De cómo el ayudante de escritor se hizo escritor

Entretanto, en la cercana tienda de marcos, Eddie O'Hare se hacía oír. Al principio era inconsciente del poderoso cambio operado en su interior, y creía que sólo estaba enfadado. Tenía motivos para estarlo. La dependienta que le atendía no le dispensaba un trato cortés. No era mucho mayor que él, pero dejaba traslucir con demasiada brusquedad que un chico de dieciséis años y una niña de cuatro, que pedían el enmarcado de una sola foto de veinte por veinticinco, no ocupaban un lugar muy alto en la lista de los acomodados mecenas southamptonianos de las artes a los que la tienda de marcos quería servir


Eddie pidió ver al encargado, pero la dependienta volvió a mostrarse descortés y repitió que la fotografía no estaba lista.


– Te aconsejo que la próxima vez telefonees antes de venir -le dijo a Eddie


– ¿Quieres ver mis puntos? -le preguntó Ruth a la dependienta-. También tengo una costra


Era evidente que la dependienta, en realidad todavía una niña, no tenía hijos. Hizo caso omiso de Ruth, lo cual aumentó la cólera de Eddie


– Enséñale tu cicatriz, Ruth -le dijo a la pequeña.


– Mira… -empezó a decir la dependienta


– No, mira tú -la interrumpió Eddie, todavía sin comprender que se estaba haciendo oír. Nunca había hablado a nadie de aquella manera. Ahora, de repente, no podía detenerse, y siguió diciendo-: Estoy dispuesto a tener paciencia con alguien que es descortés conmigo, pero no voy a consentir que lo sea con una criatura. Si aquí no hay un encargado, debe de haber alguien, quien sea, la persona que hace el trabajo, por ejemplo. Quiero decir que debe de haber una trastienda donde se colocan los paspartús y se ponen los marcos, ¿no? Tiene que haber alguien más aparte de ti. No voy a marcharme sin la fotografía y no quiero hablar contigo


Ruth miraba a Eddie


– ¿Te has enfadado con ella? -le preguntó.


– Sí, me he enfadado con ella


Se sentía inseguro de sí mismo, pero la dependienta nunca habría adivinado que Eddie O'Hare era un joven lleno de dudas. Para ella era la confianza personificada. Causaba una impresión aterradora


Sin decir palabra, la joven entró en la "trastienda" que Eddie había mencionado tan confiadamente. En realidad, eran dos las habitaciones: el despacho de la dueña y lo que Ted habría llamado un taller. Allí estaban tanto la dueña, una señora perteneciente a la buena sociedad de Southampton y divorciada, llamada Penny Pierce, como el chico que se pasaba el día entero poniendo marcos


La desagradable dependienta transmitió su impresión de que Eddie, a pesar de las apariencias, "daba miedo". Aunque Penny Pierce sabía quién era Ted Cole, y recordaba vívidamente a Marion por lo guapa que era, desconocía por completo a Eddie O'Hare. Supuso que la pequeña era la niña desdichada que tuvieron Ted y Marion para compensar la pérdida de sus dos hijos. La señora Pierce también recordaba muy bien a los chicos. ¿Quién podría olvidar aquella racha de buena suerte que experimentó la tienda? Hubo centenares de fotografías que enmarcar, y Marion no había elegido marcos baratos. Penny Pierce recordaba que la factura ascendió a miles de dólares. Desde luego, deberían haberse apresurado a enmarcar la foto y probablemente, se dijo ahora la señora Pierce, deberían haberlo hecho de balde


Pero ¿quién se creía que era aquel adolescente? ¿Quién era él para decir que no iba a marcharse sin la fotografía?


– Da miedo -repitió la estúpida dependienta


El abogado que se hizo cargo de su divorcio le había enseñado a Penny Pierce una cosa: no hay que dejar que hable una persona encolerizada, sino hacer que se exprese por escrito. Aplicó esta política al negocio de los marcos, que su ex marido le había comprado como parte del acuerdo de divorcio


Antes de que la señora Pierce se enfrentara a Eddie, pidió al operario del taller que interrumpiera lo que estaba haciendo y enmarcara de inmediato la fotografía de Marion en el Hótel du Quai Voltaire. Habían transcurrido unos cinco años desde la última vez que Penny Pierce viera aquella foto. La señora Pierce recordaba que Marion les llevó todas las instantáneas y que algunos de los negativos estaban rayados. Cuando los chicos vivían, nadie se había preocupado demasiado de las viejas fotografías. Penny Pierce suponía que, después de su muerte, Marion había considerado casi todas las instantáneas en las que aparecían ellos dignas de ser ampliadas y enmarcadas, tanto si los negativos estaban rayados como si no


Puesto que estaba informada del accidente, la señora Pierce no había podido abstenerse de examinar con atención todas las fotografías. "¡Ah!, es ésta", dijo al ver la foto de Marion en la cama con los pies de los chicos. Lo que siempre había llamado la atención de Penny Pierce con respecto a aquella fotografía era la evidente felicidad de Marion, además de su belleza incomparable. Y ahora la belleza de Marion seguía inmutable, mientras que su felicidad había desaparecido. Esta característica de Marion asombraba siempre a las demás mujeres. Aunque ni la belleza ni la felicidad habían abandonado por completo a Penny Pierce, ésta tenía la sensación de que no las había conocido jamás en el grado en que lo había hecho Marion


La señora Pierce tomó unas cuartillas de su mesa antes de dirigirse a Eddie


– Comprendo tu enfado y lo siento mucho -le dijo afablemente al guapo adolescente, el cual parecía incapaz de asustar a nadie. ("Tengo que encontrar un personal más adecuado", pensó Penny Pierce mientras seguía hablando al tiempo que subestimaba el aspecto físico de Eddie. Cuanto más lo miraba, más le parecía que era demasiado mono para considerarlo un joven bien parecido)-. Cuando mis clientes se enfadan, les pido que pongan sus quejas por escrito…, si no te importa -añadió la señora Pierce, de nuevo con afabilidad


El muchacho vio que la mujer le ofrecía papel y una pluma.


