EN HONOR Y EN MEMORIA DE…

Cuando uno cumple años es costumbre, más o menos en todas partes, agasajarle un poco; el día del cumpleaños se reciben regalos, al principio un balón o un tren eléctrico y más tarde una corbata o una cartera de piel, se soplan las velas o se va a cenar con los amigos, rindiendo homenaje al río del tiempo que fluye en las arterias y deposita, a su paso, detritos que poco a poco obstruyen y estrangulan su curso.

Cuando uno se jubila, los brindis siguen una liturgia un poco melancólica y enfática, y cuando se muere, entre el duelo obligado y las lágrimas de verdad, el orden y las formas del rito ayudan a los allegados a superar el apuro, que emerge sobre todo en los funerales exentos de ceremonia religiosa y dominados, no ya por la apaciguadora repetición de fórmulas que llenan el vacío, sino por pausas de silencio en las que los concurrentes, azorados, no saben qué hacer y, al no estar protegidos por los murmullos de los rezos, ni siquiera pueden charlar en voz baja.

Cuando el festejado es una persona de mérito socialmente reconocido, algunas fechas especialmente redondas y simbólicas – los setenta años, los ochenta, el centenario – tienen interés para los periódicos y la televisión y, el día de su último adiós, las oraciones fúnebres transforman en algo satisfactorio hasta la indecible e irrepresentable nada de la muerte.

Tanto si son comunes mortales como personajes famosos, estos protagonistas de aniversarios, jubilaciones y honras fúnebres no dan, por lo general, muchas molestias; si se acumulan con demasiada frecuencia y sin tiempo entre uno y otro, más de uno soplará por la pejiguera de tener que pensar en un regalo o por el encarecimiento de las coronas fúnebres, pero el placer de felicitar a un amigo o el dolor por su desaparición son a menudo sinceros y profundos, fraterna cercanía o cortante herida con las que se teje nuestra vida y que nos hacen sentir el recorrido común, el paso que marcha junto al nuestro hacia el fondo del camino.

Si el festejado o el difunto es un hombre de cultura, un insigne estudioso, las cosas cambian; nacimiento, jubilación, fallecimiento, bodas de oro, misa de difuntos o trigésimo aniversario se convierten, a pesar de las sentidas y a veces apasionadas y reverentes muestras de afecto para con él, en una ocasión de encarnizada persecución para todos los demás colegas, amigos y discípulos que en aquel momento cometen el error de no cumplir cincuenta o setenta años, de no convertirse en eméritos, no morirse o no estar muertos ya desde hace un lustro o bien veinticinco años.

A los invitados, en este caso, no se les pide que se rían en la fiesta o que lloren en el funeral, que traigan regalos o envíen coronas; se les pide – se exige, se pretende, con el chantaje moral y sentimental que es uno de los chantajes más apremiantes y tortuosos o uno de los más odiosos – que escriban, que escriban alguna cosa, cualquier cosa, una aportación, un relato, un artículo, un testimonio. Como oreas voraces, las misceláneas y colecciones de estudios en honor de o en memoria de le asaltan a uno desde todas partes, hacen pedazos el tiempo de su vida y su persona, le obligan a darse un trozo por aquí y otro por allí, hasta que de él – de su tiempo, de su existencia, de ese mínimo ocio o ese mínimo sosiego a los que tendría derecho y de los que tiene necesidad – ya no queda nada, como una carcasa atacada por famélicos tiburones.

Un colega cumple cincuenta años y un grupo de personas que le estima prepara un volumen de escritos en su honor, en el que se participa con agrado, porque se le aprecia y se le admira y gusta estar entre quienes le rinden justamente homenaje. Pero, al mismo tiempo, otro, no menos benemérito y apreciado, cumple setenta, y un nuevo comité promotor atosiga con la petición urgente de otro escrito; se acepta con gusto – es decir, se aceptaría con gusto incluso si se pudiera decidir libremente y no se estuviera obligado a decir que sí – por una deuda de amistad, gratitud y reverencia respecto a la persona que reúne todos los méritos para recibir ese honor. Mientras se intenta, perseguidos por editores y promotores, respetar los plazos, otro muere y la majestad de la muerte, aunque no estuviese acompañada por los méritos y las virtudes del fallecido, es tiránica, no admite negativas o deserciones, no reconoce justificaciones ni válidas causas de ausencia, ni siquiera las enfermedades y los motivos familiares que obligaban hasta a los directores más severos a autorizar a los alumnos a no asistir a la escuela, a quedarse en casa.

