PARODIA Y NOSTALGIA

La parodia de Los novios, escrita por Piero Chiara y publicada póstumamente, ha provocado un pequeño alboroto en la sociedad literaria, ávida como Yago de todo aquello que pueda sembrar cizaña y hacer que se hable de ella. Se asocia a la parodia una idea de irreverencia o bien – como se suele decir con términos que suscitan una reverente fascinación – de algo transgresivo o desacralizador. Muy a menudo la desacralización es un conformismo enmascarado, porque se dirige no ya a valores dominantes y temidos cuyo rechazo comporta un alto precio que pagar, sino a valores que, por lo menos en la sociedad cultural en la que vive el autor y de la que deriva su sustento y su éxito, ya han sido socavados y constituyen objeto de escarnio.

Dejando a un lado el respeto debido a la gracia de Chiara, presentar a la Lucía manzoniana como una potencial y sustancial pelandusca es algo muy fácil, es una ocurrencia que cuenta de antemano con la certeza de que será aprobada por la sociedad cultural, es exactamente aquello que se espera. Un escritor auténticamente libertario – y rebelde a los ídolos del mundo hasta su propia autodestrucción – como fue Joseph Roth proclamó en distintas ocasiones la difícil y creativa originalidad inherente a la fidelidad a una ley vivida y hecha propia con todo el ser de una persona y el desprecio por el espíritu gregario, tan a menudo inherente a la transgresión realizada sin querer pagar las consecuencias y además dándoselas de mártir cuando provoca alguna crítica, como quien tira la basura a la calle y se indigna, sintiéndose perseguido y por lo tanto gratificado, si un guardia urbano le impone una multa.

Pero la parodia, contrariamente a lo que a menudo se quiere creer, tiene muy poco que ver con la desacralización o la irreverencia; es una forma de homenaje, no de ofensa. Cualquier libro que se convierta en un punto de referencia está fatalmente destinado a ser un objeto de parodia; hasta mi Danubio ha tenido cinco o seis, en distintos países y con distintos tonos.

No en vano los verdaderos objetos de parodia, los únicos que verdaderamente se la merecen, son los clásicos. Al compararse con ellos es cuando la parodia revela su verdadero carácter, el homenaje y el amor que se les tributa. Parodia significa canto al lado, canto que acompaña a otro, más grande, al centro de las cosas de la vida, que le responde, se hace eco de él, lo imita. Ese contrapunto lateral sabe que es menor, auxiliar respecto al canto firme que da el tono; quien hace una parodia sabe que no tiene la voz alta y fuerte para cantar como el autor de la obra de la que echa mano y modula en sordina, con alguna que otra variación y tal vez algún que otro gallo. La auténtica parodia no se burla del texto parodiado, de su grandeza inalcanzable, sino de sí misma, de su propia inferioridad y lejanía respecto al modelo, de su propia incapacidad – o de la incapacidad de toda su época – de elevarse por encima del canto alto y fuerte del poeta clásico.

La parodia de los clásicos quiere decir que ya no somos y ya no podemos ser clásicos, tener su grandeza, y que podemos hacer sentir la fuerza y la perfección de su canto a través del pobre eco de nuestra voz, que expresa nuestra pequeñez y nuestra nostalgia. Parodia es sobre todo nostalgia de algo perdido e inalcanzable, de algo que no podemos alcanzar y expresar directamente, sino que sólo podemos aludir y evocar indirectamente. La irrisión de la parodia es autoirrisión, confesión de la propia inadecuación respecto al gran texto que se intenta remedar y conciencia de que sólo de esa forma, subrayando con autoironía su distancia respecto a él, se puede hacer sentir su irrepetible grandeza.

En muchos de sus libros Thomas Mann hace una parodia de alguna obra maestra, pero también de los lenguajes, formas, estilos y sentimientos conectados con los hilos esenciales de la humanidad y la vida que, en caso contrario, permanecerían inaccesibles lo mismo para él que para cualquier otro escritor contemporáneo, o bien serían objeto de falsificación y falseamiento por parte de una pseudoliteratura que produce, como rosquillas, tranquilizadoras y torpes imitaciones del clasicismo para hacerse ilusiones e ilusionar con la idea de que la autenticidad y la poesía están al alcance de la mano.

En la parodia con la que Mann se acerca a la grandeza del arte y de la misma vida hay una conmoción y una reverencia que permiten volver a dar sentido a esa grandeza. El Ulises de Joyce es la parodia de Homero y da la posibilidad de comprender y sentir la perennidad y la intensidad de Homero; el Quijote expresa la poesía de la caballería a través de la representación de la imposibilidad de volverla a repetir sin degradarla. La parodia no destruye, sino que conserva y salva el texto – y el mundo – original que en ella resuena y se presenta modificado de forma burlesca. Italia, que no ha tenido un sistema feudal comparable al francés, carece prácticamente de la épica de las canciones de gesta y los soñadores encantamientos de la "materia de Bretaña", pero ha expresado y salvado ese mundo, desde el principio, por medio de la parodia. En los poemas de Boiardo y de Ariosto – en esas aventuras leves como el viento y acompañadas por la sonrisa de quien sabe que está lejos de la extraordinaria bondad de los caballeros antiguos y sólo puede volverla a narrar con una apasionada ironía – es donde vive todo el encanto del mundo caballeresco.

