El ojo derecho de Ruth

Si Marion y Eddie tenían la misma estatura en el verano de 1958, Marion era consciente de que pesaba más que él. Eddie era penosamente delgado. Cuando ella estaba encima, presionando al muchacho, Marion tenía la sensación de que todo su peso y su fuerza se concentraban en las caderas. Cuando Eddie la penetraba por detrás, a veces Marion tenía la sensación de que era ella quien le estaba penetrando a él, porque el movimiento de sus caderas era el único movimiento entre ellos: Eddie no era lo bastante fuerte como para levantarla, separándola de él. En un momento dado, Marion no sólo sentía que estaba penetrando en el cuerpo del chico, sino que estaba bastante segura de que lo había paralizado


Cuando, por la manera en que Eddie retenía el aliento, ella comprendía que su amante estaba a punto de correrse, se apoyaba en el pecho del muchacho y, sujetándole con fuerza por los hombros, le hacía girar y situarse encima de ella, porque no soportaba ver la transformación de su semblante cuando experimentaba el orgasmo. Había en aquella expresión algo muy parecido a la espera del dolor. Marion apenas podía soportar oírle gemir, y él gemía cada vez. Era el gemido de un niño que llora en estado de duermevela antes de dormirse profundamente. Ese instante brevísimo y repetido, en toda su relación con Eddie, era lo único que le hacía dudar un poco a Marion. Cuando el muchacho emitía aquel sonido infantil, ella se sentía culpable. Luego Eddie yació de costado, con la cara hundida en los senos de Marion, y ella deslizó los dedos entre su cabello. Incluso entonces no pudo refrenar una observación crítica sobre el corte de pelo de Eddie, y tomó nota mentalmente para decirle al barbero, la próxima vez, que no se lo cortara tanto en la parte posterior. Entonces revisó su nota mental. El verano estaba terminando y no habría una "próxima vez"


En aquel momento Eddie le hizo la segunda pregunta de la noche


– Háblame del accidente -le pidió-. ¿Sabes cómo ocurrió? ¿Alguien tuvo la culpa?


Un segundo antes había notado contra su sien las palpitaciones del corazón de la mujer, que latía a través del seno, pero ahora le pareció como si el corazón de Marion se hubiera detenido. Cuando alzó la cabeza para mirarle el rostro, ella ya le estaba dando la espalda. Esta vez ni siquiera se estremecieron ligerísimamente sus hombros. Tenía la columna vertebral recta, la espalda rígida, los hombros cuadrados. Eddie rodeó la cama, se arrodilló a su lado y la miró a los ojos, que estaban abiertos pero con la mirada perdida. Sus labios, carnosos y separados cuando dormía, ahora estaban cerrados y formaban una línea


– Perdona -susurró Eddie-. Nunca te lo volveré a preguntar.


Pero Marion permaneció como estaba, su cara transformada en una máscara, el cuerpo petrificado


– ¡Mami! -gritó Ruth, pero Marion no la oyó, ni siquiera parpadeó


Eddie se quedó inmóvil, esperando oír las pisadas de la niña en el baño. Pero la pequeña seguía en su cama


– ¿Mami? -repitió Ruth en un tono más vacilante


Había un dejo de preocupación en su voz. Eddie, desnudo, fue de puntillas al baño. Se rodeó la cintura con una toalla, una elección mejor que la pantalla de una lámpara. Entonces, con el mayor sigilo posible, empezó a retirarse en dirección al pasillo.


– ¿Eddie? -preguntó la niña en un susurro


– Sí -respondió Eddie, resignado


Se ciñó la toalla, cruzó el baño y entró en el cuarto de la niña. Pensó que ver a Marion la habría asustado más de lo que ya estaba, es decir, ver a su madre en el estado de aspecto catatónico que acababa de adquirir


Ruth estaba sentada en la cama, sin moverse, cuando Eddie entró en su cuarto


– ¿Dónde está mamá? -le preguntó.


– Está dormida -mintió Eddie.


– Ah -dijo la niña. Miró la toalla cintura de Eddie-. ¿Te has bañado?


– Sí -mintió él de nuevo


– Ah -volvió a decir Ruth-. Pero ¿en qué he soñado?


– ¿En qué has soñado? -repitió Eddie estúpidamente-. no lo sé. No he tenido tu sueño. ¿En qué has soñado?


– ¡Dímelo! -le exigió la niña


– Pero es tu sueño -señaló Eddie.


– Ah -dijo la pequeña una vez más.


