DISIMULO Y VERDAD

En el año 1641 un reservado y elusivo secretario de un príncipe publicó en Nápoles un pequeño tratado que, casi tres siglos más tarde, sería desempolvado y arrebatado a las zarpas del olvido por Benedetto Croce. Aquel breve texto, que oculta su densidad tras un tono leve y afable – con la discreción de la verdadera inteligencia, que se siente siempre en desajuste con la ambigüedad de lo real y la complejidad de toda existencia – se titulaba Della dissimulazione onesta [Del honesto disimulo]; su autor, Torquato Accetto, se había puesto a escribir movido por la nostalgia de una vida sencilla e inocente y la melancólica conciencia de la inevitable malicia de la existencia, que torna tan precaria cualquier sencillez y tan indefensa cualquier inocencia. En la torneada e inquieta arquitectura de su prosa, transparente e insondable como el agua limpia pero profunda, parece haberse insinuado la espléndida y desmigajada realeza de aquella ciudad de Nápoles que amaba Torquato Accetto, la majestuosidad de una historia secular estratificada y agrietada en las decoraciones de los palacios, la línea curva de sus ensenadas marinas y de sus cúpulas, la sucesión de los imperios y su mezcla de vida y de muerte, un gran teatro del mundo en el que cada peripecia humana, y la propia ineluctabilidad del destino, parecen un breve papel representado conforme a un designio divino.

Nacido en las postrimerías del siglo XVI y autor también de unas rimas, Accetto fue secretario de los duques de Carafa: un cargo que la literatura de su tiempo considera a menudo como "feliz", el privilegio de quien conoce los secretos de su señor y subordina a la salvaguardia de éste su vocación literaria. En el desempeño de esas funciones el escritor experimenta la humillación del intelectual sometido, pero se inicia asimismo en la impersonalidad y los poderes de la escritura, en esas revelaciones que conceden solamente las palabras, su secuencia, sus asonancias, sus concatenaciones. El secretario es el escritor que pone su arte creativo y combinatorio al servicio de los sueños, de los caprichos, de la grandeza o banalidad de otros.

Pero al transcribir lo que otros le dictan, el secretario aprende el secreto de cada una de sus escrituras. Escribir es siempre transcribir; del mismo modo que el amanuense medieval copiaba un texto antiguo, todo escritor transcribe un texto escondido e inaferrable, el libro indecible de la vida, las palabras grabadas en las cosas, en la nervadura de una hoja o la polvareda de los acontecimientos, las verdades captadas al vuelo y por casualidad en la frase de alguien o en la expresión de un rostro, un gesto o una sombra en una cara que desvelan una dimensión desconocida de la existencia, una historia ejemplar acaecida a un amigo. Tal vez lo que distinga al verdadero escritor, por pequeño que éste sea, es la conciencia de no ser autor o creador, sino un casual contenedor o un atento verbalizador de las epifanías que recibe en don. Con todas sus cancillerías y sus secretarios, el Barroco, esa civilización que sabía que el único creador posible era el eventual Dios del universo, captó esa esencia de la poesía, con un sentimiento que es nuestro y que impregna la resignada grandeza de Borges.

Del honesto disimulo, observaron en su día Giorgio Manganelli y Salvatore Nigro, es el resultado de un sinfín de tachaduras, omisiones y podas de un texto originario, que por lo demás el propio autor, en su dedicatoria, declara haber reducido a una tercera parte, exponiéndose a suprimirlo por completo, a fuerza de enmiendas. Torquato Accetto invita a los lectores a reconocer las cicatrices de esos cortes postulando una literatura como cancelación, supresión, no-dicho, silencio.

Pero el escritor barroco exorciza el silencio, porque su literatura no es el soliloquio del arrogante o infeliz vacío interior, tan amado luego por los románticos, sino que es en cambio "conversación civil", diálogo de la interioridad con el mundo, en el que el individuo descubre su propia verdad y la de los demás, aprendiendo a respetar una y otra. El honesto disimulo cubre momentáneamente la verdad para protegerla de los malentendidos y las deformaciones, para impedir que se manifieste de forma inoportuna, dando a entender entonces falsamente lo que no es, que se convierta en impertinencia indiscreta o fanatismo intolerante, faltando a la caridad hacia los demás o poniéndose ingenuamente a su merced.