El ritmo empieza a hacerse angustioso, sobre todo porque la realidad, insensible a las onomásticas y los retiros, sigue acosando a los autores de estudios en honor y en memoria de; los atosiga con todo el enjambre de las preocupaciones cotidianas, el trabajo, las bodas, los divorcios, los suspensos, los familiares a los que hay que asistir, los pasaportes que caducan, las enfermedades, las tuberías del baño que se rompen, los fontaneros inencontrables. Uno se bate como un granadero de la Guardia y sigue manteniendo el tipo, pero he ahí que se cumplen los diez años de la muerte de otro, efemérides seguida de cerca por los cuarenta años de la desaparición de otro más e intercalada, según las justas exigencias de equilibrio entre tristeza y serenidad, por los primeros veinticinco años de actividad de un nuevo elemento de la serie.

De no ser que se sea Balzac o Dostoievski, quien escribe no puede inventar cada semana algo original o creativo, ni mucho menos estudiar a fondo un nuevo tema; para escribir de veras hacen falta tiempos largos, silencio, pausas, es necesario vagabundear con el pensamiento y pasar horas delante de la hoja en blanco. Es menester también una cierta dosis de aridez; no en balde muchos de entre los mayores escritores han tenido dificultades para escribir y han sentido hasta desazón ante el papel, y muchos de los mayores estudiosos son los que han sido capaces de estudiar durante años un tema para no decir después una sola palabra, insatisfechos por los resultados alcanzados, o bien escribir como mucho una breve nota.

El esclavo atado al remo de las misceláneas, de los tiempos y ritmos de la organización y la sobreproducción cultural, tiene en cambio y en cualquier caso que escribir, y entonces recicla y repite algo que ya ha escrito antes, en un raro momento de libertad creativa; estira y diluye un breve párrafo publicado hace años, condensa y encoge un denso volumen que le recuerda una época de energías frescas y todavía no exprimidas, cambia algún adjetivo y modifica un par de construcciones sintácticas para amañar un texto que pueda parecer nuevo, suaviza y lima, despeja y embute, rumia viejas páginas como si fueran chicle. Por supuesto que puede producirse también una feliz coincidencia entre creatividad y circunstancias, entre un escrito nacido de una investigación efectiva y la petición de publicarlo.

En esta fiebre estéril, quien paga los platos no es solamente el trabajo creativo, al que no le queda ni tiempo ni espacio; mucho más melancólica es la contaminación que afecta a la relación con las personas que se festejan, se honran o conmemoran. En muchos casos se trata de personas verdaderamente extraordinarias y amadas, respecto a las que uno estaría contento de poder testimoniar su afecto y homenaje. Pero se quisiera hacerlo libremente, como requiere todo auténtico amor y toda auténtica relación intelectual, y no coaccionado por un activismo frenético encubierto de retórica sentimental.

Esta pequeña persecución, que desvirtúa y a veces corre el riesgo de echar a perder por completo el significado que tiene la persona que se querría honrar pero sin estar obligados a hacerlo de esas formas y con esos ritmos afanosos, es un aspecto del delirio al que se llega a través de la desorbitada suma de muchas cosas concretas, cada una de ellas, de por sí, sensata y significativa. Una declaración de amor puede ser un gran momento, pero cien declaraciones amorosas que se suceden con la velocidad de las películas de Ridolini no son más que una parodia, igual que lo son cien misceláneas, cien congresos o cien funerales.

Esta movilización general es la gran retórica de la que hablaba Michelstaedter, el engranaje de incesantes actividades representativas puesto en marcha para ocultar la nada de la existencia, para cubrir con su fragor el silencio de esa nada, para trastornar la conciencia e impedirle que se dé cuenta de la trágica, indefensa y a veces mugrienta miseria elemental de la vida. La movilización general no admite vacíos entre sus filas, llama a levantarse al toque de diana y a marchar complacidos y compactos, a creer, obedecer y combatir.

Ahora es otoño, en las colinas las hayas se han puesto rojas como el oro que los bárbaros mezclaban con cobre; ese color rojo es un aviso fuerte pero no lo suficiente para poderlo escuchar y seguir, los llamamientos a filas se acumulan en la mesa y no permiten que uno se levante de esa mesa, su número crece en proporción geométrica, en conformidad a la dilatación y proliferación de todo, que quita el aire y el espacio, dos mil o veinte mil nuevas plazas para profesores que han salido a concurso producirán pronto decenas de miles de estudios en honor y en memoria de, así como diez mil nuevos libros aumentarán la tumefacción de prólogos, reseñas, presentaciones y debates, el papel absorbe y seca la existencia lo mismo que un tampón vaginal, se quisiera vivir pero no se puede porque los festejados, premiados, jubilados y conmemorados nos lo impiden, haciéndonos morir con toda seguridad un poco antes pero dándonos por lo menos el agrio consuelo de saber que, en cuanto nos llegue nuestra hora, también nosotros nos convertiremos en un instrumento de persecución para alguien que seguramente nos quería, impidiéndole y acortándole a nuestra vez su vida.


1989

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