La autoridad de la palabra escrita

Ruth no olvidaría jamás la historia que Eddie le contó en el coche. Cuando la olvidaba momentáneamente, sólo tenía que mirarse la delgada cicatriz en el dedo índice derecho, que nunca desaparecería, para recordarla. (Cuando Ruth llegase a los cuarenta, la cicatriz sería tan minúscula que sólo podrían verla ella y alguien que ya conociera su existencia y la buscara.)


– Érase una vez una niñita… -empezó a contarle Eddie. -¿Cómo se llamaba? -preguntó Ruth.


– Ruth -respondió Eddie. -Sí -accedió la niña-. Sigue.


– Ruth se cortó un dedo con un cristal roto -prosiguió Eddie- y el dedo no paraba de sangrar. Había mucha más sangre de la que Ruth creía posible que hubiera en el dedo, y pensó que debía de salir de todas partes, de su cuerpo entero.


– Muy bien -dijo Ruth.


– Pero cuando fue al hospital, sólo necesitó dos inyecciones y dos puntos.


– Tres agujas -le recordó Ruth mientras contaba los puntos. -Ah, sí -convino Eddie-. Pero Ruth era muy valiente y no le importó que, durante casi una semana, no pudiera nadar en el mar y ni siquiera pudiera mojarse el dedo cuando se bañaba. -¿Por qué no me importaba? -le preguntó Ruth.


– Bueno, tal vez te importaba un poco -admitió Eddie-. Pero no te quejabas.


– ¿Era valiente? -inquirió la pequeña. -Eras…, eres valiente -respondió Eddie. -¿Qué significa ser valiente?


– Significa que no lloras. -Lloré un poco -señaló Ruth.


– Llorar un poco es normal -dijo Eddie-. Ser valiente significa que aceptas lo que te sucede, que intentas sacarle el mejor partido.


– Háblame más del corte -le pidió la niña.


– Cuando el médico te quitó los puntos, la cicatriz era fina y blanca, una línea perfectamente recta. Durante toda tu vida, si alguna vez necesitas sentirte valiente, sólo tienes que mirarte la cicatriz.


Ruth contempló la línea que surcaba la yema del dedo. -¿Estará siempre ahí? -le preguntó a Eddie.


– Siempre. Te crecerá la mano, y también el dedo, pero la cicatriz tendrá siempre el mismo tamaño. Cuando seas adulta, la cicatriz parecerá más pequeña, pero eso será porque el resto de tu cuerpo habrá crecido… Pero la cicatriz nunca cambiará. No será tan visible, y eso significa que cada vez resultará más difícil verla. Necesitarás buena luz para enseñársela a la gente, y dirás: «¿Veis mi cicatriz?». Tendrán que mirar muy de cerca para poder verla. En cambio, tú siempre podrás verla, porque sabrás dónde mirar. Y, por supuesto, siempre aparecerá en la huella dactilar.


– ¿Qué es la huella dactilar? -inquirió Ruth. -Es difícil explicar eso en el coche -dijo Eddie.


Cuando llegaron a la playa, Ruth se lo preguntó de nuevo, pero incluso en la arena mojada los dedos de Ruth eran demasiado pequeños para dejar huellas claras, o quizá la arena era demasiado gruesa. Mientras la niña jugaba en la orilla, el antiséptico pardo amarillento desapareció por completo, pero ahí seguía la cicatriz, una línea blanca brillante en el dedo. Por fin, cuando estuvieron en el restaurante, la niña pudo ver lo que era una huella dactilar.


Allí, en el mismo plato que contenía el emparedado de queso a la plancha y las patatas fritas, Eddie vertió un chorrito de ketchup que se expandió hasta formar un charco en el plato. Sumergió el dedo índice de la mano derecha de Ruth en el ketchup y apretó suavemente el dedo sobre una servilleta de papel. Al lado de la huella del dedo índice derecho, Eddie imprimió una segunda huella, esta vez usando el dedo índice de la mano izquierda de Ruth. Pidió a la niña que mirase la servilleta a través del vaso de agua, el cual aumentó las huellas dactilares, de tal manera que Ruth pudo ver las líneas onduladas y desiguales. Y allí estaba, como lo estaría mientras Ruth viviera, la línea perfectamente vertical en el dedo índice derecho. Vista a través del vaso de agua, la línea tenía casi el doble del tamaño que la cicatriz real.


