Mejor que estar en París con una prostituta

Los viajes internacionales con un niño de cuatro años requieren una atención constante a nimiedades básicas que en casa se dan por sentadas. El sabor y hasta el color del zumo de naranja exigen una explicación. Un cruasán no siempre es un buen cruasán. Y el dispositivo para verter agua en el inodoro, por no mencionar exactamente cómo se limpia la taza o la clase de ruido que hace, llega a ser objeto de seria preocupación. Ruth tenía la suerte de que su hijo se había adiestrado para usar el lavabo, pero de todos modos le exasperaba la existencia de ciertas tazas en las que el niño no se atrevía a sentarse. Graham tampoco podía comprender el desfase debido al largo vuelo, pero lo sufría. Estaba estreñido y no entendía que eso era el resultado directo de su negativa a comer y beber


En Londres, como los coches estaban en el lado de la calle contrario al que era habitual para ellos, Ruth no permitía a Amanda y Graham cruzar la calle, excepto para ir al pequeño parque cercano. Aparte de esta expedición tan poco aventurera, el niño y la canguro se pasaban el día confinados en el hotel. Y Graham descubrió que las sábanas del Connaught estaban almidonadas. Quiso saber si el almidón estaba vivo, pues a él, a juzgar por el tacto, así se lo parecía


Cuando partieron de Londres rumbo a Amsterdam, Ruth deseó haber tenido en Londres la mitad de la valentía de Amanda Merton. El éxito de la enérgica muchacha había sido notable: Graham había superado el desfase horario, no estaba estreñido y ya no le asustaban los inodoros extraños, mientras que Ruth tenía motivos para dudar de que hubiera entrado de nuevo en el mundo siquiera con un vestigio de su autoridad de antaño


En el pasado había reprendido a sus entrevistadores por no molestarse en leer sus libros antes de hablar con ella, pero esta vez sufrió la indignidad en silencio. Pasarte tres o cuatro años escribiendo una novela para después perder una hora o más hablando con un periodista que no se ha molestado en leerla… ¿Había algo que revelara mayor falta de dignidad? Y Mi último novio granuja no era precisamente una novela larga


Con una docilidad totalmente impropia de ella, Ruth también había tolerado una pregunta repetida con frecuencia y muy predecible que no tenía nada que ver con su nueva novela, a saber, cómo se enfrentaba a su condición de viuda y si había algo en su experiencia real de la viudez que contradijera lo que había escrito sobre ese tema en su obra anterior


– No -respondía la señora Cole, pensando en sí misma-. Todo es tan malo como lo había imaginado


No le sorprendió a Ruth que, en Amsterdam, una pregunta "repetida con frecuencia y muy predecible" fuese la preferida entre los periodistas holandeses. Querían saber cómo había realizado la novelista su investigación en el barrio chino. ¿Se había escondido de veras en el ropero de la habitación de una prostituta y observado a ésta mientras hacía el amor con un cliente? ("No, nada de eso", respondió Ruth.) ¿Había sido holandés su "último novio granuja"? ("En absoluto", afirmó la autora. Pero incluso mientras hablaba, su mirada recorría la sala en busca de Wim, pues estaba segura de que acudiría.) ¿Y por qué, en primer lugar, una novelista considerada literaria se interesaba por las prostitutas? (Ruth respondió que personalmente no se interesaba por ellas.)


La mayoría de sus entrevistadores le dijeron que era una lástima que hubiera elegido De Wallen y no otros lugares de Amsterdam. ¿Acaso no le había llamado la atención ningún otro aspecto de la ciudad?


– No sean provincianos -respondía Ruth a quienes la interrogaban-. Mi último novio granuja no trata de Amsterdam. El personaje principal no es holandés. Tan sólo un episodio sucede aquí. Lo que le ocurre al personaje principal en Amsterdam le obliga a cambiar de vida. Lo que me interesa es la historia de su vida, sobre todo su deseo de cambiarla. Mucha gente tiene experiencias que les convencen de que deben cambiar


Como era de prever, los periodistas le preguntaban entonces: ¿qué experiencias de esa clase ha tenido usted? y ¿qué cambios ha efectuado en su vida?


– Soy novelista -les decía entonces la señora Cole-. No he escrito unas memorias, sino una novela. Por favor, háganme preguntas sobre la novela


Cuando Harry Hoekstra leía las entrevistas en los periódicos, se preguntaba por qué Ruth Cole soportaba aquella tediosa serie de trivialidades. ¿Por qué se sometía a las entrevistas? Sin duda sus libros no necesitaban tal publicidad. ¿Por qué no se quedaba en casa y empezaba otra novela? Pero Harry suponía que a la autora le gustaba viajar


Ya había asistido a una lectura de su nueva novela. También la había visto en un programa de televisión y la había observado durante una firma de libros, en la Athenaeum, donde se colocó hábilmente detrás de una estantería. Le bastó desplazar media docena de libros para observar atentamente cómo atendía Ruth Cole a sus admiradores. Sus lectores más ávidos habían formado cola y, mientras Ruth permanecía sentada ante la mesa, firmando sin cesar, Harry gozaba de una visión casi sin obstrucciones de su perfil. A través de la ventana recién creada en la estantería, Harry vio que Ruth tenía un defecto en el ojo derecho, como había supuesto al ver la foto de la contracubierta. Y, desde luego, el tamaño de sus pechos era considerable