También Rabelais, en Gargantúa y Pantagruel, crea una épica deformando grotescamente el epos; e incluso el furor de Gadda, que se expresa en la deformación paródica, constituye una obra de salvamento de una narración de la vida que de otra forma sería imposible. Dietrich Bonhoeffer, el gran teólogo protestante muerto en un campo de exterminio hitleriano, habla del contrapunto que, en la polifonía de la existencia, las voces humanas hacen al canto de Dios, en una confirmación y enriquecimiento recíprocos. Toda expresión, en el fondo, es una parodia respecto a la vida que intenta expresar.

Hay un elemento que caracteriza a la auténtica parodia: cuando quien parodia se siente más pequeño, más modesto que el parodiado. En caso contrario se trata de otros géneros literarios – como por ejemplo la sátira, que a diferencia de la parodia aspira a destruir a su propio objeto y se alza, cáustica y despectiva, por encima de él – o bien nos encontramos con los casos penosos de quien se considera más grande que los grandes y se convierte así, sin darse cuenta, en una figura pretenciosa y ridícula.

Todo esto vale no sólo respecto al plano de las reelaboraciones literarias, sino también en el más inmediato de la existencia. Desde los primeros años de la escuela, la risa más genuina es la que reúne ironía, autoironía y respeto; la risa del que, mientras se burla de los demás – tal vez del maestro y de un texto inmortal que éste está leyendo en clase -, se burla también de sí mismo, disipando cualquier altivez y disfrutando de ese contento del que se disfruta cuando se es libre de toda presunción de sí y se está en armonía con el mundo. Por eso una obra es tanto más grande cuanto más capaz es de contener su propia irónica autoparodia, que enriquece su consistencia y su significado; hay una profunda verdad en la tradición que querría ver atribuida a Homero la Batracomiomaquia, la parodia de la Ilíada. Así es, muchas veces – mucho más a menudo de lo que se pueda creer -, mientras representamos con torpe altanería papeles que consideramos de fundamental importancia, somos nuestras propias autoparodias sin darnos cuenta. Este ridículo destino es propio de individuos concretos, y también de movimientos políticos e ideologías, pero ésta, como decía Kipling, es otra historia.


1996


DESDE EL OTRO LADO. CONSIDERACIONES FRONTERIZAS


Un escritor polaco, Lee, cuenta que una vez que se hallaba en Pancevo, en la orilla izquierda del Danubio, mirando más allá del río, hacia la ribera opuesta en dirección a Belgrado, sintió que se encontraba todavía en su patria, en su casa, porque la orilla en la que estaba delimitaba en tiempos la frontera de la antigua monarquía austrohúngara, que él, incluso muchos años después de su desmoronamiento, continuaba considerando como su mundo, mientras que más allá del río empezaba un mundo distinto. Más allá del río empezaba para él "la otra parte". Otro escritor polaco, Andrei Kusniewicz, comenta esa página de Lee y dice que se reconoce plenamente en esos sentimientos; también para él esa linde perdida determina los límites de su mundo. Para los dos, Belgrado está en la otra parte.

En ambos casos el escritor parece conocer bien cuál es su sitio, tras qué frontera se siente en casa. Otras veces, y más a menudo, la identificación resulta en cambio difícil. Una vez, siendo estudiante, cuando vivía en Friburgo, en la Selva Negra, en una de esas pensiones que constituyen para un joven una verdadera universidad del saber y de la vida, me dirigí, con algunos amigos, a Estrasburgo, donde no había estado nunca. Corría el invierno 1962 – 1 963. Nos hizo de cicerone un señor mucho mayor que nosotros, asiduo él también de la pensión Goldener Anker, El Ancla de Oro: un alemán de la Selva Negra como otro cualquiera, pero al que sin embargo le había cabido en suerte un destino singular. Pocos años después del advenimiento del nacionalsocialismo, se había marchado de Alemania, pero no movido por la necesidad, toda vez que pertenecía a la raza aria predilecta del Führer, sino sólo por razones políticas, o antes aún, morales. Su patriotismo humanitario no había borrado el amor que sentía por su patria, Alemania, y más tarde desde luego no aminoró su dolor por la consiguiente catástrofe alemana, por la destrucción y la división de su país. Cuando atravesó la frontera de Alemania con Francia no pensaba ciertamente olvidar a su patria alemana ni volverle la espalda: simplemente sentía que, en aquel momento, y mientras durase el régimen nazi, su auténtica patria, o mejor, su auténtico sitio, estaba al otro lado.

La frontera es doble, ambigua; en unas ocasiones es un puente para encontrar al otro y en otras una barrera para rechazarlo. A menudo es la obsesión de poner a alguien o algo al otro lado; la literatura, entre otras cosas, es también un viaje en busca de la refutación de ese mito del otro lado, para comprender que cada uno se encuentra ora de este lado ora del otro – que cada uno, como en un misterio medieval, es el Otro. El escritor que inventó el paisaje literario triestino y murió luchando para que Trieste se uniese a Italia, Scipio Slataper, empieza su Il mio Carso [Mis montañas del Carso] intentando decir quién es él, y descubre que para representar su identidad más profunda tiene que inventarla y decir que es otro, nacido en otra parte, en algún lugar de ese mundo eslavo que se encuentra en conflicto con la italianidad de Trieste, aunque forme parte de la civilización triestina.

