El primer encuentro

La publicación de Niet voor kinderen, la traducción holandesa de No apto para menores, era el motivo principal de la tercera visita de Ruth Cole a Amsterdam, pero ahora Ruth consideraba la investigación para su relato sobre la prostituta como la única justificación de su estancia allí. Aún no había encontrado el momento adecuado para hablar de su nuevo entusiasmo creativo con su editor holandés, Maarten Schouten, a quien ella se refería cariñosamente como "Maarten con dos aes y una e"


Para promocionar la traducción de El mismo orfanato, que en holandés se titulaba Hetzelfde weeshuis, unas palabras que Ruth se había esforzado en vano por pronunciar, se alojó en un hotel encantador pero destartalado del Prinsengracht, donde descubrió un considerable alijo de marihuana en el cajón de la mesilla de noche que había elegido para guardar la ropa interior. Probablemente la droga pertenecía a un cliente anterior, pero era tal el nerviosismo de Ruth durante su primera gira de promoción por Europa que estaba segura de que algún periodista malicioso había colocado allí la marihuana con la intención de ponerla en un aprieto embarazoso


El mencionado Maarten, con dos aes y una e, le había asegurado que, en Amsterdam, la posesión de marihuana no se consideraba algo delictivo y mucho menos embarazoso. Y a Ruth la ciudad le había encantado desde el principio: los canales, los puentes, tantas bicicletas, los cafés y los restaurantes


Durante su segunda visita, cuando se tradujo al holandés Antes de la caída de Saigón (le complacía ser capaz, por lo menos, de decir Voor de val van Saigon), Ruth se alojó en otro barrio de la ciudad, en la plaza Dam; su hotel estaba tan cercano al barrio chino que un entrevistador se ofreció para acompañarla a recorrer la calle de las prostitutas que posan detrás de los escaparates. No se había olvidado de la sensación de descaro que producían las mujeres en bragas y sostén a mediodía, o los artículos "Especiales SM" en el escaparate de una sex shop


Ruth había visto una vagina de caucho suspendida del techo de la tienda por medio de un liguero rojo. La vagina parecía una tortilla colgante, con excepción de la mata de falso vello púbico. Y allí estaban los látigos, el cencerro unido a un consolador por medio de una tira de cuero, las peras para enemas, de varios tamaños, y el puño de caucho


Pero eso sucedió cinco años atrás, y Ruth aún no había tenido ocasión de ver si el distrito había cambiado. Se alojaba en otro hotel, el Kattengat, que no era muy elegante y se resentía de una serie de esfuerzos poco afortunados para que funcionase con eficacia. Por ejemplo, había un comedor para desayunar limitado estrictamente a los huéspedes de la planta de Ruth. El café estaba frío, el zumo de naranja caliente y los cruasanes, que yacían sobre un montón de migas, sólo servirían de alimento a los patos del canal más próximo


En la planta baja y en el sótano del hotel habían instalado un gimnasio. La música elegida para las clases de aerobic percutía en las tuberías del baño de varios pisos por encima de la sala de ejercicios, que vibraban sin cesar. Le parecía a Ruth que los holandeses, por lo menos en el gimnasio, preferían una clase de rock implacable y monótono, que ella habría clasificado como una especie de rap sin rima. Un ritmo discordante se repetía mientras el cantante, un europeo para quien el inglés era claramente un idioma extranjero, reiteraba una sola frase. En una de tales canciones la frase inglesa con acento holandés decía: "I want to have sex with you". En otra: "I want to fook you". En una palabra, dicho de una manera u otra, todo se resumía siempre a copular


Ruth había ido a inspeccionar el gimnasio y había perdido cualquier interés inicial que pudiera tener. Un bar de solteros disfrazado de instalación deportiva no le hacía ninguna gracia. También le desagradaba la disposición de la sala de pesas. Las bicicletas estáticas, las cintas rodantes y los demás aparatos estaban todos en hilera, ante la sala destinada al aerobic. Desde cualquier lugar en que te situaras no podías librarte de ver los saltos y giros de los bailarines aeróbicos en la plétora de espejos que les rodeaban. Lo mejor que podías esperar era ser testigo de una dislocación de tobillo o un infarto


Decidió dar un paseo. El barrio donde se encontraba su hotel era nuevo para ella. En realidad, estaba más cerca de lo que creía del barrio chino, pero echó a andar en la dirección contraria. Cruzó el primer canal que apareció ante ella y entró en un callejón corto y atractivo, el Korsiespoortsteeg, donde le sorprendió ver a varias prostitutas


