¿Por qué asustarse a las diez de la mañana?

Ted no se había acordado de que a Ruth le quitaban los puntos aquella mañana. La señora Vaughn no le había dado tiempo para acordarse de nada. Aún no habían transcurrido cinco minutos desde su llegada a la casa cuando la mujer le perseguía por el patio y por Gin Lane, armada con un cuchillo de sierra para cortar pan, mientras le gritaba que era "la encarnación de la perversidad". (Ted recordaba vagamente que ése era el título de un cuadro terrible que figuraba en la colección de arte de los Vaughn.)


El jardinero, que había observado la aproximación del "artista", como le llamaba despectivamente, a la mansión de los Vaughn, también fue testigo de la retirada de Ted por el patio, en cuyo surtidor de agua turbia el artista estuvo a punto de caer, a causa de los implacables tajos y cuchilladas que la señora Vaughn daba al aire. Ted corrió por el sendero de acceso y salió a la calle perseguido por su encolerizada ex modelo


El jardinero, temeroso de que uno de ellos se abalanzara de cabeza contra la escalera de mano, que medía cuatro metros, se aferró precariamente a lo alto del seto de aligustres y desde esa altura observó que Ted Cole corría más que la señora Vaughn, la cual abandonó la persecución a escasa distancia del cruce de Gin Lane y Wyandanch. Cerca del cruce había otra alta barrera de aligustres y, desde la perspectiva elevada pero distante del jardinero, Ted desapareció en los setos o giró hacia el norte, por Wyandanch Lane, sin mirar atrás ni una sola vez. La señora Vaughn, todavía hecha un basilisco y llamando una y otra vez al artista "la encarnación de la perversidad", regresó al sendero de acceso a su casa. De una manera espontánea, que al jardinero le parecía involuntaria, seguía cortando y acuchillando el aire con el cuchillo de sierra


Sobre la finca de los Vaughn y en Gin Lane se hizo un profundo silencio. Ted, metido en la espesura de aligustres, apenas podía moverse para consultar su reloj. El laberinto de aligustres tenía tal densidad que ni siquiera un Jack Russell terrier podría haber penetrado en el seto; pero allí se había metido Ted, que estaba ahora lleno de arañazos y tenía las manos y la cara ensangrentadas. Sin embargo, se había librado del cuchillo de cortar pan y, por el momento, de la señora Vaughn. Pero ¿dónde estaba Eddie? Ted esperó entre los aligustres a que apareciera el familiar Chevy modelo 1957


El jardinero, que había iniciado la tarea de recoger los dibujos hechos trizas de su patrona y del hijo de ésta una hora o más antes de que Ted apareciera, hacía rato que había dejado de mirar los restos de los dibujos, pues incluso lo que revelaban los fragmentos era demasiado turbador. Ya conocía los ojos y la boca pequeña de su patrona, así como el resto de sus tensas facciones, ya conocía sus manos y la tensión tan poco natural de sus hombros. El jardinero hubiese preferido imaginar los senos y la vagina de la señora Vaughn. Lo que había visto de su desnudez en los dibujos destrozados no era en absoluto invitador. Además, había trabajado con mucha rapidez, pues aunque comprendía bien por qué la señora Vaughn habría querido eliminar los dibujos, no concebía qué clase de locura se había apoderado de ella para destrozar las imágenes pornográficas de sí misma en medio de un vendaval y con todas las puertas abiertas. En el lado de la casa que daba al mar, los trozos de papel se habían detenido en la barrera de rosales, pero algunas vistas parciales de la señora Vaughn y su hijo se habían desplazado por el sendero y ahora revoloteaban en la playa


Al jardinero no le hacía mucha gracia el hijo de la señora Vaughn. Era un chiquillo altivo que una vez se hizo pis en el estanque para pájaros y luego lo había negado. Pero el jardinero era un fiel empleado de la familia Vaughn desde antes de que naciera el mocoso, y además sentía cierta responsabilidad hacia el vecindario. El jardinero no sabía de nadie a quien pudieran agradarle incluso aquellas vistas parciales de las partes íntimas de la señora Vaughn. No obstante, la fascinación por averiguar lo que había sido del artista (a saber, ¿estaba escondido en un seto vecino o había escapado hacia Southampton?) puso fin al brioso ritmo con que trabajaba para limpiar el estropicio


