Me incorporé a una pequeña multitud en el vestíbulo que llevaba a la terminal principal. Sólo de pensar en todo lo que debía hacer todavía esa noche, ya me sentía cansada. Delante de mí había una hilera de teléfonos públicos, pero ya había decidido que no iba a llamar a Ligieia.
Los mapas que dan en las agencias de alquiler de automóviles no iban a servirme para las señas que yo buscaba. Fui al quiosco de prensa y encontré lo que necesitaba: un mapa de carreteras de todo el estado de Nuevo México.
En la agencia, añadí más pistas a la estela que dejaba alquilando un Honda. Desplegué el mapa y señalé la pequeña población donde se hallaba la escuela universitaria de Bale.
– ¿Cuánto tiempo tardaré en llegar ahí? -pregunté.
El empleado bajó la mirada hasta el punto que yo señalaba.
– Una hora -respondió-. Tal vez algo más, porque está anocheciendo y usted no conoce la zona.
– El coche que me alquila, ¿tiene el depósito lleno?
– Sí, todos nuestros coches lo tienen. Y usted deberá devolverlo con el depósito lleno o pagar el combustible consumido.
– ¿Y cuentan con sujetavasos? -pregunté.
– ¿Qué?
– Es que voy a necesitar café.
– La comprendo perfectamente -dijo. Otro adicto a la cafeína.
Pero al final, no quise perder tiempo, por lo que no fui al Starbucks de la terminal principal ni me detuve en ningún sitio. Lo único que quería era salir de la ciudad.
Caía una llovizna ligera y persistente, y puse el limpia- parabrisas en la posición de intermitente. Esperaba que no llegara a convertirse en un aguacero, porque estaba dispuesta a pisar a fondo el acelerador. Era ya bastante tarde como para que mi aparición no resultara una descortesía, y cada minuto contaba.
En la interestatal no bajé de ciento treinta kilómetros por hora y cuando la carretera hacia la escuela universitaria Bale empezó a empinarse montaña arriba, aflojé la velocidad, aunque no lo suficiente como para no rebasar el límite permitido. Entonces, unas luces destellantes convirtieron las gotas del cristal trasero en los colores rojo y azul de un calidoscopio.
Puse el intermitente de inmediato, enviando una señal de mostrarme cooperativa y me detuve junto a la cuneta.
El agente que me abordó no tendría más de veinte años. Según la placa, se trataba del agente Johnson.
– ¿Sabe a qué velocidad iba? -preguntó.
– Bueno, a mí me parece que a setenta, pero probablemente usted me dirá que iba mucho más deprisa -respondí, intentando hacerme la simpática.
– Mucho más que eso -dijo impertérrito-. Según el radar iba usted a noventa.
– Pues entonces me ha pillado. Voy en un coche que no conozco y a veces engañan, ¿sabe?
– Si mira el cuentakilómetros no la engañará -dijo en tono didáctico-. Es muy importante conducir despacio con estas lluvias ligeras. Mire, la gente cree que es peor conducir bajo la lluvia fuerte, pero hay aceite en el asfalto que…
Deseé que me pusiera la multa, incluso estaba dispuesta a pagarle el doble, pero que callase de una vez. Era muy joven y se tomaba el trabajo muy en serio.
El agente Johnson siguió charlando un minuto y luego llevó mi documentación a su coche y la pasó por el ordenador. Mientras, hurgué en mi bolso en busca de la placa del condado de Hennepin.
Volvió y rellenó el impreso de la multa. Me la tendió y la tomé.
– Gracias por su amabilidad -me dijo.
– Espera un minuto. Tengo que pedirte una cosa. -Le mostré la placa-. Trabajo en la oficina del sheriff del condado de Hennepin, en Minneapolis.
Arqueó las cejas en una expresión de asombro y cautela a la vez.
– No voy a discutirte la multa, había sobrepasado el límite de velocidad y la pagaré -le aseguré-. He venido a Nuevo México a investigar un caso; en realidad, cuando me paraste, me dirigía al Departamento de Policía. Tengo un número de teléfono sin dirección y quería pedirles si podían facilitármela. -Le sonreí para indicarle que le estaba pidiendo un favor-. Si pudieras solicitarlo al Departamento, quizá cuando llegue ya tendrán la respuesta.