Aquélla parecía ser una zona residencial bien cuidada, pero eso no impedía la existencia de media docena de escaparates en los que había señoras en ropa interior que practicaban allí su oficio. Eran blancas y, aunque tenían buen aspecto, no todas ellas eran bonitas. La mayoría eran más jóvenes que Ruth, y había una o dos que aparentaban su edad. Ruth estaba tan asombrada que dio un traspié, y una de las prostitutas se echó a reír


Era la última hora de la mañana, y Ruth, la única mujer que andaba por la corta calle. Tres hombres, todos ellos solos, contemplaban en silencio los escaparates. Ruth no había imaginado la posibilidad de encontrar una prostituta con la que poder hablar en un lugar que fuese menos mísero y llamativo que el barrio chino. Su descubrimiento le dio ánimos


Cuando desembocó en la Bergstraat, lo que vio allí volvió a sorprenderla: había más prostitutas. Era una calle silenciosa y limpia. Las primeras cuatro chicas, que eran jóvenes y bellas, no le prestaron atención. Ruth reparó en un coche que circulaba lentamente y cuyo conductor miraba a las prostitutas, pero por entonces ya no era la única mujer en la calle. Delante de ella había una mujer vestida de una manera parecida a la suya, con tejanos negros y zapatos de ante negro y medio tacón. Al igual que Ruth, la mujer también llevaba una chaqueta de cuero de corte más bien masculino, pero de color marrón oscuro, y un pañuelo de seda de vistosos colores


Ruth caminaba con tal rapidez que estuvo a punto de rebasar a la mujer, la cual sostenía una bolsa de la compra de lona, de la que sobresalían una botella de agua mineral y una barra de pan. La mujer miró por encima del hombro a Ruth. Lo hizo con naturalidad, y sus ojos se posaron suavemente en los de ella. La mujer, que rondaba la cincuentena, no usaba maquillaje, ni siquiera rojo de labios. Al pasar ante cada escaparate, sonreía a las prostitutas que estaban detrás de los cristales. Pero cerca del final de la Bergstraat, en un escaparate de planta baja con las cortinas corridas, la mujer se detuvo de repente y abrió una puerta. Antes de entrar miró atrás instintivamente, como si, estuviera acostumbrada a que la siguieran. Y, de nuevo, su mirada se posó en Ruth, esta vez con una curiosidad más inquisitiva y, en su sonrisa, primero irónica y luego seductora, había algo más, algo que a Ruth le pareció coquetamente lascivo. ¡Aquella mujer era una prostituta y se dirigía al trabajo!


Si bien le resultaría más fácil entrevistarse a solas con una prostituta en una calle agradable y en modo alguno peligrosa como aquélla, Ruth consideraba que sería mejor que el personaje de su novela, la otra escritora, la que va con su mal amigo, tuviera su encuentro en una de las peores habitaciones del barrio chino. Al fin y al cabo, si la espantosa experiencia la degradaba y humillaba, ¿no sería más apropiado, por la mayor aportación de detalles ambientales, que sucediera en el entorno más sórdido imaginable?


Esta vez las prostitutas del Korsjespoortsteeg miraron a Ruth con cautela y le hicieron uno o dos movimientos de cabeza apenas detectables. La mujer que se había reído de Ruth cuando ésta dio un traspié la contempló de una manera fría y hostil. Sólo una de las mujeres, una rubia teñida, hizo un gesto que tanto podía ser una seña para que se acercara como una advertencia. Tenía la edad de Ruth, pero era mucho más corpulenta. La mujer señaló a Ruth con el dedo índice y bajó los ojos, un gesto exagerado de desaprobación. Era un gesto de institutriz, aunque no era poca la malicia de su sonrisa afectada. Tal vez pensaba que Ruth era lesbiana


Cuando volvió a la Bergstraat, Ruth caminó lentamente, con la esperanza de que la prostituta de más edad hubiera tenido tiempo de vestirse (o desvestirse) y situarse en el escaparate. Una de las prostitutas más jóvenes y guapas le guiñó un ojo, y Ruth se sintió extrañamente estimulada por una proposición tan burlona como salaz. El guiño de la joven guapa era tan turbador que Ruth pasó ante la prostituta mayor casi sin reconocerla. En realidad, la transformación de aquella mujer era tan completa que parecía una persona totalmente distinta de la que sólo unos minutos antes Ruth había visto andando por la calle con una bolsa de la compra


En el vano de la puerta había ahora una puta pelirroja que parecía llena de energías. El carmín de los labios armonizaba con las bragas y el sostén de color burdeos, las únicas prendas que llevaba, además de un reloj de oro y unos zapatos con tacones de diez centímetros. Ahora la prostituta era más alta que Ruth


