EL INDIVIDUO PARTICULAR, LA PAREJA Y EL JABÓN

Según una encuesta realizada por el instituto Infratest Burke, aparecida recientemente en los periódicos, Lis parejas consumen menos jabón, perfumes, cremas, lociones y desodorantes que quienes viven solos. Los resultados vienen a corroborar, con una mal disimulada satisfacción general, la imagen del "matrimonio como tumba del amor", un tópico no menos manido que el que sostiene que madre no hay más que una (afirmación hoy en día puesta por lo demás en entredicho por la biotecnología) o que los italianos son buena gente. Podríamos discutir quizás acerca de los criterios del sondeo; si un escaso uso de la ducha o la bañera es indudablemente elocuente e indica que un individuo tiene poco respeto de sí mismo y aún menos deseo de gustar o de no disgustar al otro, no está claro que quien es parco con el espray y el gel forme parte de esta categoría.

No se puede ser limpios sin utilizar jabón y champú, pero se puede serlo incluso absteniéndose de bálsamos y sueros antiedad, de la misma manera que se puede ser atractivo incluso sin someterse a las lámparas de cuarzo o a las poco apetecibles sudoraciones del jogging. Es más, un exceso de atención hacia el propio cuerpo tiene algo de aséptico y asexuado, un aura de higienismo físico y espiritual como el de gran parte de la publicidad de los productos de belleza y salud, que hace absolutamente neutros, no deseables, los cuerpos cultivados y exhibidos de esa forma en muchos anuncios televisivos. En la cara de muchas mujeres elegantes, consagradas a un meticuloso cuidado de sí mismas, hay a veces – entre los estiramientos de piel, los autobronceadores y la dura mueca de la boca procedente de la representación del rango social – una estéril convencionalidad que hace esa cara mucho menos deseable que otra que se haya dejado marcar magnánimamente por los placeres, los afanes y las penalidades de la vida.

La Mariscala de El caballero de la rosa de Hofmannsthal o la de La educación sentimental de Flaubert – hermosísimas y deseosas de gustar, pero también proclives a dejarse llevar por la corriente de la vida y del tiempo que pasa – tienen mucho que enseñar, incluso en el dormitorio, a las impecables siluetas de las revistas de moda. Una de las grandezas de la Mitteleuropa es su eros, impensable sin el abandono y el desencanto aprendidos del catolicismo y el judaísmo, esa confianza con las cosas últimas y con la elementalidad del cuerpo que Joseph Roth describió en La leyenda del santo bebedor y Ermanno Olmi puso genialmente de relieve en su película homónima; la intensidad pasional del protagonista, andrajoso y borra – chuzo vagabundo, sería inconcebible si usase demasiados cosméticos.

No en vano un destacado hijo de esa civilización, Freud, puso en guardia frente a las manías de limpieza y a quien se lava continuamente; sustraerle demasiados elementos y señales de fisicidad a un cuerpo – demasiados humores, demasiados pliegues, incluso arrugas – significa menoscabarlo, quitarle sensualidad. El aire caliente del verano, que trae olores callejeros, le sienta mejor a Eros que un aire acondicionado como es debido. El abuso de productos de perfumería por parte de quien vive solo podría quizás suponer también un educado y árido culto de sí – típico de quien no comparte la vida, la cama, la mesa y el tiempo que le ha sido dado -, igual que la gimnasia matutina, utilísima para la ciática pero no demasiado seductora.

El periódico de Trieste trae un comentario de un sociólogo, Willy Pasini, a la encuesta de marras. "La pareja", constata desolado el estudioso, "no está al servicio del consumo." Hasta la fecha, confieso, había pensado que el consumo estaba al servicio de las personas, emparejadas o sueltas. Cuando, hace diez años, en un gran hotel de Moscú, algunas personas aparecían furtivamente en la puerta de mi habitación pidiéndome una pastilla de jabón o un tubo de dentífrico, me parecía que aquello indicaba el fracaso del sistema soviético en un sector fundamental de la existencia cotidiana, pero pensaba que se causaba un prejuicio a las personas privadas de dentífrico y no al dentífrico. Esa frase inocente, que vuelve del revés a las efectivas relaciones de valor, señala la tendencia idolátrica de la que una vez tras otra, en formas distintas según los momentos políticos y sociales, da muestras una cultura. Hace un tiempo – no mucho, aunque parezca lo contrario – consumo y consumismo eran palabras deplorables, según un vicio ideológico que las consideraba casi como insultos y veía en ellas la corrupción del mundo provocada por el capitalismo. Consumir bienes – los necesarios y, si se puede, incluso los superfluos, que alegran la existencia – no es desde luego un mal, como bien saben los desafortunados que no disponen de los medios para hacerlo; combatir la escandalosa pobreza del mundo significa intentar dar a otras personas la posibilidad de consumir y, sería de desear, no sólo pan, sino también queso y helados. Es obvia la necesidad de jerarquizar los consumos, dando prioridad a los hospitales frente a las piscinas, y administrar racionalmente – y por consiguiente a veces, si es menester, incluso espartanamente – los recursos, pero esta elemental y responsable sensatez no tiene nada que ver con el sórdido ascetismo moralista implícito a menudo en las ideologías anticonsumistas.

Pero si no hay que condenar el consumo de forma rigorista, es también ridículo hacer de él un valor supremo, un mecanismo cuya finalidad sea él mismo y al que los hombres tienen que adecuarse en todos los sectores e incensarlo como a un dios recién llegado. La sociedad de la opinión huye del pensamiento laico, que, con independencia o no de toda convicción religiosa, significa equilibrio, capacidad de distinguir, de dar a cada uno y a cada cosa lo suyo, de apreciar sin adorar y criticar sin demonizar. Hoy se habla de consumo, de mercado, como se hablaba hace un tiempo de programación o de economía planificada o quizás de revolución, o sea, como si de palabras mágicas se tratara, de un ábrete sésamo. El mercado es un sistema eficientísimo e insustituible de circulación de bienes, es un valor central en el ámbito de la actividad económica, pero no es el universo; saber hacer que funcione una empresa es fundamental, pero no todo es una empresa y es ridículo e improductivo, por ejemplo, tener por tal a la universidad, como se tiende a hacer con totalizante pathos economicista. Consumir y ahorrar son actividades condicionadas por la situación económica del momento; se vive por supuesto más a gusto consumiendo que ahorrando, pero no se trata de ser siervos idólatras de ello. Si la pareja no estuviese de veras "al servicio del consumo", como lamenta el sociólogo, sería un mérito por su parte que la haría más libre, más transgresora y por consiguiente eróticamente más picante que quienes viven solos y devotos del gel o de las cremas con retinol. Claro que si los dos se limitan a no lavarse es otro cantar.


1998

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