Capítulo 7

No sé cuánto tiempo permanecí sentada en la cama, sin pensar, sólo intentando asumir lo ocurrido. Después de un buen rato me levanté y volví a dirigirme a la cocina, donde me quedé de pie, en el centro de la casa y de la vida que Shiloh había dejado en Minneapolis.

Una persona desaparecida, un varón adulto. ¿Qué es lo primero que Genevieve y yo hubiéramos investigado?

Dinero. ¿Cómo iba su economía? ¿Tan mal como para marcharse de la ciudad? ¿Cómo era la relación con su mujer? ¿Tenía alguna amiguita? ¿Problemas con el alcohol o las drogas? ¿Podía estar involucrado en actividades delictivas? ¿Tenía antecedentes? ¿Alguna relación con delincuentes? ¿Tenía enemigos peligrosos? ¿A quién beneficiaría su muerte? ¿Disponíamos de alguna idea acerca del lugar de donde había desaparecido? En caso negativo, ¿qué aspecto tenía la casa? ¿Dónde estaba el coche?

Era un campo abonado para las preguntas. El problema era que yo las había contestado en un minuto.

La economía de Shiloh era la mía, y yo sabía que el problema no era ése.

¿El estado de nuestro matrimonio? A partir de mi experiencia interrogando esposas había aprendido que ninguna otra pregunta estaba tan cargada de posibilidades de auto- engaño.

Pero entre Shiloh y yo todo iba bien. Sólo llevábamos dos meses de casados. Realmente, hubiéramos tenido que esforzarnos mucho para estropear la relación en tan corto plazo.

Había dos Heineken en la nevera por si venían visitas. Allí estaban las botellas, en su sitio, siempre las mismas, ya que nosotros no las tocábamos. A pesar de haber renegado de la religión de su infancia, en muchos aspectos la personalidad de Shiloh se acercaba a lo monástico. Aunque bebía cuando lo conocí, había dejado por completo el alcohol; en lo referente a drogas, jamás lo había visto meterse en el cuerpo algo más fuerte que una aspirina.

Cualquier antecedente delictivo habría acabado con sus posibilidades en el FBI, y él había pasado las rigurosas pruebas. Se había relacionado con delincuentes, pero sólo en calidad de detective que trataba con informantes.

¿Enemigos? Supongo que Annelise Eliot, a quien había pillado después de trece años de prófuga, tenía una buena razón para detestarlo. No obstante, todo lo que del caso había llegado a mis oídos me sugería que Eliot había dirigido su hostilidad hacia blancos más importantes y políticos, como eran los abogados de California que habían basado sus carreras en su acusación y a los que denunció en los medios de comunicación al tiempo que proclamaba su inocencia.

Nadie, por lo que yo sabía, podía beneficiarse de la muerte de Shiloh.

En cuanto a la casa, no resultaba un sitio plausible para una operación violenta. Lo había escudriñado todo, y todo estaba en orden. Mordí el extremo del lápiz.

Quizás estaba tomando el camino equivocado. De hecho, pensaba en Shiloh de una manera distanciada, como si se tratara de un caso más. Pero es que yo lo conocía, seguramente mejor que nadie. Aunque de una manera perversa, se trataba de la situación ideal.

¿Qué había hecho el día y medio en que yo estuve fuera?

Tenía que marcharse a Virginia temprano. Había hecho el equipaje, para asegurarse. Tal vez puso una lavadora. Posiblemente salió a buscar comida, ya que solíamos llenar la nevera cada semana en lugar de hacerlo cada día.

Habitualmente, Shiloh salía a correr todos los días. Por consiguiente, era probable que emprendiese una de esas largas carreras en que solía aprovechar mi ausencia, ya que yo solía abandonar al cabo de seis kilómetros. ¿Y qué más? Es probable que leyera un rato o que mirara algún partido de baloncesto. Debió de irse a dormir temprano, en un tranquilo sábado por la noche en el que tenía toda la casa para él solo.

Se trataba de una sucesión de acontecimientos segura, sensata y aburrida. En apariencia, ninguna de esas actividades podía conducir a la desaparición de Shiloh. Excepto…

De las actividades habituales que acababa de reconstruir para un fin de semana, el hecho de salir a correr era lo que podía presentar algunos peligros. Por lo general, los que salen a correr sólo se encuentran con algún perro fastidioso, pero también hay excepciones. A veces, esa gente se interna en lugares tranquilos y oscuros, lejos de las luces de las ciudades. En ocasiones el personal paramèdico los encuentra en algún parque, sin el dinero que llevaban y con heridas o golpes en la cabeza. Shiloh, con su metro noventa, joven y atlètico, no era un objetivo probable para un atracador, pero no por eso había que descartar la hipótesis.

