Sabía lo que vendría después: Utah. Si no sabes dónde está alguien, ve adonde ya ha estado. Ésta es una regla de oro en la búsqueda de desaparecidos, a pesar de que la policía raramente se permite el lujo de seguirla. Yo estaba trabajando por mi cuenta y riesgo, así que me fui a Utah.
Shiloh había nacido y crecido en Ogden, al norte de Salt Lake City, y era el mediano de seis hermanos. Se había marchado de casa siendo muy joven. Sus padres estaban muertos y Shiloh no mantenía contacto con sus hermanos, excepto con Naomi, la más joven de ellos junto con su gemela, Bethany. Por supuesto, yo le había preguntado por los motivos.
– Religión -dijo, simplemente-. Para ellos soy algo así como un enfermo crónico que rechaza el tratamiento. No puedo vivir rodeado de eso.
– Conozco a una o dos personas que crecieron en hogares estrictamente cristianos (católicos y mormones), y no son religiosas. Las familias se lo han tomado muy bien.
– Sí, algunas familias lo hacen.
Se había marchado de casa a los diecisiete, antes de terminar el instituto, sobre lo cual, obviamente, también le había preguntado.
– Era lógico en aquella época -me había respondido-. Yo sabía que quería una vida diferente a la que se me tenía preparada, y supe que la única manera de encontrarla era huir de allí.
Años después de que dejase Utah, a su familia, y la fe de los suyos, había recibido una carta de su hermana Naomi. Shiloh respondió, y comenzaron a cartearse pero, según sus propias palabras, al cabo de un par de meses las relaciones se enfriaron.
– ¿Por qué dejaste de escribirle? -le pregunté.
– Había empezado a considerarme como un proyecto. Trabajaba para que yo regresase a casa. Quería reconciliarme con la familia y, después, con Dios.
Al parecer, Shiloh consiguió congelar la relación, ya que desde entonces sólo intercambiaron postales de Navidad.
Al volver a Minneapolis, tuve que buscar un rato en la agenda de direcciones, un ajado manojo de papeles, antes de encontrar lo que deseaba: Naomi y Robert Wilson. La dirección era Salt Lake City y tuve la certeza de que se hallaba en la guía telefónica.
No tenía ningún motivo para creer que Shiloh se hubiera puesto en contacto con algún miembro de la familia últimamente, pero necesitaba comprobarlo. Hasta el momento, había estado intentando cultivar las piedras; era hora de hallar terreno fértil. Y si en Utah no había ninguna pista nueva que me ayudara a encontrar a Shiloh, allí pudiera ser que encontrara algunas viejas que me hicieran comprender mejor a mi marido.
Mientras cenaba en un restaurante, busqué los números que pertenecieron a «Robert Wilson» o «R. Wilson» en el área de Salt Lake City y comencé a hacer llamadas.
– ¿Hola?
Una mujer joven contestó al segundo número que marqué.
– ¿Es usted Naomi Wilson? -pregunté.
– Al habla -dijo con cortesía.
– Naomi, soy Sarah Shiloh -me detuve un segundo pensando cómo habría de proseguir.
– ¿Quién? -exclamó-. ¿Ha dicho que se llama Sarah Shiloh?
– Eso es. Tu hermano Michael es mi marido.
– ¿Michael? ¿Eres la mujer de Mike? ¡Oh! -exclamó en medio de una risa nerviosa-. Sí, soy Naomi Wilson. Me has encontrado -volvió a reírse-. Me he confundido porque, bueno, no tiene importancia. Oye, ¿puedo hablar con Mike? Hace mucho, mucho tiempo que no lo hacemos.
Esas palabras me hicieron sentir algo en mi interior, algo frío y pesado como el plomo.
– Ojalá pudiese hacerlo -respondí-. Lo estoy buscando. Nadie, incluida yo, lo ha visto en los últimos días.
Hubo un silencio al otro lado de la línea.
– ¿Cómo? -preguntó Naomi Wilson.
– Tu hermano ha desaparecido. Por eso llamo.
– ¡Caramba! -exclamó. Me pareció un comentario poco adecuado, pero después me di cuenta de que una buena cristiana nunca diría «¡dios mío!». La voz de Naomi me sonó seria cuando preguntó:
– ¿Dónde estás, en Minneapolis? ¿Es allí donde vivís?
– Vivimos allí. Mike iba para Virginia pero nunca llegó -le dije.
– ¿Ha desaparecido? ¿Crees que está aquí? No, no lo está -dijo, contestando a su propia pregunta. Luego se corrigió-: Bueno, al menos que yo sepa. ¿Crees que puede andar por aquí?
– No lo sé. Necesito ir hasta allí y hablar contigo personalmente. Y quizás también con el resto de la familia.
– De acuerdo -respondió-. ¿Cuándo llegas?
