Aun cuando no hayan sido destinados específicamente a la sección de Homicidios, muchos policías tienen muchas más posibilidades de personarse en el depósito de cadáveres de las que desearían. Algunas veces yo había acudido allí sólo con una fotografía. Otras, para acompañar a familiares de desaparecidos y realizar el procedimiento de identificación del cadáver.
Pero nunca había permanecido demasiado tiempo y jamás me había topado con el asistente forense Frank Rossella, nuevo en el cargo. Su acento me sugirió que podía provenir de Boston o Nueva York.
Medía alrededor de uno ochenta y cinco y tendría entre treinta y cuarenta años. Se recogía el cabello oscuro en una especie de moño sobre la nuca. Tuve que apretar el paso mientras lo seguía por el corredor bordeado de estantes metálicos, morada provisoria de los muertos.
Me detuve en el umbral de la sala de autopsias. Las mesas estaban vacías, pero al lado de una de ellas había una camilla sobre la que descansaba un cuerpo.
Estaba expuesto desde los pies hasta la barbilla y tenía la cara cubierta. Era el procedimiento opuesto al que solía usarse en la identificación de cadáveres, en el que el cuerpo se presentaba cubierto hasta la barbilla y dejaba al descubierto sólo la cara a fin de que los familiares lo reconocieran de inmediato.
– Este hombre ha recibido un disparo en la cara -dijoRossella, viendo que yo miraba hacia ella-. No hay forma de trabajar con ella. Podría haber obtenido una polaroid del rostro. Usted ya sabe que lo hacemos cuando no queda otro procedimiento. Pero en este caso no hubiera servido de nada, y ni siquiera contamos con el perfil dental.
– ¿Huellas dactilares? -pregunté. Sentía una especial dificultad en emitir las palabras.
– No son buenas. Lo encontramos en la maleza, cerca del río, bastante lejos de la ciudad. Estuvo allí un buen tiempo, no sabría decirle cuánto. Murió hace un par de días, eso es lo más seguro que puedo decirle.
Rossella me miró, a la espera. Me acerqué a la camilla. El cuerpo despedía un olor familiar que me recordó el del Mississippi.
«Tus cabellos huelen como el río», me pareció sentir la voz de Shiloh.
Al parecer, cerré los ojos, pues los abrí abruptamente al oír de nuevo la voz de Rossella.
– Señora Shiloh…
«Estás trabajando.» Esta vez era mi propia voz la que resonaba en mi interior. «Haz tu trabajo. Míralo.»
A pesar de haber acompañado a tantos familiares de víctimas de asesinato hasta aquel lugar, no sabía qué hacer. Era como si me hubiera presentado a un examen crucial y no hubiera estudiado nada.
– Lo siento -dije a media voz-. Sin los rasgos faciales no sé a quién estoy mirando. No puedo emitir ningún juicio sin riesgo de equivocarme.
El cuerpo tenía más o menos la estatura de Shiloh. En materia de peso, las cosas no eran tan fáciles de dilucidar. Se trataba de un hombre de raza blanca y no parecía haber tenido una vida dura.
– ¿Cuánto mide? -pregunté.
– Un metro ochenta y dos.
– Shiloh medía un metro ochenta y ocho-Algunas medidas tomadas después de la muerte resultan imprecisas -señaló-. Las extremidades suelen acortarse debido al rigor mortis. Eso produce medidas no siempre exactas. De hecho, tuve que descoyuntar algunos dedos para obtener las huellas.
– ¿Cómo? -exclamé. Sin querer, mi mirada se dirigió automáticamente hacia las manos, cayendo de lleno en los dedos retorcidos. Ya tenía yo bastante con oír cómo ciertas personas hacen crujir los nudillos. Me pregunté cuánto más duro de soportar debía de ser el ruido de un hueso al romperse.
Levanté la mirada. Rossella tenía la suya clavada en mí.
– A veces sucede -dijo sin perder la calma y mirándome siempre a los ojos-. Supongo que ya había oído hablar de ello.
– No -respondí, intentando componer mi estado mental. Volví a mirar aquellas manos sin anillos.
– No tiene alianza -observé.
