TAGORE Y LA FLOR SIN FRAGANCIA

"Anda, no esperes más; coge esta florecilla, no se mustie y se deshoje. Quizás no tengas sitio para ella en tu guirnalda; pero hónrala, lastimándola con tu mano, y arráncala, no sea que se acabe el día sin que yo me dé cuenta, y se pase el tiempo de la ofrenda. Aunque su color sea tan pobre, y tan poco su olor, ¡anda, ten esta flor para ti, arráncala ahora que es tiempo!"

Es una poesía de Tagore, el gran poeta indio, extraída de una vieja edición de su mejor libro, Gitanjali [Ofrenda lírica], traducido al italiano por Arundel del Re [al español por Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez] y publicado en 1914 en un exiguo volumen por el benemérito editor Carabba di Lanciano, que encontré hace muchos años, siendo muchacho, en un tenderete de Milán.

Gitanjali es una colección de cantos que de los labios del poeta parecen fluir hacia los de los mendigos y vagabundos a la sombra de los caminos, canciones de amor dedicadas a una amada o un amado y al mismo tiempo, o sobre todo, a Dios, presente en todas las cosas, en todos los rostros y todas las apariencias de la vida.

Ésta se convierte así en una fiesta humilde pero embriagadora y serena, el viaje de un viandante que atraviesa, como un humilde y gozoso enamorado, los caminos del mundo, redimiendo cada vez los momentos de debilidad o aridez personal gracias a su capacidad de sumergirse en el soplo del Todo y de encontrarlo en sí mismo.

El viaje se lleva a cabo en penumbra, aunque regocijado por realidades encantadoras y luminosas, disfrutadas a fondo como encuentros de amor; cuando la lucecilla que ilumina el camino se apague, el viandante habrá llegado a casa de quien lo espera para hospedarlo y entonces se encontrará como a la luz del día.

En todo misticismo panteísta se corre el peligro de cantar demasiado bien, de ver demasiado fácilmente la redención de las penalidades, de no darse cuenta del desgarro, de la tristeza de las vidas inútiles transcurridas en la oscuridad y el vacío, de la abyección y el horror que echan a perder cualquier fiesta y cubren de tinieblas hasta el rostro de Dios.

Tagore y los poetas que como él cantan el significado inagotable de la vida y enseñan a no tener miedo de la muerte no pueden hacer olvidar que el órgano que tocan celebra a menudo las cosas hermosas y grandes; también las humildes, desde luego, pero sin embargo siempre floridas y dignas de entrelazarse en una espléndida corona.

Pero en esta poesía Tagore se dirige también a lo que queda fuera del salmo de gloria, a lo que parece abocado a un destino de inutilidad, a ser una florecilla de nada. Ésta parece hasta excluida de la magnificencia universal, no encuentra sitio en la guirnalda divina, su color y su fragancia están demasiado desvaídos como para cantar la majestuosidad del universo. Tal vez con esa flor no se pueda hacer nada; con ella no se puede trenzar ninguna corona, no sirve para adornar ningún trono ni ningún altar, no se la puede ni siquiera regalar. Pero no por ello se la puede olvidar; hay que honrar su insuficiencia y dedicarle una caricia.

Esta atención a quien no es casi nada y pronto será nada, a quien ha nacido para no ser celebrado ni recordado, es una respuesta al olvido, que devora a quien no puede ser utilizado para ningún fin, y es más grande que el propio coraje sereno con el que el viandante de Tagore, tras una vida difícil pero rica en cualquier caso, acepta la muerte.


1994

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