La simulación es falsa, finge y opina lo que no es; esa cultura de hoy que celebra la simulación, las máscaras que no cubren nada y los sistemas de comunicación que no tienen nada que decir, es un arcadismo pastoril, que se hace la ilusión de que entre tanto torbellino y congreso literario la vida fluye ufana e inocente como en el Edén, inmune a la violencia y al mal. Accetto ama la inocencia y la edad de oro, el instante y la eternidad en que la verdad pueda resplandecer sin velos, pero sabe que nadie vive en el paraíso terrenal y que la existencia es también milicia contra la malicia que anida en ella, como enseñaba Gracián, el jesuita barroco. Quien ignora la complejidad y los conflictos de la vida, y se imagina una realidad enteramente idílica y de estilo desenfadado, se expone a sí mismo y a los demás al atropello y al engaño, y termina por ser víctima o incauto cómplice de quienes abusan inmoralmente de su poder, porque no se da cuenta de que abusan.

En las páginas de Accetto no encontramos ninguna reconvención, sino la desenvuelta levedad del espíritu clásico, al que la conciencia de la ambivalencia de las cosas no quita la benevolencia y el placer, y sí hallamos en cambio la libertad del cristiano, que ama el mundo sin apartar o velar sus rasgos inquietantes. Su libro es en el fondo un comentario de la palabra evangélica, que exhorta a ser prudentes como serpientes y sencillos como palomas. La cultura clásica, con su pasión por la totalidad y la distancia, es sobre todo la capacidad de comprender esa palabra de Cristo: la aguda conciencia de la ambigüedad de la vida, del mal que estamos siempre expuestos a infligir y a sufrir, hace auténtica y profunda la sencillez, da generosidad y fuerza al amor, dispone a acoger la gracia de la existencia y a abandonarse a su juego. La ironía vigilante protege el encanto, permite ser infantiles sin estar infantilizados y rehuir las insidias sin ceder al fatigado cinismo del decepcionado de profesión.

La ambigüedad no se puede ni acariciar ni rechazar; está en las contradicciones de las cosas y de nuestro ánimo y el único modo de adecuarnos a ella es intentar desentrañarla aun a sabiendas de que no lo conseguiremos, sin complacernos melindrosamente en ello y sin obtusos desdenes. Quien está en la precaria frontera del orden conoce abismos que le son desconocidos a la banalidad estereotipada y mecánica de la locura, a la monotonía repetitiva y egocéntrica del excéntrico, del estrafalario, del previsible y aburrido gracioso incapaz de escuchar a los demás. El honesto disimulo se mueve en esas lindes y quien indaga en ellas está pendiente de hacer el uso estrictamente necesario de él para no herir y no ser heridos; lo usa como tutela y no en detrimento de la pureza del corazón. Es mucho más sutil que los unilaterales teóricos del poder que, en las grandes cortes del siglo XVII, aprenden y predican el cinismo absoluto, la ficción total. Su arte es más sutil, porque, viendo a los hombres como corderos en medio de los lobos, no olvida la prudencia de la serpiente, pero tampoco la sencillez de la paloma.

Los filósofos, desde lo absoluto de sus sistemas, han denigrado a menudo a los moralistas, perplejos escrutadores de las costumbres y los secretos pliegues de la acción. Schleiermacher, teólogo y filósofo romántico, despreciaba a Knigge, barón jacobino autor de un minucioso tratado acerca de las distintas formas de comportamiento. Pero Schleiermacher anunciaba también con intrepidez el advenimiento de una vida pura y beatíficamente desligada de toda ley y esa inocencia, añadía, somos nosotros, nuestra joven generación, los que la inauguramos.

El moralista barroco exhorta a no caer en esa ridícula presunción, a no creer que se esté continuamente llamados a anunciar un nuevo verbo y a dudar de estar en lo cierto, a advertir irónicamente la vanidad de cada uno. En la soledad de su cancillería provinciana de Andria, que le hacía padecer lo suyo, Accetto no pierde nunca de vista el sentido de sus límites; no cede a los halagos del aislamiento, que con frecuencia le hacen concebir al solitario, desconocido para el mundo, la ilusión de considerarse depositario de una verdad confirmada por el martirio de la injusticia que padece. Uno puede también ser objeto de un agravio y estar sin embargo agraviando, sin que ninguna de las dos cosas justifique a la otra.

Como indagador de las costumbres, Accetto posee ese "no sé qué de más" respecto al análisis social reivindicado por otro moralista barroco, Virgilio Malvezzi: la mirada que, al escrutar el tiempo y la historia, capta una verdad que los trasciende. La poesía barroca – escribe Giovanni Getto, su gran intérprete – es poesía de las cosas que están sujetas a no durar. De esa forma Accetto amaba en la belleza de una rosa y de una cara de rosa el disimulo del desmoronamiento y la caducidad de esa gracia y sugería disimular asimismo un poco también con uno mismo, cuando el ansia apremia, dar un paseo fuera de sí y concederles un poco de sueño a los pensamientos cansados de uno, cerrando durante un rato los ojos al conocimiento de la propia suerte. La estrategia consciente no impide, sino que favorece el alivio y el abandono.


1983

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