Aunque Ruth firmó ejemplares durante más de una hora sin quejarse, tuvo lugar un solo incidente algo chocante, y Harry supuso que la novelista era mucho menos amistosa de lo que le había parecido al principio. Incluso, a cierto nivel, Ruth le pareció a Harry una de las personas más enojadizas que había visto jamás


Siempre le habían atraído las personas que contenían su ira. Como oficial de policía, había descubierto que la cólera incontenida había dejado de ser una amenaza para él. En cambio, la cólera contenida le atraía mucho, y creía que las personas que no se enojaban eran básicamente distraídas


La mujer que había causado el incidente en la cola era mayor y, al principio, no parecía haber hecho nada malo, lo cual sólo significa que no había hecho nada malo que Harry pudiera ver. Cuando le tocó el turno, puso sobre la mesa un ejemplar de la versión inglesa de Mi último novio granuja. La acompañaba un hombre tímido e igualmente entrado en años, y ambos sonreían a la autora. El problema parecía estribar en que Ruth no la reconocía


– ¿Quiere que se lo dedique a usted o a alguien de su familia? -preguntó Ruth a la anciana, cuya sonrisa se contrajo perceptiblemente


– A mí, por favor -respondió la anciana


Tenía un acento norteamericano inofensivo, pero la dulzura con que dijo "por favor" era falsa. Ruth aguardó cortésmente…, no, quizá con cierta impaciencia…, a que la mujer le dijera por fin su nombre. Siguieron mirándose, pero Ruth Cole no la reconocía


– Me llamo Muriel Reardon -dijo finalmente la anciana-. No me recuerda, ¿verdad?


– No, lo siento, no sé quién es usted


– La última vez que hablamos fue el día de su boda -le reveló Muriel Reardon-. Lamento lo que le dije en aquella ocasión. Me temo que perdí los estribos


Ruth siguió mirando a la señora Reardon, y el color de su ojo derecho pasó del castaño al ámbar. No había reconocido a la vieja y terrible viuda que tan segura estaba de sí misma cuando la atacó, cinco años atrás, y eso por dos motivos comprensibles: no esperaba tropezarse con la arpía en Amsterdam y la vieja bruja había mejorado su aspecto. La airada viuda no estaba muerta, como Hannah dijo en su día, sino que se había recuperado de una manera notable


– Es una de esas coincidencias que no pueden ser simples coincidencias -siguió diciendo la señora Reardon, en un tono que parecía indicar una conversión religiosa


Y así era, en efecto. En los cinco años transcurridos desde que atacó a Ruth, Muriel había conocido al señor Reardon, quien seguía sonriendo a su lado, se habían casado y los dos se habían convertido en devotos cristianos


– Curiosamente, rogarle que me perdonara usted era lo que más ocupaba mi mente cuando mi marido y yo llegamos a Europa… ¡y precisamente la encuentro aquí! ¡Es un milagro!


El señor Reardon superó su timidez para decir:


– Era viudo cuando conocí a Muriel. Hemos viajado a Europa para ver las grandes iglesias y catedrales


Ruth seguía mirando a la señora Reardon, y a Harry Hoekstra le pareció que lo hacía de una manera crecientemente hostil. Que Harry supiera, los cristianos siempre querían algo. ¡Lo que quería la señora Reardon era dictar las condiciones de su propio perdón!


Ruth entrecerró tanto los ojos que nadie podría haberle visto el defecto hexagonal en el derecho


– Ha vuelto a casarse -dijo en un tono neutro. Era la voz con que leía en voz alta, curiosamente inexpresiva.


– Perdóneme, por favor -replicó la señora Reardon


– ¿Y qué ha pasado con su intención de ser viuda para toda su desgraciada vida? -le preguntó Ruth


– Por favor… -dijo la señora Reardon


El hombre, tras hurgar en un bolsillo de su chaqueta deportiva, sacó unas fichas que tenían algo escrito y pareció buscar una ficha determinada que no podía encontrar. Sin inmutarse, se puso a leer otra ficha:


– "Pues el fruto del pecado es la muerte, pero el don de Dios es la vida eterna…"


– ¡No es eso! -exclamó la señora Reardon-. ¡Léele lo del perdón!