Las cortinas del escaparate estaban descorridas y dejaban ver un taburete de bar anticuado con el pie de latón pulimentado, pero la actitud de la prostituta era la de un ama de casa: se hallaba en el umbral con una escoba en la mano, y acababa de barrer una sola hoja amarilla. Tenía la escoba a punto, desafiando a otras hojas, y miró detenidamente a Ruth de los pies a la cabeza, como si la recién llegada estuviera en la Bergstraat en ropa interior y con zapatos de tacón alto y la prostituta fuese un ama de casa vestida de un modo tradicional y entregada a sus tareas domésticas. Fue entonces cuando Ruth se dio cuenta de que se había detenido y de que la prostituta pelirroja le dirigía una sonrisa invitadora que, como Ruth aún no había hecho acopio de valor para hablar, era cada vez más inquisitiva.


– ¿Habla usted inglés? -balbució Ruth


La prostituta pareció más divertida que desconcertada


– No tengo ningún problema con el inglés -respondió-, ni tampoco con las lesbianas


– No soy lesbiana -le dijo Ruth


– Bueno, no importa. ¿Es la primera vez que lo hace con una mujer? Sé cómo actuar en estos casos


– No quiero hacer nada -se apresuró a replicar Ruth-. Sólo quiero hablar con usted


Tuvo la impresión de que la prostituta se molestaba, como si "hablar" fuera un tipo de conducta aberrante, cercana al límite de lo inaceptable


– Para eso tendrá que pagar más -dijo la pelirroja-. Una puede hablar durante mucho tiempo


Esa actitud dejó perpleja a Ruth: no era fácil asimilar que cualquier actividad sexual fuese preferible a la conversación.


– Sí, claro, le pagaré por el tiempo que dedique a hablar conmigo -le dijo a la pelirroja, quien la estaba examinando minuciosamente. Pero no era el cuerpo de Ruth lo que la prostituta evaluaba, sino su atuendo. Le interesaba saber cuánto habría pagado por aquella ropa


– Son setenta y cinco guilders cada cinco minutos -le dijo la pelirroja. Había deducido correctamente que las prendas de Ruth eran poco imaginativas pero caras


Ruth abrió la cremallera del bolso y buscó en su cartera los billetes holandeses, con los que no estaba familiarizada. ¿Equivalían setenta y cinco guilders a unos cincuenta dólares? Le pareció demasiado dinero por cinco minutos de conversación. (Comparado con lo que la prostituta proporcionaba habitualmente por ese dinero, durante el mismo tiempo o incluso menos, parecía una compensación insuficiente.)


– Me llamo Ruth -le dijo con nerviosismo, y le tendió la mano, pero la pelirroja se echó a reír y, en vez de estrecharle la mano, le tomó la manga de la chaqueta de cuero y tiró de ella para que entrara en la habitación


Una vez dentro, la prostituta echó el cerrojo a la puerta y corrió las cortinas del escaparate. Su intenso perfume en aquel espacio tan cerrado era casi tan abrumador como su desnudez casi total


En la habitación se imponía el color rojo. Las pesadas cortinas eran de una tonalidad granate. La alfombra, ancha y roja como la sangre, emitía el olor desvaído de un producto de limpieza. La colcha que cubría la cama tenía un anticuado diseño floral. La funda de la única almohada era rosa; y había una toalla, del tamaño de una toalla de baño y una tonalidad rosa distinta de la almohada, bien doblada por la mitad y que cubría el centro de la cama, sin duda para proteger la colcha. En una silla, al lado de la pulcra y práctica cama, se amontonaba un rimero de toallas rosa. Parecían limpias, aunque un poco raídas, acordes con el aspecto deslucido de la habitación


La pequeña estancia roja estaba rodeada de espejos. Había casi tantos espejos, en otros tantos ángulos inoportunos, como en el gimnasio del hotel. Y la luz de la habitación era tan tenue que, cada vez que Ruth daba un paso, veía una sombra de sí misma que retrocedía, avanzaba o ambas cosas a la vez. (Los espejos, naturalmente, también reflejaban una multitud de prostitutas.)