En Trieste nací y viví hasta los dieciocho años; cuando era pequeño, no era sólo una ciudad de frontera, sino que parecía ella misma una frontera, hecha de un sinfín de lindes que se entrecruzaban en su seno y a veces en la misma persona y la vida de sus habitantes. Las líneas de frontera son también líneas que atraviesan y cortan un cuerpo, lo marcan como cicatrices o como arrugas, separan a alguien no sólo de su vecino sino también de sí mismo.

Además la frontera triestina es, y sobre todo era, una frontera con el Este; la que veía materialmente delante de mí, cuando iba a jugar al Carso con mis amigos, era el Telón de Acero, la frontera que cortaba en dos, entonces, el mundo entero y que estaba a escasísimos kilómetros de mi casa. Más allá empezaba aquel mundo inmenso, desconocido y amenazador que era el imperio de Stalin, un mundo difícilmente accesible, por lo menos hasta el comienzo de los años cincuenta. Pero, al mismo tiempo, aquellas tierras allende la frontera, que pertenecían a la "otra" Europa, habían sido italianas hasta hacía pocos años, hasta el final de la guerra, cuando fueron ocupadas y anexionadas por Yugoslavia; yo las había visto y conocido durante mi infancia, formaban y forman parte constitutiva del mundo triestino, de mi realidad.

Al otro lado de la frontera estaban pues, al mismo tiempo, lo conocido y lo desconocido; había un mundo desconocido que hacía falta volver a descubrir, hacer que volviese a ser conocido. Desde niño comprendí, aunque fuera vagamente, que para crecer, para formar mi identidad en un mundo no completamente escindido, tendría que franquear aquella frontera – y no sólo físicamente, merced a un visado en un pasaporte, sino sobre todo interiormente, volviendo a descubrir aquel mundo que estaba más allá de la linde e integrándolo en lo que era mi realidad.

Más allá de aquella linde empezaba la otra Europa – este término "otra" derivaba en primer lugar desde luego de su pertenencia al universo estalinista, pero ponía de relieve también cierta ignorancia por parte occidental. También yo, de pequeño, creía que Praga estaba al este de Viena y me quedé un poco asombrado ante el mentís del atlas escolar. Esta difusa ignorancia estaba y está a menudo teñida de desprecio, intencionado o inconsciente. Lo que está al este se nos antoja a menudo oscuro, inquietante, promiscuo, poco digno; se tiende a identificar el Este con lo negativo. El príncipe de Metternich decía que en Viena, más allá del Rennweg, la gran arteria que atraviesa la capital austriaca, empezaban los Balcanes, término con el que se daba a entender algo confuso e indistinto, despectivo; hoy, en Ulm, a muchos kilómetros al oeste de Viena, se dice que en Neu-Ulm, más allá del Danubio que atraviesa la ciudad, comienzan los Balcanes, término que tampoco en este caso es ningún cumplido.

La frontera es puente o barrera; estimula el diálogo o lo ahoga. Mi educación sentimental ha estado marcada por la odisea de las fronteras, por su arbitrariedad e inevitabilidad. A ello pertenece por ejemplo la definición, que en aquellos años podía oírse con frecuencia, de Trieste como una "pequeña Berlín"; el Telón de Acero estaba a dos pasos y, por lo menos hasta la mitad de los años cincuenta, separaba la ciudad de su área de influencia y por consiguiente de sí misma, separaba nuestra existencia. Se tenía a veces la sensación no sólo de vivir en una frontera, sino de ser una frontera. La comparación con Berlín le venía mejor por lo demás a Gorizia, ciudad literalmente dividida en dos. "Exactamente como en Berlín", decía satisfecho el señor Krainer, un notario goriziano de origen austríaco, al abrir las ventanas de su casa que daban a la Estación Transalpina mientras señalaba la alambrada de púas que se encontraba pocos metros más abajo. Hay ciudades que se hallan en la frontera y otras que tienen las fronteras dentro y están constituidas por ellas. Son ciudades a las que las vicisitudes políticas les sustraen parte de su realidad, como el área de influencia, su fuerte vínculo con el resto del territorio nacional; la historia las desgarra como una herida y hace de ellas un teatro del mundo, esto es, un teatro del absurdo. En esas ciudades es donde se experimenta de forma particularmente intensa la duplicidad de la frontera, sus aspectos positivos y negativos; las fronteras abiertas y cerradas, rígidas y flexibles, anacrónicas y franqueadas, protectoras y destructivas.

En Trieste todo esto producía a menudo un sentimiento de incertidumbre, de falta de pertenencia y extrañeza; un contradictorio sentimiento de vivir en el centro y a la par en la periferia de la vida. La ciudad, que hasta 1954 fue Territorio Libre administrado por los norteamericanos y los ingleses, formaba y no formaba parte de Italia; era más fácil que en otras partes dudar sobre el futuro, no se sabía bien quién y qué se era y ello traía aparejadas continuas puestas en escena de la propia identidad. La conciencia colectiva se sentía ahogada por todas partes por las fronteras, pero se rodeaba a su vez febrilmente de nuevas fronteras, para huir de toda pertenencia concreta y para construirse una identidad merced a esa alteridad exasperada. Una ciudad italiana, que había vivido intensamente su pasión nacional y cuyos patriotas llevaban a menudo nombres de origen alemán o eslavo, de la misma forma que en Praga había nacionalistas alemanes de apellidos checos y viceversa. O bien como los jefes del irredentismo croata en Dalmacia, que en el siglo pasado se reunían en el café Muljacic de Spalato y redactaban en italiano los programas de las más encendidas reivindicaciones croatas. Una ciudad que se sentía italiana de un modo tan particular, que se consideraba con frecuencia incomprendida por el resto de la nación y se tenía por ende como la Italia más auténtica – como si más allá del río Isonzo, otra frontera fundamental en el mapa geopolítico y fantástico, comenzase la Italia oficial y por consiguiente menos verdadera.