– No la perdono -le dijo Ruth-. Lo que usted me hizo fue odioso, cruel y desleal


– "Pues el salario del pecado es la muerte, pero el don gratuito de Dios, la vida eterna…" -leyó el señor Reardon. Aunque tampoco no era la cita que buscaba, se sintió obligado a identificar la fuente-: Es una frase de la epístola de san Pablo a los romanos


– ¡Tú y tus romanos! -replicó ásperamente la señora Muriel Reardon


– ¡El siguiente! -dijo Ruth, pues la siguiente persona que estaba en la cola tenía todos los motivos para impacientarse por el retraso


– ¡No la perdono por no perdonarme! -gritó Muriel Reardon, con una malignidad nada cristiana en la voz


– ¡A la mierda usted y sus maridos! -replicó Ruth, mientras el nuevo marido de la mujer se esforzaba por llevársela de allí. Se guardó en el bolsillo las fichas con citas bíblicas, excepto una. Posiblemente era la cita que había estado buscando, pero nadie lo sabría jamás


Harry había supuesto que el hombre sentado al lado de Ruth Cole, y que se había quedado un tanto pasmado por el incidente, era su editor holandés. Cuando Ruth sonrió a Maarten, no lo hizo con una sonrisa que Harry hubiera visto antes en su rostro, pero el policía interpretó correctamente que aquella sonrisa indicaba una renovada confianza en sí misma. En efecto, era una señal de que Ruth había entrado de nuevo en el mundo con una parte por lo menos de su agresividad intacta.


– ¿Quién era esa gilipollas? -le preguntó Maarten


– Nadie a quien merezca la pena conocer -replicó Ruth.


Entonces se detuvo en medio de una firma y miró a su alrededor, como si de repente sintiera curiosidad por ver quién podría haber acertado a oír una observación tan poco caritativa y que englobaba todas sus observaciones poco caritativas. (Se preguntó si era Brecht quien dijo que tarde o temprano empezamos a parecernos a nuestros enemigos.)


Cuando Harry se percató de que Ruth miraba en su direción, apartó la cara de la ventana que había creado entre ambos, pero no pudo evitar que Ruth le viera


"¡Diablos! ¡Me estoy enamorando de ella!", pensó Harry. Nunca se había enamorado hasta entonces, y al principio creyó que sufría un ataque cardíaco. Se apresuró a salir de la Athenaeum, pues prefería morir en la calle


Cuando la cola de admiradores de Ruth Cole que deseaban su autógrafo disminuyó hasta el punto que sólo quedaban dos o tres incondicionales, uno de los empleados de la librería preguntó:


– ¿Dónde está Harry? Le he visto aquí. ¿No quería que le firmara sus libros?


– ¿Quién es Harry? -inquirió Ruth


– El mayor de sus admiradores -respondió el librero-. Y además es policía. Pero supongo que se ha ido. Es la primera vez que le veo acudir a una firma de ejemplares, y detesta las lecturas públicas y esas cosas


Ruth permanecía sentada en silencio, firmando los últimos ejemplares de su nueva novela


– ¡Hasta los policías te leen! -le dijo Maarten.


– Bueno… -replicó Ruth, y no pudo decir nada más. Cuando miró hacia la estantería donde había visto la cara de aquel hombre, la ventana practicada entre los libros estaba cerrada. Alguien había vuelto a colocar los volúmenes en su sitio. El rostro del policía se había desvanecido, pero era un rostro que ella nunca había olvidado. ¡El policía de paisano que la había seguido en aquella ocasión por el barrio chino de Amsterdam aún la estaba siguiendo!


Lo que a Ruth le gustaba más de su nuevo hotel en Amsterdam era que podía ir muy fácilmente al gimnasio en el Rokin. Lo que le hacía menos gracia era su proximidad al barrio chino, pues estaba a menos de una manzana de De Wallen


Se sintió un poco violenta cuando Amanda Merton le preguntó si podía llevar a Graham a ver la Oude Kerk (la iglesia más antigua de Amsterdam, construida, según se cree, alrededor de 1300, y situada en medio del barrio chino). Amanda había leído en una guía que subir a lo alto de la Oude Kerk era una visita recomendable para los niños y que desde el campanario se abarcaba una espléndida panorámica de la ciudad


Ruth había pospuesto una entrevista a fin de acompañar a Amanda y Graham en el corto paseo desde su hotel. También quería comprobar si la ascensión al campanario no entrañaba ningún peligro, pero sobre todo deseaba guiar a Amanda y Graham a través de De Wallen de tal manera que el pequeño de cuatro años viera lo menos posible a las prostitutas tras sus escaparates


Creía saber cómo hacerlo. Si cruzaba el canal en el Stoofsteeg y luego caminaba más cerca del agua que de los edificios, Graham apenas podría vislumbrar las estrechas calles laterales donde las mujeres de los escaparates estaban tan cerca que podían tocarse. Pero Amanda quiso comprar una camiseta, un recuerdo de la ciudad que había visto en la ventana del café Bulldog. Allí Graham pudo ver bien a una de las chicas, una prostituta que había abandonado brevemente su escaparate en el Trompetterssteeg para comprar cigarrillos en el Bulldog. (Amanda también la vio y se quedó muy sorprendida.) La prostituta, una morena menuda y bien proporcionada, llevaba un pantalón corto de color verde lima y sus zapatos de tacón alto eran de una tonalidad verde más oscura


– Mira, mamá -dijo Graham-, una señora todavía medio vestida


La panorámica de De Wallen desde el campanario de la Oude Kerk era espléndida de veras. Desde lo alto de la torre, las prostitutas de los escaparates estaban demasiado lejos para que Graham pudiera discernir que sólo llevaban ropa interior, pero incluso desde aquella altura Ruth veía a los hombres que remoloneaban a perpetuidad. Entonces, al salir de la antigua iglesia, Amanda giró en la dirección contraria. En la Oudekerksplein, en forma de herradura, varias prostitutas sudamericanas estaban en sus umbrales, hablando entre ellas


– Más señoras a medio vestir -dijo Graham distraídamente. No podría haberle importado menos la casi desnudez de las mujeres. A Ruth le sorprendió esa falta de interés, pues tenía cuatro años, una edad a la que ya no le permitía bañarse con ella.