– Éstas son tus huellas dactilares -le dijo Eddie-. Nadie tendrá jamás unas huellas como las tuyas.


– ¿Y mi cicatriz siempre estará ahí? -le preguntó Ruth de nuevo.


– Siempre tendrás la cicatriz -le aseguró Eddie.


Después de comer en Bridgehampton, Ruth quiso quedarse la servilleta con sus huellas dactilares. Eddie la metió en el sobre que ya contenía los puntos y la costra. Vio que ésta se había encogido: tenía la cuarta parte del tamaño de una mariquita, pero su color bermejo era similar, con manchas negras.


A las dos y cuarto de aquel viernes, Eddie O'Hare enfiló el Parsonage Lane de Sagaponack. Cuando aún se hallaba a cierta distancia de la casa de los Cole, se sintió aliviado al comprobar que el camión de mudanzas y el Mercedes de Marion no estaban a la vista. Sin embargo, un coche que no conocía, un Saab verde oscuro, estaba aparcado en el sendero. Mientras Eddie reducía al máximo la marcha del Chevy, Ted, el empedernido mujeriego, se despedía de las tres mujeres que ocupaban el Saab.


Ted ya había mostrado su cuarto de trabajo a sus futuras modelos, la señora Mountsier y su hija Glorie. Effie no había querido bajar del coche. La pobre chica estaba adelantada a su tiempo: era una joven íntegra, perceptiva e inteligente atrapada en un cuerpo que la mayoría de los hombres habrían ignorado o menospreciado. De las tres mujeres que viajaban en el Saab verde oscuro aquel viernes por la tarde, Effie era la única con la sagacidad necesaria para ver que Ted Cole era tan engañoso como un condón agujereado.


Por un instante, tiempo en que su corazón dejó de latir, Eddie pensó que la conductora del Saab era Marion, pero al entrar en el sendero de acceso a la casa vio que la señora Mountsier no se parecía tanto a Marion como había creído. Por un brevísimo instante, Eddie había confiado en que Marion hubiera cambiado de opinión y hubiera decidido que no les abandonaba a Ruth ni a él. Pero la señora Mountsier no era Marion, como tampoco la hija de la dama, Glorie, se parecía a Alice, la guapa niñera universitaria a la que Eddie desdeñaba. (También había concluido precipitadamente que Glorie era Alice.) Ahora se daba cuenta de que tan sólo se trataba de un grupo de mujeres que habían acompañado a Ted a casa. El muchacho se preguntó por cuál de ellas se habría interesado Ted. Desde luego, no podía ser por la que permanecía en el asiento trasero.


En cuanto el Saab verde oscuro se puso en marcha y se alejó por el sendero, Eddie comprendió enseguida, a juzgar por la expresión inocente y tan sólo algo perpleja de Ted, que éste no estaba al corriente de la marcha de Marion.


– ¡Papá! ¡Papá! -exclamó Ruth-. ¿Quieres ver mis puntos? Hay cuatro trozos. Y tengo una costra. ¡Enséñale la costra a papá! -le pidió la niña a Eddie, quien le tendió el sobre a Ted-. Éstas son mis huellas dactilares -le explicó la niña a su padre, el cual miraba fijamente la servilleta de papel manchada de ketchup.


– Cuidado, no vaya a ser que el viento se lleve la costra -le advirtió Eddie a Ted.


La costra era tan pequeña que Ted le echó un vistazo sin sacarla del sobre.


– Es bonito de veras, Ruthie -dijo el padre de la niña-. Así que… ¿habéis ido al médico para que le quitara los puntos? -preguntó a Eddie.


– Y luego fuimos a la playa y comimos -le explicó Ruth a su padre-. Comí un bocadillo de queso y patatas fritas con ketchup. Y Eddie me enseñó mis huellas dactilares. Voy a tener siempre la cicatriz.


– Eso está muy bien, Ruthie.


