LA LITERATURA TIMORATA

Con los buenos sentimientos, decía Gide, no se hace literatura. No hay en efecto artista que, temeroso de que se le considere edificante, no predique la transgresión en lugar de invitar a observar los mandamientos o la moral kantiana. De hecho, la literatura mantiene raras veces la promesa de vérselas con el mal, del que la realidad está impregnada igual que el aire de las ciudades de contaminación, y de expresar los sentimientos malignos que anidan en el ánimo, volviéndolo sucio y opaco como el cuello de una camisa que no nos hemos cambiado. La ostentadora profanación, tan grata a tantas expresiones artísticas efectistas, demuestra ser a menudo bienintencionada, de la misma manera que son en general las personas más formales las que presumen de haber tenido malas notas en conducta. Los escritores iconoclastas celebran el eros frente a la represión, las posturas rebeldes frente al autoritarismo dogmático, la revuelta de los marginados frente a los tutores de las jerarquías sociales. Todo esto es muy de alabar, pero no es sino una profesión de moralidad y de buenos sentimientos; son éstos los que llevan a defender las libertades de todo tipo y a las víctimas de las opresiones, mientras que los inquisidores y tiranos son los que representan el mal y los que tienen por lo tanto el derecho de investirse de su diabólica seducción.

Suele ocurrir que los escritores a los que les gustan las provocaciones sean precisamente los buenos chicos, que celebran la democracia pero critican como se debe al capitalismo, que se oponen al comunismo despótico pero cultivan un noble y vago socialismo libertario. Prácticamente ninguno está del lado de los sentimientos verdaderamente inicuos, ninguno aprueba la amoral libertad del individuo capaz de desahogar sin la menor inhibición su propia voluntad de poder sin cuidarse lo más mínimo del dolor infligido a los demás, igual que el niño que disfruta aplastando a un insecto o quitándole un juguete a otro niño más débil, sin inmutarse ante las lágrimas de éste.

No se trata de desaprobar esa difusa moralidad, que es digna de aprecio aun cuando sea hipócrita, porque la hipocresía es siempre a pesar de todo el precio que el vicio paga a la virtud y la condena de la violencia es en cualquier caso siempre benéfica; nadie, por supuesto, desea escritores que hagan apología de los campos de concentración. Pero para afrontar realmente la red de maldad que nos atrapa y que cada uno de nosotros hila como un venenoso gusano de seda, no bastan ni la declamación más sincera de buenos sentimientos ni la primitiva apoteosis de la transgresión, que implica a menudo un cálido y tranquilizador pathos sentimental; hasta las crudas y negras hazañas de muchas existencias perdidas, a lo Genet, están envueltas muchas veces en una retórica afectiva que recuerda a Sin familia y que mitiga el auténtico horror del mal.

Este es tal no sólo por la crueldad de lo que a menudo sucede materialmente, sino sobre todo porque los mismos sentimientos, la misma capacidad de piedad y amor se resienten y corren el riesgo de dar en la mayor aridez. Es este infierno, que se asienta en el corazón, lo que una literatura que no fuera tímida ante el mal tendría que afrontar, sintiéndolo y retratándolo sin rémoras incluso dentro de sí misma; en algunas acres y desagradables pero sin embargo poderosas páginas, Kipling o Hamsun representaron por ejemplo la maldad y la indiferencia, tan ampliamente presentes en la vida que acechan también a la sensibilidad del escritor y de su cómplice lector. Por muy odiosos que sean, hay que atravesar esos bajíos de la existencia del ánimo y no ignorarlos en el viaje de descubrimiento de una auténtica bondad; hace falta viajar como Céline hasta el fondo de la noche, sin dorar la píldora. Céline se atrevió a ensalzar uno de los males más abyectos, el antisemitismo, pero hasta en la delirante y autodestructiva furia de su culpable panfleto aflora, a su pesar, su distorsionada generosidad, que habría podido y debido llevarle a escribir otro libro, opuesto a aquella aberración.