– ¿A qué jurisdicción ha dicho que pertenece? -El agente Johnson frunció el ceño.
– Soy detective del condado de Hennepin. Puedo darte el teléfono nocturno de la división de investigadores, por si queréis comprobarlo.
– ¿Y ha dicho que se trata de una investigación? -quiso que le confirmara.
– Sí, la desaparición de una persona.
Johnson empezaba a comprender que lo que estaba ocurriendo era un contrapunto interesante a su trabajo de poner trampas de velocidad.
– ¿Cuál es el número de teléfono del que necesita la dirección? -preguntó.
Le di el de Ligieia y volvió a la radio.
– Ya lo están buscando -anunció al volver. Me dio la dirección de la oficina del sheriff y añadió-: Si mientras está en el pueblo necesita algo, no dude en ponerse en contacto conmigo, detective Pribek. -Lo dijo como si su trabajo no lo estimulara lo suficiente.
A la llegada a la oficina alguien me hizo, de una manera indirecta, la pregunta obvia.
– El condado de Hennepin debe de recibir unas partidas presupuestarias considerables si puede permitirse el lujo de mandar a una de sus agentes al otro extremo del país para buscar a una persona desaparecida -observó el agente que estaba de guardia, arqueando una ceja con ironía.
– Pues no -repliqué-, pero éste es un caso especial.
Me dio la dirección, escrita en un post-it con la parte adhesiva pegada sobre sí mismo.
– ¿Un caso especial?
– Más o menos. -No me apetecía explicárselo-. Oh, ¿eso es café?
Al cabo de diez minutos me detuve ante una casita de una sola planta, según el mapa cerca de la escuela universitaria Bale. Al final de la calzada de acceso había una luz exterior que imitaba una farola de gas de la era victoriana. Su bombilla de cien vatios bañaba de intensa luz el patio delantero. El garaje estaba cerrado y fuera no había ningún coche aparcado que pareciera de alquiler.
Tras mi llamada, oí unos pasos que se dirigían hacia la puerta pero ésta no se abrió enseguida, sino que alguien movió una cortina en la ventana lateral. Cautela femenina. Al cabo de un momento, la puerta se abrió un palmo y medio.
Vi a una mujer de un metro sesenta, con dos trenzas marrón oscuro tiesas de rizos contenidos. Llevaba unos panta-Iones de pijama a cuadros y un top que revelaba un abdomen plano dos tonos más claro que el cacao. Iba descalza.
– ¿En qué puedo ayudarla?
– Soy Sarah Pribek, hoy hemos hablado por teléfono. Iba a llamarte -me anticipé con la explicación antes de que pudiera hablar-› pero mi avión se retrasó. -Aquello no significaba nada pero, en cierto modo, sonaba como una excusa-. Y en la investigación de una persona desaparecida, el tiempo es vital, por eso vine directamente.
Los ojos oscuros de Ligieia me estudiaron y no dijeron que no. Yo proseguí con mi alegato.
– He traído un documento legal. -Toqué la bolsa que llevaba colgada del hombro-. Si no te parece conveniente, no estás obligada a traducirlo.
– Entre -me dijo, a regañadientes-. Preguntaré a Sinclair si le parece bien.
Mientras cerraba la puerta, apareció una niñita corriendo en el vestíbulo. Tenía el cabello castaño mojado y llevaba una toalla magenta enrollada a la altura del pecho. Se detuvo al lado de Ligieia y me miró. Luego alzó las manos y empezó a gesticular hasta que la toalla se le cayó al suelo.
– ¡Hope! -exclamó Ligieia, al tiempo que se arrodillaba, cogía la toalla y volvía a envolver a la pequeña. Me miró y al ver que me reía, se echó a reír también, poniendo los ojos en blanco. Fue la mejor manera de romper el hielo que podía haber deseado.
– ¿Es hija de Sinclair? -le pregunté.
– Sí, se llama Hope. Supongo que el lenguaje de los signos delata que es hija de Sinclair.