Ted observaba a Eddie mientras el muchacho sacaba del Chevy la bolsa con las cosas de la playa. Encima estaban las páginas con el membrete de la tienda de Southampton, el relato del verano de 1958, que Eddie había escrito para Penny Pierce. Al ver aquellas hojas, Eddie tuvo una idea. Fue al capó del Chevy y sacó la fotografía, enmarcada de nuevo, de Marion en París. Ahora Ted observaba cada movimiento de Eddie con creciente inquietud.


– Veo que por fin la fotografía estaba lista -observó Ted. -¡Volvemos a tener los pies, papá! -exclamó Ruth-. La foto está arreglada.


Ted tomó a su hija en brazos y la besó en la frente.


– Tienes arena en el pelo, y hay que lavarlo para eliminar el agua de mar. Necesitas un baño, Ruthie.


– ¡Pero sin champú! -gritó la niña.


– No, cariño, también te hace falta champú. -¡No quiero champú, me hace llorar!


– Bueno… -Ted se interrumpió, como de costumbre. No podía desviar la vista de Eddie, y le dijo-: Esta mañana te he esperado un buen rato. ¿Dónde estabas?


Eddie le dio las páginas que había escrito para Penny Pierce. -La dueña de la tienda de marcos me pidió que escribiera esto -replicó Eddie-. Quería que le explicara por escrito por qué no estaba dispuesto a irme de la tienda sin la fotografía.


Ted no tomó las páginas, sino que dejó a Ruth en el suelo y miró en dirección a la casa.


– ¿Dónde está Alice? -preguntó a Eddie-. ¿No es Alice la que viene por las tardes? ¿Dónde está la niñera? ¿Y dónde está Marion?


– Voy a bañar a Ruth -respondió Eddie, y le tendió de nuevo las hojas a Ted-. Será mejor que leas esto -le dijo. -Respóndeme, Eddie.


– Primero lee esto -insistió Eddie.


Tomó a Ruth en brazos, se colgó la bolsa playera del hombro y se encaminó a la casa. Sostenía a Ruth con un brazo y en la otra mano llevaba la foto de Marion con los pies de sus hijos.


– No has bañado nunca a Ruth -le gritó Ted, airado-. ¡No sabes bañarla!


– No, pero me imagino cómo se hace. Ruth ya me lo dirá. Lee eso -repitió Eddie.


– De acuerdo, de acuerdo -dijo Ted, y empezó a leer en voz alta-: «¿Tiene usted en la mente una imagen de Marion Cole?». ¡Eh! ¿Qué es esto?


– Es lo único bueno que he escrito durante todo el verano -respondió Eddie, y entró con Ruth en la casa.


Una vez dentro, Eddie se preguntó cómo podría bañar a Ruth, en cualquiera de los varios baños con que contaba la casa, sin que la pequeña reparase en que las fotografías de sus hermanos muertos habían desaparecido.


Sonó el teléfono, y Eddie confió en que fuese Alice. Todavía con Ruth en brazos, respondió en la cocina, donde antes sólo había tres o cuatro fotos de Thomas y Timothy. Confiaba en que Ruth no se diese cuenta de su desaparición. Debido a la insistencia del teléfono, Eddie había recorrido a toda prisa el pasillo de la planta baja con Ruth en brazos. Tal vez la chiquilla no se había fijado en los rectángulos, más oscuros, de papel no descolorido. En las paredes también destacaban los ganchos para colgar cuadros, pues Marion no se había molestado en retirarlos.


Era Alice, en efecto, y Eddie le pidió que acudiera cuanto antes. Entonces colocó a Ruth a horcajadas sobre sus hombros y, sujetándola bien, subió corriendo las escaleras.


– ¡Es una carrera hacia la bañera! -le dijo Eddie-. ¿Qué bañera quieres? ¿La de tus papis, la mía, otra…?


– ¡Tu bañera! -gritó Ruth.


Llegó al largo pasillo del piso superior, donde le sorprendió ver la intensidad con que resaltaban los ganchos en las paredes. Unos eran negros, otros dorados y plateados. La fealdad de todos ellos era evidente. Daba la impresión de que la casa estaba infestada de escarabajos metálicos.


– ¿Has visto eso? -le preguntó Ruth.


