LA SONRISA DE LA UNIDAD O BIEN HERMANN HESSE ENTRE LA VIDA Y LA VIDA

En El juego de los abalorios, la gran novela pedagógica que constituye, cuando menos en las intenciones del autor, la summa del arte y el pensamiento de Hesse, uno de los primeros compañeros y amigos del protagonista Josef Knecht en la escuela de Waldzell, Carlo Ferromonte, dice que "la antítesis entre mundo y espíritu, la batalla entre dos principios inconciliables" se le ha revelado como "una experiencia musical", se ha convertido para él en "un concierto". Toda la obra de Hesse gira, con apasionada y a veces repetitiva insistencia, en torno al intento de conciliar las contradicciones desvelando su ilusión o su solidaria complementariedad, al esfuerzo de superar en la intuición total de la Vida perenne e ininterrumpida la desavenencia ínsita en cada pequeña vida individual, que para existir tiene que distinguirse y contraponerse a la gran corriente. La poesía está llamada a componer en armonía las disonancias representadas por las existencias individuales y finitas, con su angustia y su caducidad, su soledad y su muerte.

En esta suprema misión de la poesía – entendida no como creación de obras artísticas, sino como soplo o espíritu poético capaz de hacerse uno con el resuello del Todo y participar en el incesante proceso vital – cooperan las demás disciplinas, ciencias y actividades humanas, conservando sus peculiaridades pero subordinándolas a esa tonalidad poética que las trasciende y les imprime un significado universal. En la imaginaria provincia pedagógica de Castalia, en El juego de los abalorios, se cultivan todas las artes, las ciencias y las técnicas de todas las civilizaciones del pasado para destilar un valor unitario y omnicomprensivo, que pueda servir de guía del mundo en cuanto que ha extraído su esencia y ha descubierto, tras la multiplicidad de los contrastes y las diversidades que constituyen propiamente el mundo, la sustancial unidad que rige y empapa a esa multiplicidad mundana.

Hesse es un intenso poeta de esa antinomia entre vida y forma – entre unidad indiferenciada del Todo y existencia individual, entre momento dionisíaco y momento apolíneo, entre vida y espíritu – que anima a buena parte de la literatura europea desde finales del siglo pasado a los primeros decenios del XX. Como escritor humanista que tiende a la armonía, Hesse se da cuenta perfectamente de que toda armonía alcanzada es momentánea e ilusoria, al igual que los contrastes que ha recompuesto, y que la desavenencia resurge enseguida, inextinguible como el propio fluir de la vida. El espíritu castalio, del que habla el fragmento citado, tendría que haber resuelto ya el conflicto con el mundo, porque ha absorbido y trascendido en él las contradicciones del mundo, tras años de paciente y ascético estudio contemplativo. Es más, el espíritu castalio – simbolizado por la perfección del juego de los abalorios, que combina y sublima todas las fuerzas y los valores de la vida en la pureza inmaterial y pitagórica de una cifra o de una ley musical – matemática – es el mundo, debiera ser la fórmula y la quintaesencia del mundo propiamente dicho, su síntesis. Pero toda síntesis deja siempre fuera amplias partes y componentes de la realidad, con las que después se las tiene que haber, en una nueva síntesis. Llegado a la cima de la jerarquía castalia, Josef Knecht siente que el mundo queda sin embargo siempre lejos, fuera del tranquilo reino del espíritu, y sale de Castalia para aventurarse en él, encontrando la muerte en un lago.

También de esta desavenencia quiere Hesse hacer un concierto, la armonía musical de quien ha comprendido que no hay lucha entre espíritu y mundo sino que cada uno de los dos es también el otro. Como poeta de ese conflicto, Hesse lo afronta de forma singular, contradictoria y ambigua pero original. Se sitúa lejos de cualquier solución dialéctica de los contrastes, de cualquier fe en una síntesis hegeliana que supere y anule a esos opuestos que él, en su visión mística y pánica, quiere mantener en su insuprimible particularidad y que por consiguiente se niega a sacrificar a una síntesis o a un proceso de síntesis sucesivas que los elimine. Hesse está por lo demás también lejos de la mediación manniana, que busca en la oscilación entre los opuestos una solución intermedia que salve a ambos suavizándolos en la ironía y distanciándose en la parodia conciliadora y desmitificadora, que permite "purificar el aire", como dice Adrián Leverkühn, y tomar así parte, con distancia pero con afecto, en la fiesta de la vida. Hesse lo quiere todo; quiere la identidad del Uno y lo Múltiple y la quiere ahora. Es más, da esta identidad como algo presupuesto y presente, intuible para quien sepa abrirse humildemente a ella e inalcanzable por parte de toda voluntad de aferraría, pues la pierde precisamente a causa de la arbitrariedad y la presunción implícitas en la intencionalidad intelectualista.