– Mañana -dije-. Cogeré un vuelo temprano. Contando la diferencia horaria pienso que podré estar allí a mediodía. ¿Cuándo te viene bien que nos veamos?
– Yo trabajo en una guardería. Dos de nosotras nos quedamos hasta mediodía, y luego estoy sola hasta las tres y media. De todos modos, puedes venir en cualquier momento de la mañana y ya me escaparé. También quiero hacerte un par de preguntas acerca de Mike, de cómo os conocisteis, etcétera. Hace mucho tiempo que no hablo con él.
Me dio la dirección de la guardería a las afueras de Salt Lake City
– Me reconocerás enseguida, parece que estoy preñada de diez meses.
Telefoneé a una agencia y pagué el billete con tarjeta de crédito, e hice el equipaje. La maleta de Shiloh estaba en el suelo, justo donde yo la había dejado al sacarla de debajo de la cama y comprender lo que eso significaba. En el último momento rescaté la vieja camiseta de «Búsqueda y Rescate» de Shiloh y la metí en la maleta.
Del otro lado de la pared se escuchó el retumbar de un tren de mercancías que se dirigía hacia el norte. Yo estaba sentada en el suelo del dormitorio, con las piernas cruzadas. Necesitaba dormir, pero había llegado a un estado en que sólo desvestirme y cepillarme los dientes resultaba un obstáculo insalvable entre la cama y yo.
Busqué el libro que había hallado en el interior de la maleta de Shiloh y recogí el billete de avión que contenía. Era una promesa rota, un contrato incumplido, y la última señal razonable y cuerda de la vida de Shiloh antes de que ésta diera un extraño vuelco.
Miré el reverso del billete y examiné los términos y condiciones impresos en color verde claro.
Mi corazón dio un salto. En el dorso del billete había siete números escritos con lápiz, con un espacio casi imperceptible entre las cifras tercera y cuarta.
Shiloh era cuidadoso y organizado, pero las únicas cosas que yo le había visto ordenar de verdad eran las notas y papeles relativos a sus investigaciones. De lo contrario, todo se quedaba en desorden aceptable. Amontonaba las facturas en la mesa de la cocina, escribía direcciones en trozos de papel arrugado y las guardaba en una caja llena de sobres en la que también guardaba los sellos. Escribía números de teléfonos en el listín y, en una ocasión, lo hizo directamente en la pared con lápiz. Los números que necesitaba en el momento los solía escribir en cualquier cosa que tuviera a mano: por ejemplo, en el dorso de un billete de avión.
Tamborileé con mis dedos un buen rato sobre la cubierta del libro. Había escrito en el dorso del billete. ¿Se quedaban con el billete en la puerta de embarque? ¿Quería Shiloh tener el número a mano al desembarcar en Washington porque sabía que lo necesitaría? ¿Se trataba, por el contrario, de un número de Minneapolis que necesitaba para usar inmediatamente?
Me dirigí al teléfono y marqué el número de siete dígitos, sin prefijo.
– ¿Hola?
Era una voz de mujer, parecía una residencia particular. Debía de tener entre 60 y 70 años. En segundo plano se escuchaba un televisor con el volumen lo suficientemente alto como para que yo distinguiera que se trataba de una serie cómica.
– ¿Hola, señora? -dije.
– ¿Hola? -repitió.
– ¿Podría usted bajar el volumen de su televisor? -sugerí-. La espero.
– Sí, un minuto, por favor.
El ruido televisivo calló. De todos modos, intenté hablar alto cuando la mujer volvió a ponerse al aparato.
– Hola, señora ¿puede decirme su nombre, por favor? -dije.
– ¿Vende usted algo? Es un poco tarde.
– No, no vendo nada. Intento encontrar a un hombre llamado Michael Shiloh. ¿Le resulta familiar ese nombre?
– ¿Quién?
– Michael Shiloh.
– No conozco a nadie con ese nombre -contestó.
– ¿Le puede preguntar a alguien más?
– Bueno -respondió, bastante desconcertada, pero sin alzar la voz-. Estoy sola en casa y no conozco a nadie con ese nombre.
La creí. Debía de ser una viuda solitaria: la voz rasposa de fumadora, el televisor a toda pastilla a causa de la sordera…
– Gracias -acabé-. Disculpe la molestia.
Me sabía de memoria los prefijos de la ciudad. Fui probando todas las combinaciones y una de ellas sonó y sonó sin que nadie lo cogiera. Otra, era un número fuera de servicio.
Con una mano en el interruptor de plástico del teléfono para cortar, aguantaba el auricular con la barbilla y el hombro. Quizás era el número de teléfono de alguien que vivía cerca de Quantico. Con el código de área 202 y los nuevos códigos de área que se habían creado en la vecindad de Washington, tuve muchas conversaciones breves e infructuosas y oí muchos mensajes pregrabados que anunciaban que la línea estaba fuera de servicio.