Pero Eddie, corriendo todavía, la llevó a su dormitorio en el extremo del pasillo y al baño, donde colgó la fotografía de Marion en el Hótel du Quai Voltaire, exactamente en el mismo lugar donde estaba a comienzos del verano.


Eddie abrió el grifo de la bañera mientras ayudaba a Ruth a desvestirse, una operación difícil, porque la pequeña seguía mirando las paredes del baño mientras el muchacho le quitaba la camiseta. Salvo por la foto de Marion en París, las paredes estaban desnudas. Las demás fotografías habían desaparecido. Los ganchos de los que habían pendido parecían más numerosos de lo que eran. Eddie tenía la sensación de que aquellos ganchos correteaban por las paredes.


– ¿Dónde están las otras fotos? -preguntó Ruth mientras Eddie la introducía en la bañera, aún medio vacía.


– A lo mejor tu mamá las ha cambiado de sitio -respondió Eddie-. Mírate…, ¡tienes arena en los dedos de los pies, en el pelo y hasta en las orejas!


– También tengo arena en la rajita -observó Ruth-. Siempre me pasa.


– Ah, sí… -dijo Eddie-. Es un claro que sí.


– Sin champú -insistió Ruth. -Pero tienes arena en el pelo.


La bañera tenía un accesorio europeo, una ducha de teléfono con la que Eddie empezó a mojar a la niña mientras ella chillaba. -¡Sin champú!


– Sólo un poco de champú -le dijo Eddie-. Anda, cierra los ojos.


– ¡También me entra en los oídos! -gritó la pequeña. -Creía que eras valiente. ¿No lo eres?


En cuanto Eddie terminó con el champú, Ruth dejó de llorar, y el muchacho permitió que jugara con la ducha de teléfono hasta que le dejó empapado.


– ¿Adónde se ha llevado mamá las fotos? -inquirió Ruth. -No lo sé -admitió Eddie. (Aquella noche, incluso antes de que oscureciera, esa respuesta se habría convertido en un estribillo.)


– ¿También ha quitado las fotos de los pasillos?


buen momento para bañarte,


– Sí, Ruth. -¿Por qué? -No lo sé -repitió él.


Ruth señaló las paredes del baño.


– Pero mamá no ha quitado esas cosas -observó-. ¿Cómo se llaman?


– Se llaman ganchos para colgar cuadros -dijo Eddie. -¿Por qué no los ha quitado?


– No lo sé -respondió Eddie, una vez más.


Al vaciarse el agua de la bañera, donde la niña estaba de pie, la bañera apareció llena de arena. Ruth se echó a temblar en cuanto Eddie la depositó en la alfombrilla de baño.


Mientras la secaba, Eddie se preguntó cómo le desenredaría el cabello, que era muy largo y estaba lleno de nudos. Se distrajo tratando de recordar, palabra por palabra, lo que había escrito para Penny Pierce. También intentó imaginar cuál sería la reacción de Ted al leer ciertas frases, por ejemplo: «Calculo que Marion y yo hemos hecho el amor unas sesenta veces». Y después de esa frase había otras: «Cuando Ruth vuelva a casa, la madre y las fotos habrán desaparecido. Sus hermanos muertos y su madre se habrán marchado».


Al recordar su conclusión, palabra por palabra, Eddie se preguntó si Ted apreciaría el eufemismo: «He pensado que probablemente esta noche la niña necesitará algo que poner al lado de su cama -había escrito Eddie-. No habrá ninguna otra foto, ninguna de esas imágenes a las que se ha acostumbrado. He pensado que si tuviera una de su madre, en especial…».


Eddie ya había envuelto a Ruth en una toalla antes de que viera a Ted en el umbral del baño. En un intercambio sin palabras, Eddie alzó a la niña y se la tendió a su padre, mientras Ted le devolvía al muchacho las páginas que había escrito.


– ¡Papi! ¡Papi! -exclamó Ruth-. ¡Mamá ha cambiado de sitio todas las fotos! Pero no los… ¿cómo se llaman? -preguntó a Eddie.


– Los ganchos para colgar cuadros.


– Eso -dijo Ruth-. ¿Por qué lo ha hecho? -preguntó la niña a su padre.


– No lo sé, Ruthie.


