LINNEO Y LA DIVINA NÉMESIS

En el año 1735 Linneo, en una visita a un jardín de Hamburgo, anota en su cuaderno el epígrafe escrito a la entrada: "No hagas ningún mal y no serás víctima tú de ninguno, como el eco que te devuelve tu propio grito en el bosque." Es el año en el que publica su primera edición del Systema Naturae, la gran clasificación que lo ennoblecerá y hará de él un símbolo de las ciencias naturales, un escritor del que Rousseau decía, refiriéndose en especial a su Philosophia Botánica, que había sacado más provecho que de cualquier otro libro de moral. Los grandes moralistas, capaces de escrutar a fondo la vida y su anarquía, están acosados por el demonio del orden, de la pasión por catalogar y definir; esta pasión de totalidad está abocada a la derrota, porque ningún sistema puede ponerle por completo las bridas a la imprevisible irregularidad de la existencia, pero solamente el lúcido y geométrico amor por el sistema permite comprender de veras la originalidad de la vida, el resto que siempre queda respecto a la ley.

Es la enciclopedia, con su riguroso orden alfabético y su catastro, lo que evoca la imagen caótica y proliferante de la realidad; quien coquetea con el desorden y se da ínfulas confusas, desparramando los papeles sobre la mesa para dar una impresión de genial desarreglo, es un retórico inocuo y bienintencionado, lo mismo que quien exhibe su distracción o su juventud disoluta, y difícilmente podrá comprender lo verdaderamente demoníaco de la existencia.

No le faltaba razón a Rousseau al ver en el gran botánico sueco a un maestro de moral, o sea de procedimientos conceptuales que educan el pensamiento para penetrar en la ambigua y poco fiable multiplicidad del mundo, por mucho que otro botánico, Siegesbeck, acusara a Linneo de inmoralidad por haber elegido los caracteres sexuales de las plantas como elemento base para fundamentar su clasificación, invitando así a los jóvenes estudiosos de estambres y pistilos a fantasías licenciosas. Pero Linneo no amaba solamente el orden en el mundo vegetal; aquella inscripción de Hamburgo le impresionó porque establecía en el ámbito de la moral – en el reino del bien y del mal, de la libertad humana para elegir uno u otro comportamiento – una ley inexorable y rigurosa como la que rige en el mundo físico.

Según Linneo, que fue un profundo creyente, el hombre es libre de cometer o no el mal, pero, una vez cometido, se pone en marcha – según su "físico-teología" o "teología experimental" – un inevitable mecanismo de causa y efecto, semejante al que hace que la sequedad genere aridez en el terreno o que beber un veneno traiga aparejada la muerte. Linneo denominaba también a esta ley "Némesis divina", aludiendo con este término a un proceso regulativo que, en la naturaleza, interviene para contrarrestar todo exceso y restablecer el equilibrio.

Némesis divina es también el título de una obra singular de Linneo, que durante mucho tiempo permaneció inédita. La escribió en parte en sueco y en parte en latín, para admonitoria edificación de su hijo, que él, monarca de los naturalistas, habría llamado a sucederle en 1763 en su cátedra de botánica de la Universidad de Upsala, aunque el hijo no anduviese ni mucho menos sobrado de talento en esa disciplina. La Némesis divina – que le gustó a Strindberg, aunque sólo podía tener un conocimiento parcial de ella – es un libro sombrío y poderoso, en el que el genio del sistema construye una torva y perfecta economía de la existencia. Recogiendo y volviendo a contar historias sacadas de la Biblia y los clásicos, de la vida de la corte de Suecia, el ambiente académico sueco o las crónicas locales de sucesos, Linneo quiso demostrarle a su hijo, igual que se demuestra un teorema, que al mal cometido le sigue indefectiblemente un castigo.

Esos papeles, destinados a un uso estrictamente personal, debían permanecer inéditos, porque Linneo da nombres y apellidos de las personas de su mundo, y a menudo de personas de alta posición, y menciona sus ruindades y transgresiones. La realidad no es avara con nadie ni en lo tocante a ejemplos de infamia ni en relación con acontecimientos luctuosos y no lo fue tampoco con Linneo. La Biblia le suministraba ejemplos de violencias y venganzas, de infamias y también de la cólera vengadora del Señor, historias no menos truculentas y feroces se las ofrecían el repertorio clásico, el campo sueco, con la dureza y la elementalidad propias del mundo campesino, y sobre todo la crónica política sueca en un período tan turbulento como aquél, en el que proliferaron las luchas entre el poder real y la nobleza y entre el partido filoaristócrata de los "sombreros" y el burgués de las "gorras"; un período de guerras – desde las de Carlos XII a las guerras contra Prusia -, de trastornos sociales y golpes de Estado, conjuras, ejecuciones capitales y bancarrotas.

En aquella multiplicidad de la vida insidiosa y corrupta, Linneo se movía como entre las variedades de las plantas, persuadido de que los destinos humanos se desarrollan según una gramática concreta y de que cada hecho, lejos de ser casual y excéntrico, tiene un valor tipológico general, como la hoja conservada en un herbario. Su genio visual, acostumbrado a captar los mínimos pormenores y a discernir entre los que son significativos y ejemplares y los que no lo son, atrapa los tétricos episodios de la tragedia que, como dice en el epígrafe de un párrafo suyo, la naturaleza representa incesantemente.

Un adúltero muere a años de distancia de su pecado ahogado en el cieno en el que ha resbalado, esposas infieles fallecen corroídas por cánceres de útero u otras horribles enfermedades; el conde Cronhielm mata a un campesino, que tropieza con él distraídamente en un lago helado, el mismo lago que se lo tragará algunos años más tarde al romperse el hielo bajo sus pies; el presidente de una comisión militar inicua es víctima de una parálisis facial y uno de sus miembros "más alegres y joviales" muere de melancolía; Melander, profesor de teología en Upsala, se queda paralizado mientras está abogando a favor de una injusta asignación académica; varios sanguinarios generales y almirantes bombardean ciudades y acaban siendo víctimas de muertes violentas, madres solteras ahogan a sus recién nacidos y terminan sus días en el patíbulo o atropelladas por una carroza, y suertes no mejores les están reservadas a sus seductores. Casi imitando a su rival Buffon, el sistemático Linneo se detiene en el comportamiento de esos animales de los que, como dice su sistema, forma parte el hombre. Como les ocurre con frecuencia a los científicos, también a Linneo le es fácil que le salgan las cuentas; basta saber esperar, como él, para constatar el infortunio que le estaba reservado al malhechor – cuando menos la inevitable muerte, que es por cierto un castigo no desdeñable. Por lo demás, la proporción entre delitos y castigos es rigurosa: una dama que propinó una bofetada inmerecida a una criada se rompió un tobillo bajando una escalinata.

