Allan a los cincuenta y cuatro años

Ruth había leído en un tono inexpresivo. A una parte del público pareció desconcertarle el "¡Zzzt!" final. A Eddie, que había leído el libro dos veces, le encantaba esa manera de concluir el primer capítulo, pero parte del público contuvo momentáneamente el aplauso, pues no estaban seguros de que el capítulo hubiera terminado. El tramoyista estúpido miraba boquiabierto el monitor de televisión, como si se dispusiera a ofrecer un epílogo, pero no dijo una sola palabra; ni siquiera hizo otro vulgar comentario sobre su incansable apreciación de los "melones" de la famosa novelista


Fue Allan Albright el primero en aplaudir, incluso antes que Eddie. Como editor de Ruth Cole, Allan conocía bien el "¡Zzzt!" con el que terminaba el primer capítulo. El aplauso que siguió fue generoso, y lo bastante sostenido como para que Ruth pudiera fijarse en el solitario cubito de hielo que estaba en el fondo del vaso de agua. El hielo se había fundido en parte y había suficiente líquido para un solo trago


El coloquio que siguió fue decepcionante. Eddie lamentó que, tras su entretenida lectura, Ruth tuviera que sufrir el chasco que siempre engendraban las preguntas del público. Y durante todo el coloquio Allan Albright la miró con el ceño fruncido… ¡como si ella pudiera haber hecho algo por elevar la inteligencia de las preguntas! Mientras leía, las expresiones animadas de Allan Albright sentado entre el público, la habían irritado… ¡como si el papel de éste consistiera en divertirla mientras ella leía!


La primera pregunta fue abiertamente hostil y estableció un tono del que no se librarían las preguntas y respuestas posteriores


– ¿Por qué se repite en sus novelas? -quiso saber un hombre joven-. ¿0 acaso lo hace sin intención?


Ruth calculó que el hombre estaría cerca de la treintena. Las luces no eran lo bastante intensas para que ella pudiera distinguir su expresión exacta (estaba sentado casi al fondo de la sala), pero su tono no le había dejado duda a Ruth de que se estaba mofando de ella


Después de haber escrito tres novelas, Ruth estaba familiar¡zada con las acusaciones de que sus personajes se "reciclaban" de un libro a otro, que éstos eran su "guiñol de excéntricos" y que los utilizaba en una novela tras otra. La novelista suponía que su nómina de personajes era en verdad bastante limitada, pero, según su experiencia, quienes acusan a un autor de repetición suelen referirse a un detalle que no les ha gustado la primera vez. Al fin y al cabo, incluso en literatura, si a uno le gusta algo, ¿por qué ha de poner objeciones a su repetición?


– Supongo que se refiere al consolador -respondió Ruth al joven que la acusaba. En su segunda novela también aparecía uno de esos artilugios, pero ninguno había asomado la cabeza, por así decirlo, en su primera novela. Sin duda, se decía Ruth, tal ausencia obedecía a un descuido. Prosiguió-: Sé que muchos hombres jóvenes se sienten amenazados por los consoladores, pero no deben preocuparse porque nunca serán sustituidos por completo. -Hizo una pausa para que el público se riera, y entonces añadió-: Y la verdad es que este consolador no es del mismo tipo que el de mi novela anterior. Estos cachivaches no son todos iguales, ¿sabe usted?


– Los consoladores no son las únicas cosas que se repiten en sus obras -comentó el joven


– Sí, lo sé…, también las "amistades femeninas que fracasan" o perdidas y encontradas de nuevo -observó Ruth, y sólo después de haber hablado se dio cuenta de que había tomado una cita de la tediosa introducción de Eddie O'Hare


Eddie, entre bastidores, se sintió primero muy complacido, pero luego se preguntó si Ruth se habría burlado de él


– Los novios que son unos granujas -añadió el joven insistente. (¡Ése sí que era un tema jugoso!)


– El novio de El mismo orfanato es un hombre honrado -recordó Ruth a su lector hostil


– ¡No salen madres! -gritó una señora mayor.


– Ni padres tampoco -replicó secamente Ruth. Allan Albright apoyaba la cabeza en las manos. Le había advertido que tuviera cuidado con el turno de preguntas, que si no podía dejar de lado una observación hostil o provocadora, si no renunciaba a meterse en camisa de once varas, lo mejor sería prescindir del coloquio. Y que no debía estar "tan dispuesta a devolver el golpe"


– Pero me gusta devolver el golpe -había replicado ella.


– Pues no debes hacerlo la primera vez, ni siquiera la segunda -le advirtió Allan


Su lema era "sé amable dos veces". Ruth aprobaba esta idea, en principio, pero le resultaba difícil seguir el consejo


Según Allan, era conveniente hacer caso omiso de las dos primeras groserías. Si alguien te provocaba o era abiertamente hostil por tercera vez, entonces le dabas su merecido. Tal vez este principio era demasiado "caballeroso" para que Ruth se atuviera a él


La estampa de Allan con la cabeza entre las manos, prueba inequívoca de que estaba en desacuerdo con su actitud, irritó a Ruth. ¿Por qué se sentía tan a menudo inclinada a criticarle? En general, admiraba los hábitos de Allan, por lo menos sus hábitos de trabajo, y no dudaba de que ejercía una buena influencia sobre ella


Lo que Ruth Cole necesitaba era un editor para su vida más que para sus novelas. (En este punto, incluso Hannah Grant se habría mostrado de acuerdo con ella.)


– ¿Más preguntas? -inquirió Ruth


Había procurado parecer jovial, incluso conciliadora, pero no podía ocultar la animosidad en su voz. No había formulado una invitación al público, sino que había lanzado un desafío


– ¿De dónde saca sus ideas? -preguntó algún alma inocente a la autora


No veía a su interlocutor; era una voz extrañamente asexuada, perdida en la gran sala. Allan puso los ojos en blanco. Aquello era lo que él llamaba "la pregunta de la compra", la cómoda especulación de que uno compraba los ingredientes para fabricar una novela


– Mis novelas no se basan en ideas -respondió Ruth-. No tengo ninguna idea. Empiezo con los personajes, lo cual me conduce a los problemas que ellos son propensos a tener, y esto, a su vez, siempre origina un relato


(Eddie, entre bastidores, tenía la sensación de que debería tomar notas.)