A las nueve y media de la mañana, cuando Eddie O'Hare llevaba ya una hora de retraso, Ted Cole salió gateando del seto de aligustres en Gin Lane y caminó con cautela, pasando ante el sendero de acceso a la finca de los Vaughn, para darle a Eddie una oportunidad de verle, por si el chico, por alguna razón, le había estado esperando en el extremo oeste de Gin Lane que se cruza con la calle South Main


En opinión del jardinero, ese movimiento fue imprudente e incluso temerario. Desde lo alto de la torrecilla que había en el tercer piso de la mansión de los Vaughn, la señora podía ver el seto. Si la mujer agraviada estaba en la torrecilla, abarcaría desde allí una vista general de Gin Lane


Lo cierto es que la señora Vaughn debía de estar en aquella atalaya, porque apenas unos segundos después de que Ted pasara ante el sendero de acceso y empezara a apretar el paso a lo largo de Gin Lane, el jardinero se alarmó al oír el rugido del coche de la dama. Era un Lincoln de un negro reluciente, y salió del garaje a tal velocidad que patinó sobre las piedras del patio y a punto estuvo de estrellarse contra el surtidor de agua turbia. En el último momento, la señora Vaughn intentó evitar el surtidor y giró el volante demasiado cerca del seto. El Lincoln derribó la escalera de mano y dejó al apurado jardinero agarrado a lo alto del seto


– ¡Corra! -le gritó el hombre a Ted


Que Ted viviera para ver otro día se debió sin duda al ejercicio regular y riguroso que hacía en esa pista de squash que le daba una ventaja injusta. A pesar de sus cuarenta y cinco años, Ted corría como un gamo. Saltó por encima de varios rosales sin aminorar la velocidad y cruzó corriendo un césped, ante un hombre que estaba limpiando una piscina y que se quedó mirándole embobado y en silencio. Luego le persiguió un perro, por suerte pequeño y más bien cobarde. Ted desprendió un bañador femenino de un tendedero, azotó con la prenda el morro del asustadizo animal y éste se alejó con el rabo entre las patas. Como es natural, varios jardineros, sirvientas y amas de casa gritaron al intruso, pero éste, sin inmutarse, saltó tres vallas y escaló un muro de piedra bastante alto. Sólo pisoteó dos parterres de flores, y no vio que el Lincoln de la señora Vaughn rebasaba la esquina de Gin Lane y enfilaba la calle South Main, donde, en el acaloramiento de la persecución, derribó una señal de tráfico. Sin embargo, entre los listones de una valla de madera en Toylsome Lane, Ted vio que el Lincoln, negro como un coche funerario, avanzaba paralelo a él mientras atravesaba dos extensiones de césped, un huerto lleno de árboles frutales y algo que parecía un jardín japonés, donde se metió en un estanque con peces de colores y se mojó los zapatos y los tejanos hasta las rodillas


Ted dio la vuelta hacia Toylsome. Se atrevió a cruzar esa calle, vio el parpadeo de las luces de freno del Lincoln negro y temió que la señora Vaughn le hubiera visto por el espejo retrovisor y se detuviera para volver atrás, hacia Toylsome. Pero la mujer no le había localizado y Ted la perdió de vista. Llegó a la población de Southampton en un estado bastante lamentable, pero avanzó con audacia por la calle South Main, llena de tiendas y grandes almacenes. Si no hubiera estado tan concentrado en la búsqueda del Lincoln negro, quizás habría visto su propio Chevrolet modelo 1957, estacionado junto a la tienda de marcos en South Main, pero Ted pasó junto a su coche sin reconocerlo y cruzó la calle en diagonal para entrar en una librería


Como es natural, en todas las librerías conocían a Ted, pero, éste visitaba con regularidad aquel local, donde firmaba rutinariamente los ejemplares de sus obras que hubiera en existencia. El dueño de la librería y sus empleados no estaban acostumbrados a ver al señor Cole tan sucio como se presentó ante ellos aquel viernes por la mañana, pero le habían visto sin afeitar y a menudo vestido más como un estudiante universitario o un trabajador que a la moda, cualquiera que ésta fuese, seguida por los autores de best-sellers e ilustradores de libros infantiles


La sangre era el principal elemento que prestaba un aire de novedad al aspecto de Ted. Su cara llena de arañazos y ensangrentada, así como la sangre, más sucia, en el dorso de las manos, con las que se había abierto paso a través de un seto centenario, indicaban un accidente o violencia para el sorprendido librero cuyo apellido, curiosamente, era Mendelssohn. No tenía ninguna relación con el compositor alemán, y a aquel Mendelssohn o le gustaba demasiado su apellido, o le desagradaba tanto su nombre de pila que nunca lo revelaba. (En cierta ocasión, cuando Ted le preguntó por su nombre, Mendelssohn se limitó a decirle: "Félix no es".)