La mujer se sentó exactamente en el centro de la toalla, sobre la cama, sin necesidad de mirar dónde lo hacía. Cruzó los tobillos, apoyó los pies en los finos tacones de sus zapatos y se inclinó hacia delante con las manos en los muslos. La pose reflejaba una larga experiencia, le alzaba los pechos garbosos y bien formados, exageraba la hendidura entre los dos y permitía a Ruth verle los pezones, pequeños y violáceos, a través del tejido color vino tinto del sostén. Las braguitas le alargaban la estrecha V de la entrepierna y revelaban las marcas dejadas por la tensión de la piel del abdomen, un tanto sobresaliente. Era evidente que había tenido hijos, por lo menos uno


La pelirroja señaló a Ruth una butaca llena de protuberancias, invitándola a sentarse. El asiento era tan blando que las rodillas de Ruth le tocaron los pechos cuando se inclinó hacia delante. Tenía que sujetarse a los brazos de la silla con ambas manos a fin de no dar la impresión de que se repantigaba


– Esa butaca es mejor para hacer mamadas que para hablar -le dijo la prostituta-. Me llamo Dolores -añadió-, pero los amigos me llaman Rooie


– ¿Rooie? -repitió Ruth, procurando no pensar en el número de felaciones practicadas en la butaca tapizada de cuero agrietado


– Significa "roja" -dijo Rooie


– Entiendo. -Ruth avanzó poco a poco hasta el borde de la butaca para felaciones-. Resulta que estoy escribiendo un libro -empezó a explicar, pero la prostituta se apresuró a levantarse de la cama


– No me habías dicho que eres periodista -dijo Rooie Dolores-. No hablo con esa clase de gente


– ¡No soy periodista! -exclamó Ruth. ¡Cómo le escocía esa acusación!-. Soy novelista, escribo libros, obras de ficción. Tan sólo necesito asegurarme de que los detalles sean correctos.


– ¿Qué detalles? -inquirió Rooie


En vez de sentarse, la prostituta se puso a pasear por la estancia, y sus movimientos permitieron a la novelista ver ciertos aspectos adicionales de aquel lugar de trabajo cuidadosamente dispuesto. Había un pequeño lavabo adosado a una pared y, a su lado, el bidé. (Por supuesto, los espejos mostraban varios bidés más.) Sobre una mesa situada entre el bidé y la cama había una caja de kleenex y un rollo de toallas de papel. Una bandeja esmaltada en blanco, con un aire de utensilio de hospital, contenía lubricantes y tubos de gel, unos conocidos y otros no, así como un consolador de tamaño aparentemente excesivo. Al igual que la bandeja, de una blancura similar, que evocaba un hospital o el consultorio de un médico, había un cubo de esos cuya tapa se levanta pisando un pedal. A través de una puerta, Ruth vio el water a oscuras; el inodoro, con asiento de madera, funcionaba con cadena. También reparó en la lámpara de pie con pantalla de vidrio rojo escarlata y, junto a la silla de las felaciones, una mesa sobre la que había un cenicero vacío, limpio, y un cestillo de mimbre lleno de condones


Estos últimos figuraban entre los detalles que Ruth necesitaba, junto con la escasa profundidad del ropero. Los pocos vestidos, camisones y un top de cuero no podían colgar formando ángulo recto con la pared del fondo. Las prendas pendían en diagonal, como prostitutas que trataran de mostrarse en un ángulo más halagador


Los vestidos y camisones, por no mencionar el top de cuero, eran demasiado juveniles para una mujer de la edad de Rooie, pero ¿qué sabía Ruth de esas cosas? No solía llevar vestidos y prefería dormir con bragas y una camiseta holgada. Por otro lado, nunca se le habría ocurrido ponerse un top de cuero


– Supongamos que un hombre y una mujer te ofrecieran pagarte por permitirles que te miren cuando estás con un cliente -empezó a explicarle Ruth-. ¿Harías eso? ¿Lo has hecho alguna vez?


– De modo que es eso lo que quieres, ¿eh? -dijo Rooie-. ¿Por qué no me lo has dicho de entrada? Pues claro que puedo… Lo he hecho, desde luego. ¿Por qué no has traído a tu compañero?


– No, no. No he venido con un compañero -replicó Ruth-. En realidad no quiero mirarte mientras estás con un cliente. Eso puedo imaginarlo. Sólo deseo saber cómo lo organizas y hasta qué punto es algo corriente o no. Es decir, ¿con qué frecuencia te lo piden ciertas parejas? Supongo que los hombres solos te lo piden más a menudo que las parejas, y que las mujeres solas lo hacen…, bueno, casi nunca


– Eso es cierto -respondió Rooie-. En general se trata de hombres solos. En cuanto a parejas, tal vez una o dos veces al año


– ¿Y mujeres solas?


