Marsh casi pudo sentir que el barco se movía, por algún río oscuro de la mente, en un viaje extraño e interminable.
Joshua York se volvió entonces y rompió el encanto:
—Abner —dijo—, me gustaría aprender a pilotar este barco. ¿Puede usted enseñarme?
—Quiere ser piloto, ¿eh? —contestó Marsh, sorprendido. No le costaba ningún esfuerzo imaginarse a York como propietario o capitán, pero pilotar era algo muy distinto, aunque el mero hecho de que se lo pidiera le predispuso a bien con su socio, como si al fin comprendiera algo de sus pensamientos. Abner Marsh sabía bien lo que era desear ser piloto—. Bien, Joshua —respondió—, yo he pilotado durante bastante tiempo y es la sensación mejor del mundo, pero no es algo que se consiga en un momento, no sé si me entiende…
—El timón parece bastante fácil de dominar… —replicó York.
—Sí, diablos, pero no es a manejar el timón lo que hay que aprender —respondió Marsh con una carcajada—. Es el río, York, el río. El viejo Mississippi. Fui piloto ocho años antes de conseguir un barco propio, con licencia para el alto Mississippi y el Illinois. Pero nunca llegué a tenerla para el Ohio, ni para el bajo Mississippi y, por lo que sé sobre vapores, no hubiera podido pilotar por ellos y salvar la vida, pues no los conozco. Me ha costado años conocer los ríos que he llegado a conocer, y nunca he dejado de aprender cosas nuevas. Siempre ha de estar uno aprendiendo. El río cambia, Joshua, vaya si cambia. No es nunca el mismo en dos viajes consecutivos, y uno debe estar familiarizado con él centímetro a centímetro —Marsh se acercó a grandes pasos hasta el timón y puso en él una mano con pasión—. Pues bien, proyecto pilotar este barco, aunque sólo sea una vez. He soñado con él demasiadas veces para no tomarlo entre mis manos. Cuando corramos contra el Eclipse, quiero estar aquí, en la cabina del piloto, sí señor. Pero el barco es tan grande que sólo podrá utilizarse para el transporte de Nueva Orleans, y eso significa la parte baja del río, por lo que tendré que empezar a aprendérmelo, como siempre, centímetro a centímetro. Eso lleva tiempo y esfuerzo.—Alzó la mirada y observó a York—. ¿Todavía sigue queriendo ser piloto, ahora que sabe lo que representa?
—Podemos aprender juntos, Abner —contestó York.
Los compañeros de York empezaban a dar muestras de inquietud. Iban de una ventana a otra, Brown se cambiaba la linterna de una mano a otra y Simon estaba más serio que un cadáver. Smith le dijo algo a York en aquel idioma extranjero. York asintió.
—Tenemos que volver —dijo.
Marsh dio una última mirada, reacio a irse incluso entonces, y por fin les acompañó escaleras abajo.
Cuando ya habían recorrido un buen trozo de astilleros York se volvió y contempló el buque asentado sobre los pilones y claro entre la oscuridad. Los demás también se detuvieron y aguardaron en silencio.
—¿Conoce usted a Byron?—le preguntó York a Marsh. Este caviló unos instantes.
—Conozco a un tipo apodado “Blackjack” Pete que solía pilotar el Gran Turco. Creo que se apellidaba Brian.
—No Brian. Byron —sonrió York—. Lord Byron, el poeta inglés.
—¡Ah, ése! —respondió Marsh—. No soy muy dado a los poemas, pero creo que he oído hablar de él. Era cojo, ¿verdad? Y todo un genio con las mujeres.
—Exactamente, Abner. Un hombre asombroso. Tuve la fortuna de conocerle una vez. Nuestro barco me ha recordado un poema que escribió.
Empezó a recitar:
Avanza en Belleza, como la noche
de climas sin nubes y cielos estrellados;
todo lo mejor de la oscuridad y el fulgor
se reúne en su apariencia y en sus ojos:
Y así armoniza bajo esa tenue luz
lo que el Cielo le niega bajo el resplandor del día.
—Byron se refería a una mujer, naturalmente, pero sus palabras parecen aplicables también a nuestro barco, ¿verdad? ¡Mírelo, Abner! ¿Qué opina usted?
Abner Marsh no sabía muy bien qué pensar; los marineros no solían ir por ahí recitando poemas, y no sabía qué decirle a alguien que lo hiciera.
—Muy interesante —fue todo lo que se le ocurrió.
—¿Qué nombre le pondremos?—preguntó York, con los ojos aún fijos en el barco y una sonrisa en los labios—. ¿Le sugiere alguno el poema?
—No vamos a ponerle el nombre de un inglés cojo, si es eso lo que está pensando —respondió Marsh con un gruñido, mientras fruncía el entrecejo.
—No, no pensaba en eso. Tenía en mente algo así como Lady Oscuridad, o…
—Yo también tenía un nombre en mente —dijo Marsh—. Después de todo, seguimos siendo la “Compañía de paquebotes del río Fevre”, y este barco es todo lo que soñaba hecho realidad —alzó el bastón de nogal y apuntó a la cabina del timonel—. Lo pondremos ahí, en grandes letras azules y doradas: Sueño del Fevre —sonrió—. El Sueño del Fevre contra el Eclipse; se hablará de esa carrera mucho después de que todos hayamos muerto.
Por un instante, algo extraño y escalofriante cruzó por los ojos de Joshua York. Luego, se fue tan rápidamente como había surgido.
—Sueño del Fevre —musitó—. Fevre, fiebre… ¿No le suena un poco… siniestro? Me sugiere enfermedad, fiebres, muerte y visiones fantasmagóricas. Sueños que… Sueños que no deberían soñarse, Abner.
Marsh frunció el ceño.
—No sé de qué me habla. A mí me gusta.
—¿Querrá la gente viajar en un barco con ese nombre? Se sabe que algunos vapores han transportado el tifus y la fiebre amarilla. ¿Quiere que recuerden esas cosas?
—No. Ya han subido a mi Dulce Fevre —repuso Marsh—. Y también en el Águila de la Guerra y el Fantasma, e incluso en barcos con nombres de pieles rojas. También subirán al nuestro.
El pálido y fantasmal Simón dijo algo entonces, con una voz áspera como una sierra oxidada y en un idioma extraño a Marsh, aunque distinto del que utilizaban Smith y Brown. York le escuchó y su rostro adquirió un aspecto pensativo, como si el nombre continuara siendo un problema.
—Sueño del Fevre —repitió—. Esperaba… un nombre más sano, pero Simon me ha hecho cambiar de opinión. Sea entonces como usted desea, Abner. Ahí tiene su Sueño del Fevre.
—Bien —contestó Marsh. York asintió, con gesto ausente.
—Nos veremos mañana para cenar en el Galt House, a las ocho. Haremos planes para nuestro viaje a San Luis y charlaremos sobre la tripulación y el aprovisionamiento, si le parece.
—Perfectamente —asintió Marsh con un gruñido, y York y sus acompañantes partieron hasta su bote, desvaneciéndose entre la niebla. Mucho después de que hubieran desaparecido, Marsh todavía rondaba los astilleros con la vista puesta en el vapor inmóvil y silencioso. “Sueño del Fevre”, dijo en voz alta, sólo para probar a qué sabían aquellas palabras en su boca.
Sin embargo, extrañamente y por vez primera, el nombre sonó mal en sus oídos, preñado de connotaciones que le producían desasosiego. Se estremeció, atravesado por un instante de frío inexplicable. Después, con un bufido, se fue a dormir.