– Graham no deja mis pechos en paz -se había quejado Ruth a Hannah


– Como todo el mundo -le había respondido su amiga


Durante tres mañanas consecutivas, en su gimnasio del Rokin, Harry había contemplado a Ruth mientras se ejercitaba. Tras haberla observado en la librería, en el gimnasio tenía más cuidado; se dedicaba a practicar con las pesas libres. Las pesas de disco y barra, más pesadas, estaban en un extremo de la larga sala, pero Harry podía localizar a Ruth gracias a los espejos. Conocía su programa cotidiano. Hacía una serie de ejercicios abdominales sobre una colchoneta, y también muchos estiramientos, algo que Harry detestaba. Entonces, con una toalla alrededor del cuello, pedaleaba en la bicicleta estática durante media hora, hasta quedar bien empapada en sudor. Después de la bicicleta, levantaba unas pesas, que nunca superaban los dos o tres kilos. Un día trabajaba los hombros y los brazos, y al día siguiente el pecho y la espalda


En conjunto, Ruth se ejercitaba durante hora y media, un ejercicio moderadamente intenso y juicioso para una mujer de su edad. Incluso sin saber que había practicado el squash, Harry percibía que su brazo derecho era mucho más fuerte que el izquierdo. Pero lo que impresionaba especialmente a Harry era que nada la distraía, ni siquiera la horrible música. Cuando pedaleaba en la bicicleta estática tenía los ojos cerrados la mitad del tiempo. Cuando se ejercitaba con las pesas y en la colchoneta, no parecía pensar en nada, ni siquiera en su próximo libro. Movía los labios mientras contaba en silencio


Durante el ejercicio, Ruth bebía un litro de agua mineral. Cuando la botella de plástico estaba vacía, nunca la tiraba a la basura sin enroscar el tapón, un pequeño rasgo que indicaba que se trataba de una persona compulsivamente pulcra. Harry obtuvo sin dificultad una huella nítida de su dedo índice derecho, extraída de una de las botellas de agua que había tirado. Y allí estaba: el corte vertical perfecto, tan pequeño y fino que casi había desaparecido. Debía de habérselo hecho de pequeña


A los cuarenta y un años, Ruth era por lo menos diez años mayor que cualquiera de las demás mujeres que acudían al gimnasio del Rokin, y tampoco llevaba las prendas totalmente ceñidas que preferían las mujeres más jóvenes. Vestía camiseta metida por debajo de uno de esos pantalones cortos deportivos y holgados que usan los hombres. Era consciente de que tenía más abdomen que antes de que naciera Graham y sus pechos estaban más caídos, aunque pesaba exactamente lo mismo que cuando jugaba al squash


La mayoría de los hombres que iban al gimnasio del Rokin también tenían por lo menos diez años menos que Ruth. Sólo había uno mayor, un levantador de pesas que normalmente le daba la espalda. Ella había tenido algún breve atisbo de su cara, un rostro de aspecto duro, en los espejos. Parecía estar en forma, pero necesitaba un afeitado. La tercera mañana lo reconoció cuando salía del gimnasio. Era su policía. (Desde que lo vio en la Athenaeum, Ruth empezó a considerarle como su policía particular.)


Así pues, cuando regresó del gimnasio, Ruth no estaba preparada para encontrarse a Wim Jongbloed en el vestíbulo del hotel. Después de pasar tres noches en Amsterdam, casi había dejado de pensar en Wim, pues creía que tal vez la dejaría en paz. Pero había ido a su encuentro, con una mujer que parecía su esposa y un bebé, y estaba tan gordo que no supo quién era hasta que él le habló. Cuando intentó besarla, ella se apartó y le tendió la mano


El bebé se llamaba Klaas, estaba en la fase indefinida de la infancia y su rostro hinchado parecía un objeto bajo el agua. La esposa, a quien él presentó a Ruth como "Harriet con diéresis", estaba también hinchada, pues acarreaba un exceso de grasa de su embarazo reciente. Las manchas en la blusa de la flamante madre indicaban que aún daba el pecho a la criatura y que los senos le goteaban. Pero Ruth percibió enseguida que aquel encuentro no hacía más que aumentar la desdicha de la mujer. Ruth se preguntó por qué a Wim se le había ocurrido traerla y presentársela

– Es un niño realmente precioso -mintió Ruth a la pobre mujer de Wim


Recordó lo mal que ella se sintió durante todo el año que siguió al nacimiento de Graham. Simpatizaba mucho con toda mujer que acababa de ser madre, pero su mentira sobre la supuesta belleza de Klaas Jongbloed no tuvo ningún efecto discernible en la desdichada madre de la criatura


– Harriet no comprende el inglés -le explicó Wim a Ruth-. Pero ha leído tu nuevo libro en holandés


¡De modo que de eso se trataba!, se dijo Ruth. La mujer de Wim creía que el novio granuja en la novela de Ruth había sido Wim, y éste no había hecho nada por disuadirla de esa interpretación. Puesto que, en la novela, el personaje de la escritora desea con ardor a su acompañante holandés, ¿por qué Wim tendría que haber disuadido a su mujer de que creyera tal cosa? Ahora allí estaba Harriet con diéresis y exceso de peso, con sus pechos goteantes, al lado de una Ruth Cole esbelta y en forma, una mujer mayor muy atractiva, ¡la cual, según creía la pobre esposa, era la ex amante de su marido!