– Trabajo para el señor Cole -le dijo-. Soy ayudante de escritor


– Entonces no te molestará escribir, dijo la señora Pierce


Eddie tomó la pluma. La dueña le sonrió de una manera alentadora. No era ni bella ni rebosaba felicidad, pero no carecía de atractivo y tenía buen corazón. Eddie comprendió que, en efecto, no le importaría escribir. Aquélla era exactamente la invitación que necesitaba, lo que quería su voz, atrapada durante mucho tiempo en su interior. Quería escribir. Al fin y al cabo, por eso había buscado aquel empleo. Y lo que había obtenido, en vez de escribir, era a Marion. Ahora que la estaba perdiendo, encontraba lo que había buscado antes de que empezara el verano


Y Ted no le había enseñado nada. Lo que Eddie O'Hare había aprendido de Ted Cole, lo había aprendido leyéndole. Todo lo que cualquier escritor aprende de otro se reduce a unas pocas frases. De El ratón que se arrastra entre las paredes, Eddie había aprendido algo de sólo dos frases. La primera decía: "Tom se despertó, pero Tim no", y la segunda: "Era un ruido como si uno de los vestidos que tiene mamá en el armario estuviera vivo de repente y tratara de bajar del colgador"


Si, debido a esa frase, Ruth Cole pensaría de un modo diferente acerca de los armarios y los vestidos durante el resto de su vida, Eddie O'Hare, por su parte, oiría el ruido de aquel vestido que cobraba vida y bajaba del colgador tan claramente como cualquier sonido que hubiera oído jamás. En sueños veía el movimiento de aquel vestido escurridizo en la semioscuridad del armario


Y de La puerta en el suelo había otra primera frase que no estaba nada mal: "Había un niño que no sabía si quería nacer". Después del verano de 1958, Eddie O'Hare comprendería por fin cómo se sentía ese niño. Y estaba aquella otra frase: "Su mamá tampoco sabía si quería que naciera". Sólo después de haber conocido a Marion, Eddie comprendió cómo se sentía aquella mamá


Aquel viernes, en la tienda de marcos de Southampton, Eddie O'Hare comprendió una de esas cosas que le cambian a uno la vida: si el ayudante de escritor se había convertido en escritor, era Marion quien le había dado la voz. Si cuando había estado entre sus brazos, en su cama, dentro de ella, sintió por primera vez que era casi un hombre, perderla era lo que le proporcionaba algo que decir. La idea de vivir sin Marion era lo que le daba a Eddie O'Hare la autoridad para escribir


"¿Tiene usted en su mente una imagen de Marion Cole? -escribió Eddie-. "Quiero decir si, mentalmente, puede ver con exactitud su aspecto." Eddie mostró estas dos frases a Penny Pierce


– Sí, claro…, es muy guapa -dijo la dueña


Eddie asintió. Entonces siguió escribiendo: "Muy bien. Aunque soy el ayudante del señor Cole, este verano me he acostado con la señora Cole. Calculo que Marion y yo hemos hecho el amor unas sesenta veces"


– ¿Sesenta? -dijo la señora Pierce


Había salido de detrás del mostrador a fin de poder leer por encima del hombro de Eddie lo que éste escribía


"Lo hemos hecho durante seis, casi siete semanas, y normalmente lo hacíamos dos veces al día…, a menudo más de dos veces. Pero hubo una época en la que tuvo una infección y no pudimos hacerlo, y si tiene usted en cuenta la regla…"


– Comprendo… Así pues, unas sesenta veces -dijo Penny Pierce-. Continúa


"Bien -escribió Eddie-. Mientras Marion y yo hemos sido amantes, el señor Cole, Ted de nombre, ha tenido una querida. La verdad es que era su modelo. ¿Conoce a la señora Vaughn?"


– ¿Los Vaughn de Gin Lane? Tienen una magnífica… colección -dijo la dueña de la tienda de marcos. (¡Ese encargo, el de enmarcar los cuadros de los Vaughn, sí que le habría gustado!)


"Exacto, ésa es la señora Vaughn -escribió Eddie-. Tiene un hijo, un niño pequeño."


– Sí, sí, ¡lo sé! -dijo la señora Pierce-. Sigue, por favor


"De acuerdo. Esta mañana, Ted, es decir, el señor Cole, ha roto con la señora Vaughn. Imagino que el final de su relación no ha sido muy agradable. La señora Vaughn parecía habérselo tomado muy a pecho. Y, entretanto, Marion está haciendo las maletas…, se marcha. Ted no sabe que se marcha, pero ésa es la verdad. Y Ruth…, ésta es Ruth. Tiene cuatro años."


– Sí, sí -asintió Penny Pierce


"Ruth tampoco sabe que su madre se marcha -escribió Eddie-. Tanto Ruth como su padre volverán a su casa en Sagaponack y comprobarán que Marion se ha ido. Y también todas las fotografías, todas esas fotos que usted enmarcó, todas excepto la que usted tiene aquí, en la tienda."


– Sí, sí… Dios mío, ¿qué dices? -dijo la señora Pierce.


Ruth la miró con el ceño fruncido y la mujer sonrió niña


Eddie siguió escribiendo:


"Marion se lleva las fotos. Cuando Ruth vuelva a casa, la madre y las fotos habrán desaparecido. Sus hermanos muertos y su madre se habrán marchado. Y lo bueno de esas fotos es que cada una de ellas cuenta una historia. Hay cientos de historias, y Ruth se las sabe todas de memoria"


– ¿Qué quieres que haga? -exclamó la señora Pierce


– Sólo la fotografía de la madre de Ruth -replicó Eddie-. Está en una habitación de hotel, en París…


– Sí, conozco la foto -dijo Penny Pierce-. ¡Claro que puedes llevártela!


– Pues eso es todo -concluyó Eddie, y escribió: "He pensado que probablemente esta noche la niña necesitará algo que poner al lado de su cama. No habrá ninguna otra foto, ninguna de esas imágenes a las que se ha acostumbrado. He pensado que si tuviera una de su madre, en especial…"


– Pero no es una buena foto de los chicos -le interrumpió la señora Pierce-, sólo se ven los pies…


– Sí, lo sé. A Ruth le gustan sobre todo los pies.


– ¿Están listos los pies? -inquirió la niña


– Sí que lo están, cielo -le dijo solícita Penny Pierce.


– ¿Quiere ver mis puntos? -preguntó la niña a la dueña de la tienda-. ¿Y… mi costra?


– El sobre está en el coche, Ruth, en la guantera -le explicó Eddie


– Ah -dijo Ruth-. ¿Qué es la guantera?


– Iré a comprobar si la fotografía está preparada -anunció Penny Pierce-. Casi está lista, estoy segura


La mujer recogió nerviosamente las hojas que estaban encima del mostrador, aunque Eddie seguía con la pluma en la mano. Antes de que se alejara, el muchacho la tomó del brazo.


– Perdone -le dijo, dándole la pluma-. Esto es suyo, pero ¿sería tan amable de darme lo que he escrito?


– ¡Sí, claro! -respondió la dueña, y le entregó los papeles, incluso las hojas en blanco


– ¿Qué has hecho? -le preguntó Ruth a Eddie


– Le he contado un cuento a la señora -le explicó el muchacho


– Cuéntamelo -le pidió la niña


– En el coche te contaré otro cuento -le prometió Eddie-. Después de que nos dé la foto de tu mamá


– ¡Y los pies! -insistió la pequeña.