Detrás de Ligieia apareció una mujer alta, con una melena de color cobre. Me estudió con una mirada familiar de unos ojos ligeramente euroasiáticos.
Sinclair. Ligieia aún no se había percatado de su presencia. Me erguí y la saludé con la cabeza. Ella me devolvió el saludo.
Aquel intercambio me pareció extrañamente formal y no sólo porque no pudiera hablar directamente con ella. Era como si hubiese encontrado a una persona desaparecida. Dos días antes, ni tan siquiera sabía que existía, al menos no por su nombre, y en cambio sentí como si llevara mucho tiempo intentando localizarla.
– Agarra bien la toalla, cariño -le dijo Ligieia a la niña y luego se incorporó y habló con Sinclair, verbalmente y con el lenguaje de signos.
– Esta es Sarah Pribek. -Al decir mi nombre Ligieia gesticuló más despacio-. Dice que en la investigación de la desaparición de una persona el tiempo es un factor vital y que por eso ha venido cuanto antes. Quiere hablar contigo esta noche.
Hope nos observaba en silencio. Sinclair movió las manos para expresarse.
– ¿Tiene habitación de hotel?
– Todavía no -respondí. Temí que me pidiera que me marchara hasta el día siguiente.
Sinclair gesticuló de nuevo.
– Dice que va a prepararle el cuarto de los invitados.
Sinclair cogió a la niña en brazos y regresó a la sala de la que había venido mientras yo asimilaba, sorprendida, aquella inesperada demostración de hospitalidad. Al fin y al cabo, yo era una completa desconocida.
– ¿Por qué no me acompaña a la cocina? Estoy preparando un té. ¿Puedo tutearte?
– Desde luego. Y cuando dije que no tenías por qué traducir ahora, hablaba en serio. Parece que ya ibas a acostarte ¿no?
– No -respondió-. Estoy estudiando. He de tener listo para mañana el acto III de El mercader de Venecia. -Cogió una tetera del aparador-. Y me parece una auténtica pérdida de tiempo. Ya nadie representa esa obra, y no me extraña, porque es horriblemente antisemita. Yo creo que la lee muy poca gente. -Encendió una cerilla y la acercó al fogón. Era una cocina muy vieja.
– ¿Hace mucho que conoces a Sinclair?
– Tres años -respondió Ligieia-. Desde que llegó a Bale. Me ofrecieron ser su traductora y luego empecé las lecturas.
– ¿Las lecturas?
– Sí, leo sus poemas en recitales y en premios literarios -explicó Ligieia-. Es muy complicado, porque no sólo recito sus poemas, sino que he de transmitir además el contenido emocional de éstos. Para poder hacerlo, para leerlos como los leería ella misma si hablara, he tenido que conocerla mucho.
Oí pasos a mis espaldas y me volví. Allí estaba Hope, con el cabello peinado y un camisón blanco, mirándome con la seriedad de los niños.
– Mamá dice que tú hablas -proclamó, pero lo dijo también con señas, por si acaso. El timbre de su voz era perfecto y su dicción muy clara. Hasta ese momento había pensado que también era sorda.
– Pues sí, es verdad -asentí.
– ¿Te llamas Sarah? -me preguntó.
– Hope, ¿sabe tu madre que estás aquí? -la interrumpió Ligieia.
La niña bajó la mirada. No quería mentir.
– ¿Sabes lo que pienso? -prosiguió Ligieia, agachándose un poco para hablar con la pequeña-. Pienso que mamá ya te ha acostado pensando que ibas a quedarte en la cama. -Ligieia se enderezó.
Hope se marchó corriendo de la cocina hacia el pasillo.
Ligieia sacudió la cabeza, con indulgencia y exasperación al mismo tiempo.
– Siempre tiene que meterse en todo -dijo, mirando si hervía el agua-. Es la niña más lista que conozco. Cuando habla, parece que tenga diez años. Y conoce muy bien el lenguaje de los signos. Estoy segura de que cuando sea mayor hará lo que yo hago ahora: recitar los poemas de su madre. Esta niña será alguien.
– ¿Hace mucho que Sinclair se divorció del padre?
Ligieia no respondió y miró más allá de mí. Me volví y vi a Sinclair.