En esos fulminantes apólogos impregnados de horror a la vida, Linneo es un gran escritor que condensa en pocos rasgos, lacónicos y esenciales como las sagas, el desenlace de un destino, pecar, robar, matar, morir. Como en la sombría fatalidad que domina las sagas nórdicas, en lo épico de estas historias el individuo es también idéntico a su sino, el carácter y el destino no son separables. La realidad de Linneo es el tétrico y visionario mundo escandinavo, que fascinaba a Strindberg y fascinará luego a Ingmar Bergman; un paisaje de habitaciones oscuras, trajes antiguos y pesados, hombres silenciosos y muertes solitarias. Los nombres de sus personajes, que a menudo dan el título a sus historias respectivas, se suceden y silabean como el sonido de la Necesidad y la Melancolía: Norrelius, Bentzelia, Brahe, Horn, Buscagrius, Jaensson, Grubbe, Julinschöld, Kanutius, Krabbe, Kyronius. El horror a la existencia – ese horror que Linneo expresó describiendo la furia destructiva de los insectos – va acompañado de una sed de justicia que hace de él un vengador de los siervos y siervas víctimas de sus señores, pero el amor al sistema y la obsesión bíblica de la venganza a lo largo de las generaciones inducen al científico a demostrar su tesis constatando, satisfecho, que el culpable que murió indemne recibe al final su castigo en el atroz fin de sus hijos y nietos: Una cantinela a la que le tiene mucha afición es el dicho latino que reza que, ya que el cerdo ha pecado, los cochinillos tienen que llorar.

La religión es exactamente lo contrario de la superstición profesada por este gran científico y escritor; la religión es lo que trasciende a lo existente y rechaza la ley del matadero, es la protesta contra el gemido de esos cochinillos. Para Linneo las infelices víctimas de un infortunio son delincuentes justamente castigados; la fe promete en cambio redención a los últimos de la tierra, a los que mueren en el barro y el sufrimiento.

Linneo veía sólo lo que sucedía, los procesos de la naturaleza, y aunque experimentara por ellos un secreto horror – a pesar de las festivas excursiones botánicas que realizaba con sus estudiantes, celebrando a despecho de sus colegas un verdadero triunfo cuando encontraba una nueva planta -, tenía que afirmar que la ley de aquellos hechos era acertada. Si una causa produce inexorablemente un efecto, del efecto podemos remontarnos a su causa; una desgracia o una enfermedad se convierten en el signo de alguna mancha moral que las ha producido. Quién sabe a qué pecado, no necesariamente sólo de gula, era debida la gota de la que se quejaba Linneo.


1986


GOETHE, LA PROSA DEL MUNDO Y LA "WELTLITERATUR"


El día de su último cumpleaños, el 28 de agosto de 1831, Goethe, a sus ochenta y dos años, se concede el gusto de hacer una excursión a Ilmenau, en los bosques de Turingia, y sube hasta la cabaña de madera en cuyas paredes, cincuenta años antes, había escrito algunos de los mejores versos de la poesía universal, aquel hermosísimo poema, Über allen Gipfeln ist Ruh' [Sobre todas las cumbres hay calma], que evoca el crepúsculo y el silencio de la tarde, el enmudecimiento del viento entre los árboles y la cercana paz de la noche, que alude también a la de la muerte.

Goethe se repite a sí mismo los últimos versos, "warte nur, balde ruhest du auch" [no tienes más que esperar, pronto descansarás tú también], releyéndolos en aquella madera y en su caligrafía de entonces. Ese poema vive ya hoy en el mundo, autónomo con respecto a su creador lo mismo que un árbol lo es respecto a la mano que lo plantó y lo expuso a la intemperie; en 1870 un incendio destruirá esa cabaña de madera y esas palabras. Pero ya en aquel agosto de 1831 los versos estaban protegidos por un cristal, custodiados con reverencia de anticuario, porque Goethe y cada uno de los instantes significativos de su vida eran ya un monumento histórico, y aquella cabaña era un lugar de peregrinaje, una meta para visitantes y viajeros.

No obstante la leve turbación que le produjo aquel recuerdo – que es asimismo presagio – del crepúsculo de la tarde, Goethe no se detiene en rememoraciones personales, sino que se vuelve para contemplar el paisaje que se domina desde allí, comenta las distintas técnicas del trabajo en las minas que prolifera en torno y se complace con la actividad que transforma aquel paisaje. Su interés, hasta el último momento, está centrado en el mundo, que él consideró siempre más genial que su propio genio y la verdadera sustancia de su poesía. En el Meister el abad enseña la Weltfrömmigkeit, la pietas atenta a la objetividad de las leyes suprapersonales, que inscriben al individuo en el mecanismo abstracto de las relaciones sociales; Goethe habla también de una weltfreudige Mystik, de una mística mundana, merced a la que el sujeto se identifica con la realidad y al mismo tiempo la mira también de lejos – como Linceo, el guardián de la torre – con una hohe, wohlwollende Ironie, con una superior, benévola ironía, porque advierte toda su compleja estructura y su funcionamiento. Según uno de esos detalles a los que tan aficionadas son la puntillosa documentación y las imaginativas interpretaciones de los biógrafos, poco antes de morir, hacia el mediodía del 22 de marzo de 1832, Goethe, repuesto de los míseros dolores y terrores de la agonía, admira la imagen de una hermosa mujer morena y traza sobre las mantas, con los dedos, el signo de una gran W, en la que algunos han querido leer la inicial de Welt, mundo.

Es una palabra que cautiva los últimos años de Goethe; habla con fervor de la nueva Weltliteratur, de la literatura universal, que va rompiendo poco a poco las viejas fronteras nacionales y sociales; siente interés por el proyecto de los canales de Panamá y Suez, se mofa de los filósofos encerrados en sus habitaciones devanándose los sesos con las elucubraciones de su cerebro sin mirar fuera de la ventana, desprecia a los poetas románticos prisioneros de sus fantasmas y afirma, en una frase sibilina de su última novela, que una poesía es tanto más perfecta cuanto más se acerca a la pura y objetiva transparencia de la vida exterior. El demonio de la acción le lleva a Fausto al "gran mundo" de la historia y la política y el mismo Goethe, que veía en los procesos mundiales la premisa de la poesía, hace pública su inclinación a tratar con soberanos y tiranos.