– Sí, los pies también


– ¿Qué cuento vas a contarme? -le preguntó Ruth.


– No lo sé -admitió el muchacho


Tendría que inventarse uno, pero, sorprendentemente, eso no le preocupaba lo más mínimo. Algo se le ocurriría, estaba seguro. Tampoco le preocupaba ya lo que tendría que decirle a Ted. Le diría todo lo que Marion le había pedido que le dijera… y cualquier otra cosa que le pasara por la cabeza. Creía poder hacerlo, tenía la autoridad necesaria para ello


Penny Pierce también lo sabía. Cuando salió de la trastienda, llevaba consigo algo más que la foto enmarcada. Aunque la señora Pierce no se había cambiado de ropa, de alguna manera había sufrido una transformación, tenía un aire distinto… No era tan sólo un aroma fresco (un nuevo perfume), sino un cambio de actitud que la hacía casi atractiva. Para Eddie, estaba casi seductora. Hasta entonces no había reparado en ella como mujer


Se había soltado el cabello, que antes llevaba recogido, y también había introducido ciertos cambios en su maquillaje. A Eddie no le resultó difícil descubrir qué era exactamente lo que la señora Pierce se había hecho. Tenía los ojos más oscuros y perfilados. El rojo de labios también era más oscuro, y su rostro, si no más juvenil, tenía más color. Se había desabrochado la chaqueta del traje y subido un poco las mangas, y los dos botones superiores de la blusa también estaban desabrochados. (Antes sólo lo había estado el botón de arriba.)


Al agacharse para mostrar a Ruth la fotografía, la señora Pierce reveló un espacio entre los senos que Eddie nunca habría imaginado. Al levantarse, le susurró al muchacho:


– No voy a cobrarte nada por este trabajo, naturalmente. Eddie asintió, sonriente, pero Penny Pierce no había terminado con él. Le indicó una hoja de papel. Tenía una pregunta que hacerle, por escrito, porque era una pregunta que la señora Pierce nunca habría formulado de viva voz delante de la niña. "¿También te abandona a ti la señora Cole?, había escrito Penny Pierce


– Sí -le dijo Eddie. La mujer le dio un pequeño apretón consolador en la muñeca


– Lo siento -susurró.


Eddie no supo qué decirle.


– ¿Se ha ido toda la sangre? -preguntó Ruth


Para la pequeña era un milagro que la fotografía estuviera tan completamente restaurada. Como resultado del accidente, ella misma tenía una cicatriz


– Sí, querida… ¡Está como nueva! -le dijo la señora Pierce-. Oye, muchacho -añadió la dueña, mientras Eddie tomaba a Ruth de la mano-, si alguna vez te interesa un trabajo…


Puesto que Eddie tenía la fotografía en una mano y sujetaba la mano de Ruth con la otra, no le quedaba ninguna mano libre para tomar la tarjeta de visita que le tendía Penny Pierce. Ésta, con un movimiento que le recordó a Eddie la ocasión en que Marion le puso el billete de diez dólares en el bolsillo posterior derecho, insertó diestramente la tarjeta en el bolsillo delantero izquierdo de los tejanos del muchacho


– Tal vez el próximo verano, o el otro… Siempre necesito ayuda en verano -le dijo la dueña


Una vez más, Eddie no supo qué decir y, una vez más, asintió sonriente. La tienda de marcos era un sitio elegante. La sala de exhibición estaba decorada con gusto y contenía ejemplos de marcos a medida. La sección de posters, siempre concurrida en verano, presentaba una colección de carteles de películas de los años treinta: Greta Garbo en el papel de Ana Karenina, Margaret Sullavan como la mujer que muere y se convierte en un fantasma al final de Los tres camaradas… Los anuncios de licores y vino también constituían un tema popular en los posters: había una mujer de aspecto peligroso que tomaba un Campari con sifón, y un hombre tan apuesto como Ted Cole, un cóctel con la cantidad y la marca correctas de vermú


Cinzano, estuvo a punto de decir Eddie en voz alta. Trataba de imaginar cómo sería trabajar allí. Tardaría más de año y medio en comprender que Penny Pierce le había ofrecido algo más que un trabajo. Su recién descubierta "autoridad" era tan nueva para él que el muchacho aún no había aquilatado la extensión de su poder


Entretanto, en la librería, Ted Cole realizaba primores caligráficos ante la mesa donde estampaba sus autógrafos. Su escritura era perfecta. Su firma lenta y como tallada con escoplo era hermosa de veras. Tratándose de un autor cuyos libros eran tan breves y que escribía tan poco, su autógrafo constituía un acto de amor. (Marion le dijo cierta vez a Eddie que la firma de Ted era "un acto de egolatría".) Para los libreros que a menudo se quejaban de que las firmas de los autores eran embrollados garabatos, tan indescifrables como las recetas de los médicos, Ted Cole era el rey de los firmantes de autógrafos. No había nada precipitado en su firma, ni siquiera cuando firmaba cheques. La letra cursiva parecía más bastardilla de imprenta que escritura manual


Ted se quejó de las plumas al librero. Mendelssohn tuvo que ir de un lado a otro de la tienda en busca de la pluma perfecta. Tenía que ser una estilográfica, con la plumilla adecuada, y la tinta necesariamente negra o con la tonalidad roja apropiada. ("Más parecida a la sangre que a un coche de bomberos", explicó Ted al librero.) En cuanto al azul, para el escritor era una abominación en cualquiera de sus tonalidades


Así pues, Eddie O'Hare tuvo suerte. Mientras Eddie tomaba a Ruth de la mano y se encaminaba con ella al Chevy, Ted se tomó su tiempo. Sabía que cada buscador de autógrafos que se acercara a la mesa donde él estaba firmando era una posibilidad de ir en coche a casa, pero Ted era quisquilloso y no quería ser el pasajero de cualquier persona


Por ejemplo, Mendelssohn le presentó a una mujer que vivía en Wainscott. La señora Hickenlooper le dijo que estaría encantada de llevarle a su casa en Sagaponack, pues no se desviaría mucho de su camino. Pero tenía que hacer algunas compras más en Southampton. Tardaría poco más de una hora, y después pasaría a recogerle por la librería. Ted le dijo que no se molestara y que estaba seguro de que antes de una hora alguien más se ofrecería a llevarle


– Si no es ninguna molestia, de veras -replicó la señora Hickenlooper


"¡Para mí sí que lo es!", pensó Ted, y se despidió afablemente de la mujer, la cual se marchó con un ejemplar de El ratón que se arrastra entre las paredes cuidadosamente dedicado a sus cinco hijos. A juicio de Ted, la señora Hickenlooper debería haber adquirido cinco libros, pero cumplió con su deber firmando el único ejemplar y encajando los cinco nombres de la progenie de los Hickenlooper en una sola y atestada página