Aquel viernes, ya fuese por la agitación que le producía ver la sangre de Ted, ya por el hecho de que los tejanos del escritor goteaban en el suelo de la librería (y los zapatos de Ted arrojaban agua en varias direcciones cada vez que su portador daba un paso), Mendelssohn agarró a Ted por los sucios faldones de la camisa de franela desabrochada y por fuera de los pantalones y exclamó en voz demasiado alta: "¡Ted Cole!"


– Sí, soy Ted Cole -admitió Ted-. Buenos días, Mendelssohn


– ¡Es Ted Cole, no hay ninguna duda! -insistió el librero.


– Perdóneme por sangrar así -le dijo Ted con calma


– ¡No diga eso, por favor, no hay nada que perdonar! -exclamó Mendelssohn


Entonces se volvió hacia una atónita dependienta, que estaba de pie cerca de ellos, con una expresión de temor reverencial y de horror en el rostro. Mendelssohn le pidió que trajera una silla al señor Cole


– ¿No ves que está sangrando? -apremió el librero a la joven. Pero Ted le preguntó si primero podía ir al lavabo, y añadió en tono solemne que había sufrido un accidente. Entonces se encerró en un pequeño aseo. Examinó en el espejo los daños sufridos, mientras componía, como sólo un escritor puede hacerlo, un relato de incomparable sencillez sobre la clase de "accidente" que acababa de sufrir. Vio que una rama del maligno seto le había arañado un ojo, dejándoselo lagrimeando. Un rasguño más profundo era el origen de la sangre que le brotaba de la frente. Otro rasguño que sangraba menos pero parecía más difícil de curar le recorría toda una mejilla. Se lavó las manos. Los cortes le escocían, pero la sangre casi había dejado de brotar en los dorsos de las manos. Se quitó la camisa de franela y se ató alrededor de la cintura las mangas cubiertas de barro, una de las cuales también se había empapado en el estanque


Ted aprovechó aquel momento para admirar su cintura. A los cuarenta y cinco años aún podía llevar unos tejanos y una camiseta metida por debajo del pantalón y enorgullecerse del efecto de conjunto. Pero la camiseta era blanca y las manchas dejadas por la hierba (se había caído por lo menos en los céspedes de dos casas) en el hombro izquierdo y en el pecho no mejoraban precisamente su aspecto. Los tejanos, empapados por debajo de las rodillas, seguían goteando en los zapatos llenos de agua


Tan sereno como podía estarlo en aquellas circunstancias, Ted salió del lavabo, y Mendelssohn a secas, quien ya había dispuesto una silla para el autor que les visitaba, se apresuró a saludarle efusivamente una vez más. Acercaron la silla a una mesa, sobre la que esperaban unas docenas de ejemplares de las obras de Ted Cole para que las firmara


Pero Ted manifestó su deseo de hacer un par de llamadas telefónicas. Llamó primero a la casa vagón para averiguar si Eddie estaba allí, y no obtuvo respuesta. Tampoco le respondió nadie cuando telefoneó a su casa: Marion no iba a ponerse al aparato aquel día tan bien ensayado. ¿Habría tenido Eddie un accidente de tráfico? Por la mañana la conducción del muchacho había sido más bien errática. Ted llegó a la conclusión de que sin duda Marion le había reblandecido al chico los sesos


Al margen de lo bien que Marion hubiera ensayado la jornada, se había equivocado al pensar que el único recurso de Ted para volver a casa sería caminar hasta el consultorio de su contrincante en el juego de squash y esperar a que el doctor Leonardis, o uno de sus pacientes, le llevara a Sagaponack. El consultorio de Dave Leonardis estaba en el extremo de Southampton, junto a la carretera de Montauk, mientras que la librería no sólo estaba más cercana a la mansión de la señora Vaughn, sino que era un lugar más adecuado para que alguien rescatara a Ted Cole. Éste casi podría haber entrado en cualquier librería del mundo y pedir que le llevaran a casa


Eso fue lo que hizo apenas se sentó a la mesa para firmar sus libros


– La verdad es que necesitaría que alguien me llevara a casa -dijo el famoso autor.