Volví junto a la maleta de Shiloh y la abrí. Tanteando entre sus prendas de vestir, vi la camiseta de color gris verdoso del Departamento de Búsqueda y Rescate de Kalispell, la que solía ponerse para jugar al baloncesto.

Aplastadas contra el borde e introducidas en una bolsa de plástico para que no se manchara la ropa estaban las zapatillas que utilizaba para correr. Sólo tenía un par.

Estaba allí el calzado deportivo, pero faltaban las botas y la cazadora. Sentí una leve punzada de satisfacción. Al menos era un progreso.

Shiloh se había ido a donde fuera a pie. No había salido a correr ni al aeropuerto. Un recado. Debía de haberse dirigido a algún lugar, vestido ya para el viaje, y no había vuelto.

En eso sonó el teléfono.

– Soy yo. -Era la voz de Vang-. Han llegado algunos faxes de los hospitales de la zona de Virginia. En las últimas setenta y dos horas no ha ingresado nadie que coincida con la descripción de tu marido.

– Lo sé -dije.


En mis primeros días como detective, Genevieve me dijo en una ocasión: «Cuando tienes un caso de desaparición que consideras cierto, y has tenido una mala impresión desde el principio, la clave está entre las primeras veinticuatro a treinta y seis horas. Hay que trabajar duro y rápido». Habitualmente, casos como ésos solían ser desapariciones de niños. A veces las personas desaparecidas eran mujeres que se volatilizaban después de una compleja serie de circunstancias: pruebas de allanamiento o de agresiones, un coro de amigos testimoniando acerca de un horrible ex novio que rondaba por los alrededores, una reciente orden de alejamiento.

Ninguno de estos sucesos acompañaba la desaparición de Shiloh. En este caso, yo había empleado la mayor parte de las treinta y seis primeras horas en convencerme de que había desaparecido.

Por lo tanto, se trataba de hacer lo que no había hecho antes. Tenía que examinar todas las perspectivas que pudiera imaginar en las próximas veinticuatro.

Necesitaba hablar con las personas del vecindario. La mayor parte pertenecía a la clase trabajadora y, por consiguiente, no sería fácil encontrarlas en sus casas a mitad de la tarde. Por otra parte, los vecinos menos inmediatos necesitarían una foto de Shiloh para reconocerlo.

Había una persona, sin embargo, que lo conocía muy bien de vista y con la que tenía trato frecuente.

Probablemente, la viuda de Muzio había visto a Shiloh muchas más veces que cualquiera de los otros vecinos. Lo apreciaba mucho, ya que Shiloh cuidaba de ella en muchas ocasiones. Lo hacía porque Nedda Muzio vivía sola y sufría los achaques de la senilidad.

Era dueña de un perro de buen talante y tipo fuerte, con el pelo crespo de un perro lobo, aunque puede que hubiese en su sangre algo de pastor.

Este animal, que tan impropiamente recibía el nombre de Snoopy, solía escaparse de casa de la señora Muzio por una puerta desvencijada que pretendía cerrar el patio trasero. Normalmente, Shiloh escuchaba los chillidos de la señora cuando llamaba infructuosamente a su Snoopy. A menudo encontraba al perro detrás de la casa, revolviendo las bolsas de basura, y se lo devolvía a la anciana.

La señora Muzio se mostraba siempre efusiva ante el regreso de su mascota, en parte porque atribuía la desaparición de ésta a los «tunantes» que la perseguían. Eran los mismos «tunantes» que según ella le robaban del buzón el cheque de la Seguridad Social, cuando ella olvidaba la fecha y creía que ya era principio de mes. Los «tunantes» entraban en su casa y le abrían los grifos, le robaban comida de la alacena y se ponían a espiar por las ventanas en plena noche. Shiloh intentaba razonar pacientemente con ella, pero nunca logró hacer mella en lo que él llamaba su estructura alucinatoria.

Resultó mejor ayuda arreglar la puerta una tarde de sábado, lo cual permitió que Snoopy permaneciera a buen recaudo dentro de la casa.

Cuando me fui a vivir con Shiloh, la señora Muzio me dedicó una mirada severa. Su paranoia me atribuyó el papel de enemiga. «¿Por qué lo ha robado?», me increpó una de las veces que Snoopy desapareció; en otras ocasiones gritaba «Strega!», que en italiano significa «bruja», según me lo aclaró el diccionario bilingüe que hay en casa. Shiloh, divertido, me contó todo lo que le susurraba acerca de «esa mujer», atemorizada por la seguridad de mi marido.