– Todos mis hijos han crecido -le dijo la señora-, pero usted les encantaba cuando eran pequeños


Ted se limitó a sonreír. La señora Hickenlooper rondaba la cincuentena y tenía las caderas de una mula. Poseía un aire de solidez campesina. Era jardinera, o lo parecía. Llevaba una ancha falda de dril y tenía las rodillas enrojecidas y manchadas de tierra. "¡No puedes arrancar bien los hierbajos sin arrodillarte!", Ted había acertado a oír que la señora le decía a otro hombre en el local. Al parecer era un colega jardinero, y los dos compraban libros de jardinería


Ted era desconsiderado al menospreciar a los jardineros. Al fin y al cabo, debía la vida al jardinero de la señora Vaughn, pues si aquel hombre valeroso no le hubiera aconsejado que echara a correr, tal vez Ted no habría podido evitar que el Lincoln negro le arrollara. Sin embargo, la señora Hickenlooper no era la conductora que Ted Cole buscaba para que le llevara casa


Entonces reparó en una candidata más prometedora. Una joven de aspecto reservado, que debía de tener por lo menos la edad legal para conducir, titubeaba antes de acercarse a la mesa donde el autor firmaba sus libros. Estaba observando al famoso escritor e ilustrador con esa combinación característica de timidez y vivacidad que Ted atribuía a las muchachas a punto de acceder a unas cualidades más femeninas. Dentro de unos pocos años, el titubeo que ahora mostraba se habría transformado en cálculo e incluso en astucia. Y lo que ahora era juguetón, incluso atrevido, no tardaría en estar mejor refrenado. La chica tendría como mínimo diecisiete años, pero no había cumplido los veinte, y se mostraba al mismo tiempo vivaracha y desmañada, insegura de sí misma, pero también deseosa de ponerse a prueba. Era un poco torpe, pero no le faltaba audacia. Ted pensaba que probablemente era virgen. Por lo menos era muy inexperta, de eso estaba seguro


– Hola -le dijo Ted


La guapa joven que era casi una mujer se sorprendió tanto ante la inesperada atención que le dedicaba Ted que no pudo abrir la boca. Su semblante adquirió una intensa tonalidad roja, a medio camino entre el rojo de la sangre y el de un coche de bomberos. Su amiga, una chica muchísimo menos atractiva, con un aspecto engañosamente estúpido, se deshizo en bufidos y risitas. Ted no había observado que la joven bonita estaba en compañía de una amiga fea. Cuando uno se encuentra con una joven interesante sexualmente vulnerable, siempre tiene que enfrentarse a una compañera estúpida y poco atractiva


Pero la presencia de la amiga no arredró a Ted, e incluso la consideró un reto intrigante. Si su presencia señalaba la imposibilidad de ir a la cama aquel mismo día, la seducción potencial de la joven guapa no era menos tentadora para él. Como Marion le dijera a Eddie, no era tanto el acto sexual en sí mismo como la perspectiva de realizarlo lo que excitaba a Ted. El impulso de hacerlo no era tan intenso como la espera ilusionada.


– Hola -respondió por fin la joven guapa


Su fea amiga, que tenía forma de pera, no pudo contenerse y azoró a su compañera al decir:


– ¡Usted ha sido el tema de su trabajo sobre literatura inglesa para el examen de primer curso!


– ¡Calla, Effie! -replicó la joven guapa. Era universitaria, se dijo Ted. Supuso puerta en el suelo


– ¿Cómo se titulaba tu trabajo? -le preguntó Ted


– "Análisis de los símbolos atávicos de temor en La puerta en el suelo" -respondió la joven guapa, claramente avergonzada-. Verá, el niño no está seguro de que quiera nacer y la madre no está segura de que quiera tenerlo. Eso es muy tribal. Las tribus primitivas tienen esos temores. Y los mitos y cuentos de hadas de las tribus primitivas están llenos de imágenes como puertas mágicas, desapariciones de niños y personas tan asustadas que el pelo se les vuelve blanco de la noche a la mañana. En los mitos y cuentos de hadas aparecen muchos animales que pueden cambiar repentinamente de tamaño, como la serpiente, la serpiente también es muy tribal, desde luego…


– Desde luego -convino Ted-. ¿Qué extensión tenía ese trabajo?


– Doce páginas -le informó la muchacha-, sin contar las notas al pie y la bibliografía


Sin contar las ilustraciones, tan sólo páginas manuscritas, mecanografiadas a doble espacio… La puerta en el suelo sólo tenía página y media, pero lo habían publicado como si fuese todo un libro, y a los estudiantes universitarios se les permitía escribir trabajos sobre la obrita. Menuda broma, se decía Ted


Le gustaban los labios de la joven, su boca redonda y pequeña. Y tenía los pechos grandes, casi en demasía. Al cabo de pocos años tendría que controlar su peso, pero de momento la abundancia de sus carnes era atractiva y aún conservaba la cintura. A Ted le gustaba evaluar a las mujeres por su tipo físico. En la mayoría de los casos se creía capacitado para imaginar con exactitud lo que haría el tiempo con sus cuerpos. Aquella muchacha tendría un solo hijo y perdería la línea. También correría el riesgo de que las caderas se impusieran al resto del cuerpo, mientras que ahora su voluptuosidad estaba contenida, aunque a duras penas. Ted pensaba que, cuando tuviera treinta años, habría adquirido la misma forma de pera que su amiga, pero se limitó a preguntarle cómo se llamaba


– Glorie, sin y griega final, sino con ie -respondió la guapa joven-. Y ésta es Effie


"Yo te enseñaré algo atávico, Glorie", pensaba Ted. ¿No emparejaban a menudo en las tribus primitivas a muchachas de dieciocho años con hombres de cuarenta y cinco? "Yo te enseñaré algo tribal", siguió pensando, pero le dijo:


– ¿No tenéis coche, por casualidad? Por increíble que parezca, necesito que alguien me lleve


Por increíble que parezca, la señora Vaughn, tras perder de vista a Ted, había dirigido irracionalmente su considerable cólera hacia el valiente pero indefenso jardinero. Aparcó el coche, con el motor en marcha y mirando hacia fuera, a la entrada del sendero de acceso: el morro negro del reluciente capó del Lincoln con su rejilla plateada apuntaba hacia Gin Lane. La mujer permaneció sentada al volante durante media hora, hasta que al coche se le terminó el combustible, esperando que el Chevy modelo 1957 blanco y negro virase hacia Gin Lane desde Wyandanch Lane o desde la calle South Main. Creía que Ted no andaría lejos, pues, al igual que Ted, aún suponía que el amante de Marion ("el chico guapo", como le consideraba la señora Vaughn) seguía siendo el chofer del escritor. Por ello la mujer puso la radio del coche y esperó