Muchas páginas de Hesse, y tal vez las mejores, plasman la revelación de la identidad de la vida en el remolino de sus fenómenos y mutaciones, que la poesía trata de captar en su unidad o bien en su simultaneidad (puesto que la Vida siempre idéntica y omnipresente en su fluir ignora los límites categoriales de espacio y tiempo) luchando con las barreras inherentes a la dimensión lineal del lenguaje, que desgaja la visión simultánea en una sucesión temporal y recorta del mar de lo indiferenciado las diversas individualidades. Knulp, el vagabundo de la novela homónima, contempla las colinas del crepúsculo sintiendo que la luz que está a punto de apagarse y la misma vida humana, hermosa y breve como unos fuegos artificiales en la noche, son un concierto de beatitud, y al final, mientras se está muriendo, oye la voz de Dios que dice la gran verdad: "Todo es como debe ser." Emil Sinclair, el narrador en primera persona de Demian, va en busca de Abraxas, la divinidad que es al mismo tiempo Dios y Demonio, y el retrato que dibuja es a la par el del rostro de su amigo Demian y el de su amada Beatriz, el de Eva, la gran amante – madre, y el suyo propio. El último verano de Klingsor es todo un enfebrecido canto a la identidad de la vida y la muerte, a la guadaña afilada que está al acecho entre el rojo follaje del otoño que es, al mismo tiempo, una explosión de colores y vitalidad, limo primordial y estrellas lejanas. En Klein y Wagner el protagonista percibe, mientras se está ahogando suicida en el río, "la música del cosmos", el unísono maravilloso y terrible de todas las cosas.

Siddharta aprende del río la verdadera imagen y realidad de la existencia, liberada de las categorías de espacio y de tiempo: el río es siempre igual y distinto, es a la vez el manantial la cascada el curso tranquilo y la majestuosa desembocadura; cuando su amigo Govinda se inclina para besarle en la frente, ve que el rostro sonriente de Siddharta, aun siendo todavía el rostro de Siddharta, es asimismo una miríada de figuras, de formas y mutaciones, la totalidad simultánea de lo que ocurre en el mundo y que solamente el espíritu humano está obligado a escindir, a poner en orden secuencial o en una relación de exclusión recíproca, a desgajar y descomponer. El lobo estepario transfiere en fin este motivo al interior de la unidad psicológica del yo individual y del mecanismo de sus pulsiones y afectos. Medio burgués como es debido, medio lobo feroz, Harry Haller es en realidad una multitud de núcleos psíquicos o de fragmentos de núcleos psíquicos que se condensan en cristalizaciones provisionales y se disuelven y separan continuamente; la dimensión más verdadera de esta vertiginosa alternancia de papeles, en la que el principio de individuación se exaspera hasta el punto de negarse a sí mismo y a cualquier forma finita definitiva, es el sexo, cuya proliferación indistinta es el amor a la vida entera.

La originalidad de Hesse en la representación de este tema – que ha contado con muchos grandes poetas, desde la literatura fin de siecle al Aleph de Borges o a la Odisea en el espacio de Kubrick – estriba en el hecho de que no sólo intenta conciliar las contradicciones vitales en la imagen de la unidad de la vida, sino conciliar también la concepción mística del Gran Uno, tendencialmente antirracionalista y amoral, con una concepción y un compromiso moral, que se basa en el dualismo del bien y el mal y en el juicio erigido por encima de la vida. Hay en la vida y en la obra de Hesse un fecundo contraste entre el irracionalismo de su visión pánica y la racionalidad humanística de su posición y su opción moral. En sus páginas resuena continuamente das Jaund Amenlied, la canción del sí y así sea: si Dios proclama a un Knulp moribundo que todo es como debe ser, el cósmico río de las criaturas le revela a un Klein a punto de ahogarse que "lo único que existe entre la vejez y la juventud, entre Babilonia y Berlín, entre el bien y el mal, el dar y el tomar, lo único que llena el mundo de diferencias, valoraciones, dolor, disputas o guerra es el espíritu humano, el joven impetuoso y cruel espíritu humano bajo la forma de la juventud turbulenta, todavía lejos de la sabiduría, todavía lejos de Dios. Él inventa contrastes, inventa nombres. A algunas cosas las llama hermosas, a otras feas, éstas buenas, esas otras malas. A un trozo de vida se lo llama amor, a otro homicidio […] Pero Dios no se daba ningún nombre a sí mismo. El quería ser nombrado, quería ser amado y exaltado, maldecido, odiado, adorado, porque la música del cosmos era su casa divina y era su vida – pero le era indiferente el nombre con el que se le alabara, se le amara u odiara, y si ante él el hombre buscaba la paz y el sueño o bien la danza y la locura".

Siddharta llega a entender que Nirvana y Sámsara – o sea, absoluto y relativo, verdad y apariencia – son una sola cosa y rechaza la doctrina de Buda porque está persuadido de que nadie puede enseñar nada a otro y de que sólo la experiencia vivida directamente es una enseñanza. En esa noche mística todas las vacas son pardas: las uñas lacadas de la cortesana Kamala y las largas y sucias de los Samana, los anacoretas del bosque, son equivalentes e intercambiables, lo mismo que el amor remiso y castísimo de Peter Camenzind, en la novela homónima, y la orgía de grupo en El lobo estepario no se diferencian tampoco en lo que a valor de experiencia ni a juicio moral se refiere.

La cultura india, de la que Hesse, incluso por tradición familiar, era un buen conocedor, había transmitido en efecto a sus entusiastas seguidores fin de siecle sobre todo el rechazo místico-religioso del juicio ético. En el Bhágávad-Gíta, el gran poema filosófico sánscrito contenido en la epopeya del Máhábharata que fue leído durante aquellos años con fervor en especial en los pueblos alemanes, Krishna, el Dios que se convirtió en auriga del héroe Arjuna, le anima a éste cuando lo ve vacilar en la batalla porque es reacio a matar a sus adversarios, que son también sus primos. Al héroe misericordioso que no querría que se derramara sangre, el Dios le enseña que toda existencia individual es ilusoria, que la vida y la muerte del individuo no existen, sino que lo único que existe es la gran corriente que fluye, respecto a la cual matar o no matar es sólo un gesto aparente. La lógica de lo viviente, dirá más tarde Jacob con un lenguaje científico pero no por ello menos místico, no conoce verdaderas soluciones de continuidad y trasciende por ello la realidad individual: el antiguo misticismo pánico resurge en nuestros días en el pellejo de las ciencias, biológicas o sociológicas, que parecen volver a sumergir al sujeto en la corriente de lo indistinto.