Shiloh hacía lo mismo. Caminaba en una nube. A veces no lo oía llegar hasta que lo tenía justo detrás de mí.
– Ahora iba a servirlo -dijo Ligieia.
Nos acomodamos en la sala, que era una estancia de techo bajo atestada de plantas de interior y pinceladas eclécticas de color. Me senté en una mecedora y me acerqué la taza a la nariz, haciendo una pausa. Me había metido en esa casa diciendo que era importante que hablase con Sinclair esa noche, y ahora que la tenía delante descubría que no tenía preguntas apremiantes que formularle. Había ido para comprobar que Shiloh no se encontraba allí, y era evidente que no estaba.
Fue Sinclair y no yo quien rompió el silencio.
– Me alegro de que hayas venido -dijo a través de Ligieia-. Tengo mucha curiosidad por saber de Michael. Hace años que no lo veo. Supongo, sin embargo, que primero querrás hacerme preguntas.
– Ésa es mi primera pregunta -dije, dejando la taza en la mesa-. ¿Cuándo tuviste noticias suyas por última vez.
– Hace unos cinco o seis años -respondió con las manos-. No recuerdo la fecha exacta. Yo había ido a las Ciudades Gemelas para un recital en el Loft, y a dar una conferencia en el Augsburg College. Luego fui a Northfield, para dar otra conferencia en Carleton. Recuerdo bien aquella visita a Carleton porque llegué pocos días después de que tres de sus alumnos murieran en un accidente de coche allí cerca. Fue muy triste. En un centro tan pequeño, un suceso así causa una gran conmoción.
– Oh -dije. Su relato me tocó una fibra sensible-. Sí, yo también lo recuerdo.
– ¿Quieres que busque la fecha exacta?
– No, no es necesario -respondí-. Fue hace tanto tiempo que no creo que guarde ninguna relación con lo que ocurre ahora. Me gustaría saber si has estado en contacto con Shiloh. ¿Lo viste en persona cuando estuviste en Minneapolis?
– Sí, nos encontramos por casualidad en la calle.
– ¿No habíais quedado en veros?
– Yo ni siquiera sabía que vivía allí.
– ¿Y has recibido noticias de él? ¿Cartas, correo electrónico?
Sinclair negó con la cabeza.
– Cuando supiste que había desaparecido, ¿se te ocurrió qué podía haberle ocurrido?
Sinclair volvió a negar con la cabeza. Comprendí que sus lacónicas respuestas no se debían a que no quisiera ayudarme, sino a que deseaba comunicarse directamente conmigo.
– ¿Por qué crees que se fugó, cuando tenía diecisiete años? -le pregunté.
Ante esta pregunta, su mirada dejó las manos de Ligieia, se posó en mis ojos y se pasó el pulgar por las puntas de los dedos. Me pregunté si en el lenguaje de los signos aquel movimiento equivaldría al de chuparse el labio superior que hace una persona que habla durante un interrogatorio, un gesto para ganar tiempo.
– No me enteré de eso hasta transcurridos seis años -me dijo Sinclair-, pero Mike no se llevaba mejor que yo con nuestro padre.
– Pues tu hermano Bill y tu hermana Naomi no dicen eso.
En esta ocasión se produjo una pausa más larga y Ligieia esperó a que las manos de Sinclair se detuvieran. Después tradujo:
– Mis hermanos veían lo que querían ver. Mi familia siempre me había considerado distinta, pero querían que Mike fuese como ellos.
– Cuando te marchaste de casa ¿adónde fuiste?
– A Salt Lake City. Estuve con un grupo de amigos que eran… ¿mormones de Jactó -Se produjo un momentáneo retraso en la traducción mientras Ligieia se debatía con la frase-: Mormones que habían dejado la Iglesia de los Santos del Último Día.
Era un término que a mí no me habría confundido. Se lo había oído varias veces a Shiloh.
– Cuando se fueron de la ciudad por Navidades, me sentí muy sola y fui a casa. Michael me dejaba entrar a hurtadillas por una ventana que había junto a un gran árbol. Y salía también por allí. -Hizo una pausa para que Ligieia la siguiera-. Nos pescaron y mi padre se enfadó muchísimo. Sentí haber metido a Mike en un lío, pero tarde o temprano él habría cortado con la familia.