– ¿Quieres beber agua? -le preguntó Eddie


– Vale -respondió Ruth. Esperó mientras él dejó correr el agua hasta que salió fría y le llevó un vaso. Al devolverle el vaso, le preguntó-: ¿Dónde están los pies?


– En la fotografía, donde siempre han estado -le dijo Eddie.


– Pero ¿qué les pasó?


– No les pasó nada -le aseguró Eddie-. ¿Quieres verlos?


– Sí -replicó la niña


Tendió los brazos, esperando que él la llevara, y Eddie la levantó de la cama


Juntos recorrieron el pasillo sin encender la luz. Ambos eran conscientes de la variedad infinita de expresiones en los rostros de los muchachos muertos, cuyas fotografías, misericordiosamente, estaban en la penumbra. En el extremo del pasillo, la luz de la habitación de Eddie brillaba como un faro. Eddie llevó a Ruth al baño, donde, sin hablar, contemplaron la imagen de Marion en el Hótel du Quai Voltaire enrollada alrededor de la saban


– Era por la mañana, temprano -le informó Ruth-. Mami acababa de despertarse. Thomas y Timothy se habían metido bajo las sábanas. Papi hizo la foto, en Francia


– Sí, en París -dijo Eddie. (Marion le había dicho que el hotel estaba junto al Sena. Había sido la primera vez que Marion visitaba París, la única vez que los chicos estuvieron allí.)


Ruth señaló el mayor de los pies descalzos


– Es Thomas -dijo. Entonces señaló el pie más pequeño y esperó a que Eddie hablara


– Timothy -supuso Eddie


– Sí. Pero ¿qué les hiciste a los pies?


– ¿Yo? Nada -mintió Eddie


– Parecía papel, trocitos de papel -le dijo Ruth


La niña registró el baño con la mirada y le pidió a Eddie que la dejara en el suelo para que pudiera echar un vistazo al interior de la papelera. Pero la señora de la limpieza había aseado la habitación muchas veces desde que Eddie quitara los trozos de papel. Finalmente Ruth tendió los brazos a Eddie y éste volvió a alzarla


– Tal vez fue un sueño


– No -replicó la niña


– Supongo que es un misterio -dijo Eddie.


– No. Era papel…, dos trozos


Miraba la fotografía con el ceño fruncido, como retándola a cambiar. Años después, a Eddie O'Hare no le sorprendería que, como novelista, Ruth Cole cultivara el realismo


– ¿No quieres volver a la cama? -le preguntó finalmente a la pequeña


– Sí -respondió Ruth-, pero trae la foto


Recorrieron el pasillo a oscuras, que ahora parecía aún más oscuro, pues la tenue luz procedente del baño principal sólo arrojaba una débil luminosidad por la puerta abierta del cuarto


– Espero que no vuelva a pasar -le dijo la pequeña de Ruth.


Eddie llevaba a la niña contra el pecho, en un solo brazo, y le pesaba. En la otra mano tenía la fotografía


Acostó de nuevo a Ruth y colocó sobre la cómoda la foto de Marion en París. Aunque la tenía delante, la niña se quejó de que estaba demasiado lejos y no la veía bien. Eddie acabó por apoyar la foto contra el escabel, próximo a la cabecera de la litera de Ruth. La pequeña se quedó satisfecha y volvió a dormirse


Antes de regresar a su habitación, Eddie miró de nuevo a Marion. Tenía los ojos cerrados, los labios entreabiertos mientras dormía, y había desaparecido de su cuerpo aquella aterradora rigidez. Sólo una sábana le cubría las caderas, y la parte superior de su cuerpo estaba desnuda. De esa manera parecía un poco menos abandonada


Eddie estaba tan cansado que se tendió en la cama y se quedó dormido con la toalla alrededor de la cintura. Por la mañana le despertó la voz de Marion que le llamaba a gritos, al tiempo que oía el lloro histérico de Ruth. Echó a correr por el pasillo, todavía con la toalla puesta, y encontró a Marion y Ruth inclinadas sobre el lavabo del baño, que estaba manchado de sangre. Había sangre por todas partes, en el pijama de la niña, en la cara, en el cabello, y procedía de un solo corte profundo en el dedo índice derecho de Ruth. La yema de la primera falange del dedo estaba cortada hasta el hueso, un corte perfectamente recto y muy delgado


– Dice que ha sido un cristal -le explicó Marion a Eddie-, pero no hay ningún fragmento de cristal en el corte. ¿Qué cristal, cariño? -preguntó a Ruth