Pero el mundo le produce también una profunda desazón, dominada con laboriosa y marmórea dignidad clásica. Goethe estaba persuadido de que le había tocado vivir un giro radical de la historia, que estaba transformando la naturaleza misma del hombre – asistía al final de la milenaria civilización centrada en el individuo y al advenimiento de una nueva civilización, impersonal y colectiva, en la que el arte – la poesía individual, clásica y perenne – quizás ya no tendría sentido. Sin dejarse enredar por la política, Goethe tiene una fortísima conciencia, en especial en sus últimos años, de la importancia que asumen, para la literatura, los contenidos reales, esto es, las fuerzas del "gran mundo" de la política, las personalidades o los movimientos sociales que determinan la historia mundial.

En sus ensayos sobre el Adelchi y sobre el Conde de Carmagno – la de Manzoni, por ejemplo, Goethe – además de analizar con atención y celebrar con fervor la belleza poética de los textos – aprecia "lo magnificable de la materia", que le ofreció al autor grandes posibilidades poéticas. No cabe duda de que le hubiese gustado la respuesta amable y modesta de Manzoni a Longfellow: cuando el poeta americano le comentaba su admiración por El cinco de mayo, Manzoni le replicó elusivo que, en esa poesía, "era el muerto el que sostenía al vivo", es decir, que la grandeza de la obra estribaba sobre todo en su tema, en Napoleón.

En su larga vida, Goethe fue coetáneo de los grandes acontecimientos políticos, sociales y culturales que presidieron el nacimiento del mundo contemporáneo: la Ilustración, la Revolución francesa, el imperio napoleónico y la restauración, el ascenso de la burguesía y la Revolución industrial, el desarrollo de la ciencia, la filosofía hegeliana, la poesía y el nihilismo de los románticos. De todos estos fenómenos, que trastornan el orden heredado y modifican radicalmente la existencia individual, poniendo en dificultades a la autonomía creativa real, Goethe – que se considera uno de los últimos grandes individuos – aspira a hacer la sustancia de una poesía capaz de salvar lo individual expresando su eclipse o su ocaso. El segundo Fausto, su obra cumbre, aspira a ser, en sus mismas estructuras estilísticas y en su ambigua disolución de las formas tradicionales, la "inconmensurable" representación poética de esa inconmensurable transformación que afecta a las raíces mismas del secular legado europeo, desautorizando al sujeto y poniendo en solfa la misma supervivencia de la poesía.

En sus últimos años Goethe habla a menudo de la Weltliteratur, de la literatura universal que se está desarrollando ante sus ojos, haciendo que las fronteras literarias nacionales se conviertan en algo anacrónico. El término Weltliteratur es ambiguo: a veces indica el creciente intercambio cultural entre los pueblos, otras designa obras poéticas cuyo espíritu afronta problemas y motivos de amplitud cosmopolita y, más a menudo, se refiere a una red de relaciones internacionales que no afecta tanto a la literatura cuanto a otros ámbitos de la actividad humana: el comercio, la industria y en general la economía, las nuevas líneas y los nuevos instrumentos de comunicación.

La Weltliteratur hace referencia, también y sobre todo, a esas transformaciones de las estructuras sociales a las que está ligado el carácter universal de la nueva literatura que se está formando. La actitud de Goethe es también desde este punto de vista ambivalente: se entusiasma con las visiones concretas de un futuro tumultuoso, celebra las nuevas posibilidades que se les ofrecen a los hombres, pero también teme que ese proceso unificador traiga consigo la nivelación y el aplanamiento de lo múltiple y de la vida, una impoética uniformidad, y piensa que esa época de dinámico desarrollo es, en algunos aspectos, una época también tardía y senil, irónica, una edad de epígonos de la poesía.

El mismo se da cuenta de que ejerce una función determinante en ese proceso de la Weltliteratur y experimenta, en su propia piel, lo accidentado e irregular que es por otra parte dicho proceso, que pone en contacto y en ocasiones nivela las diversidades, y cómo determina asimismo deformidades, descompensaciones y anacronismos. La Weltliteratur une naciones y sociedades, pero termina también por crear un nebeneinander discontinuo, una presencia simultánea y una inconexa simultaneidad de tiempos distintos, una maraña de hilos y desarrollos temporales heterogéneos. La edad moderna es la edad de la traducción y a los alemanes, el pueblo de la traducción por excelencia, se les reconoce desde Goethe – por ejemplo en el proyecto del Volksbuch, la antología popular que le había encargado Niethammer – la capacidad de "reconocer los méritos ajenos". "Las traducciones", añade Goethe, "constituyen una parte esencial de nuestra literatura."

Se trata de conceptos ampliamente difundidos en la edad clásico-romántica, en la que los alemanes, en cuanto nación cultural más que territorial, reivindican a menudo la misión universalista y cosmopolita de recoger la mies de todas las edades – así lo dice Schiller – o de ser la conciencia crítica en la que culmine y se resuelva la historia universal de la literatura, entendida como historia del espíritu universal.

Pero el fervor de las traducciones no crea un sereno Panteón supratemporal de la gran poesía universal, que afirma la perennidad de su valor más allá y por encima del tiempo y el espacio. Las traducciones – que reúnen en el nebeneinander, en el acercamiento simultáneo de la biblioteca y la lectura, siglos y valores distintos – ponen también en evidencia la conflictividad y la incompatibilidad de valores que se excluyen o por lo menos se combaten recíprocamente; ponen en entredicho la fe en un desarrollo lineal y unitario y muestran a la historia – la Weltgeschichte – como un collage de los distintos estadios del desarrollo humano, ahora unidos y puestos uno junto al otro, pero en una pluralidad sin nexos, como en un bazar.

La historia universal acerca y pone en contacto – a menudo, como dice Goethe, con la violenta compenetración debida a las guerras – a naciones y sociedades lejanas que se encuentran en fases de desarrollo a veces radicalmente diversas, como si vivieran en épocas o en siglos distintos. El aislamiento premoderno de los pueblos no violentaba esa distancia material, que equivalía, espiritual y socialmente, a una verdadera distancia temporal. La historia moderna, que rompe las viejas barreras, produce también esa mezcla de tiempos diferentes, transforma el mundo en un mercado o un almacén en los que las épocas están puestas una junto a otra, como en una tienda de antigüedades, y produce ese tipo de hombre ecléctico e historicista, en realidad poshistórico, que es el individuo contemporáneo, el individuo nietzscheano aplastado por la memoria histórica y por la simultaneidad de todo el pasado, o el hombre sin atributos de Musil, que vive – como se dice en uno de los primeros capítulos de El hombre sin atributos – en una casa que es una híbrida superposición y mezcla de estilos de varias épocas.