Sólo una literatura capaz de enfrentarse sin complacencias ni miramientos con el inmenso potencial de lo negativo inherente a la vida y a la historia puede expresar la ardua bondad; son Las amistades peligrosas y no las novelas sentimentales las que narran la intensidad, el extravío y también la ternura del amor. Las palabras "bondad" y "bueno" no desentonan en boca de Dostoievski, precisamente porque él se sumergió sin rémora alguna en el fango que fluye por nuestras venas, como un mesías que resurge pero antes muere y desciende de verdad al infierno; Bernanos puede encontrar la gracia porque no ennoblece con sentimientos conciliadores las dolorosas tinieblas.

Tal vez una mirada despiadada sea hoy más necesaria que nunca, en un momento en el que se han desmoronado las ilusiones de las grandes filosofías de la historia, persuadidas como estaban de que las contradicciones de la realidad traerían aparejadas en sí mismas su propia superación y conducirían en cualquier caso a un progreso ulterior; el devenir del mundo parece ahora a merced de una caótica e imprevisible ebullición, indiferente a los grandes proyectos y perspectivas. También en nuestra literatura más joven es a menudo el sentido religioso lo que desvela, rompiendo el tranquilizador envoltorio ideológico, el abismo de lo negativo; pensemos por ejemplo en la violencia, en la precisión visionaria y poética de un escritor como Doninelli. El mal no es por lo demás sólo la perversión tenebrosa que invade brutalmente todo el campo de la visión, es también el impalpable soplo de la nada que se advierte hasta en la cotidianidad más habitual e incluso amada.

En una fulminante y dolorosa escena de su novela I sogni tornano [Vuelven los sueños], un libro lleno de amor, amistad y solidaridad, Claudio Marabini ilumina por ejemplo el instante de cruel extrañamiento que tiene lugar, en la habitación de hospital en la que un hombre se está enfrentando y resistiendo a la muerte, entre él y su sobrina, que representa para él uno de los hilos más fuertes que lo ligan a la vida y cuya imprevista retracción, en la encantadora y terrible extrañeza de la infancia, da a entender lo tenaz pero también lo frágil que es ese hilo. El amor implica desencanto y capacidad de fijar la nada.

Cuanta más vida es capaz de contener un libro, tanta más voz da no sólo a la seducción, a su continuidad, sino también, al mismo tiempo, a sus grietas, a sus engaños, a su indiferencia; la verdadera y desencantada bondad vuelve una mirada duramente atenta a lo demoníaco, menos empañado entonces por el velo lacrimoso de los sentimientos fácilmente buenos. Le storie dell'ultimo giorno [Las historias del último día], la novela de Stefano Jacomuzzi, abarca, con profunda y arrebatadora fuerza poética, una vibrante totalidad de vida; la fraterna pietas y el deseo con que se ve y se cuenta el tiovivo de la existencia no concilian sino que hacen emerger su pesadumbre, su demonicidad. En la novela, un papa moribundo descubre que puede y debe rezar dirigiendo su pensamiento no tanto a las tranquilizadoras certezas de la fe cuanto a las simples e indescifrables vicisitudes vividas por otras personas, que se han cruzado con su parábola vital y también con los trastornos epocales de los que él ha sido protagonista y testigo. En esas existencias es donde encuentra el sentido extremo de su aventura terrena y del mismo misterio de Dios, de su fuerza y debilidad en la historia. La fe está cosida a su persona, forma casi una y la misma cosa con su cuerpo, y al mismo tiempo está a veces extraviada – igual que lo está un pobre cuerpo – respecto a la vida, a su encanto y a su escalofrío, que llega traicionero como una corriente de aire helado.