Una ciudad a la vez orgullosa y recelosa de sus componentes plurinacionales – como son, entre otros, el alemán y/o austroalemán, el griego, el servio, el croata o el armenio – y sobre todo del componente esloveno, una especie de Doble secreto, reprimido por unos y enfatizado por otros. Alguna vez, paseando por la ciudad, me he preguntado dónde, con qué adoquín del empedrado empezaba – como proclamaban con énfasis los nacionalistas – el mundo eslavo, que se extendía a lo largo de miles de kilómetros hasta Asia. Tal vez ya en la época de su gran esplendor cultural y económico, a comienzos de siglo, Trieste era ya una ciudad bloqueada, en la que Joyce había vuelto a encontrar Dublín e Irlanda, la patria obsesiva, intolerable e inolvidable, tan necesaria para el exiliado y el poeta: un regazo materno del que se huye y que nos llevamos siempre dentro, una ciudad que induce a la fijación de hablar de ella continuamente mal, pero sobre todo de hablar continuamente de ella.

Entre los muchos rostros de Trieste destaca el judío. Decisivos en el desarrollo cultural, económico y político de la ciudad, los judíos se identificaron con ella y con su opción italiana, aun trayendo consigo, y proporcionándole, el sello de la cultura y la civilización centroeuropea, impensable sin el componente hebreo. Trieste – que acaba en este sentido en el año 1938 con la promulgación de las leyes raciales – es uno de los grandes lugares del judaísmo.

Incluso las fronteras del tiempo eran, en Trieste, de alguna forma distintas; se desplazaban, se adelantaban y atrasaban. Cuando estudiaba en Turín y volvía de cuando en cuando a Trieste, tenía cada vez la impresión de volver a entrar en otro sistema temporal. El tiempo se acortaba, se alargaba, se contraía, se condensaba en grumos que parecía que pudieran tocarse con la mano, se disipaba como bancos de niebla. En 1948, en la época de la fatídica campaña electoral en la que comunismo y anticomunismo se enfrentaban en una partida resolutiva, 1918, año en el que con el final de la Primera Guerra Mundial Trieste había entrado a formar parte de Italia, parecía muy lejano, tan lejano que pertenecía a la memoria histórica; se trataba de un capítulo de la historia ya concluido, que no podía provocar discusiones pasionales ni posiciones encontradas. Algunos años después aquel pasado de repente volvió a cobrar actualidad, se entrelazaba con el presente y de algún modo formaba de nuevo parte de él, se entrelazaba con la política y la realidad del momento.

La experiencia de estos desbarajustes comportaba un desencanto precoz, un desilusionado escepticismo respecto a toda fe en el progreso rectilíneo de la historia. En este cul de sac del Adriático, donde el mar empuja hacia la orilla todos los desencantos, se han desmoronado antes que en ningún otro sitio muchas de las ilusiones concebidas acerca del socialismo real; entre los años 45 y 48 salieron a relucir muchas cosas que en otras partes se pusieron de manifiesto en el 56 o en el 68, tal vez también un presagio de esa deleznabilidad del comunismo que tanto sorprendió a casi todos en 1989. Sin embargo, esas precoces desilusiones también han puesto precozmente en guardia frente a otra ilusión consiguiente, la que consideraba que la caída del comunismo resolvería todos los problemas, y han preservado a algunos de nosotros del baldón de arrear una coz al comunismo moribundo. Nos hemos asombrado quizás un poco menos al ver aflorar de nuevo, pintiparados y engangrenados, los desbarajustes de 1914, congelados durante tantos años, y nos hemos dado cuenta de que el comunismo ha dejado también una gran herencia, no la de las respuestas que ha dado, sino la de las preguntas que ha planteado.

Las fronteras se trasladan, desaparecen y de improviso vuelven a aparecer; con ellas se transforma de manera errabunda el concepto de lo que hemos dado en llamar Heimat, patria. Ciudades e individuos se encuentran a menudo con que son "ex" y esa experiencia del desarraigo, de la pérdida del mundo, no afecta sólo a la geografía política sino a la vida en general. Mi Stadelmann dice que todos somos un ex algo, incluso cuando no sabemos que lo somos.

Quizás para mí la experiencia originaria de la narración, de la relación existente entre la narración y los malentendidos de la vida y de la historia, se remonta a un grotesco y doloroso desplazamiento de fronteras del que fui testigo casualmente siendo niño, de aquel grotesco Kosakenland que los alemanes, durante la Segunda Guerra Mundial, prometieron a sus aliados cosacos y que, durante algunos meses, estuvo situado en la región de Carnia, esa áspera y pobre parte del Friuli, hasta la catástrofe final.