Goethe, al que le da tiempo a ver las tazas decoradas con escenas sacadas de su Werther procedentes de la China, tiene ya plena conciencia de este no-estilo que va asumiendo la historia universal y por consiguiente también la Weltliteratur, aunque no niegue nunca los elementos de progreso y emancipación implícitos en ese proceso, que le fascina y le turba. El segundo Fausto quiere representar el devenir cósmico – natural – histórico, la génesis del mundo moderno desde el encuentro entre clasicismo y civilización germano-cristiana y la profecía del pueblo libre sobre un suelo libre arrebatado a la naturaleza por medio del trabajo; el segundo Fausto es sin embargo, como ha escrito Citati, también una especie de café cantante, en el que las figuras de las distintas épocas históricas o incluso de las distintas eras son personajes de una mascarada que parecen desfilar simultáneamente, como un cortejo cósmico y carnavalesco en el que Fausto merodea seducido pero también extrañado, ante esa pasarela del devenir que es ya la parodia y la irrisión de la historia, la opereta en la que vive el hombre poshistórico.

La relación de Goethe con la Weltliteratur está impregnada de esa fascinación – repulsión por la dimensión mundial – desmesurada, genérica y caricaturesca – que ha asumido cualquier fenómeno de la historia moderna por modesto que sea.

En el plano meramente literario, la Weltliteratur designa, como se ha subrayado ya en distintas ocasiones de forma magnífica, tanto el interés de Goethe por las distintas literaturas extranjeras como el extraordinario papel que él desempeña a escala mundial. Goethe hace suyos a los clásicos franceses, ingleses, italianos o españoles; presta atención a Voltaire, ama a Sterne, traslada la lección de Goldsmith al relato de su amor por Friederike, se detiene en la genialidad judía e infunde a su clasicismo la moralidad de Racine, traduce a Benvenuto Cellini y se reconoce en la poesía persa casi hasta llegar a una reticente identificación, lee a los grandes clásicos españoles y siente curiosidad por las literaturas más diversas, apartadas y periféricas; lo que significan para él Shakespeare y los antiguos no es menester recordarlo.

Por Weltliteratur se entiende, además, su relación personal directa con los mayores y más célebres autores contemporáneos – de Scott a Madame de Staël y de Byron a Nerval pasando por Carlyle – y su papel de centro ideal de la cultura europea, las visitas reverenciales, y con una asiduidad casi persecutoria, de la intellighentsia europea a su casa de Weimar. Weltliteratur significa también una irradiación y difusión internacionales de sus obras, que se traducen e imitan en toda Europa y vuelven a él de rebote, mostrándole un rostro del que él mientras tanto se había librado o pensaba haberse librado. Todo ello le revela pues el carácter extrañante y la alienación implícita a una circulación mercantil que obedece ya a leyes anónimas y objetivas, sustrayéndose a aquella relación directa entre autor, editor y público que un escritor, en el pequeño círculo de Weimar, podría hacerse ilusiones de dominar, si la pequeña Weimar no fuera un punto nodal del internacional "libre comercio de las ideas y los sentimientos", como el mismo Goethe define a la Weltliteratur.

La relación entre el Werther, su fortuna y el wertherismo es un ejemplo típico de los necesarios equívocos de los que está tejido el proceso de la Weltliteratur, vivido en este caso por Goethe como protagonista y al mismo tiempo, por lo menos parcialmente, como víctima. Goethe se irritaba cuando, sobre todo en el extranjero, lo ensalzaban como el autor del Werther, mientras que él pensaba haberse quitado de encima, ya desde hacía tiempo, esa vieja piel. El proceso de la Weltliteratur implicaba un desagradable retorcimiento del tiempo, que procedía hacia adelante pero también hacia atrás, obligando a la madurez o a la vejez a darse de bruces de nuevo con su juventud.

Pero no se trataba solamente de la desazón del clásico, que no quiere reconocerse en el Stürmer, en el rebelde apasionado de antaño. La desazón era más profunda, derivaba de la conciencia de un malentendido radical e inevitable. En las Confesiones de un hijo del siglo, De Musset habló, sobreponiendo a Fausto y a Werther en una garrafal pero indicativa tergiversación, de un Goethe "patriarca de una nueva literatura", el cual "después de haber pintado en Werther la pasión que lleva al suicidio, dibujó en su Fausto a la mas sombría figura humana que hubiera representado jamás el mal y la infelicidad". Desde el principio Goethe asiste a estos clamorosos errores que desvirtúan su obra y de ese modo revelan el clima de una Weltliteratur que le indispone.

El éxito mundial del Werther es la historia de ese revelador equívoco. Chateaubriand habla de "veneno" a propósito del Werther; los héroes wertherianos del mismo Chateaubriand, de Constant, Sénancour o De Muset viven regodeándose en el "mal del siglo", o sea en la acedía y la desilusión, en el spleen, mientras que en Inglaterra, como en tantos otros países, al Werther se le tilda de inmoral; hasta Foscolo dice que el suicidio de Jacopo Ortis es el fruto de "unos determinados tiempos", mientras que el de Werther sería el resultado de la patología de ciertos individuos. El héroe de Eugenio Oneguin remeda las poses byronianas calcadas de las – tergiversadas – de Werther; la lista podría continuar, hasta completar un amplio panorama – ya trazado en más de una ocasión por la crítica – que abarcara a autores, obras y literaturas de los más diversos países.

Los personajes wertherianos están cansadamente resignados a la prosa del mundo, mientras que el Werther de Goethe se mata, observa Fortini, precisamente por las razones opuestas, porque no acepta la escisión entre la poesía del corazón y la prosa de la realidad. Por eso Goethe dice también que Werther tuvo tal vez una suerte mejor que la de quien, como su mismo creador, le sobrevivió.

A él – el benjamín de los dioses, el triunfador de la vida, el hijo del favor y de la fortuna – el destino le había pedido quizás verdaderamente demasiado, como dijo en una ocasión. Había sido llamado, durante su juventud, a cantar la plenitud de la existencia, el individuo que forma armoniosa e íntegramente su propia personalidad, y expande libremente sus energías en sintonía con el progreso y la libertad del mundo. En los años prerrevolucionarios Goethe, escribe Baioni, exalta en el Prometeo la autonomía titánica del individuo y celebra lo positivo de la competencia y de la lucha, vistas como necesarias y liberadoras. Tras la revolución y ante la transformación radical de la sociedad europea, Goethe pierde esa confianza e indica, en el Fausto, el nexo entre el progreso y la violencia inherente al crecimiento social. La realidad entera parece haberse hecho irreal como el papel moneda inventado por Mefistófeles, valor ficticio que no trae aparejada ninguna comodidad de nada y que además aliena al individuo, transformando su naturaleza y disolviéndola en la fungibilidad del valor de cambio. Hasta Helena, la suprema manifestación del ideal clásico o bien de lo universal humano perfectamente realizado en la belleza de la forma que compendia también a la armonía moral, está definida ahí como Schein, mera apariencia, con el mismo término que designa al papel moneda.