La consecuencia que Krishna saca de esa grandiosa visión de la totalidad indestructible, que desde luego infunde un sentido de catarsis de la angustia individual que la poesía de Hesse fue capaz de captar con estremecedora intensidad, es una invitación a obedecer a la ley de la casta y al deber del propio estado sin escrúpulos de conciencia: "combate, Bháráta". Con ser liberatoria y embriagadora, la superación – desvalorización de la individualidad y la conciencia es susceptible de conducir también a una indiferente o excitada violencia respecto a los hombres. El hechizo de un misticismo como el de la Bhágávad-Gita ha contribuido asimismo – en especial en tierra alemana, tan sensible y atenta como ha sido al revival de las culturas orientales de este siglo – al más feroz antihumanismo. A la ebriedad y a la catarsis de esa visión pánica remite, por ejemplo – en La sospecha de Dürrenmatt -, el criminal nazi Emmenberger para justificar culturalmente sus atroces experimentos quirúrgicos sin anestesia con los prisioneros del Lager.

Es obvio que el anónimo y grandísimo místico de hace miles de años no es responsable de las lecturas que de su obra harán los milenios sucesivos. A la historia de la cultura le interesan esas lecturas, para entender no ya el texto o el pensamiento antiguo, sino a sus lectores y seguidores modernos. Hesse, que tiene un sentido tan vivo e intenso del carácter liberatorio inmanente a la superación del yo y a la contemplación del Uno, no se oculta a sí mismo el conflicto moral que trae aparejada e implica dicha visión, ya que ella misma es luego la primera que quebranta esa unidad de la vida que es su objeto exaltante. "Si todo es indiferente", le dice su amigo a Knulp, "importa bien poco que se quiera ser buenos y honestos. Para el caso no existe la bondad si el azul turquesa es tan bueno como el amarillo y el malo tan bueno como el bueno. Cada uno viene a ser una fiera de la selva y actúa conforme a su naturaleza y no tiene ni mérito ni culpa." En El último verano de Klingsor el Armenio apremia: "Se puede decir sí y se puede decir no, eso no es más que un juego de niños. Pero el crepúsculo no existe, el sol y los astros no declinan. Para que hubiera un descender hacia abajo y un surgir hacia arriba, debiera haber un abajo y un arriba. Pero no existe el abajo ni el arriba, o mejor, existe sólo en el cerebro humano, en la patria de todas las ilusiones. Todas las contraposiciones son ilusorias: contraponer el blanco al negro es una ilusión, la vida a la muerte es una ilusión, el bien al mal es una ilusión." Para cada verdad, dice Siddharta, es verdad también lo contrario, mientras que Demian niega decididamente el libre albedrío.

Si las consecuencias de la visión total desde lo alto del carruaje de Arjuna son el aniquilamiento de la razón y la ebriedad de la lucha, Hesse es en cambio un gran escritor humanista, un intelectual pacifista que combatió las exaltaciones guerreras y patrióticas, un espíritu lucidísimo y sosegado que supo sustraerse como pocos a ese eclipse de la razón que se llevó por delante a tantos intelectuales y escritores, en especial alemanes pero no sólo alemanes, en los primeros decenios del siglo. Toda la vida de Hesse es un extraordinario testimonio moral, el ejemplo de un hombre cuya razón supo resistir continuamente a los halagos de lo indistinto, al pathos de la lucha y a la seducción del fluir amoral de la vida. Con ser poeta del Gran Uno, Hesse es también un hombre que combatió su buena batalla ética en el sentido paolino y cuyas palabras fueron, según el lema evangélico, o sí o no. La inteligencia de Hesse es la inteligencia clara de quien sabe optar, establecer juicios, distinguir y rechazar. Su obra aspira a presentarse, según sus intenciones, como un elevado mensaje moral, a facilitar ejemplos de equilibrio humanístico y sabia solidaridad, a exhortar y educar, a impartir esa enseñanza que Siddharta pensaba que cada uno sólo se podía dar a sí mismo. La armonía predicada por Hesse – una armonía que él posee desde el mismo ritmo sosegado y terso de su prosa, que impone una noble y majestuosa dignidad incluso a los momentos de estático arrobamiento y furibundo abandono – es una armonía que no deriva de una absolución global de la existencia o una negación de la responsabilidad, de ese "comprenderlo todo y perdonarlo todo" en el que Joseph Roth veía una tentación demoníaca.

Las ebriedades históricas y políticas encontraron a Hesse siempre sobrio. En la colectiva infatuación bélica de la Primera Guerra Mundial, que indujo a casi todos, Thomas Mann incluido, a abandonar las razones de la humanidad en nombre de la gran reclamo de una Vida y una naturaleza no corrompidas por el intelecto, Hesse demostró una desencantada firmeza que hizo de él un caso casi único, por lo menos entre los escritores no marxistas, de poeta inmune a la transfigurada y mistificada seducción de la gran masacre. Hesse dirigió a sus colegas alemanes y europeos las más lúcidas y apasionadas páginas que hayan podido escribirse jamás para desmitificar aquel siniestro embrujo por la lucha en el que se llevaba a cabo el ocaso de Europa. Muy inferior a Thomas Mann desde un punto de vista poético, Hesse vio más en profundidad que él, desde el principio, en la crisis europea y el naufragio de la razón. Las novelas de Hesse, sobre todo Demian, están impregnadas del sentido del ocaso de Europa y de su inexorabilidad, semejante a la de los colores de las hojas del otoño; a este retrato decepcionado de una vertiginosa catástrofe se opone la impávida tranquilidad de un espíritu que no se une al coro embriagado por dicha catástrofe. Es más, acusa a los alemanes de haber traicionado la ética y la claridad racional de la palabra para abandonarse al embrujo inmoral, esto es, indistinto y arracional, de la música.