La música sonaba en el interior del Lincoln negro; su volumen y la fuerte vibración que las notas bajas imprimían a los altavoces casi ocultaron a la señora Vaughn el hecho de que el vehículo se había quedado sin gasolina. Si el coche no se hubiera estremecido tan bruscamente en aquel momento, la mujer podría haber seguido esperando sentada al volante hasta la tarde, cuando trajeran a su hijo de regreso de su clase de tenis


El agotamiento del combustible tal vez tuvo un efecto más importante, el de evitar al jardinero de la señora Vaughn una muerte cruel. El pobre hombre, que se había quedado sin escalera de mano, seguía atrapado en el inclemente seto de aligustres, donde el monóxido de carbono expelido por el tubo de escape del Lincoln primero le había mareado y luego había estado a punto de matarle. Se hallaba aturdido, pero consciente de que estaba medio muerto, cuando el motor se detuvo y una brisa fresca le reanimó


Durante un intento anterior de bajar del alto seto, el tacón de la bota derecha se había trabado entre las ramas retorcidas, el jardinero había perdido el equilibrio y caído de cabeza en la espesura, con lo cual la bota se trabó todavía más en el interior del tenaz seto. El hombre se torció dolorosamente el tobillo y, colgado por el tacón en el seto enmarañado, se había estirado un músculo abdominal cuando trataba de desatarse la bota


Eduardo Gómez, menudo y de origen hispano, con una barriga apropiadamente discreta, no estaba acostumbrado a realizar flexiones en un seto y colgado de un pie. Sus botas de caña le llegaban por encima del tobillo, y aunque el hombre hizo lo posible por enderezarse el tiempo suficiente para desatarse los cordones, no pudo soportar el dolor de la posición ni siquiera el tiempo imprescindible para aflojarlos. No había manera de quitarse la bota


Entretanto, debido al volumen y a las vibrantes notas bajas de la radio del coche, la señora Vaughn no podía oír las llamadas de auxilio de Eduardo. El jardinero, penosamente suspendido, consciente de los gases que despedía el coche y que se iban acumulando en el seto denso y al parecer sin ventilación, estaba convencido de que el aligustre sería su tumba. Eduardo Gómez sería víctima de la lujuria ajena y de la proverbial "mujer desdeñada" por otro hombre. Al jardinero moribundo tampoco se le ocultaba la ironía de que los destrozados dibujos pornográficos de su patrona le hubieran conducido a aquella posición en el seto asesino. Si al Lincoln no se le hubiera terminado la gasolina, el jardinero podría haber sido la primera víctima mortal de Southampton ocasionada por la pornografía, pero mientras el monóxido de carbono le adormecía, Eduardo pensaba que sin duda no sería la última. Cruzó por su mente envenenada la idea de que Ted Cole merecía morir de aquella manera, pero no un inocente jardinero


En opinión de la señora Vaughn, su jardinero no era inocente. Antes le había oído gritar: "¡Corra!". ¡Al advertir a Ted, Eduardo la había traicionado! Si el infortunado que colgaba del seto hubiera mantenido la boca cerrada, Ted no habría dispuesto de aquellos valiosos segundos adicionales. Pero Ted salió pitando antes de que el Lincoln negro irrumpiera en Gin Lane


La señora Vaughn estaba segura de que le habría aplastado de la misma manera incontrovertible en que había derribado la señal de tráfico en la esquina de la calle South Main. ¡Por culpa de su desleal jardinero, Ted Cole había huido!


Así pues, cuando el Lincoln se quedó sin combustible y la señora Vaughn bajó del coche, primero cerrando bruscamente la portezuela y volviéndola a abrir porque se había dejado la radio encendida, oyó los gritos debilitados de Eduardo y su corazón se endureció al instante contra él. Pisoteó las piedrecillas del patio, estuvo a punto de tropezar con la escalera caída y contempló al traidor, el cual estaba ridículamente suspendido por un pie en medio del seto. A la señora Vaughn le irritó todavía más ver que Eduardo aún no había recogido los trozos de papel con aquellos dibujos reveladores. Además, el odio que sentía hacia el jardinero se fundaba en algo totalmente ilógico: sin duda el hombre había visto su terrible desnudez en los dibujos. (¿Cómo no iba a verla?) Odiaba a Eduardo Gómez como odiaba a Eddie O'Hare, quien también la había visto… sin ropa


– Por favor, señora -le rogó Eduardo-. Si alza usted la escalera, si consigo aferrarme a ella, es posible que pueda bajar.


– ¡Tú! -le gritó la señora Vaughn. Cogió un puñado de piedrecillas y las arrojó al seto. El jardinero cerró los ojos, pero el aligustre era tan tupido que no le alcanzó ninguna de las piedras-. ¡Le avisaste, enano repugnante! -Le arrojó otro puñado de grava, que fue igualmente inocuo. La imposibilidad de alcanzar al jardinero inmóvil y suspendido cabeza abajo la enfurecía más-. ¡Me has traicionado!


– Si le hubiera matado, habría ido usted a la cárcel -le dijo Eduardo, tratando de hacerla entrar en razón


Pero la mujer se alejaba de él contoneándose, e incluso en su lamentable posición cabeza abajo el jardinero pudo ver que regresaba a la casa. Sus pasitos decididos, el culo pequeño y prieto… El jardinero sabía, antes de que ella llegara a la puerta, que iba a cerrarla de un portazo. Eduardo trabajaba desde hacía tiempo para ella y sabía que la dama tendía a las rabietas y era una veterana en dar portazos, como si el estrépito al cerrar bruscamente una puerta la consolara por su pequeña talla. El jardinero temía a las mujeres menudas, y siempre había imaginado que cedían a una cólera desproporcionada con relación a su tamaño. Su esposa era corpulenta y tenía una suavidad consoladora. Era una mujer afable, de talante generoso e indulgente


– ¡Limpia este desastre y luego lárgate! -le gritó la señora Vaughn a Eduardo, el cual pendía del seto totalmente inmóvil, como paralizado por la incredulidad-. ¡Hoy es tu último día en esta casa! ¡Estás despedido!