Los cosacos no sólo trasladaron a esas tierras sus tiendas de campaña, sino también sus raíces; trasplantaron su pasado y su estepa a aquella región, de cuya existencia, hasta poco antes, no habían oído siquiera hablar. Convencidos de que luchaban por la libertad, se habían puesto al servicio de la tiranía más feroz. En nombre de una patria, que iban buscando, y con el deseo de encontrar una estabilidad, una frontera propia y fija, depredaban a otras gentes de su patria y de sus fronteras.

Esta historia cosaca pone de relieve cómo la frontera que separa verdad y mentira es a menudo incierta, a pesar de que nuestra tarea sea la de intentar establecerla incesantemente. La puesta en escena de la verdad da un vuelco y se transforma a menudo en su opuesto, la verdad se enmascara y se convierte en mentira; en este caso es también una linde que se confunde o franquea inadvertidamente. La frontera entre mentira y verdad, separadas de por sí por una clara línea de demarcación, como el sí y el no de las palabras del Evangelio, a menudo queda borrada y desplazada por la historia y la ideología.

Mi educación sentimental ha estado marcada por muchas experiencias de frontera perdida o buscada, reconstruida en la realidad y en el corazón. Tras la del fantasmagórico estado cosaco, la otra experiencia fundamental en ese sentido fue, para mí, la del éxodo de los trescientos mil italianos que, finalizada la Segunda Guerra Mundial, tuvieron que abandonar Istria. La Yugoslavia de Tito, después de haberse liberado por medio de su extraordinaria guerra de resistencia, no había rescatado solamente tierras eslavas, sino que se había anexionado también, con Istria y Fiume, tierras italianas. En los años anteriores, los eslavos habían tenido que soportar la opresión fascista, y la subestimación de sus derechos por parte también de muchos italianos no explícitamente fascistas pero sí nacionalistas. La revancha yugoslava, bajo el emblema del totalitarismo, fue violenta e indiscriminada. En aquellos años marcados por el miedo, por la intimidación y el crimen, cerca de trescientos mil italianos abandonaron, en distintos momentos, sus tierras y sus casas para errar por el mundo y vivir, también durante muchos años, en campos de refugiados. El drama de esta gente, que lo había perdido todo, era además objeto de incomprensión e ignorancia, y por eso se encerraba a su vez con frecuencia en otras fronteras que se erguían en los corazones, las fronteras de la amargura y el resentimiento que aislaban a estos exiliados no sólo de su tierra perdida, sino también, a menudo, de aquella en la que acababan por insertarse y que los ignoraba o les hacía sentirse parcialmente extranjeros.

Otras fronteras todavía más complejas eran las que se creaban en torno a aquellos exiliados que, a pesar de sufrir el drama del exilio y de la incomprensión por parte de la Italia oficial y a pesar de oponerse a la violencia nacionalista eslava que los expulsaba, se negaban a unirse a los sentimientos nacionalistas italianos y por consiguiente a cualquier indiscriminado rechazo de los eslavos y seguían viendo en el diálogo entre italianos y eslavos su identidad más auténtica. Continuaban considerando que su mundo era el mundo istriano y adriático, un mundo mixto y compuesto, no sólo italiano y no sólo eslavo sino italiano y eslavo, acabando así por ser odiados tanto por los nacionalistas eslavos como por los nacionalistas italianos y por encontrarse por lo tanto en una especie de tierra espiritual de nadie, rodeada de otras fronteras.

Esa linde oriental de Italia ha sido el teatro de otra migración, cuantitativamente mucho más modesta, pero también mucho más ignorada y trágica, que he evocado en Otro mar y en Microcosmos: la peripecia de los dos mil obreros italianos de Monfalcone, militantes comunistas convencidos que habían conocido las prisiones fascistas y los Lager alemanes y que, en la época en que tiene lugar el éxodo istriano, lo dejan todo para trasladarse a Yugoslavia y contribuir a la construcción del comunismo. Cuando Tito rompió con Stalin, fueron perseguidos como estalinistas y deportados a dos Gulag, donde sufrieron violencias de todo tipo y resistieron en nombre de Stalin, que a sus ojos representaba el Ideal y la Causa. Más tarde aún, una vez vueltos a Italia, fueron objeto de vejaciones por el hecho de ser comunistas y, en tanto incómodos testigos del pasado estalinista, fueron también marginados por el PCI: se volvieron a encontrar, una vez más, al otro lado, en el lado equivocado y en el momento equivocado, rodeados de las fronteras más duras y feroces.

Sin esta experiencia de la frontera no hubieran nacido muchos de los libros que he escrito. Todo el Danubio es un libro de frontera, un viaje en busca de la superación y el atravesamiento de lindes no sólo nacionales, sino también culturales, lingüísticas, psicológicas; fronteras de la realidad externa, pero también del interior del individuo, fronteras que separan las zonas recónditas y oscuras de la personalidad que deben ser atravesadas también, si se quieren conocer y aceptar igualmente los componentes más inquietantes y difíciles del archipiélago que compone la identidad.

Se trata de un viaje difícil, que conoce puertos felices pero también naufragios y fracasos; el viajero danubiano a veces es capaz de superar la frontera, de dominar el temor y el rechazo del otro – premisa de la violencia contra el otro – e ir a su encuentro; otras veces, en cambio, no es capaz de dar este paso y se encierra en sí mismo, víctima de sus propios prejuicios, de sus propias fobias e inseguridades. Otro mar es también un libro de muchas fronteras, físicas y metafísicas, de la tierra y el agua, de la vida y la muerte, el significado y la nada.