– ¿Es cierto que nunca ha tenido un trabajo, un empleo auténtico?


Volvía a ser el joven impertinente, el que le había preguntado por qué se repetía. Ella no le había provocado; aquel hombre volvía a asediarla sin que le hubiera invitado


Era cierto que Ruth nunca había tenido un empleo "auténtico", pero antes de que pudiera responder a la insinuante pregunta, Allan Albright se levantó de su asiento y, dándose la vuelta, se dirigió al joven descortés que estaba al fondo de la sala


– ¡Ser escritor es un trabajo auténtico, gilipollas! -exclamó.


Ruth sabía que su editor había llevado la cuenta y, según sus cálculos, había sido amable dos veces


Unos aplausos tibios siguieron al arranque de Allan. Cuando éste se volvió hacia el escenario, de cara a Ruth, le hizo la seña característica, movió el pulgar de la mano derecha a lo ancho de la garganta, como un cuchillo, lo cual significaba: "Vete de ahí".


– Gracias, muchas gracias de nuevo -dijo Ruth al público


Camino de los bastidores, se detuvo una sola vez, para volverse y saludar al público agitando la mano. La gente aún aplaudía calurosamente


– ¿Cómo es que no firma ejemplares? -gritó el que la había acosado-. ¡Todos los demás escritores lo hacen!


Antes de que ella prosiguiera su camino, Allan se puso en pie de nuevo y se volvió. Ruth ya sabía que Allan haría un corte de mangas a su atormentador. Era muy proclive a hacer ese gesto


Pensó que Allan le gustaba de veras, y que él se preocupaba mucho por su bienestar, pero no podía negar que también le irritaba


Cuando estuvieron en el camerino, Allan la irritó una vez más.


– ¡No has mencionado ni una sola vez el título del libro! Eso fue lo primero que le dijo, y ella se preguntó si jamás daba un respiro a su papel de editor.


– Se me olvidó


– Creía que no ibas a leer el primer capítulo -añadió Allan-. Me dijiste que lo considerabas demasiado cómico y que no era representativo del conjunto de la novela


– Pues cambié de idea. De repente quise ser cómica


– No has hecho mondarse a la gente de risa durante el coloquio -le recordó Allan


– Por lo menos no he llamado "gilipollas" a nadie -dijo Ruth.


– Le concedí a ese tipo sus dos oportunidades -replicó Allan.


Una anciana con una bolsa de la compra llena de libros se había abierto paso hasta los bastidores. Mintió a alguien que había intentado detenerla, diciendo que era la madre de Ruth. También intentó mentir a Eddie, a quien encontró en el umbral del camerino, indeciso, como de costumbre, con medio cuerpo dentro y medio fuera. La anciana con la bolsa de la compra le tomó por un empleado


– Tengo que ver a Ruth Cole -le dijo la anciana. Eddie vio los libros en la bolsa


– Ruth Cole no firma ejemplares -le advirtió-. Nunca lo hace


– Déjeme pasar, soy su madre -mintió la anciana


Si alguien no necesitaba examinar con detenimiento a la anciana era precisamente Eddie. Calculó que tenía más o menos la edad actual de Marion, setenta y un años


– Usted no es la madre de Ruth Cole, señora -le dijo


Pero Ruth había oído decir a alguien que era su madre, y se apartó de Allan para ir a la puerta del camerino, donde la anciana le tomó la mano


– He traído estos libros desde Lichtfield para que me los firme -dijo la mujer-. Eso está en Connecticut


– No debería mentir diciendo que es la madre de alguien -le reconvino Ruth


– Son para cada uno de mis nietos, ¿sabe?


La bolsa de la compra contenía media docena de ejemplares de las novelas de Ruth, pero antes de que la anciana pudiera empezar a extraerlos, Allan se le acercó y, poniéndole su manaza en el hombro, la empujó suavemente fuera de la estancia


– Hemos anunciado que Ruth Cole no firma ejemplares -le dijo Allan-. No lo hace, y no hay más que hablar. Lo siento, pero si firmara sus libros, sería injusto con todas las demás personas que desean su autógrafo, ¿no le parece?


La anciana hizo caso omiso y no soltó la mano de Ruth. -Mis nietos adoran todo lo que usted escribe -insistió-. No le llevará más de dos minutos


Ruth permanecía inmóvil, como petrificada


– Por favor -pidió Allan a la anciana, pero ésta, con una celeridad sorprendente, dejó en el suelo la bolsa de los libros y apartó de su hombro la mano de Allan


– No se atreva a empujarme -le dijo


– No es mi madre, ¿verdad? -le preguntó Ruth a Eddie.


– No, claro que no


– Oiga… -dijo la anciana a Ruth-, ¡le estoy pidiendo que firme estos libros para mis nietos! ¡Sus propios libros! Los he comprado…


– Señora, por favor… -insistió Allan


– ¿Quiere decirme qué diablos le ocurre? -preguntó la anciana a Ruth


– Váyanse a la mierda usted y sus nietos -le dijo Ruth. La mujer la miró como si la hubiera abofeteado


– ¿Qué me ha dicho?