Hesse fue él mismo una de esas personalidades que su utópica Castalia de El juego de los abalorios pretendía formar: una gran personalidad que, oponiéndose al culto de "lo divergente, lo anormal, lo único y patológico" tan vitoreado por nuestra época, definida por el escritor como "la edad del periodismo", o sea, de lo sensacional, se realiza insertándose "más allá de toda originalidad y extrañeza en lo universal", sirviendo "del mejor modo posible a lo que está por encima de la personalidad". Como espíritu goethiano del orden – y de la renuncia, implícita en todo orden y antiestética, a la ansiosa identificación con la totalidad inmediata -, Hesse propone como modelo un carácter ideal en el "que la naturaleza y la educación han hecho que su persona pueda dejarse absorber casi por entero por su función jerárquica, sin perder por ello sin embargo ese fuerte, fresco, admirable empuje que constituye el perfume y el valor del individuo".

Hesse es un escritor de valor no tanto cuando delinea esas figuras perfectas, como cuando representa la crisis del mundo y de los hombres que se hunden en una dirección contrapuesta. Representante ideal de la civilización burguesa y escritor burgués por excelencia, Hesse comprendió como pocos otros autores la decadencia y el derrumbe de la burguesía. Su plasmación de esta crisis, en El lobo estepario y sobre todo en Demian, es más despiadada que el análisis que de ella hace Thomas Mann, aunque poéticamente sea inferior. Hesse carece de la ambigüedad manniana, que matiza el juicio en un juego iridiscente y elusivo de infinitas posibilidades, precisamente porque no tiene la confianza de Mann en la capacidad de la burguesía de resurgir de sus propias cenizas y sacar de su propia decadencia nuevos valores. Más conservador, desde un punto de vista cultural, que Mann, Hesse, que se esfuerza por conservar el inmenso patrimonio del pasado, expresa una condena mucho más radical y concreta de su propio presente. Pero a pesar de todo, en Hesse se echa a faltar la ironía: hay desde luego una ironía que afecta a los planos de la narración, la ironía del juego cambiante de las formas y las ilusiones, pero falta una ironía dirigida también a sí misma, a su propio juego irónico con las formas y al mensaje que se quiere transmitir con ese juego. Hesse dice lo que quiere decir con una nitidez unívoca, con claridad directa. Esto ha terminado por limitar su obra a la tradición narrativa decimonónica, impidiéndole trascender en el plano del lenguaje y de las formas el yo psicológico decimonónico, tal como hace sin embargo en el plano de los contenidos.

En eso estriba su embrujo y su límite como escritor, su agradable humanitas de narrador, que relata con la distendida afabilidad del novelista decimonónico una crisis que está ya más allá de las fronteras de esa narrativa, y su amabilidad estilizada, augustamente acartonada y noblemente amanerada, que envuelve en una civilizadísima y casi esterilizada discreción unas historias que parece que debieran ir más allá de cualquier sabia convención y apuntar a fracturas más audaces, pero que una mano leve y moderada acaba por encauzar en una mesurada y equilibrada conveniencia. Quizás Hesse sea un gran escritor mediano, que la profundidad de su pensamiento y su integridad humana han elevado al lado de los grandes maestros de la literatura de nuestro siglo, a cuya altura desde el punto de vista poético desde luego no está, pero a los que acompaña dignamente por el significado humano y moral que su testimonio personal y su obra han adquirido, raro ejemplo de coherencia personal y de un ánimo que se hizo intérprete de los dolores de todos.

Hesse llega a la pánica armonía de Siddharta y a la totalidad libidinal de El lobo estepario desde la experiencia del dolor, del sufrimiento y la escisión, experiencia que le indujo desde sus años más tiernos a establecer un neto juicio moral, dualístico, respecto a la vida. Mucho antes de la Primera Guerra Mundial y del nacionalsocialismo, que Hesse advirtió y comprendió con despiadada clarividencia cuando muchísimos escritores de probada fe humanística (Thomas Mann incluido) todavía concebían ilusiones en torno al mismo o por lo menos permanecían perplejos tratando de transformar esa perplejidad en irónico conocimiento, Hesse condenó la dureza y la crueldad ínsitas en el sistema burgués. El mismo llega a contemplar la rueda de las cosas después de haber pasado a través de las penalidades de una exasperada concepción dualística. En Demian, Emil Sinclair debe superar el dualismo existente entre el mundo luminoso de la casa paterna y el mundo oscuro de la realidad bruta. Este último mundo es el mundo de lo turbio, pero también el mundo de los humillados y ofendidos: Sinclair, para encontrarse a sí mismo, tiene que resolver ese dualismo y Demian, el guía que al principio le salva de las amenazas de dicho mundo, le parece como un mensajero de esa materna realidad oscura.