Todo libro verdadero se mide con la demonicidad de la vida; incluso el Evangelio es terrible, porque constata que a quien tiene se le da y a quien no tiene se le quita incluso lo poco que tiene. En esta capacidad de escrutar verdades incluso intolerables hay una bondad más grande que cualquier conciliadora y templada afabilidad, la disponibilidad a descender, con impávida y desconsolada piedad, hasta el fondo de nuestra oscuridad.


1993


LA LITERATURA NO SALVA LA VIDA. EN LA MUERTE DE BORGES


"Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas", escribió Borges en una inolvidable parábola acerca de sí mismo y de su propia escisión, tal vez la más grande y la más poética página que se haya escrito jamás sobre la relación que existe entre vivir y escribir. El autor de ese apólogo, que habla en primera persona, dice no ser el famoso escritor que aparece en todos los diccionarios biográficos del mundo y en las cubiertas de muchos libros; él es sólo el individuo que figura en el registro civil como Jorge Luis Borges, el que camina por las calles de Buenos Aires mirando distraídamente los zaguanes, mojándose con la lluvia o cogiendo un resfriado, viviendo y dejándose vivir, rumiando alguna indefinible melancolía que ni siquiera el otro, el poeta, podrá comprender jamás y deslizándose, como el fluir del tiempo, hacia el final. Del otro, del célebre escritor, le llegan noticias a través de los periódicos y se da cuenta, con ligero estupor, de que su torpe y oscura existencia le suministra al otro, al Borges de la literatura mundial, la materia para algunas fábulas reticentes y abusivas. "Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII", dice, "el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor."

¿Quién de ellos es el que ha muerto hace algunas horas?, ¿el anónimo y melancólico señor del bastón, que tal vez no conoció el amor y se perdía en los meandros de las calles y de la tarde, desapareciendo en la sombra como un día que se acaba?, ¿o bien el autor de libros que, jugando inexorablemente con las nostalgias de aquel desconocido, nos ha proporcionado la ilusión de que algunos volúmenes, con sus lomos bien encuadernados que relucen en un anaquel, pueden justificar una vida inalcanzable en su misterio? Los teletipos han anunciado al mundo la muerte del actor, de quien expresaba la pasión del hombre, del desconocido héroe de la historia, el gusto por el café o por Stevenson, no sin contaminar esas predilecciones con una punta de falsedad, y las necrologías hacen referencia también al otro, al protagonista de las voces de las enciclopedias y de los ensayos críticos. Este seguro que se habría divertido viendo las pruebas generales o asistiendo al estreno del duelo por su fallecimiento. Del frágil individuo de ochenta y siete años – de sus miedos, de sus pesares, del frío o del sudor de sus últimas horas – no se puede decir ni imaginar nada.

Toda la obra de Borges está impregnada por la melancólica conciencia de que la literatura no puede salvar la vida y de que un poeta, en una poesía acerca de un tigre, sólo consigue decir "palabras, palabras, palabras", un tigre de sílabas y de papel, y busca en vano al otro tigre, al que no está en el verso sino en la selva.

Pero Borges es grande precisamente porque logra evocar la vida, su plenitud y su vanidad, expresando la falta de adecuación de la literatura para representarla y haciendo propia esa inadecuación, asumiendo todos los riesgos del vacío y la aridez y consiguiendo así expresar la verdad de la ausencia moderna, del significado que no se deja atrapar y de las cosas que no se dejan aferrar. Gran intérprete de esta ausencia moderna, sabe ser también su víctima, destinando su obra a parecerse al mapa del imperio del que traza una parábola, un mapa que reproduce fielmente la tierra y se ajusta a ella con exactitud, pero que al final el viento acaba por hacer pedazos.

Se ha ensalzado a Borges como a un funámbulo del artificio y a un prestidigitador de la relojería literaria y los mecanismos literarios que se tienen como fin a sí mismos. Ésa es una mala pasada que el sapiente actor, para distraer su melancolía, ha jugado a muchos de sus émulos y admiradores, sofisticados, es decir, toscos y destinados a simular miserablemente la dolorosa e irónica ambivalencia de su poesía, que parece fácil de imitar como la kafkiana, pero al igual que ésta es inimitable y no muestra desde luego el triunfo coqueto del sofisma, sino la aventura y el extravío de la inteligencia en la trama elemental del mundo.

