LA IGNORANCIA ES UNA VIRTUD

Los periódicos dieron hace poco la noticia de un sondeo realizado en Inglaterra, según el cual resultaría que numerosos sacerdotes anglicanos no saben bien cuáles son los diez mandamientos. Los breves comentarios al caso se guardaban bien, acertadamente, de insinuar que la Iglesia Anglicana esté menos preparada que las demás Iglesias, hermanas o rivales en el anuncio del Evangelio; entre líneas, si acaso, se leía una cierta admiración por esa presunta ignorancia, como si ésta bastase, por sí sola, para dar testimonio de una mentalidad más abierta y un ánimo más sensible, libre de formalismos esquemáticos y por ende más creativo y más capaz de caridad cristiana.

Por muy inconscientes que fueran, en los matices de esos comentarios emergía no un juicio sobre el clero anglicano – desde luego no menos digno que otros ni, como sucede en cualquier institución humana, menos exento de imperfecciones -, sino una actitud cada vez más difusa en nuestra cultura, que no hace referencia sólo a las Iglesias o las religiones, sino a la existencia en general. Si un sacerdote, cualquiera que sea su confesión, ignora el Credo del que está llamado a dar testimonio y no se preocupa por colmar dicha laguna, parecería obvio sugerirle que cambiase de oficio, lo mismo que a un profesor de matemáticas incapaz de hacer una multiplicación o a un médico que no supiera dónde está el páncreas o la clavícula.

Sin embargo a menudo las manifestaciones de ignorancia son recibidas con simpatía, como si revelaran alguna genialidad o por lo menos una sensibilidad superior al frío conocimiento de nociones sistemáticas. Se trata de una retórica chabacana. Por supuesto, es evidente que la posesión de las nociones no basta; no es suficiente saber dónde está el esófago para ser un buen médico ni dominar la gramática y la sintaxis para ser un verdadero escritor. Pero es asimismo ridículo suponer que basta con no conocer las bases del oficio de uno para trascender su rutina mecánica y alcanzar una mayor originalidad. No todos los que le dan patadas a la gramática son poetas, no todos los que se embarullan con el teorema de Pitágoras son geniales matemáticos, libres de fórmulas seculares y por ende dueños de una orgullosa creatividad.

Esta se afirma siempre en su confrontación con las normas y las leyes, aunque sea para superarlas y fundar unas nuevas, como el poeta que renueva y revoluciona el lenguaje, pero a través del conocimiento de su estructura y de sus fundamentos. Los esquemas y las clasificaciones tienen una intensa carga de pasión y poesía, porque constituyen un esfuerzo por poner orden en el caos del mundo y por comprender, valorar y abarcar la realidad de la vida. No están desde luego a la altura de ésta, que no se deja disciplinar y sería ingenuo presumir de poderla afrontar siempre con reglas ya preparadas, colocando cualquier fenómeno imprevisible en su correspondiente casilla prefabricada. El mapamundi no contiene al mundo ni exime del riesgo ni de la seducción de aventurarse por sus laberintos.

Pero el mapamundi da color y relieve a la realidad, muestra por primera vez mares y mundos lejanos, descubre magnitudes y distancias, enciende fantasías y nostalgias; los intrépidos exploradores que salieron en otros tiempos en busca de lo desconocido estaban movidos, en el fondo de su corazón, por el amor a lo lejano, pero no desvariaban enfáticamente sobre el amor y la lejanía, sino que se ponían manos a la obra con el sextante y los compases, medían ángulos y circunferencias, hacían un balance de su navegación por mar y en ello consistía su poesía.

Nuestra cultura, enraizada en una época altamente racionalizada y dominada por el saber científico y tecnológico, está obsesionada por el miedo a lo artificioso y lo inauténtico, por la desazón ante la idea de perder frescura y espontaneidad y por el cómodo y retórico prejuicio conforme al cual el esprit de géometrie, el rigor conceptual, le corta las alas al esprit de finesse, a la espiritualidad y el alma. Haciendo ostentación de esta preocupación y convirtiéndola en una coartada para la pereza intelectual, se pretende que basta mostrar falta de claridad lógica para parecer ricos de sentimiento. De esta forma, para evitar el trabajo de buscarla de veras, se finge que la verdadera y auténtica vida es cosa fácil y al alcance de la mano y se hace alarde de una falsa simplicidad anímica, sin conseguir con ello más que una caricatura y una parodia de los valores que se pretenden afirmar, al igual que las tarjetas postales y los anuncios de verdes bosques y mares azules no son sino la falsificación de la naturaleza que se dice amar. Todo ello no revela ninguna profundidad de sentimiento, sino más bien aridez o banalidad encubiertas en una especie de papilla del corazón. Sin una libre y adusta sobriedad laica no hay verdadera fe ni verdadero amor a la vida que valgan.

Hace tiempo, en un programa televisivo, una atractiva señorita sentaba cátedra sobre la inquietud de su búsqueda espiritual reacia a todo sistema, de forma que, decía, si una tarde encontraba a alguien que le hablaba con entusiasmo del budismo, por la noche ella ya se había hecho budista, probablemente sólo por una noche. A lo mejor pensaba que su actitud podía escandalizar a quien respetaba códigos y catecismos, mientras que en cambio a lo que de veras ofendía no era sólo al budismo – uno de los grandes patrimonios de la humanidad, que es injurioso pretender conocer en dos horas – sino sobre todo al espíritu de libre investigación, que exige paciencia, atención y respeto por su objeto de búsqueda, conciencia de la dificultad de comprensión y capacidad de someterse al trabajo necesario para llegar a él. Para abandonarse al encanto de Natasha en Guerra y paz de Tolstoi, hace falta por lo menos leer las novecientas páginas de la novela, sin presumir de comprenderlo y sentirlo leyendo sólo un resumen de cien páginas, como ofrecía hace tiempo una conocida revista. Quienes defienden el alma, la poesía, el corazón o la creatividad son hoy quizás quienes menos hablan de ello y aprenden en cambio, con el arrojo y la pudorosa paciencia del amor, las gramáticas de la realidad, con sus reglas y sus excepciones, tanto si se trata del decálogo, de ecuaciones o de las figuras retóricas del lenguaje. El reino de los cielos, está escrito, no es de aquellos que dicen continuamente "¡Señor, Señor!".


1997

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