Tenía un tono imperioso que Hannah habría llamado "generacional", pero que a Ruth le parecía más propio de la riqueza y el privilegio de la desagradable anciana. Sin duda la agresividad de la mujer no se debía tan sólo a su edad


Ruth sacó una de sus novelas de la bolsa y preguntó a Eddie si tenía algo con que escribir. Él buscó en los bolsillos de su chaqueta húmeda y le ofreció la pluma de tinta roja…, la favorita del maestro


La novelista se puso a escribir en la primera página del ejemplar de la anciana y repitió en voz alta las palabras mientras las anotaba:


– Váyanse a la mierda usted y sus nietos


Puso de nuevo el libro en la bolsa y se dispuso a sacar otro (habría escrito lo mismo en todos ellos, sin firmarlos), pero la mujer le arrebató la bolsa


– ¿Cómo se atreve? -le gritó la anciana


– A la mierda usted y sus nietos -repitió Ruth monótonamente, en el mismo tono que empleaba al leer en voz alta. Y entró en el camerino, diciéndole a Allan, al pasar por su lado -A la mierda con lo de ser amable dos veces, incluso una sola vez


Eddie, sabedor de que su presentación había sido demasiado larga y académica, vio la manera de expiar su culpa. Fuera quien fuese aquella mujer, tenía más o menos la edad de Marion, y él no consideraba viejas a las mujeres de la edad de Marion. Eran mayores, por supuesto, pero viejas no, por lo menos en opinión de Eddie


Había visto un ex libris impreso en la portadilla del libro, donde Ruth había escrito la frase insultante para la agresiva abuela: ELIZABETH J. BENTON. Eddie se dirigió a ella.


– Señora Benton…


– ¿Qué? -dijo ella-. ¿Quién es usted?


– Ed O'Hare -respondió Eddie, ofreciendo su mano a la mujer-. Ese broche que lleva es admirable. La señora Benton miró la solapa de su chaqueta color ciruela. El broche era una concha de plata con perlas engastadas. Ella le permitió tocar las perlas


– Nunca creí que volvería a ver un broche como éste -comentó Eddie


– Ah… ¿Estaba usted muy unido a su madre? Tuvo que estarlo


– Sí -mintió Eddie


Se preguntó por qué no podía hacer lo mismo en sus libros. La procedencia de las mentiras era un misterio, como también lo era el hecho de que no pudiera decirlas cuando lo deseaba. Era como si sólo pudiera esperar y confiar en que una mentira lo bastante adecuada se presentara en el momento oportuno


Poco después Eddie y la anciana salieron por la puerta de acceso al escenario. En el exterior, bajo la lluvia incesante, se había reunido un grupo pequeño pero decidido de jóvenes que aguardaban para ver de cerca a Ruth Cole y pedirle que les firmara sus ejemplares


– La autora ya se ha ido -les mintió Eddie-. Ha salido por la puerta principal


Le asombraba que hubiera sido incapaz de mentir a la recepcionista del hotel Plaza. De haber podido hacerlo, habría dispuesto de cambio para el autobús un poco antes, incluso habría podido tener la buena suerte de tomar un autobús anterior


La señora Benton, más ducha que Eddie O'Hare en el arte de mentir, disfrutó unos instantes más de la compañía del escritor antes de despedirse de él, dándole las buenas noches en un tono melodioso y sin dejar de agradecerle su "caballerosa conducta"


Eddie se había ofrecido para conseguirles a los nietos de la señora Benton los autógrafos de Ruth Cole. Persuadió a la anciana para que le dejara la bolsa con los libros, incluido el ejemplar que Ruth había "estropeado". (Así lo consideraba la señora Benton.) Eddie sabía que, aunque no pudiera conseguir la firma de Ruth, por lo menos podría proporcionar a la señora Benton una falsificación razonablemente convincente


Lo cierto era que le había conmovido la audacia de la señora Benton. Aparte de atreverse a decir que era la madre de Ruth, Eddie admiraba la energía con que se había enfrentado a Allan Albright. Los pendientes de amatista que lucía la mujer también revelaban audacia, tal vez en exceso, pues no armonizaban del todo con el color ciruela más apagado del traje chaqueta. Y la gran sortija que le bailaba un poco en el dedo corazón derecho… tal vez en otro tiempo había encajado con precisión en el anular de la misma mano


También le enternecía la delgadez y esa sensación como de ahuecamiento que producía el cuerpo de la señora Benton, pues era evidente que ella aún se consideraba una mujer más joven. ¿Cómo no iba a considerarse más joven en ocasiones? ¿Cómo Eddie no iba a sentirse conmovido por ella? Y, como les sucede a la mayoría de los escritores, con excepción de Ted Cole, Eddie O'Hare creía que el autógrafo de un autor carecía de importancia. ¿Por qué no iba a hacer lo que estuviera en su mano por la señora Benton?


¿Qué le importaba a la señora Benton que las razones de Ruth Cole para evitar la firma de ejemplares en público estuvieran bien fundadas? Ruth detestaba lo vulnerable que se sentía ante una multitud que deseaba su autógrafo. Siempre había alguien que se quedaba mirándola fijamente, al margen de la cola, en general sin un libro en la mano


Ruth había dicho públicamente que cuando estuviera en Helsinki, por ejemplo, firmaría ejemplares de la traducción finlandesa, porque no hablaba el finés. En Finlandia, y en muchos otros países extranjeros, no podía hacer más que firmar ejemplares, pero en su propio país prefería leer al público o simplemente hablar con sus lectores, cualquier cosa menos firmar ejemplares. No obstante, en realidad tampoco le gustaba hablar con sus lectores, como había sido penosamente evidente para quienes observaron su agitación durante el desastroso coloquio en la sala de la YMHA. Ruth Cole temía a sus lectores


Le habían seguido los pasos no pocas veces. En general, quienes acechaban a Ruth eran jóvenes de aspecto inquietante. A veces se trataba de mujeres deseosas de que Ruth escribiera sus vidas. Creían que su sitio estaba en las páginas de una novela de Ruth Cole


Ruth deseaba ante todo intimidad. Viajaba con frecuencia, no tenía dificultades para escribir en los hoteles o en una variedad de casas y pisos alquilados, rodeada por las fotografías, el mobiliario y las ropas de otras personas, y ni siquiera le incomodaban los animales domésticos ajenos. Ella no tenía más que una sola vivienda, una vieja casa de campo en Vermont, que estaba restaurando sin demasiado entusiasmo. Había comprado la casa sólo porque necesitaba un domicilio fijo al que regresar una y otra vez, y porque casi podía decirse que, junto con la propiedad, iba incluido quien se ocuparía de su mantenimiento. Un hombre infatigable, su mujer y sus hijos vivían en una granja vecina. La pareja parecía tener innumerables hijos. Ruth procuraba tenerlos ocupados con diversas chapuzas y con la tarea más importante: "restaurar" su casa de campo…, una habitación cada vez, y siempre cuando ella estaba de viaje