El mismo Borges, en muchas páginas repetitivas, se parece a sus flojos plagiarios; no es ciertamente un intelectual y ni siquiera es verdaderamente culto, porque su enorme erudición es un centón de motivos más acumulados que verdaderamente asimilados, pero sabe ser, a ratos, un gran poeta de lo elemental, de esa sencillez suprapersonal que nos afecta a todos y cada uno, y sabe expresar la luz de una tarde, la caída de la lluvia, la cercanía del sueño, la sombra de la casa natal o la frescura del agua que regocija en un espléndido relato, las especulaciones de Averroes. Es el poeta de la valentía, de la fidelidad, de la épica familiaridad con la vida y la muerte – de esos valores que él sabe que no posee ni en la existencia ni, salvo raras excepciones, en el arte y de los cuales sólo puede expresar la nostalgia.

Pero esa nostalgia constituye su genio. Sus dioses, ha dicho, no le concedieron la expresión que crea la vida, sino sólo la alusión que la menciona de refilón. Su poesía dice la melancolía de esa alusión fugitiva, "la inminencia de una revelación que no se produce", la espera de un secreto que no se revela. Algunos de sus relatos parecen apenas el genial esbozo de un relato que está todavía por escribir. En esa potencialidad a menudo decepcionada él encarna el destino de la literatura, a la que ya no le es dado transmitir valores y contar la unidad de la vida.

Para consolar y engañar a sus imitadores, el actor ha fingido complacerse con el jaque en que la literatura pone a la existencia. La grandeza de Borges consiste en cambio en la valentía con la que afrontó esa aridez personal y epocal, una valentía digna de esos héroes suyos que él tanto envidiaba – porque, a diferencia de él, saben empuñar la espada – y que le permitió hablar, en nombre de todos, de los miedos, de los apuros y la esterilidad de todos nosotros. Y de ese modo el bibliotecario acosado por la falta de amor y de deseo pudo escribir, en El Aleph, una gran parábola del amor reprimido y perdido.

La vida de Borges parece toda ella resumida en su escritura, en una bibliografía: su nacimiento en Buenos Aires, sus estudios en Europa, el culto de las memorias patrióticas y militares argentinas, su breve compromiso vanguardista pronto abandonado en favor de un escéptico clasicismo, la redacción de sus obras maestras dedicadas a los laberintos de la existencia, a las paradojas metafísicas, a la repetición circular del acaecer, a la épica de los suburbios bonaerenses. Pero su muerte nos impresiona, más que como un luto por la literatura, como la muerte de ese Cada Uno de las representaciones sagradas medievales. Nos lleva a pensar, como no ocurre con otros escritores, en nuestra vida, en nuestro amor y nuestra muerte.

Su desaparición no induce a escribir necrologías edificantes ni a atribuirle todas las virtudes. Tenía sus miopes y estrechas durezas de reaccionario, sus cerrazones, pecados y miserias de las que responder a sus dioses. Pero todo eso le hace ser hermano nuestro, espejo de nuestro destino. Hace algunos años, en Venecia, se sentía embarazado cuando le daban las gracias por lo que había escrito; sabía que no podía vanagloriarse de sus palabras y que la grandeza de su obra, misteriosa y tal vez casualmente conseguida por el otro, por el actor, formaba ya parte del mundo y no le pertenecía a él más que a mí o a cualquier otro. En sus últimos años, la gran libertad de la vejez le llevaba a disfrutar incluso con las chucherías de la vida, a haraganear por premios y congresos literarios incluso de escaso interés, regocijándose con los huecos de tiempo que le quedaban y persiguiendo esa cosa infinita e irrecuperable que todo hombre, como él había escrito, sabe que ha recibido y perdido.


1986

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