– Puede que se la hayan quitado; posiblemente fue parte del robo -sugirió Rossella. Me acerqué a la mano derecha y la cogí.
– ¿Ha descubierto usted algo? -inquirió el asistente forense.
Estaba rígida y resistió a mis intentos de girarla. Me agaché un poco y alcé el antebrazo para examinarla con mayor detalle. Cuando vi la palma respiré hondo, tranquilizada.
– No es él.
– ¿Ha visto algo especial?
– Shiloh tenía una cicatriz en la palma derecha. Él no la tiene.
– En efecto-asintió Rossella.
Cubrió el cuerpo con la sábana y sonrió.
– Gracias, señora Shiloh. No puede imaginarse cuánto siento haberla hecho venir hasta aquí.
De camino hacia el ascensor, las piernas me temblaban.
Cuando llegué a casa, vi un coche desconocido aparcado ante ella. Era un utilitario nuevo y oscuro cuya marca desconocía. Un hombre se hallaba de pie recostado en la puerta; a medida que mis faros se acercaron, perfilaron su silueta. Aparqué el coche en la calzada y salí de él.
El hombre se volvió y comenzó a bajar hacia la calzada. Entonces reconocí sus facciones. Era el teniente Radich, detective supervisor de la interagencia de Narcóticos.
– ¡Teniente Radich! ¿Qué lo trae por aquí? -pregunté mientras cerraba el coche de un portazo y cruzaba el césped, no tomando mi camino habitual por el camino de acceso.
Debía de haber hablado en voz más alta de lo que yo creía, pues sacudió la cabeza y alzó un brazo del que pendía una bolsa blanca, como un hombre que se rinde.
– Sólo he venido a hacerle una visita -dijo-. He comprado algo de comida al salir tarde del trabajo y he pensado que tal vez tendrá usted hambre.
¿Qué había comido? Había tomado un café por la mañana al levantarme. En el trabajo, más café. No recordaba haber comido nada.
Yo había conocido a Shiloh en sus días en Narcóticos, cuando él estaba a las órdenes del teniente Radich. Pero a éste lo conocía mejor de los partidos de baloncesto. Jugaba con menos frecuencia que nosotros, pero resultaba más competitivo. Con cincuenta años, siempre llevaba cara de cansado, con su tez mediterránea y los cabellos negros surcados por una franja gris.
– Recibí su mensaje -dijo apenas encendí las luces de la sala y de la cocina-. Le dejé algunas palabras en el contestador de su oficina, pero creo que no elegí un buen día para que las oyera. No he visto a Mike. No hablo con él desde hace unas tres semanas.
– Eso es lo que yo había calculado.
– Lo siento.
– ¿Le apetece una cerveza?
– Sí, gracias.
Cogí una de las dos Heineken que reservábamos en la nevera y la abrí. Me dirigí al armario a buscar un vaso.
– No es necesario -dijo. Tomó la fría botella de mi mano, se la llevó a la boca y bebió un par de tragos. Su rostro se reanimó, al parecer se sintió súbitamente feliz bebiendo cerveza en la cocina de una gente que hacía mucho tiempo que no probaba el alcohol. Le pregunté si había tenido un día duro.
– No como el suyo, me imagino -respondió, dejando la botella sobre la mesa. Empezó a desempaquetar la comida.
– Siéntese y coma -me ordenó.
Había un par de bocadillos y un recipiente con ensalada de patatas. Puse platos y cubiertos y me serví un vaso de leche. Prefería no beber cocacola a esas horas, por más cansada que estuviese. Mis manos se pondrían a temblar.
Comimos en silencio. El bocadillo que había comprado para mí estaba aún caliente y desbordaba de queso fundido. Radich me había comprado comida caliente. Mis manos comenzaron a temblar y, por primera vez, comprendí por qué los creyentes dan gracias por el alimento.
Probablemente, Radich no tenía tanta hambre como yo, pero se dedicaba a la tarea con igual empeño. Cuando comenzó a hablar, de hecho, yo casi había terminado mi bocadillo.
– ¿Qué ha averiguado hasta ahora? -fue su primera pregunta.