– ¡Pero no puedo bajar! -le dijo él quedamente, sabiendo incluso antes de hablar que la puerta se cerraría con violencia mientras hablara


A pesar del tirón muscular en el abdomen, Eduardo halló las fuerzas necesarias para superar su dolor. Sin duda le ayudó la sensación de que había sido tratado injustamente, pues logró realizar otra flexión, enderezarse y mantener la dolorosa postura el tiempo suficiente para desatarse la bota. Liberó el pie atrapado y cayó de cabeza a través del centro del seto, agitando brazos y piernas. Afortunadamente aterrizó a gatas entre las raíces y salió arrastrándose al patio, escupiendo ramitas y hojas


Eduardo aún sentía náuseas, estaba mareado y de vez en cuando se quedaba aletargado a causa de los gases emitidos por el Lincoln. Además, una rama le había hecho un corte en el labio superior. Intentó andar con normalidad, pero no tardó en ponerse de nuevo a gatas y, en esta postura animaloide, se aproximó al surtidor obturado y sumergió la cabeza en el agua, haciendo caso omiso de la tinta de calamar. El agua estaba turbia y olía a pescado, y cuando el jardinero alzó la cabeza de la fuente y se escurrió el agua del cabello, tenía las manos y la cara de color sepia. Eduardo sintió deseos de vomitar mientras subía por la escalera de mano para recuperar su bota


Entonces el aturdido jardinero renqueó sin objeto por el patio. Puesto que le habían despedido, ¿para qué iba a recoger los fragmentos de pornografía, tal como la señora Vaughn le había exigido? No veía por qué razón habría de realizar cualquier tarea para una mujer que no sólo le había despedido sino que también le había dejado abandonado a su suerte, sin que le importara que se muriese. No obstante, cuando decidió marcharse, se dio cuenta de que el Lincoln sin combustible obstruía el sendero. La camioneta de Eduardo, que siempre estaba aparcada fuera de la vista (detrás del cobertizo de las herramientas, el garaje y la dependencia auxiliar del jardín), no podría pasar por el lado del seto mientras el Lincoln bloqueara el camino. El jardinero tuvo que trasegar con un sifón gasolina de la máquina cortacésped a fin de poner en marcha el Lincoln y devolver el coche abandonado al garaje. Pero, por desgracia, esta actividad no le pasó desapercibida a la señora Vaughn


La mujer se enfrentó a Eduardo en el patio, donde sólo el surtidor los separaba. La pileta de agua sucia era ahora tan desagradable como un estanque para pájaros en el que se hubiera ahogado un centenar de murciélagos. La señora Vaughn sostenía algo, un cheque, y el sufrido jardinero la miró cautelosamente. Renqueaba de costado, procurando que el surtidor estuviera siempre entre ellos, mientras la mujer empezaba a rodear el agua ennegrecida para ir a su encuentro


– ¿No quieres esto? -le preguntó la maligna mujercilla-. ¡Es tu última paga!


Eduardo se detuvo. Si iba a pagarle, tal vez se quedaría a recoger los jirones de pornografía. Al fin y al cabo, el mantenimiento de la finca de los Vaughn había sido su principal fuente de ingresos durante muchos años. El jardinero era un hombre orgulloso y aquella zorra en miniatura le había humillado. No obstante, pensó que si el cheque que le ofrecía era el de la última paga que recibiría de ella, la cantidad sería considerable


Con la mano extendida, Eduardo rodeó cautamente la fuente sucia y se aproximó a la señora Vaughn, la cual le permitió que lo hiciera. Había llegado casi ante ella, cuando la mujer hizo varios dobleces en el cheque y, cuando tuvo la forma aproximada de un barco, lo arrojó al agua turbia. El cheque cayó en la nauseabunda pileta. Eduardo se vio obligado a vadearla para recoger el cheque, cosa que hizo con nerviosismo


– ¡Vete a tomar por el saco! -le gritó la señora Vaughn. Nada más sacar el cheque del agua, Eduardo vio que la tinta se había corrido y no podía leer la cantidad ni la apretada firma de la señora Vaughn. Y antes de que pudiera salir del agua que hedía a pescado, supo, sin necesidad de mirar la altiva figura que se alejaba, que iba a dar otro portazo. El jardinero despedido secó el cheque nulo apretándolo contra los pantalones y se lo guardó en la cartera. No sabía por qué se molestaba. Eduardo dejó la escalera de mano en su lugar habitual, apoyada en la dependencia auxiliar del jardín. Vio un rastrillo que se había propuesto reparar, se preguntó por un momento qué debería hacer con él y lo dejó sobre la mesa de trabajo en el cobertizo de las herramientas. No le quedaba más que irse a casa, y se dirigía ya, renqueando lentamente, hacia su camioneta, cuando de repente vio las tres grandes bolsas para hojarasca que ya había llenado con los fragmentos de los dibujos rotos. Había calculado que los jirones restantes, cuando los hubiera recogido todos, podrían llenar otras dos bolsas


Eduardo Gómez tomó la primera de las tres bolsas llenas y la vació sobre el césped. El viento hizo revolotear enseguida algunos pedazos de papel, pero el jardinero no estuvo satisfecho con los resultados y se puso a pisotear el montón de papel y a darle puntapiés, como un niño a un montón de hojas. Los largos jirones volaron por el jardín y cubrieron el estanque para pájaros. Los rosales plantados en el fondo del jardín, allí donde arrancaba el sendero que conducía a la playa, eran un imán para los pedazos de papel, los cuales se adherían a todo lo que tocaban como los adornos a un árbol navideño


Cojeando, el jardinero se dirigió al patio con las dos últimas bolsas llenas de papel. Vació la primera en el surtidor, donde la masa de los dibujos hechos trizas absorbió el agua ennegrecida como una esponja gigantesca e inamovible. La última bolsa, que por casualidad incluía algunas de las mejores, aunque muy destrozadas, vistas de la entrepierna de la señora Vaughn, no plantearon reto alguno a la restante creatividad de Eduardo. El inspirado hombre renqueó en círculos alrededor del patio mientras sostenía la bolsa abierta por encima de la cabeza. Era como una cometa que se negara a volar, pero los innumerables trocitos de pornografía emprendieron realmente el vuelo: subieron a lo alto del seto, de donde el heroico jardinero los había retirado antes, y también se alzaron por encima del aligustre. Como si quisiera recompensar a Eduardo Gómez por su valor, una fuerte brisa marina hizo volar vistas parciales de los senos y la vulva de la señora Vaughn hacia ambos extremos de Gin Lane


Más tarde, la policía de Southampton tuvo noticia de que dos chicos que iban en bicicleta habían tenido un atisbo alarmante de la anatomía de la señora Vaughn, nada menos que en First Neck Lane, lo cual era un testimonio de la fuerza del viento, que había transportado aquel primer plano del pezón de la dama y su aréola irregularmente alargada hasta la otra orilla del lago Agawam. (Los muchachos, que eran hermanos, llevaron a casa el fragmento de dibujo pornográfico, sus padres descubrieron la obscenidad y llamaron a la policía.)