Goethe constata, dolorosamente, que la formación total del hombre es imposible, que no hay armonía sino antítesis entre ordenado progreso social y plena expansión de las energías personales; acepta, contra su primera naturaleza, que el individuo está escindido y resignado a esa escisión. Subordina la exigencia de la poesía del corazón – de una vida plena, rica de experiencias peculiares – a la que Hegel denominaba la prosa del mundo, el ordenamiento prosaico de las cosas, la anónima red de las relaciones sociales, en la que el individuo es sólo un medio, utilizado por el mecanismo colectivo para fines que se le escapan.

Werther rehúsa pagar ese precio al curso del mundo – rehúsa ser un personaje moderno, un héroe negativo de la moderna Weltliteratur. En el célebre coloquio que mantuvieron Goethe y Napoleón, que es un extraordinario diálogo sobre la nueva Weltliteratur, Napoleón le reprochó a Goethe haber juntado la pasión amorosa, en el Werther, con el motivo político. Pero Napoleón era uno de los protagonistas y uno de los artífices de aquel mundo nuevo que exigía la escisión de la totalidad individual, esa escisión entre lo público y lo privado que Werther no había querido ni podido aceptar.

Arcaico y profético a la par, Goethe comprendía que la modernidad iba disgregándose ya en una negatividad ambigua, irreductible a cualquier síntesis dialéctica; el Fausto no es solamente el poema moderno de la acción, que se redime a sí misma y redime también a sus errores, sino asimismo el poema contemporáneo del "cuidado", de la angustia inherente a la acción, que de alguna forma tiene necesidad de algo distinto, indefinible e indecible. Más tradicional que Hegel, Goethe es reacio a subsumir por completo la poesía del corazón en la prosa del mundo; pero, más anticipador que él, pone en entredicho el mismo fundamento de la modernidad, el principio de la síntesis dialéctica, y abre su obra – por ejemplo, observa Guido Morpurgo-Tagliabue, Las afinidades electivas - a una irresolución insuperable, a una fragmentariedad heterogénea e irreconciliable. No se hace ya ilusiones sobre ninguna solución positiva de los contrastes, sobre ninguna superación de lo negativo, la contradicción no puede eliminarse.

Continúa viviendo como un gran individuo, sabiendo no obstante que los grandes individuos están fuera de lugar en el mundo, y esa conciencia de abuso infunde un carácter demoníaco a su regia complacencia. Carlotta von Schiller decía que no tenía ningún apoyo en nada y su vejez, con esa mezcla de sensual jovialidad y abstracta ausencia, no era más que un juego para eludir esa nada – un juego que, por un pelo, le impide alcanzar la estatura de esos seis o siete poetas mayores de la poesía universal, a los que él mismo sabía que no se podía comparar.

Al desencanto, con el que Goethe abarca la historia y la literatura universal moderna, le corresponde la sonrisa de reserva con la que se resguarda de ella (Morpurgo-Tagliabue), evitando el totalitarismo ideológico y social del mundo que surge ante sus ojos. Como experto en el nihilismo moderno, que afecta también a su poesía, Goethe lo plasma en el segundo Fausto, ese grandioso y burlesco cabaret de la Weltliteratur, pero a veces también se olvida de él y escribe viejos poemillas de circunstancias y fluidos versos convencionales, semejantes a esas poesías con las que se celebra en rima una onomástica o la inauguración de un refugio alpino. Si las mutaciones del mundo lo turban, su poesía es la ley de la vida que se renueva, del "muere y deviene". No tiene recetas ideológicas para esas mutaciones: si alguien esperaba alguna de Su Excelencia el Consejero, aguardando que Su Excelencia – en silencio ante una botella de vino tinto – "hubiera acabado de pensar", Su Excelencia, después de haber pensado, se levantaba y decía: "Le deseo buenas noches."


1983


NIEVO Y LAS "CONFESIONES DE UN ITALIANO"


Hay grandes libros que, aunque a veces sean generosamente imperfectos, tal vez porque les falta un último retoque que no ha dado tiempo a realizar o porque se ven abrumados, en algún que otro detalle formal y estructural, por su misma riqueza, forman parte – en mayor medida que muchas otras obras hábilmente irreprochables – de las obras maestras de la literatura universal, por la totalidad, la intensidad y la profundidad de vida que contienen y saben hacer revivir.

Las Confesiones de un italiano de Ippolito Nievo es una de esas obras maestras, una de las poquísimas novelas italianas (como Los novios, con la que puede desde luego compararse) que está a la altura de las grandes novelas europeas del siglo XIX, aunque su grandeza no haya sido admitida del todo – a pesar del obvio reconocimiento, los muchos y señalados estudios críticos y las traducciones – por la conciencia común y la fama internacional.

Hace algunos años uno de los mayores editores alemanes, que estaba preparando una nueva edición de esta obra en Alemania, me hablaba de ella con el entusiasmo de quien quiere proponer a los lectores un libro que, a pesar de todo, está todavía por descubrir, y con la naturalidad de quien publica un clásico que no puede faltar en una colección que se precie. En este sentido Nievo es quizás, en parte, víctima del aislamiento que a veces envuelve todavía hoy a la literatura y en especial a la narrativa italiana del siglo XIX.

Las Confesiones de un italiano realizan en gran medida el ideal y la esencia de la novela, la representación de un gran acontecimiento histórico colectivo personificado en una irrepetible existencia individual, con la que se funde indisolublemente sin reducir en lo más mínimo su peculiaridad. La vida de Carlino Altoviti, el protagonista que habla de sí mismo, está tejida dentro de un grandioso fresco histórico que plasma el final del viejo mundo ancien régime – identificado sobre todo con la veneranda y decrépita República de Venecia -, las convulsiones de la época revolucionaria y napoleónica, la Restauración y los primeros y contradictorios fermentos del proceso de unificación nacional de Italia, del que el garibaldino Nievo no es sólo un apasionado y activo promotor, sino también su conciencia política y poética.

La grandeza del libro reside en su totalidad, en la presencia simultánea de una fortísima pasión y ecuanimidad épica ante las figuras y los acontecimientos. Su profundo sentido del arraigo en la historia, que le permite componer un cuadro incomparable de los usos político-sociales y captar en plena acción, en su actuación concreta a través de la vida de los individuos, las tendencias y fuerzas históricas de la época, no le impide abrirse con excepcional fuerza y frescura poética a todo aquello que supera la dimensión histórica y no puede reducirse a ella; a la naturaleza, de la que es un extraordinario poeta, o a aquel paso oscuro más allá de la muerte, al que Nievo mira sin concederse ninguna fe, pero con un profundo sentimiento religioso.