– Voy a darme una ducha rápida -le dijo Eddie a Ted.


– Sí, que sea rápida -replicó Ted, y salió con su hija al pasillo.


– Mira todos los… ¿cómo se llaman? -Ganchos para colgar cuadros, Ruthie.


Sólo después de ducharse, Eddie observó que Ted y Ruth habían retirado de la pared del baño la fotografía de Marion. Debían de haberla llevado al cuarto de Ruth. Al muchacho le fascinaba constatar que lo que había puesto por escrito se estaba haciendo realidad. Quería estar a solas con Ted, decirle todo lo que Marion le había pedido que dijera y cuanto él pudiera añadir. Quería dañar a Ted con el mayor número de verdades posible. Pero al mismo tiempo deseaba mentirle a Ruth. Durante treinta y siete años desearía mentirle, decirle cualquier cosa que la hiciera sentirse mejor.


Una vez vestido, Eddie metió las páginas que había escrito en su bolsa de lona. No tardaría en marcharse y quería estar seguro de que llevaba aquel texto consigo. Pero le sorprendió descubrir que la bolsa no estaba vacía: en el fondo se hallaba la rebeca de cachemira rosa de Marion, y también la camisola de color lila y las bragas a juego, a pesar de su observación de que el lila y el rosa no era una combinación acertada. Marion sabía que el escote y el encaje era lo que atraía a Eddie.


El muchacho revolvió el contenido de la bolsa, confiando en encontrar más cosas, tal vez una carta de Marion para él, pero lo que encontró le sorprendió tanto como el descubrimiento de las prendas femeninas. Era el aplastado regalo en forma de hogaza de pan que su padre le había dado cuando subió al transbordador con destino a Long Island. Era el regalo para Ruth, con el envoltorio mucho más arrugado, pues se había pasado todo el verano en la bolsa de lona. Eddie creyó que no era el momento de dárselo a Ruth, fuera lo que fuese.


De repente se le ocurrió otro uso de las páginas que había escrito para Penny Pierce y había mostrado a Ted. Cuando llegara Alice, aquellas páginas serían útiles para ponerla al corriente. Sin duda la niñera necesitaba estar informada, por lo menos si iba a mostrarse sensible a lo que Ruth sentiría. Eddie dobló las páginas y se las guardó en un bolsillo trasero del pantalón. Los tejanos estaban un poco húmedos, debido a que se los había puesto sobre el bañador mojado cuando se marchó con Ruth de la playa. El billete de diez dólares que le había dado Marion también estaba un poco húmedo, así como la tarjeta de visita que le diera Penny Pierce con su número de teléfono particular anotado a mano. Guardó ambas cosas en la bolsa de lona, pues tenían ya la categoría de recuerdos del verano de 1958. Empezaba a comprender que aquel verano constituía una divisoria en su vida, y que era un legado que Ruth llevaría consigo durante tanto tiempo como llevara la cicatriz.


Pensó en lo desventurada que era la niña, sin darse cuenta de que esa desventura también trazaba una divisoria. A los dieciséis años, Eddie O'Hare había dejado de ser un adolescente, en el sentido de que ya no estaba absorto en sí mismo, sino que le preocupaba otra persona. Se prometió que durante el resto del día y aquella noche haría lo que hizo y diría lo que dijo por Ruth. Fue al dormitorio de la niña, donde Ted ya había colgado la fotografía de Marion con los pies de sus hijos de uno de los del cuarto. -¡Mira, Eddie! madre.


– Ya veo -le dijo Eddie-. Ahí queda muy bien.


Oyeron la voz de una mujer que llamaba desde el pie de la escalera.


– ¡Hola! ¿Hay alguien?


numerosos ganchos en las desnudas paredes -exclamó la niña, señalando la foto de su madre


– ¡Mami! -gritó Ruth. -¿Marion? -inquirió Ted. -Es Alice -les dijo Eddie.


El muchacho detuvo a la niñera cuando ésta se hallaba a mitad de la escalera.


– Ocurre algo de lo que tienes que estar informada, Alice -dijo a la universitaria, tendiéndole las hojas-. Será mejor que leas esto.


Ah, la autoridad de la palabra escrita…

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