LA CANOA Y LA MUERTE

"La hamaca pequeña / está vacía… en silencio / mira la luna alta sobre los rebollos /… el agua del río fluye hacia los rápidos / – ¿fluye? -… las hojas caminan con el viento: / toda la selva se mueve. / También tu canoa / se mece en el río. / Sólo tú estás inmóvil / bajo la gran Piedra Negra. / Y yo que creía que todas las cosas / vivían sólo por ti…"

El desconocido autor de esta poesía a la muerte de una persona amada, probablemente un hijo muy joven, es uno de los tres mil piaroa, una población india que vive, aislada y separada de los demás grupos, en la América meridional, en la selva tropical que se extiende entre la Guayaría y el Alto Orinoco. O por lo menos vivía en 1956, cuando Giorgio Costanzo conoció a los piaroa en el curso de una expedición al Amazonas en la que quedó fascinado por su reservada amabilidad, su destacada individualidad y sobre todo por su poesía, de la que tradujo y publicó, un año después, una pequeña antología. No sé si los piaroa existen todavía; Costanzo, por aquel entonces, constató su rápido proceso de extinción y previo que desaparecerían al cabo de treinta años; es posible que hayan sobrevivido, porque la vida, para bien y para mal, es imprevisible y en ocasiones escapa de los cálculos y las proyecciones matemáticas – es posible que tampoco Trieste desaparezca del todo dentro de pocos decenios, a pesar de lo que dicen los demógrafos, que sin embargo fijan inexorablemente cada cierto tiempo el año concreto de su fin, calculado en base al ritmo con el que desciende su población. En cualquier caso una de las poesías, traducidas con intensidad y esquiva gracia por Costanzo, habla de un día en el que "la gran Piedra Negra / lo será todo: / aplastará la cabaña /y a toda la gente piaroa".

La poesía citada al principio es una extraordinaria poesía sobre la muerte, sobre su irrepresentabilidad, sobre su radical mutilación, que llega al corazón y deja sin aliento. El poeta – acaso varios poetas, que confluyeron en un único canto – no dice nada acerca de su dolor, de sus afectos, de la persona que ha perdido. Expresa solamente el asombro frente a esas cosas que continúan existiendo, encantadoras e indiferentes: la luna, el fluir del agua, el susurro de las hojas mecidas por el viento, la oscilación de la canoa en el río. Nada revela tanto la pérdida de un individuo como la continuación de la vida en el mundo, que se aleja cada vez más de los ojos que ya no la pueden mirar.

Es el escándalo intolerable, la herida de la muerte que, como la de Filoctetes, el héroe griego abandonado en la isla de Lemnos, no puede cerrarse y sigue escociendo y apestando el aire. "Lo finito no soporta la finitud. Por lo menos lo humano finito", escribe Rossana Rossanda en su Vida breve, libro de rara intensidad escrito junto a Filippo Gentiloni. "Los ojos de un animal moribundo", prosigue, "tienen un estupor insostenible." Desde luego, las cosas existen, y no sólo en la mente y en los sentidos que las perciben; "i robb in", los objetos son, dice un proverbio milanés. La realidad hayla, está ahí, irrefutable. Pero las cosas adquieren sentido en la manera en que se viven y son inseparables de las personas amadas con las cuales y por las cuales se viven, y cuyo rostro – se dice en la Conchiglia [Concha] de Marisa Madieri – "se diluye en las cosas, confiándose a ellas", queda custodiado por ellas al mismo tiempo que custodia, que encierra en sí su significado. Cada una de las personas que amamos está entretejida en nuestra vida, es una parte de nosotros que contiene una parte del mundo; es un horizonte, en el que se colocan las cosas, que pueden quedar borradas si ese horizonte se desvanece, como quedan borradas las imágenes en una pantalla que se apaga.