– ¡Faltaría más! -exclamó Mendelssohn-. ¡Naturalmente, no hay ningún problema! Vive usted en Sagaponack, ¿no es cierto? ¡Yo mismo le llevaré! Bueno…, tendré que llamar a mi mujer. Puede que esté comprando, pero no tardará en volver. Mi coche está en el taller, ¿sabe?


– Confío en que no sea el mismo taller que se ocupó de mi coche -dijo Ted a aquel entusiasta-. Acabo de recogerlo y se han olvidado de fijarle la columna de dirección. Era como esos dibujos animados que todos hemos visto: tenía el volante en las manos, pero no estaba fijado a las ruedas. Giré a un lado y el coche fue por el otro y se salió de la carretera. Por suerte lo único que había allí era un seto enorme. Al salir por la ventanilla, las ramas me hicieron varios rasguños, y para colmo caí en un estanque


Ahora le escuchaban con atención. Mendelssohn, que estaba ya al lado del teléfono, pospuso la llamada a su esposa. Y la dependienta que al principio se había quedado pasmada ahora sonreía. Ted consideraba que aquella mujer pertenecía a un tipo que, en general, no le atraía, pero si ella se ofrecía para llevarle a casa, quizá surgiera algo.


Probablemente hacía poco que había terminado los estudios universitarios. Sin maquillaje ni bronceado y con el cabello lacio, era una precursora del estilo que se impondría la década siguiente. No era bonita, tenía unas facciones insulsas, pero su palidez representaba una especie de franqueza sexual para Ted, quien reconocía que parte del aspecto austero de la joven reflejaba su apertura a unas experiencias a las que tal vez ella llamara "creativas". Era la clase de joven a la que es posible seducir intelectualmente. (Cabía la posibilidad de que el aspecto de Ted en aquellos momentos, especialmente desaliñado, constituyera un factor positivo para ella.) Y las relaciones sexuales, dado que la mujer era todavía lo bastante joven para considerarlas novedosas, eran sin duda un campo de experiencia al que ella podría denominar "auténtico"…, sobre todo tratándose de un escritor famoso


Lamentablemente, la dependienta no tenía coche


– Voy en bicicleta -le dijo a Ted-. De lo contrario le llevaría a su casa


Ted pensó que era una lástima, pero luego se dijo que en realidad no le gustaba la discrepancia entre la delgadez del labio inferior de la joven y el grosor exagerado del labio superior


Mendelssohn empezó a sentirse inquieto porque su esposa seguía de compras. La llamaba una y otra vez, y aseguraba a Ted que no tardaría en volver. Un muchacho con un indescriptible defecto del habla, el otro miembro del personal que estaba en la librería aquel viernes por la mañana, le pidió disculpas porque había prestado su coche a un amigo para ir a la playa


Ted permaneció allí sentado, firmando ejemplares lentamente. Sólo eran las diez. Si Marion hubiera sabido lo cerca que se encontraba Ted y la facilidad con que podría lograr que alguien le llevara a casa, tal vez hubiera sido presa del pánico. Si Eddie O'Hare hubiera sabido que Ted estaba firmando ejemplares al otro lado de la calle, casi frente a la tienda de marcos (donde Eddie insistía en que la fotografía "de los pies" tenía que estar enmarcada para que Ruth se la llevara ese día a casa sin más dilación), también podría haberse asustado mucho


En cambio, no había ninguna razón para que Ted se asustara. Ignoraba que su mujer le estaba abandonando y todavía imaginaba que era él quien la abandonaba. Por otro lado, al no andar por las calles no corría peligro inmediato (el de que la señora Vaughn diera con él). E incluso si la esposa de Mendelssohn jamás regresaba de sus compras, sin duda en cuestión de minutos entraría en la librería algún fiel lector de Ted Cole. Probablemente sería una mujer, y Ted compraría uno de sus propios libros firmados para regalárselo, y ella le llevaría a casa en su coche. Y si era guapa, y etcétera, etcétera…, ¿quién sabía lo que podría surgir? ¿Por qué asustarse a las diez de la mañana? Así pensaba Ted


No tenía la menor idea

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