El intenso y explícito sentimiento de la vida como hecho moral no ahoga la atención hacia todo aquello que, en la misma vida, traspasa la dimensión ética; no bloquea el encanto y el asombro ante el demoníaco fluir de la vitalidad que no quiere saber de justicias ni virtudes, sin que por otra parte la intrépida mirada a esos seductores e inquietantes remolinos debilite su vigoroso compromiso moral. Del mismo modo, su despiadada crítica de la podredumbre del viejo mundo no excluye una afectuosa ternura hacia el mismo ni el reconocimiento de sus méritos, de la misma manera que el lucidísimo y amargo desencanto por las traiciones y fracasos de los revolucionarios, plasmados sin la menor reticencia, no da al traste con la desilusionada fe en el progreso, por muy lleno que esté de terribles y también repelentes contradicciones.

Las Confesiones son un gran libro que afronta la formación de una conciencia ético – política, italiana y europea, y al mismo tiempo también un gran libro impregnado de ternura y sentido del humor, de sterniano amor por las cosas más minúsculas y de profunda pasión. Escritas por un autor que murió sin cumplir los treinta años, las Confesiones adolecen, sobre todo en la segunda parte, de defectos y exuberancias, de alguna que otra prolijidad digresiva. Pero constituyen un fresco de la vida entera, amada sin énfasis optimistas y sin ilusiones, y captada a través de una galería de personajes inolvidables que ejemplifican toda la gama y la complejidad, todos los registros que van de lo cómico a lo trágico; baste pensar, por poner sólo un ejemplo, en la figura de la Pisana, tal vez la más hermosa figura femenina de la literatura italiana y ciertamente una de las más hermosas de toda la literatura, digna de esta novela que se aventura con inexorable agudeza por los meandros del Eros, por sus encantos y sus malicias, sus crueldades e insondables ambigüedades. Entre la cocina de Fratta y el mundo, la novela capta toda la vida sin la menor rémora, superando incluso las resistencias de las convicciones del autor, y creando un extraordinario magma lingüístico que conforma uno de los mejores lenguajes narrativos.

Las Confesiones son un libro que ayuda a vivir y también a mirar cara a cara a la muerte. En estos tiempos en que Italia parece correr el riesgo de descomponerse, y de volver a hacer al revés el camino descrito en la novela, podría leerse el libro para sacar también de él un amor crítico e ilustrado por nuestro país, y una concepción moderna de él. Al final del libro, Carlino, octogenario, vislumbra el surgimiento de una sociedad futura en la que el progreso general, en su opinión, superará a la multiplicidad contradictoria y ambigua de su mundo, para bien de la historia civil y mal de la novela y la caricatura. Aquí, quizás, se equivocaba, porque la realidad, si acaso, se ha vuelto todavía más caricaturesca.


1992


NOVENTA Y TRES: HORROR Y GRANDEZA DE LA REVOLUCIÓN


Hace unos años Solzhenitsin se dirigió a la región de Vandea para rendir homenaje a las víctimas del Terror jacobino durante el dominio de la Convención y la guerra civil y europea de la Francia revolucionaria de 1793. Su gesto no fue sólo un signo de pietas respecto a los vencidos de entonces, que la memoria de los vencedores ha ensombrecido en ocasiones, y a los sufrimientos padecidos durante el feroz enfrentamiento ideológico que barrió un orden social mantenido a lo largo de muchos siglos; el peregrinaje de Solzhenitsin quiso negar el Noventa y tres en tanto símbolo de la revolución y raíz del nuevo mundo que surgió de ella.

Esta fecha, el Noventa y tres, que dio título a la novela de Víctor Hugo, ya no es un número que haya que escribir en cifras, sino el nombre de un desmesurado personaje; es el fantasma de una subversión radical de la historia que quedó incompleta y que, hasta hace pocos años, les parecía a muchos el fin último de la historia, una bandera muchas veces caída, pero destinada a ser levantada de nuevo cada vez y, un día indefinido, izada en un mundo renovado.

Ahora un descrédito igualmente generalizado rodea a la idea de revolución y a sus principales realizaciones históricas, desde la francesa a la rusa, dejando a un lado solamente a la inglesa, entendida como un momento, por muy incisivo que se quiera, de evolución, exento de pathos milenarístico.

El revival vandeano, que no constituye sólo un debido homenaje a los vencidos y a su coraje, es muy distinto a la crítica liberal y democrática, que rechaza el Terror y el radicalismo del Noventa y tres sin renegar por ello de los principios del Ochenta y nueve y de las libertades nacidas de ellos; la celebración de la Vandea niega implícitamente la democracia moderna que, con vicisitudes alternas y recaídas regresivas, caracteriza a la historia occidental a partir de la Revolución francesa.

Víctor Hugo, que se oponía al Terror y respetaba a sus víctimas menos que Solzhenitsin, comprendió que, para ajustar cuentas a fondo con la historia moderna – y con las promesas de libertad y progreso que ésta alienta, pone en práctica y a menudo anula -, hacía falta sumergirse de lleno no sólo en el Ochenta y nueve, entusiasmante y digno de celebración para cualquier demócrata, sino también en el Noventa y tres, que constituye su extensión y al mismo tiempo su negación; que amplía y al mismo tiempo destruye las conquistas del Ochenta y nueve, negándolas en el presente y salvándolas para el futuro.

Víctor Hugo, que termina El Noventa y tres en 1873, está horrorizado por el totalitarismo de la Convención, pero siente que las libertades que ama, y en cuyo nombre critica a Robespierre, son deudoras de la lucha combatida, con medios inaceptables que él se niega a considerar históricamente necesarios, por los distintos Robespierre. Por ello, en su discurso de entrada en la Academia de Francia, Hugo, que está empezando a ver no sólo las aberraciones sino también la grandeza de la Convención, la define como "un tema tenebroso, lúgubre y atroz, pero sublime".

Este término no es sólo halagüeño. Lo sublime es también inhumano, es lo que trasciende y allana los límites de la inteligencia, de la fantasía y el sentimiento; sublime es el vértigo del infinito, el huracán, la muerte. Definir como sublime a la revolución no significa desearla, lo mismo que no se desea una tempestad, sino reconocer el potenciamiento que ésta imprime a la historia.