– ¡La foto, la foto! -gritó la niña


Al esforzarse por ocultar la fotografía debajo de la litera, Ruth debía de haber golpeado el marco contra el escabel o contra una barra de la litera. El cristal que cubría la foto estaba hecho añicos. La foto no había sufrido daño alguno, aunque el paspartú estaba manchado de sangre


– ¿Qué he hecho? -preguntaba la pequeña


Eddie la sostuvo mientras su madre la vestía, y entonces Marion la tomó en brazos durante el tiempo que Eddie tardó en vestirse


Ruth había dejado de llorar y ahora estaba más preocupada por la fotografía que por el dedo herido. Recogieron la foto, que estaba todavía con el paspartú manchado de sangre, la sacaron del marco roto, y se la llevaron porque Ruth quería tener la foto consigo en el hospital. Marion intentó prepararla para que no se asustara cuando le dieran los puntos, y lo más probable era que le pusieran por lo menos una inyección. En realidad fueron dos, la inyección de lidocaína antes de darle los puntos y luego la vacuna contra el tétanos. A pesar de su profundidad, el corte era tan limpio y delgado que Marion estaba segura de que no requeriría más de dos o tres puntos ni dejaría una cicatriz visible


– ¿Qué es una cicatriz? -preguntó la niña-. ¿Voy a morirme?


– No, no vas a morirte, cariño -le aseguró su madre.


Entonces la conversación giró en torno al arreglo de la fotografía. Cuando salieran del hospital, llevarían la foto a una tienda de marcos de Southampton y la dejarían allí para que le pusieran un marco nuevo. Ruth se echó a llorar una vez más, porque no quería dejar la foto en la tienda. Eddie le explicó que necesitaban un paspartú, un marco y un cristal nuevos


– ¿Qué es un paspartú? -preguntó la niña


Cuando Marion mostró a Ruth el paspartú manchado de sangre, pero no la fotografía, Ruth quiso saber por qué la mancha de sangre no era roja. La sangre se había secado y vuelto marrón


– ¿Me volveré marrón? -preguntó Ruth-. ¿Voy a morirme?


– No, cariño, no te morirás, te lo prometo -le decía Marion una y otra vez


Como es natural, Ruth gritó cuando le pusieron las inyecciones y le dieron los puntos, que sólo fueron dos. El médico se sorprendió al ver la perfecta línea recta del corte. La yema del dedo índice estaba cortada con precisión por la mitad. Un médico no habría podido cortar intencionadamente por el centro exacto de un dedo tan pequeño, ni siquiera con un bisturí


Después de dejar la fotografía en la tienda de marcos, Ruth permaneció sentada y tranquila en el regazo de su madre. Eddie conducía de regreso a Sagaponack, con los ojos entornados porque le deslumbraba el sol matinal. Marion bajó el parasol del lado del pasajero, pero Ruth era tan bajita que el sol le daba directamente en la cara y le hacía volverse hacia su madre. De repente Marion empezó a mirar con fijeza los ojos de su hija, el derecho en particular


– ¿Qué ocurre? -le preguntó Eddie-. ¿Tiene algo en el ojo?


– No es nada -respondió Marion


La niña se acurrucó contra su madre, quien protegió la cara de Ruth interponiendo la mano entre ella y el sol


Extenuada después de tanto lloro, Ruth se quedó dormida antes de llegar a Sagaponack


– ¿Qué has visto? -le preguntó Eddie a Marion, que volvía a tener la mirada notablemente perdida (no tanto como la noche anterior, cuando Eddie le preguntó por el accidente que habían sufrido sus hijos)-. Dímelo


Marion mencionó el defecto en el iris del ojo derecho, aquel hexágono amarillo que Eddie había admirado con frecuencia. Más de una vez le había dicho que le encantaba la manchita amarilla en su ojo, la manera en que, bajo cierta luz o visto desde ángulos impredecibles, su ojo derecho podía pasar del azul al verde


Aunque los ojos de Ruth eran castaños, lo que Marion había visto en el iris de su ojo derecho era exactamente la misma forma hexagonal de color amarillo brillante. Cuando la niña parpadeó a causa del sol, el hexágono amarillo había revelado su capacidad de volver ámbar el color castaño del ojo derecho de Ruth


Marion siguió abrazando a la niña dormida contra su pecho. Con una mano, seguía protegiéndole la cara del sol. Eddie nunca le había visto manifestar semejante grado de afecto físico a Ruth


– Tu ojo es muy… distinguido -le dijo el muchacho-. Es como una marca de nacimiento, sólo que más misteriosa…


– ¡La pobre niña! -le interrumpió Marion-. ¡No quiero que sea como yo!

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