Criado en un ambiente rígidamente beato, Hesse corrió el riesgo de quedar aplastado por el tétrico e inflexible rigorismo luterano centrado en la fanática separación del bien y el mal, los valores y los errores, y en la consiguiente amputación de una grandísima parte de la vida, de esa parte que la hace amable, tierna, digna de ser deseada y vivida, capaz de felicidad. El indómito anciano venerable que al final de su vida se convirtió, en su voluntario exilio campestre de Montagnola, en un símbolo de inagotable laboriosidad y de serena y enjuta salud, pasó a través del infierno de la represión que, hacia finales de siglo, dio al traste con la existencia de tantos jóvenes y echó a perder tantos fermentos de nueva vida. Hesse padeció en su propio pellejo, de joven, el calvario del adolescente machacado por la sociedad autoritaria que tantos escritores, comprendido él mismo, han plasmado en páginas famosas: la obsesión puritana que corta desde su raíz deseos y amores, la pérdida de la personalidad propia ahogada y triturada, el principio del rendimiento aplicado a la escuela, que integra cualquier posibilidad de vida en su ritmo angustioso y margina despiadadamente a quien no quiere o no puede adaptarse.

Hesse vivió ese peligro de pérdida de sí mismo hasta en las formas más graves de neurosis, de verdadera enfermedad psíquica. En la novela Bajo las ruedas, que es tal vez su obra maestra desde el punto de vista artístico, Hesse trazó un retrato incomparable de la tragedia de la adolescencia en la tardía y declinante sociedad patriarcal guillermina, tragedia de un pasado que, antes de morir, quiere destruir las posibilidades de un futuro social distinto, lo mismo que Cronos con sus hijos. También del lobo estepario Hesse nos dice que su adolescencia estuvo desgarrada por la rígida pedagogía religiosa, que hizo que recayeran sobre sí misma, en forma de odio, cualidades naturales del joven como son la agudeza, la capacidad de crítica o la sed de verdad.

Siendo como fue un laborioso escritor burgués, Hesse desenmascaró en primer lugar la ética burguesa del trabajo, proponiendo el modelo de una humanidad libre y lúdica. De las pesadillas de su juventud y de sus héroes juveniles Hesse se liberó por medio del utópico modelo de una humanidad libre de la constricción del trabajo y el rendimiento y de las renuncias que esa constricción comporta. Es un gran poeta del placer, de lo que florece en la vida y se deja disfrutar sin motivo, de lo que es irreductible a la posesión: la luz de las estaciones, el agua que fluye resplandeciente, las hojas que acolchan el paso en el sendero, la simetría del cañaveral y el caótico polvillo que brilla al sol, una excursión a la montaña, una nube, un amor tímido o violento pero en cualquier caso disfrutado. Hesse es el poeta de una naturaleza liberada, en la que el gozo está al alcance de la mano y un paseo en el bosque asume mayor significado que un grandioso acontecimiento histórico; es un poeta del cuerpo femenino, del deseo anárquico y dulce.

No exento de ingenuas simplificaciones al imaginar esa naturaleza liberada, Hesse nunca se hizo la menor ilusión acerca de las posibilidades de realización de esa libertad en la sociedad burguesa europea. Como poeta anticiudadano, es decir, enemigo de la organización social burguesa tardía, dirigió su poesía a la naturaleza, pero haciendo de ella el símbolo luminoso de la libertad de toda la persona humana restituida a la inocencia, no un arcaico y regresivo modelo de sociedad agraria que contraponer a la capitalista. Hesse es uno de los pocos cantores del idilio natural o provincial que asumieron una posición política de progreso sin caer en el anticapitalismo romántico. A la luz de esa utópica plenitud natural es como Hesse juzga a la sociedad burguesa de su tiempo, en especial a la sociedad intelectual, llegando a localizar sus deformaciones, sus bloqueos, censuras, mistificaciones culturales y extravíos.

Demian y El lobo estepario son en este sentido una mina de observaciones, que plasman con profética clarividencia la trama de manías, angustias y tonterías de la que estaba compuesta la imagen de la burguesía europea en torno a la Primera Guerra Mundial o en los años de entreguerras. Siendo un humanista conservador como era, en cuanto ligado a una herencia de valores que había que salvaguardar, Hesse no cedió sin embargo a ninguna de las tentaciones de restauración: en Demian, Pistorius, el organista en el que Sinclair ve a un posible Mesías o por lo menos un compañero de viaje en la búsqueda del Dios-Diablo, fracasa al final porque, en lugar de dirigirse hacia el porvenir, se demora entre los escombros de mundos declinados, entre las reliquias del espíritu del pasado y el sueño del paraíso perdido, "de entre todos los sueños el peor o el más mortífero".

Igual que sus amadísimos Nietzsche y Dostoievski, Hesse tiende mesiánicamente hacia el hombre nuevo, hacia una nueva forma del yo individual. Cada uno de sus héroes es, como Sinclair, "un parto de la naturaleza lanzado hacia lo desconocido, quizás hacia algo nuevo o quizás también hacia la nada". En este sentido es en el que Hesse imprime un acento revolucionario a esa identidad de la vida que se justifica a sí misma y que en caso contrario podría asumir la tonalidad de un obtuso irracionalismo. La verdad última de Knulp, "todo es como debe ser", podría parecer, en clave místico-poética, la quintaesencia del detestado espíritu burgués, que justifica las cosas tal como son identificando los hechos con los valores y excluyendo cualquier utopía, cualquier esperanza y cualquier liberación de la realidad presente. Pero a Knulp Dios le revela asimismo el significado de su existencia, que ha sido el de "dar vueltas por el mundo y llevar a los sedentarios un poco de nostalgia de la libertad".