Toda frontera tiene que ver con la inseguridad y con la necesidad de seguridad. La frontera es una necesidad, porque sin ella, es decir sin distinción, no hay identidad, no hay forma, no hay individualidad y no hay siquiera una existencia real, porque ésta queda absorbida en lo informe y lo indistinto. La frontera conforma una realidad, proporciona contornos y rasgos, construye la individualidad, personal y colectiva, existencial y cultural. Frontera es forma y es por consiguiente también arte. La cultura dionisíaca, que proclama la disolución del yo en un confuso magma pulsional, que debiera ser liberatorio y en cambio es totalitario, priva al sujeto de toda capacidad de resistencia e ironía, lo expone a la violencia y a la cancelación, disgrega toda unidad portadora de valores en un polvillo gelatinoso y salvaje. El yo es como el barón de Munchhausen, que tiene que salir de las arenas movedizas tirando de su propia coleta. Puede contar solamente con su coleta y con esa difícil y contradictoria posición, pero esa condición irónica es su fuerza. La ironía disuelve las lindes rígidas y coactivas, pero construye lindes humanas, flexibles y tenaces; la ironía se opone a todo misticismo indistinto y a toda totalitaria asamblea pulsional, porque distingue, articula, redimensiona y autorredimensiona. La ironía es una guerrilla contra el énfasis abdominal y el minimalismo posmoderno; es una virtud tierna y fuerte.

La Odisea, el libro de los libros y la novela de las novelas, es tal vez en primer lugar una epopeya de los confines, del individuo que construye su personalidad, es decir, la delimita respecto al fluir indiferenciado, engatusador y destructor de la naturaleza que quiere disolverlo; el yo se enriquece cuando afronta las diversidades, pero siempre que éstas no lleguen a anularlo ni absorberlo. El diálogo, que une a los interlocutores, presupone su distinción y una pequeña pero insuprimible y fecunda distancia.

En la edad contemporánea caben dos modelos de odisea. Por un lado, conforme al modelo tradicional y clásico que va de Homero a Joyce, la odisea como viaje circular, esto es, como camino del individuo que sale, atraviesa el mundo y al final vuelve a Ítaca, a casa, enriquecido y ciertamente cambiado por las experiencias que ha vivido durante el viaje, pero confirmado en su identidad. Llega, pues, a una identidad más profunda, edificando unas sólidas y seguras fronteras en su persona, ni obsesivamente cerradas al mundo ni disueltas en una caótica indistinción.

Por otro lado está la odisea rectilínea narrada por ejemplo por Musil, en la que el individuo no vuelve a casa, sino que procede en línea recta hacia el infinito o hacia la nada, perdiéndose por el camino y modificando radicalmente su propia fisonomía, volviéndose otro, destruyendo cualquier frontera de su propia identidad. Musil relata la explosión de la individualidad, y por lo tanto cómo ceden las bisagras que la conforman y limitan, sobre todo en dos personajes de El hombre sin atributos, Moosbrugger y Clarisse, que ya no son individuos sino agregaciones de pulsiones, sueños colectivos o bien vertiginosas identificaciones del yo con la realidad en la que se desborda y se pierde, sin instituir una frontera entre él y el mundo.

Detrás de toda esta literatura está, explícita o implícita, la gran lección de Nietzsche, explorador y destructor de toda ficticia identidad individual, que él disuelve en una "anarquía de átomos", en la que la tradicional y milenaria estructura del sujeto individual, que desde tiempo inmemorial ha construido trabajosamente sus propias fronteras, se halla ya en trance de disolución, de pérdida de sus propios límites y de transformación en una pluralidad todavía no definida concretamente, casi en un nuevo estadio antropológico. Buena parte de la mejor literatura moderna y contemporánea está determinada por una doble relación del yo con sus propias fronteras, con su disolución (incluso lingüística) y su agarrotamiento, ambos letales.

Hace falta una identidad irónica, capaz de liberarse de la obsesión de cerrarse y también de la de superarse. El escritor de frontera se encuentra con frecuencia entre Escila y Caribdis, entre la retórica de una identidad compacta y la de una identidad huidiza. Todos conocemos y despreciamos a los primeros, a los escritores que se hacen torvos guardas custodios de la frontera – de la italianidad, de la eslovenidad, de la germanidad. Pero también los otros, que se enfrentan a ellos desde posiciones mucho más nobles, caen a menudo presos de otra retórica de frontera, la que consiste en querer negar a toda costa cualquier frontera, en ponerse siempre del otro lado, en sentirse – por ejemplo en Trieste – italiano entre los eslovenos o esloveno entre los italianos, o bien – en el Tirol – alemán con los carabineros e italiano con los Schützen.

Esta postura es a menudo políticamente meritoria en climas de ásperos conflictos étnicos, pero corre el riesgo de convertirse en una fórmula estereotipada, una cómoda coartada literaria, y de condescender, a su vez, con ese pathos de la frontera que se aspira a negar, con esa obsesiva interrogación acerca de la identidad que se expresa en la declarada complacencia de no reconocerse en ninguna identidad concreta. Una apasionada y problemática literatura de frontera, agobiada por la proclamación de su propia no pertenencia, puede convertirse también en un rancio repertorio de lugares comunes, como los diccionarios de rimas tiempo atrás, preparados para sugerir la rima que hacía falta. La crítica feroz al propio mundo de origen, con ser mejor que su empalagosa celebración, se convierte fácilmente en un tópico manido: los escritores triestinos que escriben sátiras de Trieste, los praguenses que la emprenden con Praga, los vieneses que escarnecen Viena y los piamonteses ansiosos de despiamontizarse se encuentran a menudo en vilo entre la auténtica liberación y la visceralidad convencional.