Durante los cuatro años pasados en Middlebury Ruth y Hannah se habían quejado del aislamiento de Vermont, por no mencionar los inviernos, porque ninguna de las dos esquiaba. Ahora a Ruth le encantaba Vermont, incluso en invierno, y le satisfacía tener una casa en el campo. Pero también le gustaba marcharse. Su afición viajera era la respuesta más sencilla que daba a la pregunta de por qué no se había casado y no había querido tener hijos


Allan Albright era demasiado listo para aceptar la respuesta más sencilla. Habían hablado largo y tendido sobre las razones más complejas de Ruth para rechazar el matrimonio y los hijos. Con excepción de Hannah, Ruth nunca había discutido con nadie sus razones más complejas. En particular, lamentaba no haber hablado nunca de ellas con su padre


Cuando Eddie regresó al camerino, Ruth le agradeció su presentación y su oportuna intervención para librarla de la señora Benton


– Parece ser que me las arreglo bien con las señoras de su edad -admitió Eddie, y Ruth observó que lo decía sin asomo de ironía. (También reparó en que Eddie había vuelto con la bolsa de libros de la señora Benton.)


Incluso Allan le felicitó con no poca brusquedad, mostrando su aprobación, a la manera demasiado viril que le caracterizaba, por la determinación con que Eddie se había ocupado de la implacable cazadora de autógrafos


– ¡Bien hecho, O'Hare! -exclamó cordialmente


Era uno de esos hombres francotes que llamaban a los demás hombres por sus apellidos. (Hannah habría dicho de ese hábito que era distintivo de la "generación" de Allan.)


Por fin había dejado de llover. Cuando salieron por la puerta de acceso al escenario, Ruth mostró su agradecimiento a Allan y a Eddie


– Sé que habéis hecho lo posible para salvarme de mí misma.


– No necesitas que te salven de ti misma, sino de los gilipollas -replicó Allan


Aunque Ruth no estaba de acuerdo con él en este punto, le sonrió y apretó el brazo. El silencioso Eddie pensaba que era necesario salvarla de sí misma, de los gilipollas y, probablemente, de Allan Albright


Hablando de gilipollas, había uno esperando a Ruth en la Segunda Avenida, entre la Calle 84 y la 85. Debía de haber conjeturado a qué restaurante irían a cenar, o bien había tenido la astucia de seguir a Karl y Melissa hasta allí. Era el impúdico joven que se había sentado al fondo de la sala de conciertos, el que formuló a la escritora aquellas preguntas hostiles.


– Quiero pedirle disculpas -le dijo a Ruth-. No tenía intención de enojarla


Por su tono, parecía realmente muy contrito


– No me he enojado con usted -respondió Ruth, sin decirle del todo la verdad-. Me enfado conmigo misma cada vez que hablo en público. No debería hacerlo


– Pero ¿por qué? -inquirió el joven


– Ya le has hecho bastantes preguntas, tío -intervino Allan. Cuando le llamaba a alguien "tío" es que estaba dispuesto a enzarzarse en una pelea


– Me enfado conmigo misma al descubrirme ante el público -dijo Ruth. Algo cruzó entonces por su mente y añadió de improviso-: Dios mío, usted es periodista, ¿verdad?


– No le gustan los periodistas, ¿eh? -inquirió el periodista.


Ruth le dejó en la puerta del restaurante, donde el joven siguió discutiendo con Allan durante un rato que pareció interminable. Eddie se quedó sólo un momento con ellos, antes de entrar en el restaurante y reunirse con Ruth, que se había sentado junto a Karl y Melissa


– No llegarán a las manos -aseguró a Ruth-. Si fuesen a pelearse, ya lo habrían hecho


Resultó que el periodista había solicitado una entrevista con Ruth al día siguiente, y se la habían denegado. Al parecer, el departamento de prensa de Random House no le había considerado lo bastante importante, y Ruth siempre ponía un límite a las entrevistas que concedía


– No estás obligada a conceder ninguna -le había dicho Allan, pero ella cedía a la insistencia de los del departamento de prensa


Allan tenía mala fama en Random House porque socavaba los esfuerzos del departamento de prensa. Consideraba que un novelista, incluso una autora de novelas de gran éxito como Ruth Cole, debía quedarse en casa y escribir. Lo que los autores con quienes Allan Albrigth trabajaba apreciaban de él era que no los abrumaba con todas las demás expectativas que tienen los de prensa. Se entregaba a sus autores, en ocasiones se desvelaba por sus obras más que ellos mismos. Ruth no tenía la menor duda de que le gustaba ese aspecto concreto de Allan, pero que no temiera criticarla, que no temiera nada, era otro aspecto de Allan que no le satisfacía demasiado


Mientras Allan estaba todavía en la acera, discutiendo con el joven y agresivo periodista, Ruth se apresuró a firmar los libros que contenía la bolsa de la compra de la señora Benton, incluido el que había "estropeado" y en el que añadió "¡perdón!" entre paréntesis. Entonces Eddie escondió la bolsa bajo la mesa, porque Ruth le dijo que Allan se sentiría decepcionado con ella por haber dedicado los ejemplares de la arrogante abuela. A juzgar por el tono en que lo dijo, Eddie supuso que Allan tenía un interés más que profesional por su renombrada autora


Cuando por fin Allan se reunió con ellos en la mesa, Eddie estuvo sobre aviso acerca del otro interés que el editor tenía en ella, tan sobre aviso como lo estaba la misma Ruth