Los hombres y las cosas de sus vidas – sobre todo los lugares – se compenetran y se confieren recíprocamente valor; algunos lugares se bastan por sí solos para hacernos compañía, porque contienen, como los círculos en el tronco de los árboles, la existencia que se ha vivido en ellos y a las personas con las que se ha compartido esa existencia, contribuyendo a darle forma y sentido. Para los viejos, los lugares impregnados de su vida terminan por serles más necesarios que las personas gracias a las que esos lugares asumieron en el tiempo aquel significado.

El anónimo poeta piaroa podría decir por consiguiente también lo contrario, extraer confortación de la presencia de aquel río, de aquel viento, de aquella luna y aquella canoa, sentir y encontrar en ellos a esa persona amada, presente y viva como ellos, y sentir la continuidad más allá de la laceración. Los dos sentimientos no se excluyen, sino que se integran respectivamente, merced a ese privilegio de la poesía de estar más allá del principio de contradicción, privilegio que puede permitirle expresar en el mismo verso la felicidad y la desesperación, decir que la vida tiene sentido y al mismo tiempo que es absurda. Las filosofías, las religiones o las psicologías de alguna manera tienen que entender, interpretar, exorcizar o clasificar a la muerte, mitigar su anómala incomprensibilidad e irrepresentabilidad, encajarla en los moldes del concepto y de la mente, lo mismo que la desmesura del cielo queda encuadrada en el marco de una ventana. A diferencia de ellas, la poesía, que no por eso es superior o más profunda, se despreocupa de las consecuencias de sus propias epifanías, aun en el caso de que éstas puedan llegar a ser devastadoras para el orden de la vida.

Cabe que la muerte sea incluso benéfica y ahorre infinitas desolaciones a una vida inmortal; no en vano el Judío errante, en la leyenda, está condenado, como máxima pena, a la imposibilidad de morir. La existencia del individuo está constituida también por el resto de las existencias que le acompañan, y se ensancha hasta abarcar a quienes le han precedido y a quienes vendrán detrás de él; cada uno se apoya y al mismo tiempo recibe el peso de la solidaridad y la responsabilidad de la especie. Tal vez también nosotros, observa Giuliano Toraldo de Francia, seamos como las partículas elementales, que van continuamente más allá de ellas mismas, generando otras del seno de sí mismas y de las virtualidades que llevan consigo.

Pero todo ello no aminora el escándalo del sufrimiento y la muerte. El poeta piaroa, que tras la desaparición de una persona amada ha oído el susurro de las hojas y ha visto fluir el agua como si nada hubiera sucedido, ha captado para siempre un estupor indecible, el dolor de que el universo continúe como antes, alejándose del que muere, la cruel infidelidad e indiferencia de todo sobrevivir.


1996


ERASMO Y LUTERO: LA DISPUTA SOBRE EL LIBRE ALBEDRIO


Dios, dicen las Escrituras, creó al hombre a su imagen y semejanza; Erasmo de Rotterdam, cristiano fiel y humanista irreductible hasta el extremo de haberse convertido en el símbolo mismo del Humanismo, cita con fervorosa adhesión esas palabras que celebran lo que para él era el sumo valor, la dignidad del hombre, puesta al arrimo incluso de la perfección divina. Como filólogo acostumbrado a descifrar con exactitud no sólo los textos antiguos, sino también los rostros de las personas, a Erasmo no se le escapaba lo difícil que era a veces reconocer los rasgos de Jesucristo en la bestial catadura de los hombres fielmente retratados por Bruegel o El Bosco; no se le escapaba cómo tanto la crueldad como el dolor, tanto el mal infligido como el sufrido por el hombre volvían precarias esas palabras bíblicas, en las que él creía. Ante los individuos bendecidos por la suerte con todas las virtudes del espíritu, de la mente y el corazón, con inclinación hacia el bien, y ante los individuos desfigurados desde el principio por la enfermedad, por la brutalidad de los sentimientos, por la monstruosidad y las inclinaciones infames, Erasmo se preguntaba cómo era posible, en esos casos, hablar de la justicia y la misericordia de Dios.