El héroe de Hesse, portador de esa verdad y del sentido unitario de la vida, es el vagabundo, el viandante, el hombre sin casa y sin valores, el anarquista sin dueño. Vagabundos sin vínculo alguno que los ate, sin patria ni códigos de valor preconstituidos son Goldmundo y Knulp, Siddharta y Harry Haller, el lobo estepario; viandantes, es decir, nómadas del espíritu son Demian, su amigo Sinclair y el pintor Klingsor, que en todas partes y en ninguna se encuentra en su casa; desarraigado de toda religio humana y social es Klein, empleado falso y fugitivo. Viandantes en sentido espiritual son también no sólo los eternos peregrinos del relato alegórico Viaje a Oriente, sino también los niños, tan presentes en la narrativa de Hesse (de Bajo las ruedas a Peter Camenzind pasando por Alma infantil), si es verdad que, por lo menos a partir del romanticismo, el vagabundo es el hombre que se sustrae a su aplastamiento por el engranaje social para ser solamente él mismo, libre, feliz y tarambana como el tunante de Eichendorff, porque sólo es capaz de vivir e incapaz de adaptarse a cualquier reducción utilitarista de su persona.

Como antítesis del adulto unidimensional, el niño representa la vida íntegra, cuando no pasa a representar en cambio la integridad vital ya triturada por el mundo adulto. Los héroes de Hesse son los herederos del holgazán romántico de Eichendorff, que sólo vale para vagar por los bosques negándose a cualquier integración en el universo burgués. Tal vez la más extraordinaria poesía de Hesse sea la poesía del vagabundeo, la poesía de la calle y las estaciones, del largo caminar y de la breve pausa, de la familiaridad aventurera con la que el viandante se adentra en el mundo lejano, extranjero y sin embargo tan cercano. Narciso y Goldmundo, la sin embargo redundante y enfática novela medieval centrada una vez más en la desavenencia – identidad de mundo y espíritu, es una novela de la vida libre y vagabunda, incoercible como la naturaleza a través de la cual se desarrolla su deambular y dulce como el amor, la pausa de amor breve pero intensa que el camino ofrece siempre al vagabundo.

El viandante no sólo tiene sin embargo el atributo de la libertad, sino también una función social. Su cometido es el de introducir desorden en el estrecho orden de los burgueses, el de sacudir a los sedentarios de la entumecida y por consiguiente cruel limitación de su campo de visión y mostrarles los horizontes lejanos de otras posibilidades de vida, como hace con sus mujeres encendiendo en ellas – en el breve encuentro del que le es dado gozar, puesto que la caducidad es su destino – la nostalgia de las lejanías. El viandante es el anarquista que destruye los valores codificados para allanar el camino hacia otros; es el portador o la encarnación de la vida cambiante y una en sus cambios, que hace añicos cualquier forma agarrotada y monolítica de vida. Es pues la voz de la corriente vital que desquicia las certidumbres de los sistemas particulares cristalizados, pero esa anarquía suya recibe también una carga de compromiso moral y humanístico, porque se dirige no ya a predicar lo indistinto o la indiferencia hacia lo individual, sino a liberar las posibilidades vitales que todo código reprime e inhibe.

Al místico viandante-asceta indio, cuya inalterable sonrisa está dirigida a las cosas supremas y es indiferente a las miserias terrenas, le sigue el modelo del agudo y escéptico vagabundo chino, que busca la paz del corazón enmendando las deformaciones humanas y las mentiras sociales. El viandante es pues espíritu, porque es el espíritu lo que mella la rencorosa y pávida seguridad burguesa, pero es sobre todo sensualidad, voz del deseo rebelde que reivindica – como el pecador Goldmundo ante el santo Narciso – su propia plenitud libre y creativa. El viandante es el artista, capaz, al igual que Goldmundo, de "conjurar con el espíritu el encantador sinsentido de la vida que pasa, y de transformarlo en sentido", en cuanto que representa al hombre ligado a la sensualidad, que el mismo Narciso reconoce más cercana al gran origen materno y superior al espíritu paterno.

El viandante es pues para Hesse, como le había enseñado su amadísimo Nietzsche, el destructor de los viejos valores. Hesse es en efecto de los primeros en advertir la carga revolucionaria de las grandes figuras de las que suele apoderarse la ideología conservadora, gracias desde luego a sus contradicciones y errores: Nietzsche y Hamsun, viandantes y grandes poetas del vagabundeo, son dos de sus autores preferidos. Ya en El retorno de Zaratustra, pone en boca del desdeñoso e irónico solitario nietzscheano recriminaciones y burlas contra los pecados filisteos alemanes, como el nacionalismo y la obsesión de ser incomprendidos y traicionados. Naturalmente, Hesse está demasiado desencantado como para no entender que desde los tiempos de Eichenclorff han cambiado también el destino y el itinerario del viandante. El paisaje en el que se aventura el trotamundos moderno ya no es la amistosa libertad del bosque, en el que cabe ser despreocupados y felices, sino que es el mucho más inhóspito paisaje ciudadano, el adoquinado de la inhumana y alienada metrópolis moderna en la que están en vigor leyes anónimas y rígidas que ponen mucho más duramente a prueba la libertad del individuo.