Durante la corrección y preparación del texto, cuando sostuvieron una acalorada discusión acerca del título, ella no había percibido ninguna inclinación romántica de Allan hacia su persona. El editor se centró estrictamente en su trabajo, mostrándose como un mero profesional. Tampoco reparó entonces en que el desagrado de Allan hacia el título que ella había elegido se había convertido en algo curiosamente personal. El hecho de que ella no aceptara sus sugerencias, que no estuviera dispuesta a considerar siquiera la alternativa que él le proponía, le había afectado de una manera extraña. Era como si le tuviera inquina al título, se refería a él obstinadamente, como un marido enojado podría mencionar una y otra vez un desacuerdo permanente en un matrimonio duradero y, por lo demás, feliz


Ella había titulado su tercera novela No apto para menores. (No lo era, en efecto.) En la novela, es un eslogan utilizado por los piquetes en contra de la pornografía, una invención de la enemiga de la señora Dash (quien acabará siendo su amiga), Eleanor Holt. No obstante, en el transcurso de la novela, la frase llega a significar algo diferente de su intención original. Eleanor Holt y Jane Dash tienen una necesidad mutua de afecto y deben criar a sus nietos huérfanos. En tales circunstancias, se dan cuenta de que deben dejar de lado sus diferencias, pues su prolongada hostilidad tampoco es "apta para menores"


Allan había querido titular la novela Por el bien de los niños. (Señaló que las dos adversarias se hacen amigas a la manera de una pareja que soporta un matrimonio desdichado "por el bien de los niños".) Pero Ruth quería conservar la relación antipornográfica que estaba tanto implícita como explícita en el título No apto para menores. Le interesaba que el título expresara de un modo contundente su propia opinión acerca de la pornografía…, la opinión de que temía la censura aún más de lo que le desagradaba la pornografía, la cual le desagradaba muchísimo


En cuanto a proteger a los niños de la pornografía, era una responsabilidad individual; proteger a los niños de todo lo inadecuado para ellos ("incluida cualquier novela de Ruth Cole", había dicho ella en varias entrevistas) era cuestión de sentido común, no de censura


En el fondo, Ruth detestaba discutir con los hombres, porque eso le recordaba el pasado, las discusiones que había tenido con su padre. Si dejaba que su padre se saliera con la suya, él tenía una manera pueril de recordarle que le había asistido la razón. Pero si Ruth ganaba claramente, Ted no lo admitía o se mostraba petulante


– Siempre pides rúgula -le dijo Allan, refiriéndose a esa clase de lechuga que ahora está tan de moda en los restaurantes de Estados Unidos, pero que hasta hacía poco tiempo nadie conocía


– La rúgula me gusta, y no la encuentras en todas partes -replicó Ruth


Al oírles, Eddie tenía la impresión de que llevaban años casados. Deseaba hablarle a Ruth sobre Marion, pero tendría que esperar. Cuando pidió excusas para levantarse de la mesa (diciendo que iba al lavabo, aunque no lo necesitaba), confiaba en que Ruth aprovechara la oportunidad para visitar el lavabo de señoras. Por lo menos podrían intercambiar unas palabras a solas, aunque fuese en un pasillo. Pero Ruth se quedó en la mesa


– Por Dios -dijo Allan, cuando Eddie estaba ausente-. ¿Por qué ha tenido que ser O'Hare el presentador?


– Me pareció que era el adecuado -mintió Ruth


Karl les explicó que él y Melissa pedían con frecuencia a Eddie O'Hare que hiciese de presentador, porque era de confianza, dijo Karl, y Melissa añadió que jamás se negaba a presentar a nadie


Ruth sonrió al escuchar lo que decían de Eddie, pero Allan no parecía estar de acuerdo


– ¿De confianza, decís? ¡Pero si llegó tarde! ¡Parecía que le hubiera atropellado un autobús!


Karl y Melissa convinieron en que había alargado algo más de la cuenta su presentación, pero era la primera vez, que ellos supieran, que hacía semejante cosa


– ¿Por qué quisiste que te presentara? Ruth-. Me dijiste que te gustaba la idea


De hecho, de Ruth había partido la idea de proponer a Eddie como su presentador


¿Quién dijo que no existe mejor compañía para una revelación especialmente personal que la compañía de personas que apenas se conocen? (Lo había escrito Ruth, en El mismo orfanato.)


– Bueno… -No se le ocultaba a Ruth que, en este caso, Karl y Melissa eran los que "apenas se conocen"-. Eddie O'Hare fue el amante de mi madre -anunció-. Ocurrió cuando él tenía dieciséis años y ella treinta y nueve. No le había visto desde que yo tenía cuatro años, pero siempre he querido volver a verle. Como podéis imaginar.


Aguardó. Nadie dijo una sola palabra. Ruth sabía lo dolido que iba a sentirse Allan porque no se lo había dicho antes, y porque cuando por fin se lo decía, era delante de Karl y Melissa


– ¿Puedo preguntarte -empezó a decir Allan, con no poca formalidad, tratándose de él- si la mujer mayor que aparece en todas las novelas de O'Hare es tu madre?


– No, según mi padre no lo es -replicó Ruth-, pero creo que Eddie quería de veras a mi madre, y que su amor por ella, una mujer mucho mayor que él, está presente en todas sus novelas


– Comprendo -dijo Allan. Ya había tomado con los dedos unas hojas de rúgula de su plato de ensalada


Para ser un caballero, como sin duda lo era, además de neoyorquino a carta cabal, un hombre mundano, los modales de Allan en la mesa eran atroces. Metía la mano en el plato de cualquiera (tampoco tenía pelos en la lengua a la hora de mostrar su desagrado por la comida que le habían servido después de comérsela) y siempre se le quedaban restos de comida entre los dientes


Ruth le miró, esperando ver un trozo de aquellas grandes hojas de rúgula entre sus caninos demasiado largos. También tenía largas la nariz y la barbilla, pero transmitían una discreta elegancia, contrarrestada por la frente ancha y plana y el cabello castaño oscuro muy corto. A los cincuenta y cuatro años, Allan Albright no mostraba señales de calvicie ni tampoco tenía una sola hebra gris