Erasmo plantea esta cuestión en su diatriba De libero arbitrio, en 1524; un año después Lutero le da una respuesta escueta e inexorable en su De servo arbitrio. La confrontación entre los dos textos y sus autores, cultural y antropológicamente tan distintos, constituye un momento central de un debate que hizo época y que contempla el nacimiento y desarrollo de la Reforma protestante y – gracias a ésta, a la respuesta católica y a una nueva relación con el legado de la civilización clásica – del mismo mundo moderno.

De formas distintas y antitéticas, Erasmo y Lutero bautizan al mundo moderno y acaban siendo arrollados por su impetuoso y demoníaco desarrollo, que tiende a desembarazarse de los valores que dieron lugar a su nacimiento. Si el espíritu erasmista de búsqueda, laico y tolerante, es uno de los ideales de los que se adorna la modernidad, ésta destruye la sabiduría humanística y el equilibrio que Erasmo extrae de la civilización clásica y de su connubio con el cristianismo; en la nueva Europa no habrá sitio para el ideal clásico de sabiduría. Un proceso de secularización cada vez más difuso, típico producto de ese mundo moderno impensable sin el protestantismo, pondrá cada vez más en entredicho la religiosidad luterana y su absolutismo, mientras que la conciliación erasmista entre fe, razón y saber acabará por disolver, como observa Quinzio, las verdades religiosas en un posibilismo aparentemente liberal en el que la tolerancia es a menudo el rostro asumido por la indiferencia. Si los siglos que vinieron después parecen haber desmentido ambas arengas, de defensa y acusación del libre albedrío, ello no es óbice para que su significado no sólo permanezca, sino que se renueve continuamente y se vuelva a proponer, en formas culturales distintas, a cada generación, toda vez que – como la tragedia griega o la predicación budista de Benarés sobre el dolor – la disputa entre Erasmo y Lutero constituye uno de esos episodios que nacen de un momento histórico concreto y están culturalmente impregnados de él, pero trascienden la historia y la cultura de las que han surgido para afrontar las cosas últimas y plantear las preguntas esenciales sobre la vida y su significado o su absurdo.

El vínculo profundo con su época – y con los aspectos de ésta que pueden resultar lejanos a las generaciones sucesivas – es el signo de su universalidad, auténtica sólo cuando el individuo se sumerge en su propio tiempo asumiendo sus cargas y sus límites, mientras que quien pretende hablar desde un pulpito sustraído a la. contingencia y la relatividad de la vida, sin mancha de su sudor ni de su sangre, no pasa de ser un vacuo retórico. Jesucristo, que tanto para Erasmo como para Lutero es Dios hecho carne, no anuncia su Evangelio desde un cielo eterno e inmutable, sino desde la promiscuidad de la historia, con sus violencias, sus peleas y sus miserias.

Incluso la derrota, por lo menos parcial, de Erasmo y de Lutero es un signo de la perenne vitalidad de su contienda, ya que un pensamiento grande sigue animando las conciencias y la realidad sólo mientras no ha sido aceptado y por consiguiente, de alguna forma, fatalmente integrado y neutralizado por el mundo y sigue por tanto contraponiendo a la realidad, a las cosas tal como son, las cosas tal como debieran ser. La Cruz – venerada por ambos, aunque Lutero le reprochara a Erasmo que prefiriera la tranquilidad de los estudios – es el símbolo por excelencia de una verdad confirmada por un clamoroso fracaso, por una muerte humillante que Jesucristo padeció en soledad, casi abandonado hasta por sus mismos discípulos.