El mejor modo para liberarse de la obsesión de identidad es aceptarla en su siempre precaria aproximación y vivirla espontáneamente, o sea, olvidándose de ella; de la misma forma que se vive sin pensar continuamente en el propio sexo, en el propio estado civil o la propia familia, es también mejor vivir sin pensar demasiado en la vida. Con tal de ser conscientes de su relatividad, es oportuno aceptar nuestras fronteras, como se aceptan las de la vivienda de uno.

Vividas de esa forma, con simplicidad y afecto, se convierten en una potenciación de la persona. Dante decía que nuestra patria es el mundo, como para los peces lo es el mar, pero que a fuerza de beber el agua del Arno había aprendido a amar intensamente Florencia. Esas dos aguas del río y el mar, que se encuentran y se mezclan sin borrar su frontera, se completan recíprocamente. La una sin la otra es falsa; sin el sentido de pertenencia al mar, el apego al Arno se convierte en una angustia regresiva, y sin el amor concreto por el río natal reclamarse del mar se convierte en una vacua abstracción.

Ha sido sobre todo la civilización hebrea de la diáspora la que ha unido en una sanguínea simbiosis arraigo y lejanía, amor a la casa y huida nómada que encuentra una casa provisional sólo en una anónima habitación de hotel, en el vestíbulo de una estación, en un mísero cafetín, etapas del exilio y del camino hacia la Tierra Prometida y por consiguiente fronteras concretas, aunque fugaces, de una verdadera patria.

En una historia judeooriental, de la que extraje el título para un libro sobre el exilio, un judío, en una pequeña ciudad de la Europa del Este, encuentra a otro que va a la estación cargado de maletas y le pregunta adonde se dirige. "A América del Sur", responde el otro. "Ah", replica el primero, "te vas muy lejos." A lo que el otro, mirándole asombrado, responde: "¿Lejos de dónde?" En esta historia, el judío oriental carece de patria, carece de un punto de referencia respecto al que poderse considerar cerca o lejos y está por consiguiente lejos de todo y de todos, no tiene una patria histórico-política y por lo tanto carece de fronteras. Al mismo tiempo, sin embargo, tiene su propia patria en sí mismo, en la ley y la tradición en las que ha arraigado y que han arraigado a la par en él, y por ende no está nunca lejos de su casa, está siempre dentro de su propia frontera. Esta se convierte así en un puente tendido al mundo.

Pero la frontera es un ídolo cuando se usa como barrera, para rechazar al otro. La obsesión por la propia identidad, que cuanto más persigue una propia imposible y regresiva pureza más se rodea de fronteras, conduce a la violencia, de la que la atroz y obtusa guerra de la ex Yugoslavia es un ejemplo extremo, pero no único en Europa. Como todo ídolo, la frontera exige a menudo sus tributos de sangre y en los últimos tiempos el resurgimiento de las fijaciones de frontera, el desencadenamiento de furibundos y viscerales particularismos, cada uno de los cuales se cierra en sí mismo idolatrando su propia peculiaridad y rechazando cualquier contacto con el otro, está desencadenando luchas feroces. Las diversidades, redescubiertas y justamente apreciadas como variantes de lo universal humano, se convierten, si se absolutizan, en la negación y destrucción de éste. A ese fetichismo es necesario contraponer las palabras de Nietzsche, que pueden despistar si se las toma al pie de la letra, pero son iluminadoras metáforas de verdad: "¿Por qué ser hostiles con el vecino, cuando en mí y en mis padres hay tan poco que amar?"

No sólo existen las fronteras entre los estados y las naciones, establecidas por los tratados internacionales, es decir por la fuerza. También la pluma que garabatea diariamente, como dice Svevo, traza, desplaza, disuelve y reconstruye fronteras; es como la lanza de Aquiles, que hiere y sana. La literatura es por sí misma una frontera y una expedición a la búsqueda de nuevas fronteras, un desplazamiento y una definición de las mismas. Cada expresión literaria, cada forma, es un umbral, una zona en el límite de innumerables elementos, tensiones y movimientos distintos, un desplazamiento de las fronteras semánticas y de las estructuras sintácticas, un continuo desmontar y volver a montar el mundo, sus marcos y sus imágenes, como en un estudio cinematográfico en el que se reajustaran continuamente las escenas y las perspectivas de la realidad. Todo escritor, lo sepa y lo quiera o no, es un hombre de frontera, se mueve a lo largo de ella; deshace, niega y propone valores y significados, articula y desarticula el sentido del mundo con un movimiento sin tregua que es un continuo deslizamiento de fronteras.

La escritura trabaja en las fronteras y en su deslizamiento, en el momento en que se desdibujan y atraviesan. El compromiso moral, la buena lucha de cada día, que impregna también a la literatura, exige instituir y defender fronteras continuamente; abatir las que parecen falsas y levantar otras, obstruir el camino al mal. Un mundo sin fronteras, sin distinciones, sería el horrible mundo del "todo está permitido" imaginado con horror por Dostoievski, un mundo susceptible de cualquier violencia y de cualquier atropello. En ese sentido se lucha contra las fronteras, pero para instaurar otras.