En Salt Lake City, los siete dígitos me dieron acceso a la línea de atención al cliente de una empresa de productos para esquiadores y montañistas: «Su llamada es importante para nosotros…»Decidí intentar también los códigos extraestatales de Minnesota.
En el norte de Minnesota, por encima del Iron Range, la comunicación se interrumpía antes de marcar la totalidad del número. En el sur, en cambio, daba señal.
– «Sportsman».
– Hola -dije-. ¿Con quién hablo?
– Soy Bruce. ¿Quién es usted?
Parecía un hombre de unos veinte años, y su tono era profesional y coqueto, como el de un camarero. Se oía un barullo de voces de fondo.
– ¿Es un bar? -pregunté-. ¿No es una tienda de deportes o algo parecido?
– Sí, esto es un bar -me contestó riendo el supuesto camarero-. ¿Te explico cómo llegar?
«Cretino -pensé-. Sólo se trata de algún barucho de pueblo.»
– No -respondí-. En realidad estoy tratando de encontrar a alguien a quien le diga algo el nombre de Michael Shiloh.
– Ya -rumió Bruce-. Conozco a muchos de los tíos que vienen por aquí, y por supuesto a los que trabajan en el lugar, pero ese nombre no me dice nada.
– De acuerdo -dije-. De todos modos, le daré mi nombre y el número de mi trabajo por si sabe algo.
– Prefijo 612 -comentó mientras tomaba nota-. Esto es de la ciudad. Se me ocurre que no se dejará caer por aquí. -De pronto, hubo un estallido de ruido al fondo, de gente mirando por televisión un espectáculo deportivo-. Es una lástima, pareces una tía divertida.
Eso era lo último a lo que mi voz sonaba.
– Gracias por el piropo -dije- y llámame si el nombre que te he dado le suena a alguien.
– Claro -respondió Bruce.
Después de cepillarme los dientes, lavarme la cara y hacer lo que normalmente hago antes de acostarme, me senté sobre la colcha de mi cama, con las piernas cruzadas bajo mis muslos, con miedo de dormirme.
Me daba miedo pensar en lo que las tinieblas traerían a mi mente. En las guardias nocturnas, todos los problemas parecen más intrincados y todos los errores cometidos, más ineludiblemente destructivos.
Cuando todas las acusaciones relacionadas con el asesinato de Kamareia que pesaban sobre Royce Stewart fueron retiradas, no me di cuenta de lo que pasaba hasta una noche de insomnio días después de que el juez fallara. Tuve que salir del dormitorio, ir a la sala de estar, para que Shiloh no advirtiera mi dolor.
De todas formas, se despertó y acudió a la sala a oscuras, estrechó mi rostro húmedo contra su pecho desnudo y me acarició el pelo. En aquella oscuridad, me comentó un sueño que había tenido.
– Sueño con mis manos ensangrentadas con la sangre de Kamareia -me dijo.
Me sobresalté. Le dije que nada de lo ocurrido había sido culpa suya.
– No -dijo-, estoy hablando literalmente. La tarde que la encontramos, me manché con su sangre. Después de que tú fueras al hospital con ella, intenté calmar a Gen y le puse una mano en la mejilla. Le manché la cara con la sangre de su hija. No quise que ella lo viera y la llevé a la cocina para lavarla, pero había un espejo al pie de la escalera. Supe que lo iba a ver. Y así fue. Sueño con eso, sueño que miro hacia abajo y veo la sangre de Kamareia en mi piel. Sueño con que me lavo. Los que escriben relatos de terror dicen que un poco de sangre deja el agua rosada. No es verdad. Es cada vez un poco menos roja, hasta que el agua vuelve a correr clara.
Su voz tenía un aire disociado, lejano, que me hizo sentir inquieta. Con tal de tranquilizarlo, le repetí que no había sido culpa suya. No encontraba nada más que decirle.
– No -dijo-. Fue culpa de él.
Supe lo que quería decir. Shiloh me estrechó entre sus brazos y dijo: -debía haber muerto sólo por lo que hizo con Genevieve.
A veces pienso en la sangre del sueño de Shiloh cuando las personas que no lo conocen lo llaman lejano y desapegado.
Finalmente, cuando me metí en la cama y apagué la lámpara de la mesita de noche, intenté pensar en algo positivo, en mañana. Mañana estaría en Utah y por fin conocería a la familia de Shiloh.
La hermana de Shiloh, Naomi, siempre había sido, según sus propias palabras, la más interesada por él. Ella me había dicho por teléfono que quería saber cómo nos habíamos conocido.
Si Naomi Wilson era todavía una devota cristiana tal como Shiloh había descrito a todos los miembros de su familia, pensé que podría no estar preparada para oír los detalles de mi historia.