La cuestión debatida por Erasmo y Lutero hace referencia a la esencia del hombre, de su libertad y su destino; a su posibilidad o imposibilidad de salvarse sin la ayuda de la gracia divina. Ambos rechazan la tesis de Pelagio, tildada de herética, según la cual el hombre, redimido por el sacrificio de Cristo y por el bautismo, posee la salvación en sus propias manos y no tiene ninguna necesidad ulterior de la ayuda divina. Erasmo, como filólogo que exige una escrupulosa verdad del texto para el conocimiento de la verdad religiosa y que postula la unidad de ciencia y fe, se encuentra ante fragmentos de las Escrituras que parecen afirmar el libre albedrío y ante otros que parecen negarlo, y los afronta, interpreta, coteja y discute para desentrañar sus dudas y contradicciones. Aspira a conciliar a toda costa la gracia, cuya contribución le parece indispensable para la salvación, y la libertad de la razón y de la voluntad del hombre, sin las que éste, mero instrumento de una inexorable necesidad, sería moralmente irresponsable, indigno tanto de ser salvado como de ser castigado. Para Erasmo – que no por nada permanece fiel al catolicismo, a pesar de las denuncias de intolerancia autoritaria e inmoralidad formuladas contra la Iglesia y de la condena de sus libros en el Índice por parte de ésta -, la fe le es necesaria al hombre, pero le son asimismo necesarias las obras, realizadas en libertad y responsabilidad; es necesaria la moralidad de las acciones buenas y justas.

Al objeto de encontrar una solución intermedia que no sea un mero compromiso, Erasmo se las ingenia como puede con múltiples distinciones y matices, afronta y sortea laberintos lógicos y teológicos que a su adversario, el "salvaje jabalí" de Lutero, le resultan sutilezas gramaticales. Si Erasmo matiza y distingue, Lutero – que se proclama bárbaro y balbuciente respecto a la maestría retórica del humanista – niega y afirma con nitidez, violencia y pertinacia. Inspirándose en San Pablo y en San Agustín y atacando a San Jerónimo – el santo traductor de la Biblia y símbolo para Erasmo de la conciliación entre cristianismo y clasicidad, amor religioso y amor filológico por la palabra – Lutero reitera, con una potencia en ocasiones prolija pero arrolladora, una única, monótona y terrible verdad: el hombre, por sí solo, no es nada más que carne destinada al mal y a la corrupción, esclavo del pecado y de la necesidad, irrefrenablemente inclinado a la maldad. El hombre por sí solo nada puede, está bajo el dominio de una Ley que le da a conocer y hace que se redoble el pecado y le impone unos mandamientos a los que debe pero no es capaz de atenerse, haciéndole por consiguiente todavía más culpable.

El hombre sólo puede salvarse gracias a la fe, reconociendo su absoluta miseria e invocando la misericordia divina; ninguna de las buenas obras que pueda realizar es susceptible de hacer de él un hombre justo y mucho menos de salvarle, porque todo lo que procede solamente de él no es más que el mal, aunque pueda parecer meritorio a la vista de los hombres. Al confesar su debilidad personal con acentos de conmovedor dramatismo, Lutero admite su propia turbación ante el escándalo del dolor que aplasta sin motivo a tantos inocentes, pero considera su turbación una debilidad carnal que es menester vencer y condena la pretensión humana de juzgar la acción divina cuando resulta injusta y cruel, según la medida de la moral y la justicia de los hombres. Dios está oculto, es irreductiblemente otro respecto a cualquier concepción humana. Si, como dicen las Escrituras, amó a Jacob y odió a Esaú ya desde que estaban en el mismo seno de su madre, no se le pueden pedir cuentas de lo que a los hombres les parece una intolerable injusticia.

Las paradojas de la religión ponen en dificultades a ambos contendientes: Erasmo, al que le corresponde la tarea intelectualmente más ardua de conciliar la libertad humana con la necesidad de la gracia, no logra explicar cómo sin esta última pueda nacer en el hombre un primer paso hacia el bien y la misma invocación de la gracia; Lutero no consigue explicar qué sentido tiene su exhortación a arrepentirse dirigida a unos hombres que, si no han recibido la gracia, no pueden acogerla y, si la han recibido, no tienen necesidad de sus palabras.