– Y cuando se marchó, ¿fue a buscarte a Salt Lake City?
– No, como te he dicho antes, no me enteré de lo ocurrido hasta muchos años después.
Mis preguntas, la mirada de Sinclair, la voz de Ligieia… Tuve la sensación de que estaba obteniendo información a través de un sistema parecido a las viejas líneas rurales de teléfono colectivas. Era un proceso muy rudimentario.
– ¿Y por qué crees que no fue a verte? -pregunté. Había otra cosa que quería saber, pero sería mejor abordarle después.
Sinclair me miró directamente a los ojos, como Shiloh. Movió las manos y Ligieia tradujo:
– Mike siempre ha sido muy independiente. ¿Puedo preguntar por qué quieres saber todo esto? Ocurrió hace tanto tiempo…
Levanté la taza pero no volví a beber. Cuando Ligieia lo había servido, el té de fresas tenía un color atractivo y transparente, pero cuando lo probé en la cocina, me pareció que tenía un leve punto amargo.
– Por conocer la historia, por descubrir una constante. -Me obligué a tragar un sorbo de té-, pero si no lo has visto ni has hablado con él desde hace años, no tengo nada más que preguntarte -concluí.
En los momentos que siguieron ni Sinclair ni yo rompimos el silencio; fue Ligieia quien lo hizo.
– ¿Y nadie quiere beber algo más fuerte que eso? -sugirió. Miró a Sinclair, que alzó la mano sin excesivo entusiasmo, pero tampoco con desaprobación. Empecé a pensar que Sinclair se lo tomaba todo de esa manera, sin alterarse, con tranquilidad.
Ligieia salió de la sala. «Ahora podremos hablar», pensé, pero, por supuesto, no podíamos. Me habría gustado conversar con ella sin la presencia ajena a la familia de Ligieia. La chica era muy agradable, pero no conocía a Shiloh.
– No puedo dormir -dijo una voz infantil a mi lado. Me volví para mirar hacia donde lo hacía Sinclair. Hope había entrado en la estancia en camisón y descalza. Sinclair sacudió la cabeza con exasperación maternal.
Ligieia volvió con una botella de ginebra Bombay en la mano y al ver a Hope se detuvo y dijo:
– ¿Qué es esto? -Miró a Sinclair-. No te muevas, ya la acuesto yo -añadió, tendiendo la mano a la pequeña.
Pero Sinclair sacudió la cabeza y dijo algo con las manos. Ligieia rió.
– A nadie le gusta que lo excluyan de la fiesta -me dijo. Miró de nuevo a Hope y le explicó-: Muy bien, nena, mamá dice que puedes quedarte un rato. -Empezó a llenar la taza de Sinclair y luego la suya.
– No, yo no voy a tomar -dije demasiado tarde, mientras Ligieia me servía una buena dosis.
– Lo siento -dijo-. Si quieres que prepare más té…
– No -me apresuré a contestar-. Está bien así.
Dejó la botella en la mesa y volvió a ocupar su sitio en el sofá.
– Ven aquí, señorita Hope, ¿quieres sentarte aquí en medio? -Ligieia dio unas palmadas en el espacio que había entre ella y Sinclair.
Sin embargo, Hope se encaramó en la silla que había a mi lado, se reclinó contra mi cuerpo y apoyó la cabeza en mi regazo.
Ligieia arqueó las cejas y hasta Sinclair pareció algo sorprendida.
– Habéis congeniado deprisa -tradujo Ligieia.
– No suele ocurrirme -comenté.
– ¿Te llamas Sarah? -me preguntó la niña de nuevo, mirándome. Había declarado que no podía dormir, pero vi que los ojos se le cerraban de sueño. A mí también.
– Sí -respondí.
Hope alzó una mano y empezó a gesticular.
– Está deletreando tu nombre -explicó Ligieia-. Te lo está enseñando.
– Vaya, me has dejado de lo más impresionada -le dije a Hope-. Y ahora nos inclinaremos un poco más hacia delante -le advertí, mientras alargaba la mano para coger el té frío con ginebra.