Era casi guapo, de no ser por los largos dientes que le daban un aspecto lobuno. Y aunque era esbelto y estaba en buena forma, comía con evidente placer. Ruth le evaluaba y veía con preocupación que de vez en cuando se excediese en la bebida. Ahora, al parecer, siempre le estaba evaluando, y con demasiad frecuencia su valoración era negativa. Pensaba que debía acostarse con él y decidir de una vez lo que habría entre ellos. Entonces Ruth recordó que Hannah Grant le había dado plantón. Se había propuesto utilizar a Hannah como una excusa para no acostarse con Allan, es decir, que Hannah sería esta vez la excusa de Ruth. Le diría a Allan que ella y Hannah eran tan buenas amigas que siempre se pasaban la noche en vela, hablando por los codos


Cuando la editorial de Ruth no le pagaba el alojamiento en Nueva York, solía quedarse en el piso de Hannah, del que incluso tenía un juego de llaves


Ahora, en ausencia de Hannah, Allan le sugeriría que le acompañara a su piso, o le pediría que le enseñara su suite en el hotel Stanhope, costeada por Random House. Allan había sido muy paciente ante la renuencia de Ruth a acostarse con él. Incluso había interpretado que esa reticencia se debía a que ella se tomaba muy en serio su afecto, cosa que era cierta. No se le había ocurrido pensar que la desgana de Ruth obedecía al temor de que tal vez le desagradara acostarse con él, un profundo desagrado que se relacionaba con su hábito de picotear en los platos ajenos y el apresuramiento con que comía


Lo de menos para ella era su vieja reputación de mujeriego. Allan le había dicho con franqueza que "la mujer ideal" que, al parecer, era Ruth, había cambiado todo eso, y ella no tenía ningún motivo para no creerle. Tampoco le importaba su edad. Estaba en mejor forma que muchos hombres más jóvenes, no aparentaba cincuenta y cuatro años y, en el aspecto intelectual, era estimulante. Cierta vez se habían pasado en vela toda una noche (hacía poco, mientras que las largas veladas de Ruth y Hannah tuvieron lugar mucho tiempo atrás) leyéndose mutuamente sus pasajes favoritos de Graham Greene


El primer regalo que Allan le hizo a Ruth fue el primer volumen de la biografía de Graham Greene escrita por Norman Sherry. Ruth la empezó a leer con lentitud deliberada, saboreándola, y, al mismo tiempo, temerosa de enterarse de cosas sobre Greene que no le gustarían. Le inquietaba leer biografías de los autores que más le interesaban y prefería desconocer los detalles poco gratos sobre ellos. Hasta entonces Sherry había tratado a Greene en su biografía con el respeto que, según Ruth, el escritor británico merecía. Pero la impaciencia de Allan por la lentitud con que ella leía la biografía superaba a la que le producía su reticencia sexual. (Alían había observado que, a este paso, Norman Sherry publicaría el segundo volumen de La vida de Graham Greene antes de que Ruth hubiera terminado de leer el primero.)


Ahora que Hannah estaba ausente, Ruth pensó que podría utilizar a Eddie O'Hare como excusa para no acostarse con Allan aquella noche. Antes de que Eddie regresase del lavabo, le dijo a su editor:


– Después de la cena… espero que no os importe… quisiera tener a Eddie para mí sola. -Karl y Melissa esperaron a que Allan reaccionara, pero Ruth se apresuró a añadir-: No puedo imaginar qué vio en él mi madre, excepto que, a los dieciséis años, sin duda debía de ser un chico guapísimo


– O'Hare sigue siendo un "chico guapísimo" -gruñó Allan.


– "¡Santo cielo! -pensó Ruth-. ¡No me digas que va a volverse celoso!"


– Es posible que el interés de mi madre por él fuese mucho menor que el de Eddie por ella -siguió diciendo-. Ni mi padre puede leer las novelas de Eddie sin comentar que debía de haber adorado a mi madre


– Hasta la saciedad -dijo Allan Albright, quien no podía leer un libro de Eddie O'Hare sin hacer comentarios de esa clase.


– Por favor, Allan, no estés celoso -le pidió Ruth en el mismo tono de voz con que leía al público, con aquella inexpresividad inimitable que todos conocían bien


Allan pareció dolido, y Ruth se detestó a sí misma. En una sola noche había mandado a la mierda a una abuela junto con sus nietos, y ahora hería al único hombre de su vida con el que había considerado la posibilidad de casarse


– En fin -dijo Ruth a sus acompañantes-, la oportunidad de estar a solas con Eddie O'Hare me resulta emocionante. "¡Pobres Karl y Melissa!", se dijo. Pero estaban acostumbrados al talante de los escritores y sin duda habían tenido que soportar conductas más inapropiadas que la suya


– Es evidente que tu madre no abandonó a tu padre por O'Hare -comentó Allan, en un tono más mesurado que de costumbre


Intentaba comportarse, demostrando así que era un buen hombre. Ruth se daba cuenta de que su manera de actuar provocaba en él un temor a su mal genio, y volvió a detestarse por ello


– En eso creo que tienes razón -replicó Ruth, con idéntica cautela-. Pero cualquier mujer habría tenido una causa justa para abandonar a mi padre


– También te abandonó a ti -observó Allan. (Por supuesto, habían hablado mucho de ello.)


– Eso también es cierto, y es precisamente lo que deseo comentar con Eddie. Mi padre me contó su versión de lo ocurrido, pero él no quiere a mi madre. Quiero que me cuente su versión alguien que la ha querido


– ¿Crees que O'Hare todavía quiere a tu madre? -inquirió Allan


– Has leído sus libros, ¿no? -respondió Ruth.