Lutero, que admira sinceramente a Erasmo y declara su propia deuda cultural respecto al mismo, se proclama un ignorante a su lado, pero en la disputa el verdadero escritor es él: tiene la potencia expresiva, la fuerza sanguínea y plebeya e incluso esa desmesura y esa exasperación facciosa que son lógicamente insostenibles y a menudo humanamente antipáticas, pero de las cuales la gran literatura tiene necesidad para iluminar el abismo y el delirio de la existencia. Erasmo es docto, refinado, pero su afable elegancia corre el riesgo de hacer de él a menudo un retórico más que un escritor.

Erasmo ama la paz y ante los laberintos inexplicables de la fe – y antes aún, de la vida misma – prefiere venerar lo impenetrable manteniéndose a distancia. Lutero sabe que Jesucristo no vino a traer la paz sino la espada y, a pesar de su consternación ante los violentos desórdenes del mundo, sabe que son un signo de la verdad de la palabra divina, que vino a traer el escándalo y a sacudir el orden del mundo. Sus afirmaciones resultan inaceptables para quien considera que no es posible vivir sin creer en la libertad del hombre, pero incluso quien crea en la libertad moral del hombre no puede dejar de sentir la impotencia, la debilidad, la incapacidad de aguantar el choque de una vida injusta y cruel, el absurdo de tener que obedecer a un mandamiento inaudito como el que nos insta a morir. Y es Lutero el que se enfrenta con la potencia devastadora de lo que nos trasciende. Kafka pone de manifiesto cómo nos sentimos culpables hasta sin haber cometido nada, cómo se percibe igual que si fuera una culpa la propia impotencia frente a la vida.

La insuficiencia o el fracaso se convierten, con independencia de cualquier voluntad e intención, en una acción o por lo menos en una condición culpable, como en ocasiones – a menudo – ocurre en la Biblia y en la tragedia griega. El sino – como ha puesto de relieve con extraordinaria potencia Aldo Magris en su obra fundamental sobre el destino en el mundo antiguo – amenaza con absorber también al juicio, porque el hombre parece nacer predestinado a la culpa que lo mancilla, y ello resulta intolerable a cualquier exigencia de libertad. Es verdad que, en los momentos más intensos – para bien y para mal – de la existencia, nos parece advertir dicho destino, la totalidad que nos abarca, engloba y determina, lo que no se puede querer ni elegir y se identifica con las experiencias decisivas de la vida, como cuando nos enamoramos y el amor nos llega no por nuestra voluntad, sino en obediencia a una ley profunda, que en ese momento nos trasciende y nos dice nuestra verdad. Esta gracia – incluso cuando es gracia y no maldición – es terrible y parece poner en peligro o negar la libertad y la responsabilidad humana. Heráclito identificaba el destino con el carácter, pero eso no hace menos inquietante la sombra que se proyecta sobre la libertad humana.

Tal vez haya aquí un límite objetivo a la comprensión humana, la incapacidad de comprender cómo la necesidad – esa necesidad que se advierte en algunos momentos fundamentales de la existencia – se concilia con la libertad, sin la que es inconcebible e inaceptable cualquier concepto del bien. Esa conciliación y la capacidad de advertirla significarían quizás la salvación y la felicidad; a veces nos da la impresión de captarlas, pero se escapan al intentar aferrarlas definitivamente en un concepto. A mí, por ejemplo, me pareció captarlas viendo durante un largo espacio de tiempo, junto a mí, a una persona que aceptaba la suerte que veía avanzar hacia ella, que aceptaba sin rebelarse la necesidad de la muerte, y al mismo tiempo la combatía hasta el límite de sus fuerzas, poniéndole difícil su avance para arrancarle cuanta más vida y gozo posibles. Los siete monjes trapenses que fueron asesinados por los fundamentalistas, en la Argelia de 1996, aceptaron su suerte con una valentía absoluta, sin intentar esquivarla, pero diciéndoles al mismo tiempo a sus asesinos que no fueran a creer bajo ningún concepto que era voluntad de Dios el que la muerte tuviera que llegarles por sus manos; aceptaban la necesidad y al mismo tiempo se resistían a ella. Tendríamos que ser capaces, como estos hermanos, de aceptar la insondable parábola de los obreros de la viña y a la vez trabajar desde la primera hora.