Igual que su admirado Knut Hamsun, cuyos vagabundos sin ley yerran por los bosques de la Nordland pero también entre las más amargas piedras de Cristiania, también Hesse hace caminar a sus nómadas por los bosques, como a Siddharta, o entre los campos, como a Goldmundo o Knulp, pero asimismo por la ciudad y el mundo burgués, como a Klein y Harry Hallen En ambos casos el nómada tiene que volver a espabilar la vida de los sedentarios, pero mientras que en el mundo arcaico preburgués conserva intacta su indómita y gozosa libertad, en la tortuosa y lacerada sociedad burguesa el viandante se encuentra amenazado en lo más íntimo de sí mismo, está obligado a vivir en él mismo las laceraciones y cadenas contra las que se alza en rebeldía, en una rebeldía que se hace estridente y cuyo heroísmo sólo puede ponerse de manifiesto en la disonancia. De la misma forma que el viandante nietzscheano o hamsuniano es fatalmente reacio y soberbio respecto a la desenfadada y abandonada soltura del zascandil de Eichendorff, también Klein y Harry Haller dan muestras, no ya de la regia integridad de Goldmundo y Siddharta, sino de una angustiosa escisión y una sañuda cautela defensiva.

En el mundo moderno hasta el viandante, hasta el destructor de valores, se ha convertido en un burgués, por lo menos en parte: es un complemento del mundo burgués, como se dice en El lobo estepario, y alberga también en él a un burgués, del que se esfuerza por desprenderse. Hesse entendió la pegajosa potencia de la sociedad, que se insinúa en el ánimo de sus mismos rebeldes, surgiendo y renaciendo en ellos en forma de un malestar que los paraliza o deforma. La burguesía, escribe también Hesse en El lobo estepario, prospera merced a la fuerza anómala de sus outsiders. El viandante moderno, que se nutre de ese malestar que él siente más que los otros, asume necesariamente rasgos inseguros y malignos y símbolos inquietantes: es el Caín de Demian, orgulloso del estigma de inaccesibilidad que lleva marcado en la frente, es el solitario hostil al rebaño o el guerrero germánico cuyo fatalismo exalta la caducidad y el desorden contra la duración de la forma latina, es el nómada que desprecia los valores patrios y el ethos de la compasión para celebrar la fraternidad de las armas y la crueldad del amor fati, es el aventurero que ama el desafío por el desafío mismo o el hijo pródigo que quiere ir siempre hacia adelante y no detenerse nunca, con una ansiosa incertidumbre que nada tiene que ver con la resuelta valentía de Ulises, dispuesto a aceptar los desafíos pero sobre todo atento para evitarlos – en cuanto no necesitaba demostrarse a sí mismo ni a los demás su coraje – y errabundo por deseo de volver a casa, aunque estuviera siempre listo para gozar de las paradas imprevistas.

Demian es también un retrato de esta inquietud, con su sutil y ambigua representación del pathos del crepúsculo europeo, que arrastra a todos e incluso a los dos protagonistas a la exaltación de la guerra y a la fiebre de una destrucción sacrificial. En Demian y en El último verano de Klingsor parece como si Hesse se identificara hasta el fondo con la ebriedad de muerte de la vieja Europa, con la voz de la gran Madre aniquiladora que llama a la destrucción. También en Narciso y Goldmundo la Madre primigenia esboza sobre el abismo de la vida y la putrefacción una sonrisa enigmática y cruel. Pero en Demian, como para conjurar las posibles consecuencias ético-políticas de ese canto a la muerte, se dice que toda furia homicida hacia otro hombre se dirige, sin saberlo, contra la imagen de algo que está en el corazón del que mata.

Los valores que el viandante destruye y renueva hacen referencia sobre todo, en sus formas más diversas, al sentido del yo, principio cardinal de la civilización burguesa. Igual que en el ejercicio religioso de la inspiración y la expiración, ese camino hacia el yo pasa a través de la liberación del yo. Siddharta se consagra a la despersonalización, logra durante algunos instantes convertirse en garza o chacal, persigue el regreso a un estadio del yo todavía no prisionero de la jerarquizada unidad estoico – burguesa, a un estadio de confiada familiaridad con todas las cosas y de incesante metamorfosis, o sea de participación en el ser viviente al completo. Para llegar a esa meta hay muchos caminos y ninguno, todos son buenos y todos malos, hace falta voluntad de concentración pero también hace falta saber deshacerse de esa voluntad; la meta está aquí y en cualquier otro sitio, tal vez es inalcanzable y tal vez se ha alcanzado ya desde el principio. Siddharta descubre que los hombres-niños, las criaturas inmersas en la superficialidad, saben amar, a diferencia de él mismo, que es incapaz, e intenta hacerle comprender a Govinda que el mundo, tal como es, es perfecto en cada uno de sus instantes, es ya la perfección buscada por los ascetas. Para Harry Haller, el tortuoso intelectual fuera de la ley y mártir de su propia inteligencia exasperada, la sabiduría suprema consiste en aprender a bailar y a amar las cosas frívolas. Hesse parece oscilar entre San Agustín, conforme al cual quien busca ha encontrado ya, y Kafka, para el que quien busca no encuentra y sólo a quien no busca lo encuentra la gracia.

En esta búsqueda paradójica – y basada en la paradoja como toda mística – la poesía de Hesse está forzada a veces a la tautología a la que se ve forzado todo místico, que sólo puede decir que las cosas son como son. La vehemente y monótona revelación de la identidad existente entre el Uno y lo Múltiple imprime a veces a la página de Hesse el carácter de una vibrante pero tautológica duplicación o reproducción de las cosas, que podría prolongarse hasta el infinito en un infinito inventario del mundo. Si en este inventario todo es equivalente a todo y todo participa igualmente de la divinidad de la vida, se desmorona también el sentido de la epifanía y de su repetición en la página, porque la vida divina está ya siempre y en cualquier parte sin necesidad de ninguna iluminación y todos participan de ella en el mismo grado, hasta el mismo burgués filisteo que parece su negación y que la poesía estaría llamada a despertar, contraviniendo así su conciencia de que no existe diferencia entre quien duerme y quien vela. Hesse comete a menudo el pecado poético de describir explícitamente y enumerar como en una suma esa unidad de la vida que la poesía aprehende de veras cuando la capta indirectamente y por un instante, como en el cielo que el tolstoiano príncipe Andrea herido vislumbra alto y total encima de él; es decir, cuando la capta como un fondo que se puede evocar de refilón hablando de otras cosas, pero que es menester renunciar a decir o a representar pormenorizadamente, si no se quiere violar en el discurso su indefinible plenitud. La totalidad es el resuello que se advierte en la mazurca de Natasha, en Guerra y paz, no la teorización o la declaración de la presencia de ese resuello en aquel baile.