– Hasta la saciedad -repitió Allan


Ruth se dijo que era un esnob terrible, pero a ella le gustaban los esnobs


Entonces Eddie regresó a la mesa


– Estábamos hablando de ti, O'Hare -le dijo Allan con desenvoltura. El otro parecía nervioso


– Les he hablado de ti y de mi madre -explicó Ruth


Eddie procuró mantener el semblante sereno, aunque la lana húmeda de su chaqueta se le adhería como una mortaja. A la luz de las velas vio el hexágono amarillo que brillaba en el iris del ojo derecho de Ruth. Cuando la llama oscilaba, o cuando ella volvía la cara hacia la luz, el ojo cambiaba de color, pasaba de castaño a ámbar, igual que el mismo hexágono amarillo podía hacer que el ojo derecho de Marion pasara del azul al verde. -Amo a tu madre -empezó a decir Eddie, sin azorarse


Sólo tenía que pensar en Marion y enseguida recuperaba la calma, que había perdido en la pista de squash, donde Jimmy le había ganado tres juegos. Y, en efecto, pareció que Eddie recuperaba la calma, algo impensable hasta ese momento


Allan se quedó perplejo cuando Eddie pidió al camarero ketchup y una servilleta de papel. No era aquél uno de esos restaurantes donde sirven ketchup ni había a mano ninguna servilleta de papel, pero Allan se encargó de solucionarlo. Ésa era una de sus cualidades agradables. Fue a la Segunda Avenida y localizó enseguida un local más barato. Al cabo de cinco minutos estaba de regreso con media docena de servilletas de papel y una botella de ketchup, de cuyo contenido sólo quedaba la cuarta parte


– Espero que te baste -le dijo a Eddie. Había pagado cinco dólares por la botella de ketchup casi vacía


– Para mi objetivo, es como si estuviera llena -replicó Eddie.


– Gracias, Allan -terció Ruth, en tono afectuoso


Él, galante, le envió un beso con un soplo


Eddie vertió ketchup en su plato de la mantequilla. El camarero le observaba con una seria expresión de desagrado.


– Moja el dedo en el ketchup,-le pidió a Ruth


– ¿Mi dedo? -se extrañó ella


– Por favor. Sólo quiero ver hasta qué punto te acuerdas.


– Hasta qué punto me acuerdo… -dijo Ruth


Hundió el dedo en el charquito de ketchup, arrugando la nariz, como una niña


– Ahora toca la servilleta


Eddie deslizó la servilleta de papel hacia ella. Ruth titubeó, pero él le tomó la mano y le apretó con suavidad el dedo índice sobre el papel


Ruth se lamió el resto del ketchup que había quedado en el dedo, mientras Eddie colocaba la servilleta exactamente donde quería, detrás del vaso de agua de Ruth, de manera que el cristal ampliaba las huellas dactilares. Y allí estaba, como lo estaría siempre: la línea perfectamente vertical en el dedo índice derecho. Vista a través del vaso de agua, su tamaño casi duplicaba al de la cicatriz real


– ¿Te acuerdas? -le preguntó Eddie.


Las lágrimas empañaron el hexágono de Ruth. No podía hablar


– Nadie tendrá jamás unas huellas dactilares como las tuyas -prosiguió Eddie, como se lo dijera el día que su madre se marchó


– ¿Y mi cicatriz siempre estará ahí? -le preguntó Ruth, tal como se lo preguntó treinta y dos años atrás, cuando tenía cuatro.


– La cicatriz será siempre parte de ti -le aseguró Eddie, como se lo asegurara entonces


– Sí -susurró Ruth-. Lo recuerdo. Lo recuerdo casi todo -le dijo mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas


Más tarde, a solas en su suite del Stanhope, Ruth recordó que Eddie le había sostenido la mano mientras ella lloraba, así como la estupenda comprensión mostrada por Allan. Sin decir palabra, algo poco frecuente en él, rogó a Karl y a Melissa que le acompañaran y los tres se acomodaron en otra mesa del restaurante. Le pidió con insistencia al maitre que fuese una mesa alejada, desde donde no pudieran oír a Ruth ni a Eddie. Ruth no supo cuándo sus amigos abandonaron el local. Finalmente, mientras ella y Eddie debatían la incómoda cuestión de cuál de los dos pagaría la cuenta (Ruth se había tomado una botella entera de vino y Eddie no había probado un solo sorbo), el camarero interrumpió la discusión diciéndoles que Allan ya lo había pagado todo


Ahora, en la habitación del hotel, Ruth pensó en telefonear a Allan para darle las gracias, pero probablemente estaría dormido. Era casi la una de la madrugada, y charlar con Eddie y escuchar sus palabras, le había estimulado tanto que no quería llevarse una decepción, como podría suceder si hablaba con Allan


La sensibilidad de su editor la había impresionado, pero el tema de su madre, que Eddie abordó enseguida, pesaba demasiado en su mente. Aunque no necesitaba más bebida, Ruth abrió uno de esos botellines de coñac letal que siempre acechan en los minibares. Se tendió en la cama y, mientras saboreaba el fuerte licor, se preguntó qué iba a anotar en su diario, pues era mucho lo que quería decir


Ante todo, Eddie le aseguró que su madre le había amado. (¡Podría escribir todo un libro al respecto!) El padre de Ruth había tratado de convencerla de ello durante treinta y dos años nada menos, pero no lo había logrado, debido al cinismo que evidenciaba cuando se hablaba de Marion


Por supuesto, Ruth estaba enterada de la teoría aquella de que sus hermanos fallecidos habían despojado a su madre de la capacidad de amar a otro hijo. Según otra teoría, Marion había temido amar a Ruth, por si alguna calamidad como la que les sobrevino a sus hijos se abatía sobre ella y perdía a su única hija


Pero Eddie le habló del momento en que Marion reconoció que Ruth tenía un defecto en un ojo, aquel hexágono amarillo brillante, que ella también tenía en uno de los suyos. Le había dicho que Marion lloró de puro miedo, pues aquella mancha amarilla significaba, a su modo de ver, que Ruth podría ser como ella, algo que su madre no quería


De repente, el hecho de que Marion hubiera deseado que no hubiese ningún rasgo suyo en su hija representaba más amor del que Ruth podía imaginar


Comentaron con cuál de sus padres tenía Ruth un mayor parecido. (Cuanto más escuchaba Eddie a Ruth, más rasgos de Marion encontraba en ella.) Esta cuestión le importaba mucho a Ruth, porque, si iba a ser una mala madre, prefería prescindir de la maternidad


– Eso es justamente lo que decía tu madre -observó Eddie.