El lago Agawam, no mucho mayor que un estanque, separaba Gin Lane de First Neck Lane, donde, en el mismo momento en que Eduardo soltaba los restos de los dibujos de Ted Cole, el artista trataba de seducir a una chica de unos dieciocho años con unos pocos kilos de más. Glorie había llevado a Ted a su casa para presentárselo a su madre, sobre todo porque la joven no tenía coche propio y necesitaba el permiso materno para utilizar el vehículo de la familia


El trayecto desde la librería hasta la casa de Glorie, que estaba en First Neck Lane, no era largo, pero el sutil cortejo de la universitaria que emprendió Ted había sido interrumpido varias veces por las insultantes preguntas que le hacía la patética y peroide amiga de Glorie. Effie no estaba tan entusiasmada, ni mucho menos, con La puerta en el suelo; la chica que cargaba con la tragedia de su fealdad no había escrito su trabajo de examen trimestral sobre el atavismo percibido en los símbolos de temor de Ted Cole. A pesar de su inmisericorde fealdad, Effie estaba mucho más libre de mojigangas que Glorie


Y también estaba mucho más libre de mojigangas que Ted. Effie era una chica perspicaz y, durante el corto paseo, experimentó un creciente y juicioso desagrado hacia el famoso autor. Además, detectaba los esfuerzos de seducción que ocultaban la conducta de Ted. Si Glorie también se percataba de ellos, ofrecería escasa resistencia


Ted se sorprendió a sí mismo al constatar un interés inesperado, de índole sexual, por la madre de Glorie. Si ésta era demasiado joven e inexperta para su gusto habitual (y estaba a un paso de ser gordita), la mamá de Glorie era mayor que Marion y la clase de mujer en la que Ted generalmente no se fijaba


La delgadez de la señora Mountsier era notable, y se debía a la incapacidad de comer ocasionada por la muerte reciente y totalmente imprevista de su marido. Con toda claridad era una viuda que no sólo había amado profundamente a su marido, sino también (y eso era evidente incluso para Ted) una viuda que todavía se encontraba en las etapas perceptibles de la aflicción. En una palabra, no era una mujer a la que cualquiera pudiese seducir, pero Ted Cole no era cualquiera y no podía reprimir la impredecible atracción que sentía hacia ella


Glorie debía de haber heredado las formas curvilíneas de una abuela o incluso una pariente más lejana. La señora Mountsier era una belleza clásica pero espectral, con cierta tendencia a hacer suyo el estilo inimitable de Marion. Mientras que la aflicción perpetua de Marion había alejado a Ted de su mujer, la majestuosa tristeza de la señora Mountsier le excitaba. Pero no por ello disminuía la atracción que sentía hacia su hija: ¡de repente las quería a las dos! A la mayoría de los hombres, semejante situación les habría planteado un dilema, pero Ted Cole sólo pensaba en las posibilidades. "¡Qué posibilidad!", se decía, mientras permitía que la señora Mountsier le preparase un bocadillo (al fin y al cabo, era casi la hora del almuerzo) y cedía a la insistencia de Glorie para meter en la secadora sus tejanos azules y los zapatos empapados.


– Se secarán en quince o veinte minutos -le prometió la joven. (Tardarían por lo menos media hora en secarse, pero ¿qué prisa había?)


Mientras comía, Ted llevaba un albornoz que perteneció al difunto señor Mountsier. La viuda le había indicado el baño, para que se cambiara, y le había ofrecido el albornoz de su marido con un gesto de tristeza especialmente atractivo.


Hasta entonces Ted nunca había tratado de seducir a una viuda, por no mencionar a una madre y a su hija. Se había pasado el verano dibujando a la señora Vaughn, y durante largo tiempo había descuidado las ilustraciones para Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido; ni siquiera había empezado a plantearse cómo deberían ser esas ilustraciones. Sin embargo, en aquella cómoda casa de First Neck Lane, había pasado por su mente un retrato de madre e hija notablemente prometedor, y supo que debía intentarlo.


La señora Mountsier no probó bocado. La delgadez de su rostro, que parecía frágil y quebradizo a la luz del mediodía, daba a entender que, como mucho, su apetito era intermitente, o que tenía cierta dificultad para retener el alimento. Se había empolvado delicadamente los semicírculos oscuros bajo los ojos. Al igual que Marion, la señora Mountsier sólo podía dormir durante breves períodos, cuando estaba totalmente exhausta. Ted observó que el pulgar izquierdo de la mujer no podía dejar en paz la alianza matrimonial, aunque ella no se daba cuenta de la constancia con que la tocaba.


Cuando Glorie reparó en aquel toqueteo obsesivo de la alianza, tomó la mano de su madre y se la estrechó. La señora Mountsier dirigió a su hija una mirada que era de agradecimiento y disculpa a la par. La simpatía fluyó entre ellas como una carta deslizada por debajo de una puerta. (Para el primero de los dibujos, Ted haría que posaran de modo que la hija sostuviera la mano de la madre.)


– Qué espléndida coincidencia -empezó a decirles-. Estoy buscando dos personas apropiadas que posen como modelos para un retrato de madre e hija; es para mi próximo libro.


– ¿Se trata de otro libro para niños? -inquirió la señora Mountsier.


– Sí, desde luego -respondió Ted-, pero no creo que ninguno de mis libros sea realmente para niños. En primer lugar, las madres han de comprarlos y, en general, son las madres las primeras que los leen en voz alta. Los niños suelen oírlos antes de que puedan leerlos. Y cuando los niños son adultos, a menudo vuelven a leer mis libros.


– ¡Eso es lo que me ocurrió a mí! -exclamó Glorie. Effie, que estaba enfurruñada, puso los ojos en blanco. Todo el mundo, excepto Effie, estaba satisfecho. La señora Mountsier había recibido la confirmación de que las madres son lo primero. Glorie había sido felicitada por no ser ya una niña, y el famoso autor había reconocido que era adulta.


– ¿Qué clase de dibujos se propone hacer? -le preguntó la señora Mountsier.


– Verá, al principio me gustaría dibujarlas a usted y a su hija juntas -respondió Ted-. De esa manera, cuando las dibuje a cada una por separado, la presencia de la que falte estará…, bueno, estará ahí de alguna manera.


– ¡Qué bien! ¿Quieres hacerlo, mamá? -preguntó Glorie. (Effie puso de nuevo los ojos en blanco, pero Ted nunca prestaba mucha atención a una mujer sin atractivo.)


– No lo sé. ¿Cuánto tiempo necesitaría? -quiso saber la señora Mountsier-. ¿0 a cuál de las dos desearía dibujar primero? Quiero decir por separado, después de que nos hubiera dibujado juntas.