De golpe y porrazo, por una razón que no llegué a discernir (puede que soplase el viento del noroeste, por ejemplo), dejó de tratarme de ese modo. Empezó a mostrarse amistosa. Yo ya no era una strega. Sólo era la chica que acompañaba a Shiloh, su fidanzata, es decir, su novia.

A medida que me acercaba a su casa, observé preocupada el camino de acceso. Necesitaba reparaciones. El cemento se había resquebrajado y se levantaba en verdaderas placas tectónicas que se elevaban y hundían por la fuerza de los veranos e inviernos de Minnesota. La anciana podía tropezar en los escombros. Pensé que le hablaría de ello a Shiloh cuando volviésemos a vernos.

Llamé a la puerta con la parte lateral de los puños y no con los nudillos, no por razones de rudeza, sino porque la señora Muzio era dura de oído.

– Hola, señora Muzio. ¿Puedo pasar un momento? -le pregunté en cuanto su figura se perfiló en el umbral.

Me miró con su cara benigna y pálida. Apenas medía un metro cincuenta de altura, y siempre iba encorvada.

– Me conoce, ¿verdad? -le interrogué.

– Sí, la fidanzata -respondió mientras todo su rostro se plegaba en una sonrisa.

– Ya no. Nos hemos casado -le expliqué.

No me respondió.

– ¿Puedo pasar? -repetí mientras restregaba mis botas en el felpudo para explicarme mejor.

Me gustaba el interior do aquella casa. La señora Muzio cocinaba mucho, mezclando carne con las hortalizas que cultivaba, de modo que en lugar de percibirse ese tufo mohoso propio de las casas donde viven solos los octogenarios, se aspiraban los aromas de la cocina italiana.

Una vez en la cocina, preparó café. Me mantuve de pie en su agrietado linóleo de color rosa pálido, y la observé. No me había comprendido cuando le había aclarado que Shiloh y yo nos habíamos casado. La verdad es que no tenía importancia pero, si no era capaz de comprender eso, dudé del alcance que podía tener un subsiguiente interrogatorio. ¿Podría hacerle entender algo a la señora Muzio?

La miré a los ojos.

– Ya no soy la fidanzata de Shiloh. Nos hemos casado.

Me observó sin comprenderme.

– Casada, ¿lo ve? -dije levantando una mano y mostrándole ostentosamente la alianza.

Comprendió y sonrió. Dijo incluso, con su acento de matrona italiana en una película de serie B, que la cosa le resultaba encantadora. Sirvió el café y nos sentamos a la mesa de la cocina.

– ¿Cómo está Snoopy? -pregunté.

– ¿Snoopy? -repitió. Hizo un movimiento de cabeza indicando la puerta tras la cual yo acababa de ver al perro de pelaje ceniciento que dormitaba ante el cuenco vacío de comida.

– Snoopy es… un viejo. Como yo -dijo sonriendo para sí misma. Le brillaba la mirada.

Sin proponérmelo, me figuré a una muchacha siciliana, seis décadas atrás, de ojos oscuros, risueña y fuerte. Siempre la había visto como una vieja viuda, y me sentí un poco avergonzada de mí misma.

– Escuche, señora Muzio -comencé-. Necesito hablar con usted. Mi marido. ¿Lo recuerda? Mike. -Hice una pausa.

– ¿Mike?

– Eso es -dije mientras afirmaba con la cabeza-. ¿Lo ha visto recientemente?

– Me arregló la puerta de atrás.

– Sí, pero eso fue hace meses. ¿Lo ha visto en los últimos días? -Intenté enfatizar las palabras clave.

– Lo vi andando por la calle -respondió.

– ¿Qué día?

Entrecerró los ojos, como si intentase ver la imagen de Shiloh.

– ¿Ayer, quizás? -sugirió.

– No creo que fuera ayer -puntualicé-. ¿Recuerda algo que hubiese pasado el mismo día en que lo vio?

– El gobernador hablaba por la radio.

– ¿Sobre qué?

– Hablaba por la radio -repitió sacudiendo lentamente la cabeza-. Parecía muy enfadado.

– ¿Fue el mismo día en que vio a Mike?

– Sí, andaba por la calle. Parecía muy enfadado. Tenía la cara muy seria.

– Muy bien -dije-. ¿Notó algo extraño después? ¿Algo en las inmediaciones de la casa?

Lo dije sabiendo que estaba abriendo la caja de Pandora, ya que la señora podía traer a colación a los omnipresentes «tunantes». No fue así. Meneó la cabeza una vez más. Aunque su memoria estaba un poco difuminada, esa tarde no se mostraba paranoica.