– Le has dicho que fuimos amantes, ¿no es cierto? -preguntó Ruth a Wim


– Bueno… ¿no lo fuimos de alguna manera? -replicó Wim tímidamente-. Quiero decir que dormimos juntos en la misma cama. Me dejaste hacer ciertas cosas…


– No hicimos el amor, Harriét -dijo Ruth a la esposa que no la entendía


– Ya te he dicho que no entiende el inglés -insistió Wim.


– ¡Pues díselo, coño!


– Le he contado mi propia versión -replicó Wim, sonriendo a Ruth


Era evidente que la afirmación de que había hecho el amor con Ruth Cole le había dado a Wim cierta clase de poder sobre Harriet con diéresis. El aire alicaído de la mujer la dotaba de un aura suicida


– Escúchame, Harriet -volvió a intentarlo Ruth-. Nunca fuimos amantes, no hice el amor con tu marido. Te está mintiendo.


– Necesitas a tu traductor holandés -le dijo Wim, ahora riéndose abiertamente de ella


Fue entonces cuando Harry Hoekstra se dirigió a Ruth. La había seguido hasta el hotel sin que ella se diera cuenta, como hacía cada mañana


– Puedo traducírselo -le dijo Harry-. Dígame lo que quiere decir


– ¡Ah, es usted, Harry! -exclamó Ruth, como si lo conociera de toda la vida y fuesen grandes amigos


No conocía su nombre sólo por la mención que oyó en la librería, sino que también lo recordaba por haber leído en la prensa la noticia del asesinato de Rooie. Además, ella había escrito su nombre (poniendo mucho cuidado para no equivocarse) en el sobre que contuvo su testimonio


– Hola, Ruth -le dijo Harry


– Dígale que nunca he hecho el amor con el embustero de su marido -le pidió Ruth a Harry, el cual se puso a hablar en holandés con Harriet, dejándola no poco sorprendida-. Dígale que su marido se masturbó a mi lado, eso fue todo, y volvió a cascársela cuando creía que estaba dormida


Mientras Harry seguía traduciendo, Harriet pareció animarse. Le dio el bebé a Wim, diciéndole algo en holandés al tiempo que empezaba a marcharse. Cuando Wim la siguió, Harriet le dijo algo más


– Le ha dicho: "Sostén al crío, está mojado" -tradujo Harry a Ruth-. Y le ha preguntado: "¿Por qué querías que la conociera?"


Mientras la pareja con el bebé abandonaba el hotel, Wim dijo algo en tono quejumbroso a su airada esposa


– El marido ha dicho: "¡Yo salía en su libro!" -le tradujo Harry


Después de que Wim y su mujer se marcharan, Ruth quedó a solas con Harry en el vestíbulo…, con excepción de media docena de hombres de negocios japoneses que estaban ante el mostrador de recepción y se quedaron hipnotizados por el ejercicio de traducción que habían acertado a oír. No estaba claro qué era lo que habían entendido, pero miraban a Ruth y a Harry con temor reverencial, como si acabaran de presenciar un ejemplo de diferencias culturales que les resultaría difícil explicar al resto de Japón


– De modo que… todavía me sigue -le dijo Ruth lentamente al policía-. ¿Le importaría decirme qué he hecho?


– Creo que usted lo sabe, y no está demasiado mal -replicó Harry-. Vamos a pasear un poco


Ruth consultó su reloj


– Tengo una entrevista aquí dentro de tres cuartos de hora -objetó


– Estaremos de vuelta a tiempo -dijo Harry-. Será un paseo corto


– ¿Adónde vamos? -inquirió Ruth, aunque creía saberlo. Dejaron las bolsas deportivas en recepción, y cuando doblaron para entrar en el Stoofsteeg, Ruth tomó instintivamente el brazo de Harry. Aún era bastante temprano y las dos mujeres gordas procedentes de Ghana estaban trabajando


– Es ella, Harry -dijo una de ellas-. La has encontrado.


– Sí, es ella -convino la otra prostituta


– ¿Las recuerda? -preguntó Harry a Ruth. Seguía cogida de su brazo cuando cruzaron el canal y entraron en el Oudezijds Achterburgwal


– Sí -respondió ella en voz baja


En el gimnasio se había duchado y lavado la cabeza. Tenía el pelo un poco húmedo y no se le ocultaba que la camiseta de algodón no era una prenda adecuada para aquel clima. Se había limitado a vestirse para regresar al hotel desde el Rokin


Llegaron al Barndesteeg, donde la joven prostituta tailandesa de cara en forma de luna tiritaba en el umbral de su habitación, tan sólo vestida con una combinación de color naranja. Se había engordado desde la última vez que Ruth la vio, cinco años atrás


– ¿La recuerda? -preguntó Harry a la novelista.


