VENCEDORES Y VENCIDOS

La novela, que en una de las muchas redacciones realizadas a lo largo de más de treinta años debía tener mil ochocientas páginas y que en su actual edición fragmentaria cuenta seiscientas, se llamaba, desde el primer momento, Vencedores y vencidos. Su quijotesco y pródigo autor, Herbert Eisenreich, no consiguió llevar a cabo su gigantesco proyecto ni tampoco mantener un título por el que sentía un especial aprecio desde hacía tantos años, puesto que, en el último momento, resultó legalmente inutilizable dado que le pertenecía ya a otro libro que, aunque fuera de otro género distinto, había sido publicado mientras tanto. Hasta el final y hasta los detalles más marginales, Eisenreich, huraño y paradójico escritor austriaco, fue el puntilloso estratega de sus propios naufragios y de sus propias derrotas. Estuvo corrigiendo, retocando, dando todavía un último acabado a su novela hasta el final, en las pruebas ya compaginadas, y su libro apareció con el título de Die abgelegte Zeit [El tiempo apartado] y con el subtítulo de "Un fragmento"; lo limaba y modificaba mientras combatía contra el cáncer que le estaba destruyendo, mellándole progresivamente la memoria.

Acaso nadie haya experimentado de forma tan trágicamente directa, tan en sus propias carnes, la verdad de aquel dicho de Flaubert según el cual una obra nunca se acaba, sino que, simplemente, en un determinado momento se desiste y se deja ya. Poco después de la publicación de la novela, Eisenreich falleció: en su empedernida y altiva lucha por dar por terminado su libro, se iba pareciendo cada vez más a uno de los personajes de su endeble novela, Josef Wurz, que en la ficción narrativa era también el autor del propio libro.

Escritor de éxito en los años cincuenta y sesenta, traducido a las más diversas lenguas y galardonado con los premios más prestigiosos, Eisenreich fue testigo del renacimiento austriaco de la segunda posguerra, de esa Austria que – después de la tragedia de su anexión por parte de la Alemania nazi y del conflicto mundial, en el que él también, de muy ¡oven, fue llamado a filas y herido – volvía a empezar a vivir y a construir su existencia, su identidad, su independencia y un papel político de mediación y neutralidad entre los dos bloques. Cuando Eisenreich, que nació en 1925, publica sus primeros libros, Austria es todavía un país ocupado por las cuatro potencias vencedoras y recuerda aún esa provisionalidad errabunda y misteriosa captada con una extraordinaria vehemencia anárquica en El tercer hombre.

Con su vida nómada en Austria y en Alemania, sus distintos oficios, la actividad de escritor y de periodista radiofónico y su trasiego entre la apartada vida en el campo y el teatro del mundo vienes, Eisenreich es una figura de aquella fervorosa y nostálgica posguerra que recrea en sus libros. El tiempo apartado es también una crónica de esa generación y quien quiera entender hoy cómo se ha llegado a la Austria actual, qué es lo que hay detrás y debajo de su fachada, encontrará en su novela inacabada y noblemente fallida una especie de diario cotidiano de las cosas y los sentimientos que se fueron sedimentando poco a poco, hasta construir y formar el presente.

Con el título de Vencedores y vencidos, por el que sentía un especial aprecio, Eisenreich no pretendía referirse a la guerra mundial ni a ninguna de las potencias, clases sociales o fuerzas políticas que la guerra llevó al éxito o a la ruina. Al igual que los escritores que reconocía como sus maestros – Doderer, Gütersloh – Eisenreich vislumbra en los avatares históricos y políticos, reflejados no obstante con el preciso y sangriento realismo del periodista atento a los hechos y a los detalles, la parábola de una prueba existencial, del eterno conflicto entre el individuo y la ley objetiva de la vida.

Vencedor, según esta poética que es sobre todo una concepción moral, es quien sabe admitir su insuficiencia y sus derrotas sin achacarlas a la maldad de los otros o al desorden del mundo, quien no se deja deslumbrar por su propia idiosincrasia y no idolatra sus debilidades, sino que reconoce, por encima de él, unos valores y una ley, respecto a los cuales su psicología o sus vicisitudes personales son de una importancia secundaria. Vencido es quien se rebela contra la objetividad de lo real, contra el lugar que tiene asignado en la conexión del Todo, y se ve solamente a sí mismo, la vanidad y la miseria de su egoísmo.