Permanecí unos diez minutos más para no resultar descortés. Hablé de los vecinos, intentando retroceder en el tiempo con la esperanza de que surgiese algún otro dato de interés, pero la señora Muzio permanecía por completo despistada. Me puse de pie y deposité la taza en la pila.

– ¿Se marcha usted? -me preguntó.

– Cuando Mike vuelva vendremos a verla -prometí.

En el exterior sentí el fuerte viento que se levantaba y hacía oscilar las ramas desnudas.

La señora Muzio creía haber visto a Shiloh andando por la calle con expresión «enfadada». Fue, según ella, el mismo día en que el gobernador habló por la radio con voz «enfadada». Al parecer, ese día todos estaban enfadados en el mundo de la señora Muzio. Me pregunté hasta qué punto podía fiarme de sus declaraciones.

No obstante, cuando Shiloh se enfrascaba en sus pensamientos, solía adoptar una expresión defensiva, introspectiva, que muchos podían confundir con el enfado. Quizá la señora Muzio tenía razón.

Había visto a Shiloh andando, no en coche. Eso confirmaba mi teoría de que había salido andando en dirección a algún sitio de la vecindad y no había regresado.

Ésa era la entrevista más difícil. Yo solía ir de lo difícil a lo fácil. Ahora le tocaba el turno a Darryl Hawkins. Miré la hora en mi móvil. Eran casi las tres, todavía demasiado temprano. Ni él ni su esposa habrían llegado todavía del trabajo. Necesitaba encargarme de algo mientras tanto.

Aún me faltaba una fotografía de mi marido. Sólo tenía una, y no creo que Shiloh lo supiera.

Annelise Eliot jamás se hubiera figurado que iba a ser identificada y arrestada después de más de una década de vida tranquila bajo un nombre supuesto. Cuando Shiloh llegó hasta ella con una orden de detención, había perdido el control. En un impulso que fue quizás un reflejo del crimen que había cometido trece años atrás, extrajo un abrecartas de un cajón de su escritorio e intentó apuñalar a Shiloh. La detuvo a tiempo; no obstante, le hirió la palma de la mano.

El arresto no fue comunicado a los medios de comunicación locales, pero éstos estaban listos al día siguiente y se presentaron en la acusación en el palacio de justicia de Saint Paul.

El Star Tribune y el Pioneer Press habían tomado prácticamente la misma foto: Shiloh rodeado de un grupo de agentes uniformados, llevando a Annelise a comparecer ante la Ley, cogiéndola de un brazo cortésmente pero con estricto control. Era claramente visible el vendaje de la mano.

Para mí, esa imagen era la quintaesencia de Shiloh y por ese motivo la había recortado. Pero nunca la mostraba a los desconocidos. En ella, Shiloh volvía la cabeza y se le veía de perfil, como huyendo de los fotógrafos.

Cuando llegué a casa marqué un número que me sabía de memoria.

Apenas Deborah me pasó con Genevieve le dije que era yo y que la necesitaba para que me hiciera un favor un poco especial.

Del otro lado, silencio.

– ¿Estás ahí? -pregunté.

– Sí, te escucho -respondió.

– Cuando festejamos las Navidades, Kamareia tenía una cámara fotográfica. -Me costó pronunciar el nombre de su hija y caí en la cuenta de que no lo había hecho desde su muerte-. Hizo muchas fotos, incluidas algunas de Shiloh. Necesito ir a tu casa para recogerlas.

Otro silencio.

– De acuerdo -dijo al fin, con decisión.

– Necesito saber dónde están -agregué.

– Mira, en un estante de su armario -comenzó a decir con lentitud- hay una caja de zapatos. Está llena de fotografías.

– De acuerdo -dije-. Tú casa está cerrada, ¿verdad?

– Pues sí -contestó Genevieve-. De todos modos, los Evans, que viven enfrente, tienen la llave de la entrada. Los llamaré para decirles que irás a por ellas.

– Gracias, Gen -dije, y luego agregué-: ¿Has hablado con Shiloh últimamente?

– No -respondió- hace mucho tiempo que no hablo con él.

Cuando trabajábamos juntas siempre pedíamos fotos de los seres queridos a quienes denunciaban una desaparición. Posiblemente era el paso crucial de toda investigación.

Genevieve no había sospechado nada. Parecía no haber notado nada extraño en el hecho de que yo necesitase entrar en su casa deshabitada y cerrada para buscar una fotografía de mi marido.

– Nos vemos -me despedí, aunque quizá no fuera verdad. Colgué.

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