Por otra parte, está la fascinación del momento en que una cosa se traspone en la otra, de la incesante metamorfosis del mundo que es la esencia misma de la vida, que consiste pues en una continua superación de fronteras. Siempre me han fascinado las lindes entre los colores y su mutuo anularse en los matices del paso de uno a otro; a menudo el decolorarse, especialmente en lo tocante al agua, se convierte en la cifra misma del sentido de la vida y de la poesía que trata de captarlo. También el viaje, estructura narrativa que me atrae con tanta insistencia, se desarrolla conforme a un ritmo que es el de un continuo trasponer, atenuar y decolorar lindes. No es un azar que el viaje se lleve a cabo con tanta frecuencia por el agua: a lo largo de los ríos, en las lagunas, en el encuentro de los ríos y el mar, en la reverberación del mediodía marino que simboliza la seducción y la destrucción inmanentes en un absoluto sin fronteras.

La imagen insistente de la línea en la que el agua del río se encuentra con la del mar puede ser un signo de ese embrujo de la decoloración.

Sin embargo cada narración da una forma a la vida y por consiguiente instituye una frontera; el embrujo de la decoloración tiene sentido solamente si, aun en el vértigo de la metamorfosis, se intenta fijar, al menos por un instante, una imagen que lo sustraiga a lo indistinto. La literatura es también un análisis del transcurso de los sentimientos y las pasiones, de ese proceso continuo y ambivalente en el que un sentimiento se atenúa convirtiéndose en otro contiguo, hasta acabar por transformarse a veces en el sentimiento opuesto – también en este caso se trata de un cruce de fronteras, del descubrimiento de su necesidad y precariedad al mismo tiempo.

La literatura enseña a trasponer los límites, pero consiste en trazar límites, sin los que no puede existir ni siquiera la tensión de superarlos para alcanzar algo más alto y más humano. Las fronteras de nuestro presente histórico no tienen que ver, por desgracia, sólo con la literatura, sino con una dimensión mucho más violenta e inmediata. Lo que ha ocurrido en Yugoslavia revela el peso terrible del pasado y la historia, el poder mortífero de las pluriseculares fronteras del odio y la división. Tras los grandes acontecimientos liberatorios de 1989, que crearon la posibilidad de abatir muros y fronteras y de construir una nueva unidad europea, se asiste a la construcción de nuevas fronteras y de nuevos muros – étnicos, chovinistas, particularistas. Se perfila además sobre nuestro futuro el espectro de la migración de un sinnúmero de personas que, empujadas por el dolor y el hambre, probablemente abandonarán sus raíces, sus fronteras, provocando odio y miedo, que a su vez llevarán a erigir nuevas barreras. De la calidad de la respuesta a estos desplazamientos epocales – respuesta que tendría que liberarse del odio y de la demagogia sentimental – dependerá la existencia o al menos la dignidad de Europa.

Como Biagio Marin, el poeta de Grado, que en 1915 era un irredentista italiano y hacía alarde ante el rector de la Universidad de Viena de su deseo de que Italia declarase la guerra para destruir el imperio hasbúrgico, pero que luego, apenas enrolado en el ejército italiano, protestaba contra un capitán insolente diciendo que "sus austriacos" no estaban acostumbrados a aquel estilo – o como aquel lejano conocido mío de Friburgo -, tendríamos que ser capaces de sentirnos del otro lado y de ir al otro lado. Sería necesario que todos nos avergonzáramos del nacionalismo de nuestro país, del que cada uno es siempre un poco culpable.

Yugoslavia es sólo un ejemplo pasmoso de una enfermedad mortal que serpentea por doquier. Cuando, hace años, vi levantar con orgulloso entusiasmo las vallas de la frontera entre Eslovenia y Croacia, me vino a la cabeza una historia que me contaron unos amigos estonios y letones. En 1929 o 1930 unos estudiantes letones entraron en Estonia, subieron al Suur-Munamäki, la colina más elevada del Báltico, 317 metros, cuatro más que la más alta cima letona, y excavaron esos cuatro metros para quitarles el récord a los estonios, que por lo demás volvieron a poner enseguida las cosas como estaban, volviendo a amontonar en la cima los cuatro metros de tierra y añadiendo además una torre. Existen también fronteras en altura. Habría que ser capaces de verlas, cualesquiera que sean las fronteras de las que se trate – e incluso cuando se levantan orgullosas como el muro de Berlín todavía no hace tanto -, igual que cúmulos de ruinas, y saber que nuestra tarea es barrer y amontonar esas ruinas allí donde menos molesten, como hacían en 1945 las famosas Trümmerfrauen berlinesas.

La figura de esa mujer con su escoba que barre escombros y limpia paredes agrietadas podría ser la figura ideal, simbólica, del ángel de la frontera. Pero es una figura improbable – en nuestro horizonte se perfilan más bien francotiradores con el fusil en ristre, apostados tras unas fronteras cada vez más altas, como torres de Babel. Cada vez se hace más difícil, en la presente irrealidad del mundo, dar una respuesta a la pregunta de Nietzsche: "¿Dónde puedo sentirme en casa?"


1993

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