– Puedo hacer eso si lo deseas -le aseguró Rooie-. Lo hago de vez en cuando, pero no a menudo. A la mayoría de los hombres no les importa que otra mujer mire. Las mujeres que están mirando son las que no quieren ser vistas


Hacía tanto calor en la habitación y estaba tan poco aireada que Ruth ansiaba quitarse la chaqueta de cuero. Pero en presencia de aquella mujer habría sido demasiado atrevimiento quedarse tan sólo con la camiseta de seda negra. Así pues, abrió la cremallera de la chaqueta, pero no se la quitó


Rooie se acercó al ropero, que no era un armario, sino un hueco rectangular practicado en la pared, desprovisto de puerta: una cortina de cretona, con un dibujo de hojas otoñales caídas, rojas en su mayor parte, colgaba de un listón de madera. Cuando Rooie corrió la cortina, el contenido del ropero quedó oculto, con excepción de los zapatos, a los que dio la vuelta, de modo que las puntas miraban hacia fuera. Había media docena de zapatos de tacón alto


– Estarías detrás de la cortina con las puntas de los zapatos hacia fuera -le explicó Rooie


La prostituta entró en el ropero por la separación de la cortina y se ocultó. Cuando Ruth le miró los pies, apenas pudo diferenciar los zapatos que Rooie llevaba de los demás zapatos. Tuvo que buscarle los tobillos a fin de distinguirlos


– Comprendo -dijo Ruth


Quería entrar en el ropero y comprobar cómo se veía la cama desde allí. Por la estrecha abertura en la cortina, la visibilidad podría ser escasa. La pelirroja pareció leerle la mente y salió del ropero


– Vamos, pruébalo tú misma -le dijo a la norteamericana. Ruth no pudo evitar rozarla cuando penetró por la abertura de la cortina. El hueco era tan estrecho que resultaba casi imposible que dos personas se movieran allí dentro sin tocarse


Ruth se colocó entre dos pares de zapatos. A través de la estrecha abertura de la cortina veía claramente la toalla rosa en el centro de la cama. En un espejo opuesto, veía también el ropero. Tuvo que mirar atentamente para reconocer sus zapatos entre los que estaban alineados bajo el borde de la cortina. No podía verse a través de la cortina, tampoco veía sus propios ojos que miraban por la abertura, ni siquiera una parte de su rostro, a menos que se moviera, e incluso entonces sólo detectaba algún movimiento indefinido


Sin mover la cabeza, tan sólo los ojos, Ruth veía el lavabo y el bidé. El consolador en la bandeja de hospital (junto con los lubricantes y geles) era claramente visible. En cambio, no veía bien la butaca de las felaciones, pues se lo impedía un brazo y el respaldo de la misma butaca


– Si el tío quiere que se la chupe y alguien está mirando, puedo hacérselo en la cama -dijo Rooie-. Si es eso lo que estás pensando…


Ruth llevaba menos de un minuto en el ropero. Aún no se había percatado de que su respiración era irregular ni de que su contacto con el vestido dorado que pendía de la percha más próxima le provocaba picor en el cuello. Notaba una ligera aspereza en la garganta cuando tragaba saliva, como los últimos vestigios de la tos o el inicio de un resfriado. Un salto de cama de color gris perla cayó del colgador, y Ruth sintió como si se le hubiera detenido el corazón y hubiera muerto donde siempre imaginó que lo haría: en un armario


– Si estás cómoda ahí dentro, abriré las cortinas del escaparate y me sentaré, pero a esta hora del día es posible que pase bastante rato antes de que entre un tío…, media hora, quizá tres cuartos. Por supuesto, tendrás que pagarme otros setenta y cinco guilders. Este asunto tuyo ya me ha ocupado bastante tiempo


Ruth tropezó con los vestidos del ropero


– ¡No! ¡No quiero mirar! -exclamó la novelista-. ¡Sólo estoy escribiendo un libro! Trata de una pareja. La mujer es de mi edad, y su novio la convence para que haga esto… Su novio es un granuja


Se sintió azorada cuando vio que el movimiento de sus pies había enviado uno de los zapatos de Rooie al centro de la habitación. La mujer lo recogió, se arrodilló ante el ropero y ordenó los demás zapatos. Volvió a colocarlos en la posición habitual, con las puntas hacia dentro, incluido el zapato que Ruth había desplazado


– Eres rara -le dijo la prostituta. La situación era un poco molesta: permanecían al lado del ropero, como si estuvieran admirando los zapatos recién ordenados-. Y tus cinco minutos se han terminado -añadió Rooie al tiempo que indicaba su bonito reloj de oro


Ruth abrió de nuevo su bolso y sacó de la cartera tres billetes de veinticinco guilders, pero Rooie, que estaba lo bastante cerca de ella para ver el interior de la cartera, sacó ágilmente un billete de cincuenta


– Basta con cincuenta por otros cinco minutos -dijo la pelirroja-. Guárdate tus billetitos. Tal vez quieras volver… cuando hayas pensado en ello


