DIOSES E ÍDOLOS

En una escena de ¡Feliz Navidad, mister Lawrence!, la espléndida película de Oshima, uno de los protagonistas, un oficial inglés prisionero de los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, dice, con desesperada y terca energía, que no quiere acabar odiando a todos los japoneses. Dice estas palabras mientras lo golpean cruelmente sus carceleros, que se ensañan con él con repugnante brutalidad, obedeciendo a un antiguo código de ferocidad y violencia ritual. El prisionero torturado resiste a la más peligrosa de las tentaciones, la que induce a un hombre a identificar el mal cometido por algunos individuos con todo el pueblo al que éstos pertenecen, con su raza, con su civilización; quien cede a esta tentación cae a merced de un odio ciego y obtuso, que le ofusca cualquier facultad de juicio y cualquier capacidad de distinguir, cualquier libertad de la inteligencia y el sentimiento, cualquier posibilidad de dialogar con los hombres. Ese furor le hace tan reo de la bestialidad como sus abyectos perseguidores, que le instilaron, con sus vejaciones, el veneno del odio. Los violentos, sostenía Manzoni, son responsables no sólo del mal que infligen a sus víctimas, sino asimismo de la perversión a la que les inducen, arrastrándoles a su vez a cometer ellos también un mal.

El oficial, en la película de Oshima, resiste a esa tentación del odio indiscriminado en el momento más difícil, o sea en el mismo momento en el que está sufriendo una violencia; musita esas palabras bajo los golpes de sus torturadores. Oshima es un artista, no un predicador; con la sobriedad épica de los verdaderos narradores, que hacen hablar a los hechos sin tener necesidad de comentarlos con énfasis didáctica, deja que el espectador viva por sí solo la complejidad de ese proceso moral y psicológico, asistiendo a la película y dejándose implicar inconscientemente, igual que se asiste a la vida y se deja uno implicar, a menudo sin saberlo, en sus contradicciones.

El espectador se da cuenta de repente, no sin turbación, de la torva e indefensa oscuridad que anida en él, de lo expuesto que está también él a los salvajes y retrógrados impulsos de revancha incontrolada, a la excitación de la venganza. Asistiendo a las vejaciones infligidas por los soldados japoneses a los prisioneros ingleses, advierte que algo, en el fondo de sí mismo, se complace al pensar en la derrota japonesa, con sus hecatombes y tragedias, con sus ciudades destruidas, al final de la Segunda Guerra Mundial, de forma atroz. Cae en la cuenta de que también él, en potencia, puede dejarse apresar por una espiral de venganza y convertirse en un ciego instrumento de ella, cómplice y apologista de la barbarie más abyecta.

La película de Oshima posee una gran fuerza moral, puesto que ésta estriba en la capacidad de mirar, sin ilusiones edificantes ni idílicos sentimientos pastoriles, a la totalidad de la persona humana en todos sus entresijos, a las posibilidades de grandeza pero también de infamia latentes en todo individuo. Esta fuerza moral es indisoluble de la intensidad poética del estilo; si el imperturbable y lacónico narrador se convirtiese en un locuaz y sentencioso pedagogo, prodigando nobles admoniciones y comprometidas denuncias, su relato perdería esa cortante verdad que lo estampa en el ánimo del espectador y éste no accedería por sí mismo a la experiencia de una revelación que le afecta en lo más íntimo, sino que se sentiría como mucho exhortado y puesto en guardia, como un escolar por el director de la escuela.

Los artistas ceden a menudo a la retórica didáctica, al temor de no ser comprendidos plenamente que lleva a la redundancia y estropea la poesía, de la misma manera que se estropea el efecto cómico de un chiste si uno se pone a explicar detalladamente en qué estriba la gracia. Incluso un maestro como Bergman no siempre escapa a ese achatamiento, como cuando, por ejemplo, al final de la espléndida Fanny y Alexander echa a perder en parte la escena del banquete, imagen de la estremecedora fiesta de la vida que anida en la sencilla amabilidad cotidiana, con una parrafada de un brindis-sermón que teoriza e ilustra explícitamente ese encanto y ese amor a las pequeñas cosas que la película evocaría con mayor intensidad sin ese sermón, si se limitase a mostrar la seducción de la mesa preparada, la sonrisa en los rostros, las cunas de las dos recién nacidas.

Si el autor se pone a subrayar, a explicar explícitamente y a interpretar su obra, rivalizando con el recensor de la misma, diluye su ambigüedad y empobrece su significado. El gran arte es ambiguo, pero no porque coquetee con los valores o se divierta mostrando su inconsistencia o intercambiabilidad; esta complacencia en lo fútil es el falsete con el que quien no sabe cantar busca dar a entender que él, en realidad, está imitando a los cantantes sin voz. El gran arte es ambiguo porque vela los valores y las pasiones, en los que cree – el amor de Swann por Odette, la lealtad de Lord Jim, la valentía de don Quijote – en medio de la incertidumbre cotidiana, de las imprevisibles contradicciones de los acontecimientos y la fragilidad psicológica de los individuos.