En una de sus primeras poesías, todavía monárquicas, Hugo ensalza la Vandea como "hermana de las Termópilas"; más tarde, al abrazar posiciones sucesivamente liberales, republicanas, democráticas y socializantes, pasa a glorificar el Ochenta y nueve, pero condenando el extremismo del Noventa y tres. La fascinación que luego empieza a sentir por éste último está ciertamente vinculada a su entusiasmo por lo grandioso y anómalo; la Convención le fascina del mismo modo que la tempestad que, al comienzo de la novela, se desencadena sobre el barco vandeano que lleva a Francia al marqués de Lantenac, el caudillo de la reacción.

Hugo no modifica su parecer acerca del Terror, pero lo considera como la última explosión de una violencia secular, que lo ha engendrado y a la cual pone violentamente fin. Son las injusticias del pasado feudal y monárquico, escribe en varias ocasiones, las que han dado lugar a la guillotina; en la poesía Le verso de la page la cabeza cortada de Luis XVI les reprocha a sus padres, a las estatuas de los reyes de Francia, que hubieran construido la "máquina horrible" que la ha decapitado. Y otro verso expresa la necesidad de salir del mal a través del mal. Las violencias del Noventa y tres le parecen a Hugo que surgen de la urgencia de liquidar en pocos meses siglos de opresión; ahora que esa necesidad ha concluido – "que el porvenir ya ha llegado" – toda violencia debe cesar y ceder su lugar a la clemencia.

Es fácil reírse de esa fe y ni siquiera Víctor Hugo, al que le dio tiempo a ver la Comuna de París y su represión, pudo mantenerla durante mucho tiempo; reírse sarcásticamente de cualquier esperanza en el porvenir forma ya parte del repertorio obligado de la vulgaridad. Hugo comprende que, sin esa fe tantas veces desmentida, no hay progreso ni liberación que valga; la idea de revolución es una levadura sin la cual no se hace el pan, aunque sea imposible hacer una hogaza sólo con levadura. La Revolución francesa, para él, es un acontecimiento que ha hecho época y ha roto la historia, un parto violento de la modernidad, "una proclamación para toda la humanidad".

Continuó criticando la violencia, pero no sólo la revolucionaria, como se suele hacer con mucha frecuencia. Se tiende a comprender sin problemas la violencia de la razón de Estado, sus compromisos, sus delitos, cuando ésta es ejercitada por el poder tradicional, mientras que se la condena con inflexible espíritu evangélico cuando quienes se manchan con ella son los revolucionarios. Los primeros responsables de esta injusticia son ciertamente los propios revolucionarios, porque actúan y dicen actuar en nombre de la virtud, pero Hugo no puede enumerarse entre aquellos que tienen siempre presente – con un horror que él comparte – a los sanguinarios felices de asistir a las ejecuciones de la guillotina durante el Terror (de ir a la "Misa roja", escribe en la novela) pero olvidan, con benévola indulgencia, a las damas felices de asistir, en 1871, a los fusilamientos de los comuneros, niños incluidos.

La fe en un radiante porvenir, a menudo peligrosamente justificadora de las infamias cometidas en el presente que lo prepara, rechina en El Noventa y tres con estruendos de terremoto, entre borrascosas contradicciones y magnánimas incertidumbres que determinan la grandilocuente grandeza de la novela.

Hugo habla a través de Cimourdain, el héroe purísimo y fanático, el cura jacobino, según el cual "un día la revolución será la justificación del Terror", que él personalmente aborrece pero considera un sacrificio necesario; y Hugo habla también a través de Gauvain, el luminoso y humanísimo héroe que lucha valientemente por la revolución y es guillotinado por su padre espiritual Cimourdain, que le quiere más que a nadie en el mundo, porque ha violado la cruel ley de la guerra en nombre de la humanidad: "Cuidad", dice Gauvain, "que el Terror no sea la vergüenza de la revolución."

En el polo opuesto está el marqués de Lantenac, el viejo aristócrata impávido y despiadado, pronto a sacrificarlo todo por la causa de la reacción, incluso a sí mismo, que condecora y hace fusilar al mismo tiempo a un marinero protagonista de un acto de valentía pero culpable también de negligencia.

En diversas ocasiones el escritor pone en el mismo plano la ferocidad de los monárquicos y la de los republicanos, en la sanguinaria guerra civil que es, según escribe, guerra de bárbaros contra salvajes. Y sin embargo hay, para Hugo, una profunda diferencia objetiva entre la falta de piedad jacobina de Cimourdain y la vandeana de Lantenac. Cimourdain es el hombre del futuro y de la humanidad, a la que está dispuesto a sacrificarle fanáticamente el presente y los hombres que hagan falta, comprendido él mismo; su ideal, para Hugo, entraña sin embargo una emancipación real del género humano y la conquista de libertades concretas para los hombres, mientras que el marqués de Lantenac combate para perpetuar lo salvaje, la ignorancia, la crueldad.

Con justicia de poeta, Hugo plasma con mucha mayor vivacidad a Lantenac, que es un personaje de carne y hueso, con la concreción física y sensual de un señor del anclen régime, respecto al cual la febril palidez de Cimourdain tiene la abstracción de la idea y un ascetismo físicamente casi repelente. Lantenac es incluso capaz de un inesperado y aislado gesto de generosidad, cuando salva a los tres niños de la hoguera, cayendo así en manos de los revolucionarios.

Cimourdain se sacrifica a sí mismo cuando condena a muerte a Gauvain, el valiente comandante revolucionario al que quiere como a un hijo (hasta el punto de suicidarse después de haber dirigido su ejecución). Gauvain, impresionado por el gesto de Lantenac, lo había dejado en libertad, transgrediendo así la ley y poniendo en peligro la causa revolucionaria por la que lucha y en la que cree. Cimourdain está en un lugar más alto que Lantenac, de la misma forma que el artículo de una ley que garantiza la libertad a hombres de carne y hueso está en un lugar más alto que un hombre vital y sanguíneo que se atarea para que hombres de carne y hueso continúen siendo esclavos.

Gauvain está más arriba que ninguno de los dos, porque concilia revolución y caridad, libertad y amor, la Humanidad y los hombres, sentido de la ley y de la discordancia que toda existencia individual constituye respecto a ella. Sin embargo él se declara culpable y considera justa su condena, porque se da cuenta de que liberando a Lantenac ha favorecido la victoria de quien aspira a remachar las cadenas de los hombres que él ha sido llamado a defender. Gauvain es el hombre ideal del futuro, pero Cimourdain es el que actúa para hacer posible ese futuro y esa caridad; Gauvain da la razón al Cimourdain que lo guillotina.