– Prácticamente nada -contesté-. No sé dónde está, ni por qué está allí. No conocía a ninguna persona que supiera algo de él. Si no se tratase de mi marido y el caso estuviera a mi cargo, hubiera machacado a la gente con entrevistas e interrogatorios. Como soy la única que vivía con él, soy quien lo conoce mejor y… y…
Me sucedió entonces algo extraño. Me oí a mí misma decir «lo conozco mejor» y, de repente, se me olvidó cómo iba a seguir la frase. No tenía la menor idea de ello.
Radich colocó una mano sobre mi hombro.
– Estoy bien -dije, y acto seguido bebí un sorbo de leche-. Y nadie parece saber nada.
Me alegré de recordar la continuación de la frase.
– ¿Tenía enemigos? -preguntó Radich.
Me encogí de hombros.
– Bueno, todos los policías esperamos alguna «retribución». Sin embargo, nosotros somos cuidadosos. No figuramos en listas ni publicaciones. Los informantes sólo tienen el número de nuestro móvil.
– ¿Qué ha hecho hasta ahora? -preguntó Radich al tiempo que movía la cabeza, pensativo.
– Mucho más de lo que hubiera imaginado que se pudiera hacer -respondí-. He estado confeccionando una lista de las pistas. Interrogué a los vecinos. Incluso he estado en el depósito -acabé, aunque me costó decirlo.
De detrás de la pared de la cocina un ruido como de temblor de tierra atronó el aire, una repetida reverberación.
– ¿Qué demonios ha sido eso? -preguntó Radich.
– Un tren. Están colocando los vagones de un tren de mercancías. Cada vagón que agregan produce un impacto que hace reverberar toda la cadena. Como si fueran vértebras.
– ¿Se ha acostumbrado a esto?
– Bueno, no pasa a todas horas. Sin embargo, los trenes lo hacen algunas veces al día. Varias, diría. Estoy acostumbrada, y a Shiloh incluso le gusta, según dice.
– ¿Fue usted al depósito de cadáveres para una identificación? -Radich volvió al hilo de la conversación que llevábamos.
– En efecto. No era él.
– ¿Por qué la llamaron? ¿No disponían de huellas dactilares? -preguntó Radich tras acabar su Heineken.
– Creo que no. El asistente forense me dijo que las huellas eran… -me interrumpí, intentando encontrar la palabra exacta-. Al parecer, no servían.
– ¿Por qué no?
– No… no lo sé -La pregunta de Radich era coherente. Yo no se lo había preguntado a Rossella, supongo, sólo por el miedo de descubrir que se trataba de él. Shiloh; pensé de manera lógica-. Dijo algo acerca de la exposición del cuerpo al aire libre.
– Sé que la medicina forense no es su fuerte, ni tampoco el mío -dijo Radich-, pero tengo entendido que siempre hay huellas. Sólo desaparecen en caso de calor extremo o desecación, porque la piel se vuelve lisa. He oído hablar de ello.
– Pero ése no era el caso -dije despaciosamente, viendo en mi interior aquella mano derecha en busca de la herida que le había inferido Annelise Eliot.
– Habrá sido un mal trago, ir hasta allí para nada -dijo, dando aparentemente por acabada la conversación. Comenzó a introducir los restos de la comida en la bolsa blanca.
– Yo lavaré -dije, apartándolo con un gesto de las manos-. Estaba todo muy bueno, de verdad.
– Usted tiene mi teléfono del trabajo -dijo tras ponerse de pie y sacar una pluma de su chaqueta-, pero creo que no tiene el de mi casa.
Echó una ojeada a la mesa, vio el menú de color melocotón y escribió dos números en él.
– El de mi casa y el móvil -dijo tendiéndomelo-. Si necesita alguna clase de ayuda… o más comida. -Su boca se torció ligeramente, sin llegar a sonreír, como si las circunstancias no se lo permitieran-. Llámeme.
– Gracias, de verdad -fue lo único que atiné a decir.
– Valor, muchacha.
– Eso intento.
– Todos lo sentimos mucho.
Sus cálidos ojos negros destilaban compasión. Radich llevaba demasiado tiempo en el cuerpo como para decirme que todo se arreglaría.