– Sí -volvió a decir ella


– Ésta es la mujer -le dijo la tailandesa a Harry-. Lo único que quería era mirar


El travestido de Ecuador había abandonado el Gordijnensteeg y ahora tenía un escaparate en la Bloedstraat. Ruth recordó al instante la sensación de sus pechos, pequeños y duros como pelotas de béisbol. Pero esta vez tenía un aire tan claramente varonil que a Ruth le parecía mentira que alguna vez lo hubiera confundido con una mujer


– Te dije que tenía unos pechos bonitos -le recordó el travestido a Harry-. Has tardado mucho en encontrarla


– Dejé de buscarla hace unos años -replicó Harry.


– ¿Estoy detenida? -le susurró Ruth al policía


– ¡No, claro que no! Sólo estamos dando un pequeño paseo.


Caminaron con rapidez, tanto que Ruth dejó de tener frío. Harry era el primer hombre, entre todos sus conocidos, que andaba más rápido que ella, y casi tenía que trotar para mantenerse a su altura. Cuando llegaron a la Warmoesstraat, un hombre que estaba a la entrada de la comisaría llamó a Harry, y pronto los dos intercambiaron gritos en holandés. Ruth no tenía idea de si hablaban o no de ella. Supuso que no, porque Harry no disminuyó la rapidez de sus pasos durante la breve conversación


El hombre que estaba en la entrada de la comisaría era el viejo amigo de Harry, Nico Jansen. He aquí la conversación que habían tenido:

– ¡Eh, Harry! Ahora que estás jubilado, ¿piensas emplear tu tiempo paseando con tu novia por tu antiguo lugar de trabajo?


– No es mi novia, Nico. ¡Es mi testigo!


– ¡Joder! ¡La has encontrado! ¿Qué vas a hacer con ella?


– Tal vez casarme


Harry le tomó la mano cuando cruzaron el Damrak, y Ruth le cogió nuevamente del brazo, al cruzar el canal sobre el Singel. No estaban lejos de la Bergstraat cuando ella se atrevió a decirle algo


– Se ha olvidado de una. Hablé con otra mujer…, quiero decir ahí, en el distrito


– Sí, ya lo sé, en el Slapersteeg -replicó Harry-. Era jamaicana. Se metió en líos y ha vuelto a Jamaica


– Ah -dijo Ruth


En la Bergstraat, la cortina del escaparate de Rooie estaba corrida. Aunque sólo era media mañana, Anneke Smeets estaba con un cliente. Harry y Ruth esperaron en la calle


– ¿Cómo se hizo ese corte en el dedo? -quiso saber el policía-. ¿Con un trozo de cristal?


Ruth empezó a contarle cómo había sucedido, pero se interrumpió


– ¡La cicatriz es demasiado pequeña! ¿Cómo la ha visto?


Él le explicó que la cicatriz aparecía con mucha claridad en una huella dactilar, y que, aparte del tubo de revestimiento Polaroid, ella había tocado uno de los zapatos de Rooie, el pomo de la puerta y una botella de agua mineral en el gimnasio


– Ya -dijo Ruth, y siguió explicando cómo se hizo el corte. Fue cuando tenía cuatro años, en verano…


Le mostró el dedo índice con la minúscula cicatriz. Para poder verla, él tuvo que sujetarle la mano con las suyas. Ruth estaba temblando


Harry Hoekstra tenía los dedos pequeños y cuadrados, y no llevaba ningún anillo. Los dorsos de sus manos lisas y musculosas casi carecían de vello


– ¿No va a detenerme? -le preguntó Ruth de nuevo


– ¡De ninguna manera! -replicó Harry-. Tan sólo quería felicitarla. Ha sido una testigo muy buena


– Podría haberla salvado si hubiera hecho algo, pero fui incapaz de moverme -dijo Ruth-. Podría haber echado a correr, o intentado golpearle, quizá con la lámpara de pie. Pero no hice nada. Estaba paralizada, aterrada


– Hizo bien en no moverse -le aseguró Harry-. Aquel hombre las habría matado a las dos, o por lo menos lo habría intentado. Era un asesino, mató a ocho prostitutas, y no a todas ellas con la misma facilidad con que mató a Rooie. Si la hubiera matado a usted, no habríamos tenido un testigo


– No sé… -dijo Ruth


– Yo sí que lo sé. Hizo lo correcto, siguió viva, fue una testigo. Además, él casi la oyó…, dijo que hubo un momento en que oyó algo. Debió de moverse un poco


A Ruth se le erizó el vello de los brazos al recordar que el hombre topo había creído oírla, ¡que la había oído!