En el enfrentamiento entre las distintas respuestas dadas a la tragedia histórica, la más elevada parece proporcionarla sin embargo el sargento Radoub, el bigotudo, tosco e intrépido soldado revolucionario que vota contra la condena de su comandante Gauvain. Radoub es una de las pocas figuras de revolucionario – junto a la luminosa, pero demasiado ideal de Gauvain – que inspira, en la novela, una simpatía total. Al representar y celebrar la revolución en su, aunque grande, peor momento, Hugo bosquejó con extraordinaria ecuanimidad también sus aspectos más negativos: en páginas memorables plasma la improvisación, la prisa, la exaltación colectiva, la crueldad, el fanatismo que sospecha de todo y ve en todas partes la traición y la castiga antes de que llegue a cometerse, la superficialidad, la desconfianza, la retórica compulsiva, la espiral que lleva a la revolución a devorar a sus propios hijos y a sí misma.

Pero sobre todo plasma el ansioso espíritu totalizante, que requisa por completo la vida y no deja espacio para la intimidad ni para la existencia privada, poniéndolo todo a la vista de todos y forzando a que la vida se viva siempre en público, en una excitación que expropia al individuo. La guillotina ya no es la horrible máquina producida por el pasado para destruir la injusticia del pasado, sino una especie de obscena máquina erótica. Algunas páginas – como las que describen las votaciones sobre la condena del rey y a las mujeres de la tribuna que cuentan en un tablero uno a uno los votos como se hace hoy en los premios literarios – constituyen un retrato definitivo de la revolución como representación de masas y como núcleo de la espectacularización que afecta a toda la vida moderna, transformando las tragedias en parodias. Por ello releer hoy El Noventa y tres significa también ajustar cuentas con el cortocircuito de orgía o prurito revolucionario y cinismo reaccionario que ha caracterizado a nuestros años. En su honestidad, Hugo critica asimismo los lados retrógrados de la mentalidad jacobina, como la concepción tradicionalista que Cimourdain tiene de la mujer, en su opinión sometida por naturaleza al hombre – concepción que por lo demás rechaza Gauvain, un hombre clemente, es decir, moderado, pero en este punto radicalmente demócrata.

Al revés de todos los que han confundido orgasmo y revolución, Hugo sabe que ésta no es deseable; en la novela excluye genialmente cualquier vicisitud amorosa, puesto que la abnegación y la violencia revolucionaria no dejan lugar en su opinión al amor. La revolución no es el deseo, es el sacrificio de quien subordina su propia felicidad al deber de un combate que tiene como fin el que muchos otros no sean excluidos de la felicidad.

Esta es la grandeza que Hugo capta en su El Noventa y tres: incluso a través de los delirios, los excesos y las perversiones, la Convención es una fragua de civilización, pone en movimiento un grandioso proceso de libertades civiles concretas destinadas a determinar el futuro, crea una conciencia de derechos y valores universales, contribuye a romper las cadenas del género humano.

Por eso, y a pesar de todo, para Víctor Hugo la Vandea es una hidra y los reyes que quieren sofocar a la nueva Francia son unos tigres; y todo ello no se queda en una mera enunciación ideológica, sino que se convierte en el sentido mismo de la novela, en su propio resuello, en su pathos épico.

Hugo reconoce la genuina subjetividad de los valores defendidos valientemente por los vandeanos, pero pone de manifiesto cómo la hidra del pasado, la ideología vandeana, manipula y pervierte esos mismos valores, usándolos como instrumentos para inducir a los campesinos vandeanos a combatir, sin ser conscientes de ello, por el triunfo de la opresión y la barbarie que los aplasta. Sólo en la militancia revolucionaria esos valores de los que dan prueba los vandeanos – coraje, fidelidad, amistad, afectos familiares – se convierten en valores auténticos también en el plano histórico, y se ensalzan como patrimonio de toda la humanidad y no como instrumento para su división y sometimiento. El verdadero héroe es el sargento Radoub, inmune a los prejuicios seculares y al sectarismo, capaz de vivir con gallardía, de combatir, amar y perdonar.

Monárquico que se hizo luego republicano y demócrata – en un proceso humanamente bastante más fecundo que el resentimiento que induce a tantos revolucionarios a hacerse ultraconservadores -, Hugo no olvida los valores de la vieja Francia ni su variedad regional y localista, que el marqués de Lantenac opone al centralismo jacobino con palabras particularmente actuales en la actual reivindicación de las diversidades. Sin embargo, en aquel momento histórico, es positivo para Hugo – para que esa variedad no quede reducida a instrumento de dominio – que el centro se afirme sobre la periferia, que París venza a Francia y Francia venza a Europa.

"Tiempos de luchas épicas", se lee casi a las primeras de cambio en El Noventa y tres. Épica significa totalidad, fluir tempestuoso de toda la vida, aceptada y celebrada en su globalidad, en la tragedia y en la parodia, en sus poderosas contradicciones. En ese mar de la vida y de la historia, Hugo se encuentra como en su propio elemento y traza de él un fresco grandioso y anómalo, con la ingenua elementalidad psicológica que deploró Flaubert y con tonos melodramáticos que nos hacen reír pero que son a la par testimonios de su grandeza, porque sólo un gran escritor puede medirse con el melodrama, con las grandes pasiones y los grandes efectos, los grandes gestos y las grandes palabras, con la monumentalidad sentimental. A menudo Víctor Hugo corta por lo sano, se introduce en el relato anticipando hechos y conclusiones y hablando, como un conferenciante, a toro pasado respecto a lo que narra, pero su fuerza deja en un segundo plano esos defectos, que serían imperdonables en una novela bien hecha. Inventa pero también toma directamente de la realidad a personajes, hechos y palabras, haciendo hablar al sargento Radoub, pero también a Danton y a Robespierre, con la desenvoltura del narrador que, cuanto más grande es, más puede permitirse no inventar sino citar la realidad, haciendo desfilar, como en una gran parada, a la historia universal.

En un fresco épico, las contradicciones no quedan eliminadas sino que permanecen, como en las turbinas de la vida y la historia; la admiración y el rechazo del Noventa y tres coexisten sin excluirse. Sed, sed pequeños y mezquinos, dice con desprecio Lantenac, intuyendo que el final del ancien régime traerá aparejado asimismo una generalizada mediocridad burguesa. Víctor Hugo presta oídos a esas palabras, que serán repetidas luego en tantas ocasiones con banalidad reaccionaria en las polémicas contra las democracias, y las trasciende con la misma magnanimidad con que las recoge. Cuanto hay de bueno en la vieja Francia continúa viviendo en Gauvain, en Radoub, en el batallón del Gorro Rojo, en sus sargentos y sus proveedoras de vituallas; es la revolución la que da lugar a la épica, a la visión en grande, que va más allá de la misma revolución.


1993

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