Ruth no pudo prever el rápido movimiento de la prostituta, quien se acercó a ella y le deslizó los labios y la nariz por el cuello. Antes de que Ruth pudiera reaccionar, Rooie le tocó suavemente un seno mientras se volvía para sentarse en la toalla protectora situada en el centro de la cama


– Un perfume agradable, pero apenas lo huelo -observó Rooie-. Bonitos pechos, y grandes


Ruth, ruborizada, trató de sentarse en la butaca de las felaciones sin que ésta la engullera


– En mi relato… -empezó a decir


– Lo malo de tu relato es que no pasa nada -la interrumpió Rooie-. La pareja paga para verme mientras lo hago. ¿Y qué? No sería la primera vez. ¿Qué ocurre luego? ¿No consiste en eso el relato?


– No estoy segura de lo que sucede después, pero eso es lo que cuento en la novela -respondió Ruth-. Esa mujer que tiene un novio granuja se siente humillada, degradada por la experiencia, no a causa de lo que ve, sino de su acompañante. Lo que la humilla es la manera en que él la hace sentirse


– Tampoco sería la primera vez -le dijo la prostituta


– A lo mejor el hombre se masturba mientras está mirando -sugirió Ruth


Rooie supo que era una pregunta


– No sería la primera vez -repitió la prostituta-. ¿Por qué habría de sorprender eso a la mujer?


Rooie estaba en lo cierto, y había otro problema: Ruth ignoraba todo lo que podía suceder en el relato porque no tenía un conocimiento suficiente de los personajes y no sabía cuál era la relación que los unía. No era la primera vez que descubría eso sobre una novela que estaba empezando, pero sí la primera vez que lo hacía delante de otra persona, que además era desconocida y prostituta


– ¿Sabes lo que suele ocurrir? -le preguntó Rooie.


– No, no lo sé -admitió Ruth


– Mirar es sólo el principio -dijo la prostituta-. En el caso de las parejas, sobre todo…, mirar conduce a alguna otra cosa


– ¿Qué quieres decir?


– La siguiente vez que vienen, no quieren mirar, sino hacer algo -respondió Rooie


– No creo que mi personaje quiera volver -comentó Ruth, aunque consideró esa posibilidad


– A veces, después de mirar, la pareja quiere hacer cosas enseguida, sin pérdida de tiempo


– ¿Qué clase de cosas?


– De todas clases -dijo Rooie-. A veces el tío quiere mirarnos a la mujer y a mí, quiere ver cómo pongo cachonda a la mujer, pero normalmente empiezo con el tío y ella mira.


– Empiezas con el tío…


– Luego la mujer


– ¿Eso ha ocurrido de veras? -inquirió Ruth.


– Todo ha ocurrido de veras -dijo la prostituta


Ruth estaba sentada junto a la lámpara de pantalla escarlata, que sumía a la pequeña habitación en una luminosidad rojiza cada vez más intensa. La toalla rosa sobre la cama, donde Rooie estaba sentada, era sin duda de un rosa más fuerte debido al color escarlata de la lámpara. Por lo demás, a través de las cortinas del escaparate se filtraba una suave claridad que se unía a la mortecina luz piloto situada sobre la puerta principal


La prostituta se inclinó hacia delante bajo aquella luz favorecedora, y ese movimiento hizo que sus senos parecieran a punto de salirse del sostén. Mientras Ruth se sujetaba con fuerza a los brazos de la butaca, Rooie le cubrió suavemente las manos con las suyas


– ¿Quieres pensar en lo que ocurre y venir a verme otra vez? -le preguntó la pelirroja


– Sí -dijo Ruth


No se había propuesto susurrar, y tampoco podía liberar sus manos, sujetas por las de la otra mujer, sin caer hacia atrás en la espantosa butaca


– Recuerda tan sólo que puede suceder cualquier cosa -le dijo Rooie-. Cualquier cosa que desees


– Sí -susurró Ruth de nuevo, y se quedó mirando los senos de la prostituta. Parecía más seguro que mirarle a los ojos, llenos de inteligencia


– Tal vez si me mirases mientras estoy con alguien…, quiero decir, tú sola…, se te ocurrirían algunas ideas -dijo Rooie con voz queda


Ruth sacudió la cabeza, consciente de que el gesto transmitía mucha menos convicción que si hubiera dicho: "No, no lo creo", de un modo rotundo


– La mayoría de las mujeres solas que me miran son chicas muy jóvenes -le informó Rooie en un tono más alto y como si no lo tomara en serio


Esta revelación sorprendió tanto a Ruth que miró a Rooie sin darse cuenta


– ¿Por qué lo hacen? -le preguntó-. ¿Crees que quieren saber lo que es hacer el amor? ¿Son vírgenes?