Espoleado por el deseo, Ted comprendió que la viuda había sufrido demasiado y estaba deshecha.


– ¿Cuándo tienes que volver a la universidad? -le preguntó Ted a Glorie.


– Creo que el 5 de septiembre -respondió Glorie.


– El 3 de septiembre -la corrigió Effie-. Y vas a pasar el Día del Trabajo conmigo en Maine -añadió.


– Entonces dibujaría primero a Glorie -le dijo Ted a la señora Mountsier-. Primero las dos juntas, luego Glorie sola, y después, cuando Glorie haya vuelto a la universidad, usted sola.


– Pues no sé… -dijo la señora Mountsier.


– ¡Vamos, mamá! -exclamó Glorie-. ¡Será divertido! -Bueno…


Era el famoso e imperecedero «bueno» de Ted. -Bueno… ¿qué? -preguntó Effie bruscamente.


– Quiero decir que no es necesario que se decidan ahora mismo -dijo Ted a la señora Mountsier, y entonces se dirigió a Glorie: Piénsenlo.


Se dio cuenta de que Glorie ya lo estaba pensando. De las dos mujeres, Glorie sería la fácil. Y entonces… ¡qué otoño e invierno gratamente largos podrían esperarle! Imaginó la seducción, muchísimo más lenta, de la apenada señora Mountsier: podría requerir meses, incluso un año.


Fue una cuestión de tacto permitir que madre e hija le llevaran a Sagaponack. La señora Mountsier se ofreció a hacerlo. Entonces se dio cuenta de que había herido los sentimientos de su hija, que a Glorie le ilusionaba de veras llevar en coche al famoso autor e ilustrador.


– Pues entonces ve tú, Glorie -dijo la mujer-. No me había dado cuenta de que te apetecía tanto.


Ted pensó en lo contraproducente que era que madre e hija se pelearan.


– Puede que parezca egoísta -dijo, dirigiendo a Effie una sonrisa encantadora-, pero sería un honor para mí que todas me acompañaran a casa.


Aunque su encanto no surtía efecto en Effie, madre e hija se reconciliaron al instante, de momento.


Ted también representó el papel de pacificador cuando hubo que decidir si conducía la señora Mountsier o Glorie. -Personalmente, creo que los jóvenes de tu edad conducís mejor que vuestros padres -dijo sonriente a Glorie-. Por otro lado -ofreció su sonrisa a la señora Mountsier-, la gente como nosotros somos insoportables conductores desde los asientos traseros-. Se volvió hacia Glorie-. Deja conducir a tu madre. Es la única manera de evitar que conduzca desde el asiento trasero.


Aunque Ted había parecido indiferente a Effie cada vez que la chica ponía los ojos en blanco, esta vez se adelantó a ella: se volvió hacia la nada agraciada joven y puso los ojos en blanco, sólo para mostrarle que no se le escapaba nada.


Para cualquiera que los hubiese visto, estaban sentados en el coche como una familia razonablemente normal. La señora Mountsier iba al volante y el célebre personaje, que había sido castigado por conducir en estado de embriaguez, ocupaba el asiento del pasajero. Detrás iban las hijas. La que tenía la desgracia de ser fea estaba, naturalmente, malhumorada y se mostraba reservada. Sin duda era lógico, porque la que parecía su hermana era bonita en comparación. Effie iba sentaba detrás de Ted y le lanzaba miradas furibundas al cogote. Glorie se inclinaba hacia delante, ocupando el espacio entre los dos asientos delanteros del Saab verde oscuro de la señora Mountsier. Al volver la cabeza para admirar el sorprendente perfil de la viuda, Ted podía ver también a la hija vivaracha aunque no exactamente hermosa.


La señora Mountsier era una buena conductora y nunca apartaba los ojos de la carretera. La hija no podía apartar los ojos de Ted. Para ser un día que comenzó con tan mal pie, ¡había que ver las oportunidades que se le habían presentado! Ted consultó su reloj y se sorprendió al ver que tan sólo acababa de empezar la tarde. Estaría en casa antes de las dos, y dispondría de mucho tiempo para enseñar a madre e hija su cuarto de trabajo cuando aún había buena luz. Ted había llegado a la conclusión de que no se puede juzgar un día por su comienzo cuando la señora Mountsier pasó ante el lago Agawam y giró por Dune Road para entrar en Gin Lane. Ted había estado tan absorto en la comparación visual entre madre e hija que no se había fijado en la ruta.


– Ah, va usted por aquí… -susurró. -¿Por qué susurra? -le preguntó Effie.


En Gin Lane, la señora Mountsier se vio obligada a reducir la marcha y el coche avanzó lentamente. La calle estaba cubierta de papeles, que también colgaban de los setos. Mientras el coche avanzaba, los pedazos de papel revoloteaban a su alrededor. Uno de ellos se adhirió al parabrisas. La señora Mountsier estuvo a punto de frenar.


– ¡No pare! -le pidió Ted-. ¡Bastará con el limpiaparabrisas! -Para que después hablen de los que conducen desde el asiento trasero… -observó Effie.


Pero, para alivio de Ted, los limpiaparabrisas funcionaron y el ofensivo trozo de papel salió volando. (Ted había visto por un instante lo que sin duda era una axila de la señora Vaughn. Pertenecía a una de las series más comprometedoras, en la que ella estaba tendida boca arriba con las manos cruzadas en la nuca.)


– ¿Qué es todo esto? -preguntó Glorie.


– Supongo que la basura de alguien -replicó su madre. -Sí -dijo Ted-. Un perro debe de haber esparcido la basura. -Qué estropicio -observó Effie.


– Deberían multar al que lo haya hecho, sea quien sea -dijo la señora Mountsier.


– Sí -convino Ted-. Aunque el culpable haya sido ¡que lo multen!


Todos se rieron, excepto Effie.


Cuando se acercaban al extremo de Gin Lane, una nube de jirones de papel revoloteó alrededor del coche en marcha. Era como si los dibujos rasgados que mostraban la humillación sufrida por la señora Vaughn no quisieran soltar a Ted. Pero doblaron la esquina y la carretera apareció despejada. Ted sintió una oleada de satisfacción, pero se guardó mucho de expresarla. Entonces ocurrió algo poco frecuente en él: se sumió en un momento de reflexión. Era algo casi bíblico. Tras su inmerecida liberación de la señora Vaughn y en la estimulante compañía de la señora Mountsier y su hija, el pensamiento que dominaba la mente de Ted Cole se repetía como una letanía: la lujuria engendra lujuria y ésta más lujuria y más lujuria… una y otra vez. Eso era lo emocionante.

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