El enfrentamiento entre Lutero y Erasmo es también un enfrentamiento acerca de la historia, acerca de su itinerario libre y obligado. Como ha escrito Noventa en páginas memorables, existe una desconcertante contradicción en el hecho de que el luteranismo funde la modernidad y contribuya asimismo al rigor moral, mientras que es la línea católica (que encuentra expresión también en Erasmo) la que funda – haciendo hincapié en el libre albedrío, en la importancia de la ética de la acción y la libre responsabilidad del hombre – los principios básicos de la conciencia moderna, de la ética y la libertad, a menudo por lo demás negándolos en el terreno práctico. Paradójicamente, principios inmorales producen rigor moral y viceversa.

Si miramos desde lejos el curso de la historia, estamos tentados a verlo como algo fatal, como algo que se nos antoja patético querer detener o modificar con intervenciones morales, de la misma forma que nos parecería patético oponernos con ideales o con medidas arcádicas, de idilio pastoril, al desarrollo tecnológico que ha ido asumiendo cada vez más, para Occidente, la apariencia del destino. Pero si atendemos a nuestra existencia individual, advertimos, con la misma ineludible concreción, el quantum de libertad del que ésta dispone; cada uno, si mira dentro de sí mismo, sabe bien cuáles son y cuáles han sido los límites de sus elecciones y sus acciones, pero también qué posibilidades estaban en sus manos y dejó perder por su sentido de la responsabilidad. Precisamente debido a que la razón, como sostenían los ilustrados, es una débil llamita en la noche, su valor es mucho mayor; es menester protegerla y no apagarla desde luego por coquetería con las tinieblas o el misterio. Si miramos hacia el futuro, justamente porque nos damos cuenta de lo fuertes que son las presiones que tienden a encauzarlo por una vía obligatoria, no nos queda más que seguir siendo ilustrados, ajenos a toda retórica del progreso, pero irónicos, humildes, empedernidos partidarios de la fe en la razón, en la libertad y la posibilidad de incidir, por supuesto que con modestia, en el curso del mundo y trabajar por un progreso real de la humanidad.

Erasmo no es el conciliador y superado humanista que nos sugiere la oleografía. Hay un momento en el que se eleva quizás por encima de Lutero, cuando habla de la arcana sensación instintiva que le induce a no creer en la lucha, en la polémica, en el enfrentamiento en el que pone todo su empeño. Con todo lo humanista y hombre de diálogo que es, Erasmo siente que éste – si no se basa en una previa afinidad electiva o en una sustancial cercanía de puntos de vista, que entonces lo hacen superfluo – es vano. El filólogo y polemista que cree en la razón y en la palabra advierte que lo esencial se decide antes de la palabra, en las móviles e inaferrables profundidades de la vida que acercan y alejan inexorablemente a los hombres; se da cuenta de que en el diálogo se convence sólo a quien está ya convencido y de que el destino de la palabra y la razón es equívoco. Esta conciencia – para quien, como Erasmo, cree humanística y racionalmente en la palabra – no es menos trágica que la visión luterana del pecado. La grandeza de Erasmo estriba en su simbiosis de fe e ironía, que se ayudan una a la otra respectivamente y ayudan a vivir. La reticencia, la elusión, la irónica sonrisa de Erasmo son la expresión de una amabilidad que conserva incluso cuando se asoma a la nada – y son la expresión de la extraordinaria fuerza de quien, aun sabedor de la vanidad de su raciocinio, no deja de perseverar con tenacidad en la razón, porque se niega a creer que esa nada sea la verdad definitiva.


1995

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