Eisenreich se declaró discípulo de Doderer y de Gütersloh, de su "novela total" y tomista en la que toda laceración individual se recompone en la armonía de la totalidad, en las correlaciones que la unen estrechamente a toda la red del acaecer y le confieren un significado, aunque el individuo concreto, abrumado por la angustia e incapaz de elevarse por encima de ésta, no logre verlo.

Eisenreich acabó de esta forma por redescubrir y celebrar la gran tradición barroca austríaca – con su sentido del mundo creado por Dios y en el que todo tiene valor – y por ensalzar la novela realista que conserva el equilibrio entre la subjetividad del yo y la concreción de lo real, más que diluir esto último en un ilusorio juego de espejos de esa subjetividad.

En torno a él, mientras tanto, el mundo se transformaba y con él la literatura; declinaba la literatura comprometida, realista y humanística de su generación y nacía otra, mucho más grande y más heladoramente despiadada o furiosamente negadora – la narrativa de los Peter Handke o los Thomas Bernhard, que lo desbancarían en su papel de escritor representativo y lo abocarían a un destino de opositor, marginado y patético pero siempre irónica y desdeñosamente invicto. En vapuleos polémicos e ineficaces para contrarrestar el creciente éxito de esa nueva generación, Eisenreich les echaba en cara a Handke y Bernhard su incapacidad para representar el mundo, su disolución manierista de la realidad o su arrogante coquetería experimental, un complacido y rentable nihilismo, una pose estereotipada de enfant terrible que no es más que un enfant gáté creado y mantenido por la industria cultural.

Estaba sectariamente equivocado, porque Handke y Bernhard, a diferencia de él, han escrito libros muy notables; e incluso los exponentes menores de esa nueva generación, que él rechazaba, estaban renovando la literatura austríaca, mientras que él seguía siendo un autor de los años cincuenta y de los primeros sesenta.

Su mirada, deslumbrada pero también agudizada por el desprecio moral, captaba sin embargo genialmente el filisteísmo objetivo inherente no a cada uno de los autores concretos, como el creía, sino al engranaje de la industria cultural que los ponía de relieve. A esa generación de hijos contestatarios y rebeldes, ácidos e iconoclastas, Eisenreich contraponía el estilo del padre, que sabe asumir sus responsabilidades y conoce el deber de entender, perdonar y respetar; afirmaba el orden, la discreción, la medida, la fe en Dios y tal vez, en el fondo, también en Francisco José.

Cuanto más sincera era su pasión por el orden y la disciplina, tanto más incapaz se sentía de vivir conforme a esos modelos; sus numerosos matrimonios se desmoronaban, no sabía administrar sus finanzas ni sus manuscritos, se empantanaba en complicaciones editoriales, trabajaba con ahínco pero retrasaba años y hasta decenios la entrega de obras importantísimas para él que estaban anunciadas y eran esperadas. Como todo verdadero conservador, era un verdadero anarquista; de su desorden tal vez no quiso o no supo sacar ventaja alguna, transformarlo en marca de originalidad y hacer de ella luego una patente de éxito.

La chocante y escandalosa asocialidad de Bernhard, que violenta las buenas maneras y vilipendia continuamente a las autoridades públicas, constituye un comportamiento aceptado y remunerativo, que provoca no ya la marginación, sino la aceptación social. Las transgresiones e intemperancias de Eisenreich le supusieron en cambio una sanción disciplinaria de la sociedad literaria.

Pero todo esto no es suficiente para darle la razón, porque también forma parte del genio poético saber controlar y gestionar el desorden personal, como sabe hacer Bernhard, antes que sucumbir a él, como está en el destino del aficionado y le ocurrió a Eisenreich. Pero su existencia estuvo iluminada por la aventura; fue el escritor que se juega la vida en los libros que escribe y que se expone al riesgo de fracasar. Los autores que combatió injustamente han escrito grandes libros, pero no conocen y no pueden conocer, en el sistema en el que están integrados, el menor riesgo; ningún libro de Handke o de Bernhard puede ser, en el mercado del libro, un fracaso.

La verdadera novela de Eisenreich no es El tiempo apartado, sino la historia fatal de la escritura de ese "fragmento", historia en la que es más personaje que autor. ¿Pero quién no preferiría ser Sherlock Holmes antes que Conan Doyle? Hasta el cáncer que pudo con Eisenreich y con todo su coraje parece obedecer a una trágica coherencia. "Mi memoria va cediendo", me escribió con magnánima y afectuosa despreocupación al mandarme El tiempo apartado, "le deseo toda clase de bienes."


1986

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