Removí el líquido, un gesto para perder el tiempo como cuando uno bota la pelota en la cancha de baloncesto antes de lanzar un tiro libre.
Tenía decidido no beberme la ginebra. Desde que me había enterado de que Shiloh había desaparecido, me había propuesto no probar el alcohol, ni siquiera una sola copa. Una copa podía llevar a muchas más; la calidez del licor aplacaba el miedo que sentía en el pecho, aliviaba la tensión de los hombros y me alejaba de la realidad, embotándome la mente y ralentizando la búsqueda. Y todo en un momento en que mi marido me necesitaba con la cabeza lo más despejada posible.
Sin embargo, bebí de todos modos. Me sentía agotada. La ginebra mejoraba el sabor del té.
– Si quieres hacerme preguntas -dije-, adelante.
Sinclair alzó las manos y gesticuló. Fue directa al grano.
– ¿Se ha metido Mike en algún lío?
Negué con la cabeza rotundamente. Era todo lo que podía hacer para comunicarme con ella en su lenguaje.
– No -repetí-. Al menos que yo sepa. Le ha ocurrido algo y estoy tratando de averiguar qué.
– ¿Cómo os conocisteis? -preguntó Sinclair a través de Ligieia.
– En el trabajo; los dos somos policías. -Mientras decía aquella evasiva verdad a medias sentí una punzada de dolor en el pecho. Cómo me hubiera gustado poder contarle la verdad. Enseguida me sobrepuse a esa sensación-. Fue en una redada de traficantes -añadí. Aunque en la habitación hubiéramos estado Sinclair y yo solas, la verdadera historia era demasiado larga y me habría tomado mucho tiempo contársela. Además, nunca se la había confiado a nadie.
– Y Michael, ¿cómo es ahora?
Bebí otra vez y el gesto me dio tiempo para racionalizar.
– Es difícil describirlo en pocas palabras -respondí-. Brutalmente sincero.
Noté una sensación de calidez en el estómago. En la época en que bebía, habría necesitado mucha más ginebra para empezar a notar sus efectos. Tomé otro sorbo y empecé a balancearme en la silla, meciendo conmigo a Hope.
– ¿Cuánto tiempo lleváis casados?
Mientras traducía, Ligieia se puso en pie para llenarme de nuevo la taza. No se lo impedí.
– Solamente dos meses -contesté-. No es demasiado tiempo.
– Pero, ¿cuánto hace que os conocéis?
– Casi cinco años -respondí-. Pero no estuvimos siempre juntos, nos separamos durante un tiempo.
Tal vez era por efecto de la ginebra, pero la distancia que creía que me separaba de Sinclair parecía haberse disuelto. Y si posaba los ojos en Hope, que se había dormido, las palabras de Ligieia se convertían en la voz de Sinclair.
– ¿Por qué?
– Shiloh y yo chocamos contra un muro -dije despacio, pensando mientras hablaba-. En cierto modo, fue por una cuestión profesional. En el trabajo no éramos iguales y eso me inquietaba. Yo, de joven, me enfadaba con frecuencia.
Me enfadaba con él muchas veces y ni siquiera sabía por qué. «Ya estoy borracha», pensé, «tendría que dejarlo aquí.» Pero no lo hice-. Y además, él a veces se mostraba muy distante y cuando yo era joven, me aferraba a las cosas que creía que necesitaba y me entraba miedo cuando sentía que había una parte de él que yo nunca iba a tener.
Fue como si me metiera descalza en un charco de dolor que no hubiese visto ante mí. Hundí la cabeza entre las manos todo lo que pude sin despertar a Hope.
Sinclair se acercó, se detuvo ante mí e hizo algo tierno y curioso: me puso la mano en la frente como si me tomara la fiebre y luego la pasó por el cabello.
– Lo echo de menos -dije en voz baja. Sinclair asintió.
Y cuando me habló, sus labios se movieron con sus manos y juro que la comprendí antes de que Ligieia tradujera.
– Cuéntame algo de Mike. Lo que sea.
Así que me serví algo más de ginebra y le conté cómo Shiloh había descubierto a Annelise Eliot.