La debilidad de Lord Jim, los entresijos de su corazón que él mismo desconocía o el capcioso laberinto de los acontecimientos no quitan sentido a los valores que persigue, a su exigencia de expiación y redención; esos valores son creíbles precisamente porque están vividos por un individuo, con todas sus dudosas y turbias oscuridades, y no encarnados en un personaje heroico y compacto como un monumento celebrativo. El gran arte es ambiguo, porque pone de manifiesto la grandeza que puede anidar en la fangosa arcilla de la que estamos hechos.

La ambigüedad de la película de Oshima, que no es ajena a la nitidez de los problemas esenciales, está implícita en el mismo hecho de que la crueldad de los soldados japoneses está representada por un artista japonés. Cautivado por la perfecta imparcialidad del relato, el espectador se percata de que – si no resiste, como el oficial inglés, al odio generalizado – terminará por odiar a todo japonés que se le ponga por delante, y por lo tanto también a Oshima, el autor que muestra esa crueldad.

Éste sabe provocar una verdadera catarsis, como los trágicos griegos según Aristóteles; su película muestra a la luz del día y desactiva, diluyéndola, la violencia de los japoneses y la del odio antijaponés. En este sentido la película es una fábula que narra e ilumina los meandros de cualquier conflicto que desgarre a los hombres.

Con la equidad del narrador épico, Oshima se niega a salir del paso fácilmente, atribuyendo la violencia sólo a determinados individuos; él sabe perfectamente que algunas formas de violencia son el resultado de toda una civilización y que éstas la ponen en entredicho. En los malos tratos infligidos a los prisioneros no se reflejan solamente los excesos de algunos soldados, sino el ethos, la forma, el rito de toda una civilización, su sacra familiaridad con la crueldad y la muerte. No podemos sustraernos a la confrontación con esa civilización en su conjunto, al dilema entre el deber de respetar sus leyes más íntimas – con el riesgo de justificar incluso la violencia – y el deber de juzgar esas leyes y lo que éstas comportan para los hombres, exponiéndonos a violentarlas en nombre de nuestros propios valores y costumbres, con la arrogante convicción de poder erigirnos en jueces de esa civilización en nombre de la nuestra.

Pero el protagonista de la película, el prisionero inglés al que acaban dando muerte al final, se acuerda de una vieja culpa suya y de los crueles ritos de iniciación de los novatos en un college inglés. En esa brevísima escena queda indeleblemente evocada una brutalidad que pertenece, también ella, no sólo a algunos individuos, sino a una civilización, a una tradición – en este caso a la inglesa. Esa obtusa violencia – consagrada también, como la otra, por los siglos, los recuerdos, la autoridad de la tradición – podría dar pábulo a una víctima, a un espectador, a odiar – a odiar, en este caso, igual de absurda y bárbaramente, a todos los ingleses; ese abuso goliardesco deja ver las crueldades que mancillan también a la civilización occidental.

No hay nada tan ambiguo como una tradición heredada del pasado, porque en ella se trenzan valores y aberraciones, cortesía y violencia, fidelidad al recuerdo de los padres y obediencia a las infamias que éstos perpetraron y dejaron en herencia. Oshima sabe representar magistralmente, con despiadada lucidez y a la par con respeto, esa coexistencia de cortesía y violencia, que en la película está encarnada sobre todo por la figura del comandante del campo y su pasión homosexual por el prisionero, esbozada con una delicadeza y una discreción que hacen de esta película uno de los mejores relatos de amor homosexual, una de las pocas obras de arte que plantean con auténtica profundidad el problema de esa pasión.

Toda tradición tiene su nexo entre cortesía y violencia, sus dioses. Oshima parece querernos recordar el respeto por los dioses ajenos, pero también insinuar la sospecha de que muchos de los dioses extranjeros pueden ser ídolos bárbaros al igual que otros tantos fetiches de casa; que el ethos del samurai puede esconder una vulgaridad ritualizada como la del antiguo college. A las tradiciones, a las costumbres, a las leyes escritas en los códigos o los ritos hay que oponerles, cuando traen aparejadas ofensas a la humanidad, las no escritas leyes de los dioses, como Antígona. Naturalmente no es fácil distinguir este mandamiento universal de una conciencia que habla en nombre de la humanidad, en nombre de la arbitrariedad de un sentimiento subjetivo, que nace de un mero estado de ánimo y pretende imponerse a todos. El mal, se dice al final de ¡Feliz Navidad, mister Lawrence!, deriva de la presunción de ser justo. Pero la condena de esta violencia dogmática, que ofende al hombre, remite a su vez a una exigencia universal de respeto a los demás, que se siente como medida absoluta de la acción.

En la última escena de la película, el japonés condenado a muerte por crímenes de guerra – pero tal vez, sugiere Oshima, sólo porque los que han vencido son los otros – desea "feliz Navidad" en la lengua de su enemigo; estas palabras, aprendidas y dichas a duras penas en la lengua de quien le está dando muerte, están ya más allá de toda lógica de la violencia y la venganza.


1984

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