Las parábolas de Hesse acerca de la identidad de la vida, vehementes y cautivadoras, se reducen a narrar y repetir siempre la misma historia, como las tres vidas que se suponen escritas por Josef Knecht al final de El juego de los abalorios. Pero Hesse sabe realizar el milagro de dar encanto y novedad a cada historia, de hacerla cada vez igual y cada vez nueva como las olas del río o el soplo del viento en el cañaveral. Hesse parece consciente de los peligros inherentes al oxímoron del misticismo filosófico o de la filosofía mística, cuando le hace decir a Narciso que si Goldmundo hubiera llegado a ser un pensador, se habría convertido en un místico, uno de esos pensadores-no pensadores incapaces de desprenderse de las representaciones y llegar al concepto, pero también de desprenderse del concepto para dirigirse a las representaciones porque, como artistas fracasados que son, no saben ni representar ni abstraer. Las más eficaces plasmaciones de la totalidad mudable e idéntica le salen a Hesse cuando renuncia a precisarla y definirla y se limita a aludirla en imágenes que remiten a otra cosa: las cambiantes formas del fuego o el oscuro centelleo de las sombras que se mecen en el fondo del lago.

Del mayor intérprete del sentido dionisíaco de la vida, es decir de Nietzsche, Hesse extrae la más revolucionaria acepción de la figura del viandante, que informa sobre todo a El lobo estepario. Como lector agudo y sin prejuicios que era, Hesse comprendió que el superhombre nietzscheano no aludía a un hombre de excepción, potenciado y elevado por encima de la masa, sino más bien a una figura tendente hacia un nuevo estadio antropológico, a una nueva forma de individuo que planeaba más allá de las tradicionales fronteras del sujeto burgués, más allá de los límites de la construcción estoico-humanista del yo. El Ubermensch es el viandante heroico que afronta y vive esa fase de tránsito de una medida de hombre a otra. El lobo estepario, destructor de las certidumbres burguesas y arrendatario de las habitaciones amuebladas de los burgueses, se encuentra en ese estadio de paso, en parte ligado todavía a la individualidad tradicional y en parte ya más allá de ella: "el hombre", dice la disertación contenida en El lobo estepario, "no es una forma fija y permanente […] sino que es en cambio un intento, una transición, un puente estrecho y peligroso tendido entre la naturaleza y el espíritu". Harry Haller no es una unidad psicológica jerarquizada en las estructuras convencionales del Ego sino una multiplicidad de núcleos psíquicos, un agregado provisional de pulsiones y energías libidinales liberadas de la represión de la conciencia y desenfrenadas en su carga centrífuga.

Esa fluidificación del sujeto en una pura corriente de deseo y esa redención del mismo en la "ebriedad de la comunión festiva y la unión mística del gozo" – que pueden explicar el éxito extraordinario de El lobo estepario, a pesar de sus chabacanas caídas de tono y de su sustancial banalidad, entre los hippies americanos – no son sin embargo sólo liberatorias. Una sombra de decepcionado cansancio y de frustrada resignación se extiende sobre el torbellino de metamorfosis y ayuntamientos eróticos del lobo estepario, sobre su dilatación y multiplicación psíquica, que puede parecer también nada más que un truco de ilusionista. Tal vez el gran anciano conservador intuyó el carácter compulsivo y heterónomo de esa liberación psíquica y pulsional, masificada a su vez en una fungible mercancía de consumo por parte de una sociedad que integra también a sus rebeldes, a sus nuevos viandantes subversivos. En la orgía y despersonalización de El lobo estepario y en su frenético consumo por parte de los hippies hay una catarsis supraindividual, pero también está la cansada intercambiabilidad de la muchedumbre de Nashville, "comunión festiva" de personas que son libres y felices – escribió en uno de sus ensayos de geología literaria Guido Morpurgo-Tagliabue – porque son imbéciles, de personas que saben lo que quieren porque ya lo tienen y no tienen necesidad de nada más.

El círculo tautológico de la identidad se cierra, tendiendo hacia una impersonalidad pasiva y heterónoma de la que Hesse fue quizás, sin quererlo, su pensativo profeta. Pero la identidad consoladora y pura de la vida la encontró Hesse en el paisaje antiguo, en las desconchadas pinturas de la vieja capilla votiva que Klingsor halló en el bosque y cuyas figuras agrietadas estaban a punto de volver a convertirse en polvo y tierra. Es la unidad que se revela en todos los momentos de elevación y sosiego en los que la vida parece decirnos adiós – como ante el cambio de las estaciones o el fin de un amor – pero hace destellar en nosotros, en ese adiós, un nuevo rostro de aquello que nos deja o hemos dejado y se abre, en ese desprendimiento y ese reconocimiento, a la "sonrisa de la unidad" de Siddharta.


1977

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