– ¿Habló usted con él? -preguntó Ruth en voz queda


– Sí, poco antes de que muriese. Créame, fue una suerte que tuviera miedo


La puerta de la habitación de Rooie se abrió, y un hombre con una expresión avergonzada en el semblante les miró furtivamente antes de salir a la calle. Anneke Smeets tardó unos minutos en arreglarse. Harry y Ruth aguardaron hasta que se colocó de nuevo detrás del escaparate. En cuanto los vio, Anneke abrió la puerta


– Mi testigo se siente culpable -le explicó Harry a Anneke en holandés-. Cree que podría haber salvado a Rooie, de no haber estado demasiado asustada para abandonar el armario


– Tu testigo sólo podría haber salvado a Rooie siendo su cliente -replicó la mujer, también en holandés-. Quiero decir que debería haber sido su cliente en vez del hombre que Rooie aceptó


– Sé a qué te refieres -dijo Harry, pero no vio ningún motivo para traducírselo a Ruth


– Tenía entendido que estabas jubilado, Harry -le dijo Anneke-. ¿Cómo es que todavía trabajas?


– No estoy trabajando -respondió Harry


Ruth ni siquiera podía conjeturar de qué estaban hablando. Cuando regresaban al hotel, Ruth comentó:


– Esa chica se ha engordado mucho


– La comida es más saludable que la heroína -replicó Harry.


– ¿Conoció usted a Rooie? -inquirió Ruth


– Era amiga mía. En una ocasión estuvimos a punto de hacer un viaje juntos, a París, pero la cosa quedó en nada


– ¿Hizo alguna vez el amor con ella? -se atrevió a preguntarle Ruth


– No, ¡pero no por falta de ganas! -admitió él


Volvieron a cruzar la Warmoesstraat y entraron de nuevo en el barrio chino por el lado de la antigua iglesia. Sólo unos días antes las prostitutas sudamericanas habían estado allí tomando el sol, pero ahora sólo había una mujer en el quicio de su puerta. Como había refrescado, tenía puesto un largo chal alrededor de los hombros, pero cualquiera podía ver que debajo no llevaba nada más que el sostén y las bragas. La prostituta era colombiana y hablaba el creativo inglés que se había convertido en el idioma principal de De Wallen


– ¡Virgen Santa, Harry! -exclamó la colombiana-. ¿Has detenido a esa mujer?


– Sólo estamos dando un paseíto -dijo Harry


– ¡Me dijiste que te habías jubilado! -gritó la prostituta cuando ya la habían dejado atrás


– ¡Estoy jubilado! -gritó Harry a su vez. Ruth le soltó el brazo


– Está usted jubilado -le dijo Ruth, en el mismo tono de voz que empleaba para leer en voz alta


– Sí, es cierto -replicó el ex policía-. Al cabo de cuarenta años…


– No me dijo que estaba jubilado


– Usted no me lo preguntó -argumentó el antiguo sargento Hoekstra


– Si no me ha estado interrogando como policía, ¿en calidad de qué lo ha hecho exactamente? -inquirió Ruth-. ¿Qué autoridad tiene usted?


– Ninguna -respondió alegremente Harry-. Y no la he estado interrogando. Tan sólo hemos dado un pequeño paseo.


– Está usted jubilado -repitió Ruth-. Parece demasiado joven para eso. Dígame, ¿qué edad tiene?


– Cincuenta y ocho


Una vez más, el vello de los brazos de Ruth volvió a erizarse, porque ésa era la misma edad que tenía Allan cuando murió. Sin embargo, Harry le parecía mucho más joven. Ni siquiera aparentaba los cincuenta, y Ruth ya sabía que estaba en muy buena forma


– Me ha engañado -le dijo


– En aquel ropero, cuando usted miraba por la abertura de la cortina, ¿estaba interesada como escritora, como mujer o como ambas cosas?


– Ambas cosas -respondió Ruth-. Todavía me está interrogando


– Lo que quiero decirle es lo siguiente -dijo Harry: Primero la seguí en calidad de policía. Más tarde me interesé por usted como policía y como hombre


– ¿Como hombre? ¿Está tratando de ligarme?


– También soy uno de sus lectores -siguió diciendo Harry, sin hacer caso de la pregunta-. He leído todo lo que usted ha escrito


– Pero ¿cómo supo que yo era la testigo?


– "Era una habitación rojiza, más roja todavía a causa de la lámpara de vidrio coloreado" -citó Harry, una frase de su nueva novela-. "Estaba tan nerviosa que no servía de gran cosa" -siguió citando-. "Ni siquiera podía ayudar a la prostituta a colocar los zapatos con las puntas hacia fuera. Cogí tan sólo uno de los zapatos, y lo dejé caer enseguida."


– De acuerdo, de acuerdo -dijo Ruth


– Sus huellas dactilares sólo estaban en uno de los zapatos de Rooie -añadió Harry


Habían regresado al hotel cuando Ruth le preguntó:


– Bueno, ¿y qué va a hacer ahora conmigo?


Harry pareció sorprendido


– No tengo ningún plan -admitió


Al entrar en el vestíbulo, Ruth localizó fácilmente al periodista que le haría su última entrevista en Amsterdam. Luego tendría la tarde libre, y se proponía llevar a Graham al zoo. Su cita para cenar con Maarten y Sylvia antes de partir hacia París por la mañana sólo era provisional


– ¿Le gusta el zoo? -preguntó Ruth a Harry-. ¿Ha estado alguna vez en París?