Rooie soltó las manos de Ruth y, recostándose en la cama, se echó a reír


– ¡No son precisamente vírgenes! Son muchachas que piensan en la posibilidad de hacerse putas… ¡Quieren ver cómo es el oficio!


Ruth nunca se había sentido tan sorprendida. Ni siquiera enterarse de que Hannah tenía relaciones sexuales con su padre le había causado tanto asombro


Rooie señaló su reloj y se levantó de la cama exactamente en el mismo momento en que Ruth se levantaba de la incómoda butaca. La novelista tuvo que hurtar el cuerpo para no rozar a la prostituta


La mujer abrió la puerta y la luz del mediodía penetró a raudales, tan intensa que Ruth comprendió que había subestimado la penumbra reinante en la habitación de la prostituta. Rooie se dio media vuelta y bloqueó teatralmente el paso a Ruth, mientras le daba tres besos en las mejillas, primero en la derecha, luego en la izquierda y finalmente en la derecha de nuevo.


– Tres veces, al estilo holandés -le dijo alegremente, en un tono cariñoso más apropiado para los viejos amigos


Desde luego, no era la primera vez que besaban así a Ruth, pues lo hacían Maarten y su esposa, Sylvia, cada vez que le daban la bienvenida y la despedían, pero los besos de Rooie habían sido un poco más largos y, además, le había aplicado su cálida palma al vientre, haciendo que se le tensaran instintivamente los músculos abdominales


– Qué barriga más lisa tienes -comentó la pelirroja-. ¿No has tenido hijos?


– No, todavía no -respondió Ruth. La otra seguía bloqueando la puerta


– Yo he tenido uno -dijo Rooie. Metió los pulgares bajo la cintura de las braguitas y se las bajó un instante-. No fue nada fácil -añadió, refiriéndose a la cicatriz, muy visible, de una cesárea


La cicatriz no sorprendió tanto a Ruth, quien ya se había fijado en las marcas del embarazo en el vientre de Rooie, como el hecho de que ésta se había rasurado el vello púbico


Rooie soltó la cintura de las braguitas, y la cinta elástica produjo un chasquido. Ruth se dijo: "Si yo preferiría escribir en vez de lo que estoy haciendo, me imagino cómo se siente ella. Al fin y al cabo, es una prostituta, y probablemente preferiría dedicarse a su oficio que a coquetear conmigo. Pero también disfruta haciendo que me sienta incómoda". Ahora estaba irritada con Rooie y sólo quería marcharse. Intentó rodearla para salir


– Volverás -le dijo Rooie, pero dejó que saliera a la calle sin más contacto físico. Entonces alzó la voz, de modo que quien pasara por la Bergstraat, o una prostituta vecina, pudiera oírla. Será mejor que cierres bien el bolso en esta ciudad


Ruth se había dejado el bolso abierto, un descuido en el que caía con frecuencia, pero le bastó una mirada para cerciorarse de que allí estaban la cartera, el pasaporte y los demás objetos, un lápiz de labios y un tubo más grueso de abrillantador de labios incoloro, un tubo de crema para el sol y otro con hidratante para los labios


Ruth también llevaba consigo una polvera de bolsillo que había pertenecido a su madre. Los polvos de maquillaje la hacían estornudar y la almohadilla para aplicarlos había desaparecido mucho tiempo atrás. No obstante, en ocasiones, cuando Ruth se miraba en el espejito, esperaba ver allí a su madre. Cerró la cremallera del bolso mientras Rooie le sonreía irónicamente


Se esforzó por devolver la sonrisa a la prostituta, y la luz del sol le obligó a entrecerrar los ojos. Rooie tendió la mano y le tocó la cara mientras le miraba el ojo derecho con vivo interés, pero Ruth malinterpretó el motivo. Al fin y al cabo, estaba más acostumbrada a que la gente percibiera la mancha hexagonal que tenía en el ojo derecho que a recibir puñetazos


– Nací con ella… -empezó a explicarle


– ¿Quién te golpeó? -inquirió Rooie, y Ruth se sorprendió, pues creía haber perdido todo vestigio del moretón-. Hace una o, dos semanas, a juzgar por su aspecto…


– Un novio granuja -confesó Ruth.


– Así que hay un novio… -dijo Rooie.