– Pero ¿existe algo peor que el abandono de una hija? -le preguntó Ruth


– Eso es lo que dice tu padre, ¿verdad?


Ruth le confesó que su padre era un "depredador sexual", pero que siempre había sido "bueno a medias" como padre. Nunca la había descuidado. Si le odiaba era como mujer, pero en tanto que hija le idolatraba… Por lo menos, siempre estuvo a su lado


– Si los chicos hubieran vivido, su influencia sobre ellos habría sido terrible -comentó Eddie, y Ruth convino sin dudar en que eso era muy cierto-. Por eso tu madre ya tenía intención de abandonarle, quiero decir antes de que los chicos sufrieran el accidente


Eso no lo sabía Ruth. Expresó un considerable rencor hacia su padre por haberle escamoteado esa información, pero Eddie le explicó que Ted no podría habérselo dicho por la sencilla razón de que éste ignoraba que Marion fuera capaz de abandonarle


La conversación había sido tan larga y jugosa que Ruth no podía resolverse a dejar constancia de ella en su diario. Eddie incluso había dicho de su madre que había sido "el comienzo y la cima sexuales" de su vida. (Ruth por lo menos anotó esta frase.)


Y en el taxi, de regreso al Stanhope, con la bolsa de libros de aquella espantosa vieja entre las rodillas, Eddie le dijo:


– Esa "espantosa vieja", como la llamas, tiene más o menos la edad de tu madre. Por lo tanto, no es ninguna "espantosa vieja" para mí


¡Ruth estaba asombrada de que un hombre de cuarenta y ocho años todavía siguiera enamorado de una mujer que ahora tenía setenta y uno!


– Suponiendo que mi madre viva hasta los noventa y tantos, ¿seguirás siendo un sexagenario enamorado? -le preguntó Ruth.


– Estoy absolutamente seguro de ello -respondió Eddie


Lo que Ruth Cole también anotó en su diario fue que Eddie O'Hare era la antítesis de su padre. Ahora, a los setenta y siete años, Ted Cole perseguía a mujeres de la edad de Ruth, aunque cada vez tenía menos éxito en su empeño. Lo más corriente era que lo lograra con mujeres próximas a la cincuentena…, ¡mujeres que tenían la edad de Eddie!


Si el padre de Ruth vivía hasta llegar a los noventa, era posible que al final persiguiera mujeres que por lo menos parecieran cercanas a la edad de Ted, ¡es decir, mujeres que "sólo" fueran septuagenarias!


Sonó el teléfono. Ruth no pudo evitar sentirse decepcionada al oír la voz de Allan. Lo había descolgado con la esperanza de que se tratara de Eddie. ¡Tal vez éste había recordado alguna otra cosa y quería decírsela!


– Espero que no estuvieras dormida -le dijo Allan-. Y confío en que estés sola


– Aquí me tienes, ni dormida ni acompañada -respondió ella. ¿Por qué tenía que estropear la favorable impresión que daba mostrándose celoso?


– ¿Qué tal ha ido? -inquirió Allan


De repente se sintió demasiado cansada para contarle los detalles que, sólo unos momentos antes de la llamada, le emocionaban tanto


– Ha sido una velada muy especial -respondió Ruth-. Me he formado una imagen mucho más completa de mi madre…, en realidad, de ella y de mí misma -añadió-. Tal vez no debería tener tanto miedo a ser una esposa abominable, y quizá no sería una mala madre


– Eso ya te lo he dicho -le recordó Allan


¿Por qué no podía agradecer la posibilidad de que ella estuviera acariciando la idea de lo que él quería?


Fue entonces cuando Ruth supo que tampoco la noche siguiente haría el amor con Allan. ¿Qué sentido tendría acostarse con alguien y luego irse a Europa durante dos, casi tres semanas? (Lo pensó de nuevo y se dijo que tenía tanto sentido como posponer una y otra vez el momento de acostarse con él. No accedería a casarse con Allan sin haber dormido con él primero, por lo menos una vez.)


– Estoy cansadísima, Allan, y hay demasiadas novedades en mi cabeza


– Te escucho -dijo él


– No quiero que cenemos juntos mañana… No quiero verte hasta que regrese de Europa


Esperaba a medias que él tratara de disuadirla, pero Allan permaneció en silencio. Incluso la paciencia que tenía con ella era irritante


– Todavía te estoy escuchando -dijo Allan, porque ella se había interrumpido


– Quiero que nos acostemos, tenemos que acostarnos -le aseguró Ruth-, pero no precisamente antes de que me vaya, ni tampoco antes de que vea a mi padre -añadió, aunque sabía que eso estaba fuera de lugar-. Necesito este tiempo de ausencia para pensar en nosotros


De este modo lo expresó finalmente.


– Comprendo -dijo Allan


A Ruth le desgarraba el corazón saber que era un buen hombre, y no tener la misma certeza de si era el adecuado para ella. ¿Y de qué manera el "tiempo de ausencia" le ayudaría a determinarlo? Lo que necesitaba, para llegar a saberlo, era pasar más tiempo con Allan. Pero lo único que le dijo fue:


– Sabía que lo comprenderías


– Te quiero muchísimo -le dijo Allan.


– Lo sé muy bien


Más tarde, mientras intentaba en vano conciliar el sueño, procuró no pensar en su padre. Aunque Ted Cole había hablado a su hija sobre la relación amorosa de su madre con Eddie O'Hare, no le había explicado que esa aventura fue idea suya. Cuando Eddie le contó que su padre los había puesto en contacto a propósito, Ruth se quedó pasmada. Que su padre hubiera hecho la vista gorda a fin de hacer sentir a Marion que no era una madre adecuada no era lo que la pasmaba, pues ya sabía que su padre tenía un temperamento de conspirador. Lo que pasmaba a Ruth era que su padre hubiera querido quedarse él solo con ella, ¡que hubiera deseado hasta tal punto ser su padre!


A los treinta y seis años, Ruth amaba tanto como odiaba a su padre, y la atormentaba saber cuánto la había querido aquel hombre

Загрузка...