En París, Harry eligió el hotel Duc de Saint-Simon. Había leído demasiado sobre ese establecimiento para no alojarse en él, y cierta vez, le confesó a Ruth, había imaginado que estaba allí con Rooie. Harry descubrió que podía decírselo todo, incluso que compró por muy poco dinero la cruz de Lorena (que le daría a Ruth) y que inicialmente estaba destinada a una prostituta que se ahorcó. Ruth le dijo que la cruz le encantaba todavía más por la historia que la rodeaba. (Llevaría la cruz día y noche durante su estancia en París.)


Durante su última noche en Amsterdam, Harry le mostró su piso en el oeste de la ciudad. A Ruth le sorprendió la cantidad de libros que tenía, así como que le gustara cocinar, comprar los ingredientes para hacer la comida y encender fuego en su dormitorio por la noche, incluso aunque el tiempo fuera lo bastante bueno para dormir con la ventana abierta


Yacieron juntos en la cama mientras la luz de las llamas parpadeaba en las estanterías. La brisa, suave y fresca, agitaba la cortina. Harry le preguntó por qué tenía el brazo derecho más fuerte y musculoso, y ella le contó todo lo relativo a su práctica del squash, incluida su tendencia a jugar con novios granujas, como Scott Saunders. Le contó también la clase de hombre que fue su padre y cómo había muerto


Harry le mostró la edición holandesa de El ratón que se arrastra entre las paredes. De muis achter het behang fue su libro favorito en su infancia, antes de que tuviera un conocimiento del inglés lo bastante bueno como para leer en ese idioma a casi cualquier autor que no fuese holandés. También había leído en holandés Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido. Allí, en la cama, Harry le leyó la traducción holandesa, y ella recitó el texto en inglés, de memoria. (Se sabía de memoria todo lo concerniente al hombre topo.)


Cuando le contó la historia de su madre y Eddie O'Hare, no le sorprendió que Harry hubiera leído todas las novelas policíacas de Margaret McDermid (había supuesto que ese género era el único que leían los policías), pero le asombró que Harry hubiera leído también todas las obras de Eddie O'Hare


– ¡Has leído a toda mi familia! -exclamó Ruth


– ¿Es que toda la gente que conoces se dedica a escribir? -le preguntó Harry


Aquella noche, en el oeste de Amsterdam, Ruth se quedó dormida con la cabeza sobre el pecho de Harry, después de rememorar la naturalidad con que él había jugado con Graham en el zoo. Primero habían imitado las expresiones de los animales y los cantos de los pájaros. Entonces describieron las diferencias en los olores de las distintas criaturas. Pero incluso con la cabeza sobre el pecho de Harry, Ruth se despertó cuando aún era de noche. Quería regresar a su cama antes de que Graham se despertara en la habitación de Amanda


En París sólo había un corto paseo desde el hotel de Harry, en la Rue de Saint-Simon, al lugar donde Ruth se alojaba oficialmente, el Lutetia, en el Boulevard Raspail. Cada mañana, muy temprano, alguien conectaba una manguera de jardín en el patio del Duc de Saint-Simon, y el rumor del agua despertaba a Ruth y a Harry. Se vestían en silencio y Harry la acompañaba a su hotel


Mientras Ruth se sometía a una entrevista tras otra en el vestíbulo del Lutetia, Harry llevaba a Graham al parque infantil de los jardines del Luxemburgo, lo cual le permitía a Amanda tener la mañana libre para hacer compras y explorar por su cuenta, ir al Louvre (dos veces), a las Tullerías, a Notre-Dame y a la Torre Eiffel. Al fin y al cabo, la justificación de Amanda para perder dos semanas de clase estribaba en que acompañar a Ruth Cole en una gira de promoción de un libro sería educativo. (En cuanto a lo que Amanda pensara de su ausencia todas las noches, Ruth confiaba en que también eso fuese "educativo".)


A Ruth no sólo le pareció que sus entrevistadores franceses eran muy agradables -en parte porque no había ninguno que no hubiese leído todos sus libros y, en parte, porque los periodistas franceses no consideraban extraño (o antinatural o extravagante) que el personaje principal de Ruth Cole fuese una mujer a la que habían convencido para que observase a una prostituta mientras estaba con su cliente-, sino que también le dio la sensación de que Graham estaba más seguro en compañía de Harry que de cualquier otra persona. (Graham tenía una sola queja con respecto a Harry: si era policía, ¿dónde estaba su pistola?)


Una noche cálida y húmeda, Ruth y Harry pasaron ante la marquesina roja y la fachada de piedra blanca del Hotel du Quai Voltaire. El diminuto café y bar estaba desierto. En la placa de la fachada, al lado de la lámpara de hierro forjado, había una breve lista de huéspedes famosos que se habían alojado en el hotel, entre los que no figuraba Ted Cole


– ¿Qué quieres hacer ahora que te has jubilado? -preguntó Ruth al ex sargento Hoekstra


– Me gustaría casarme con una mujer rica -respondió Harry


– ¿Soy lo bastante rica? -inquirió Ruth-. ¿No es esto mejor que estar en París con una prostituta?

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