– No está aquí. He venido sola


– No lo estarás la próxima vez que me veas -replicó la prostituta


Rooie tenía únicamente dos maneras de sonreír, una irónica y la otra seductora. A Ruth sólo se le ocurrió decirle:


– Hablas muy bien el inglés, es asombroso


Pero este mordaz cumplido, por cierto que fuese, ejerció en Rooie un efecto mucho más profundo del que Ruth había previsto. Sus palabras hicieron desaparecer toda manifestación externa de engreimiento en aquella mujer. Parecía como si se le hubiera despertado una antigua pena con una fuerza casi violenta


Ruth estuvo a punto de decirle que lo lamentaba, pero antes de que pudiera hablar la pelirroja le respondió con amargura:


– Conocí a un inglés… durante cierto tiempo


Entonces Rooie Dolores entró de nuevo en la habitación y cerró la puerta. Ruth aguardó, pero las cortinas del escaparate no se abrieron


Una de las prostitutas más jóvenes y bonitas, que estaba al otro lado de la calle, la miró irritada, con el ceño fruncido, como si se sintiera decepcionada porque Ruth hubiera gastado su dinero con una puta mayor y menos atractiva


Sólo había otro transeúnte en la minúscula calle Bergstraat, un hombre maduro que mantenía la vista baja. No miraba a ninguna prostituta, pero cambió de actitud y alzó de pronto los ojos y la miró con dureza cuando Ruth pasó por su lado. Ella le devolvió la mirada, y el hombre siguió andando, de nuevo con la vista en los adoquines


También Ruth reanudó su camino; su confianza en sí misma como persona se había debilitado, pero no como profesional. Al margen de cuál fuese el posible relato (el relato más probable sería el mejor), no dudaba de que pensaría en ello. Lo único que sucedía era que no había pensado lo suficiente en sus personajes. No, la confianza que había perdido era algo moral, algo que estaba en el centro de sí misma como mujer, y fuera lo que fuese ese "algo", le maravillaba la sensación de su ausencia


Volvería allí, vería a Rooie de nuevo, pero no era eso lo que la preocupaba. No sentía el menor deseo de tener una experiencia sexual con la prostituta, la cual ciertamente había estimulado su imaginación, pero no podía decir que la hubiera excitado. Y seguía creyendo que no tenía necesidad, ni como escritora ni como mujer, de mirar a la prostituta mientras trabajaba con un cliente


Lo que a Ruth le preocupaba era que necesitaba estar con Rooie de nuevo sólo para ver, como en un relato, lo que sucedería a continuación. Eso significaba que Rooie tenía la sartén por el mango


La novelista volvió enseguida a su hotel, donde, antes de la primera entrevista, escribió unas pocas líneas en su diario: "Se ha impuesto la idea convencional de que la prostitución es una especie de violación a cambio de dinero, pero lo cierto es que en la prostitución, y tal vez sólo en ella, la mujer es, al parecer, la que tiene la sartén por el mango"


Durante el almuerzo le hicieron una segunda entrevista, y otras dos después de comer. Entonces debería haber tratado de relajarse, porque a última hora de la tarde tenía que dar una lectura, a la que seguiría una firma de ejemplares y luego la cena, pero en vez de descansar se sentó en la habitación del hotel y escribió febrilmente. Desarrolló un posible relato tras otro, hasta que tuvo la sensación de que la credibilidad de todos ellos era forzada. Si la escritora que contemplaba la actuación de la prostituta iba a sentirse humillada por la experiencia, el contenido sexual de ésta tenía que sucederle a la escritora: de alguna manera tenía que ser "su" experiencia sexual. De lo contrario, ¿por qué iba a sentirse humillada?


Cuanto más se esforzaba Ruth por involucrarse en la historia que estaba escribiendo, tanto más retrasaba o evitaba la historia que vivía. Por primera vez sabía lo que era ser un personaje de novela en vez de un novelista (el único que tiene la sartén por el mango)… pues, en calidad de personaje, Ruth se veía a sí misma regresando a la Bergstraat, un personaje de un relato que no estaba escribiendo


Lo que experimentaba era la emoción de un lector que necesita saber lo que sucede a continuación. Sus pasos, indefectiblemente, la llevarían de nuevo a aquella calle; no podría resistirse a los deseos de saber lo que sucedería. ¿Qué le sugeriría Rooie? ¿Qué le permitiría Ruth hacer a la pelirroja?


Cuando el novelista prescinde del papel de creador, aunque sólo sea por un momento, ¿qué papeles puede adoptar? No hay más que creadores de relatos y personajes de esos relatos. No existen otros papeles. Nunca hasta entonces había sentido Ruth semejante expectación. Estaba segura de que no deseaba en absoluto controlar lo que sucedería a continuación, y en realidad le estimulaba carecer de ese control. Le alegraba no ser la novelista. No era la autora de aquel relato, pero de todos modos era un relato que la emocionaba

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