Capítulo 16

Tras dos entrevistas con final abierto en las que había lanzado una amplia red para pescar cualquier cosa que me fuera útil, por fin tenía una tarea concreta en las manos: encontrar a Sinclair Goldman.

A mediodía, esa tarea me llevó a la biblioteca pública. Ninguno de los hermanos o hermanas de Shiloh tenían algún teléfono suyo, ni el actual ni uno antiguo. Sinclair era sorda, pero yo suponía que tendría un teléfono adaptado Para las personas con problemas auditivos.

Por lo general, un número de teléfono facilitaba las cosas. Vang, en Minneapolis, podía buscar cualquier nombre que le diera en la base de datos nacional de teléfonos y conseguirme el número. El problema estribaba en que no sabía qué nombre darle. El apellido de Sinclair podía ser Goldman, o tal vez de nuevo Shiloh si se había separado. Su nombre de pila podía ser Sinclair, si se lo había cambiado legalmente, o podía ser todavía Sara.

Me senté ante una gran mesa de la sala de lectura y combiné las posibilidades en un trozo de papel. Sinclair Goldman. Sara Goldman. Sinclair Shiloh. Sara Shiloh. Cuatro nombres posibles. No, cuatro no. Seis. Recordé que Naomi me había dicho que Sara escribía su nombre sin la h final, pero si algo he aprendido en el día a día detectivesco es que hay que contar siempre con errores en los registros, sobre todo en el caso de los nombres que tienen variantes: Michele y Michelle, Jon y John. Si le pedía aquel favor a Vang, tendría que incluir además Sarah Goldman y Sarah Shiloh, con lo que su lista podría ser de cientos de personas o incluso un millar.

A algunas de esas mujeres las encontraría a la primera llamada, pero también dejaría muchos mensajes en contestadores automáticos y buzones de voz y tendría que encerrarme en un motel barato a esperar que me devolvieran las llamadas.

Cabía incluso la posibilidad de que el teléfono de Sinclair no estuviera registrado a su nombre, sino al de su marido, cuyo nombre de pila yo no sabía. Empieza con una «D», había dicho Bill Shiloh.

Tenía que haber algún sistema mejor que la consulta de los bancos de datos oficiales.

Cuando la gente no ha cometido ningún delito ni tiene nada que esconder, hay dos maneras fáciles de encontrarla. Una es a través de su profesión.

Sinclair era poeta. No me pareció que fuera muy famosa, si es que existen las poetas famosas, salvo las pocas que leen sus obras en las inauguraciones presidenciales. Pero aun así, era una persona semipública. Su nombre conocido era Sinclair Goldman y era poco probable que hubiese cambiado, aunque se hubiera separado de su marido.

A mi izquierda había unas cristaleras a través de las cuales vi otra sala llena de ordenadores con conexión a Internet. Cogí el papel y crucé la puerta deslizante.

Todos los ordenadores estaban ocupados. Junto a ellos, había un cartel en un mostrador que rezaba lo siguiente: «Regístrense aquí para utilizar Internet. Máximo tiempo permitido si hay usuarios esperando: media hora».

Casi todos los usuarios parecían estudiantes de instituto. ¿Los profesores los enviaban a la biblioteca a fin de que se documentaran para sus trabajos? ¿O hacían novillos de la escuela para conectarse a Internet? Yo, de pequeña, me había saltado bastantes clases, pero nunca para ir a la biblioteca.

El usuario más joven tendría unos quince años. Miraba fotos de coches deportivos.

– Disculpa -le dije, mostrándole la placa del sheriff de Hennepin-. Investigación policial -añadí.

Me miró con los ojos como platos y comenzó a recoger la mochila que tenía junto al asiento.

– No te lleves las cosas -dije-. Probablemente terminaré enseguida.

Me acomodé en el asiento recalentado y tecleé la dirección del metabuscador favorito de Shiloh. Cuando apareció el portal, introduje «Sinclair Goldman» en el campo de la búsqueda.

Encontré dos coincidencias. Una era la web de la editorial Last Light; aquello prometía. La otra todavía resultaba más interesante. Era el sitio web del Bale College.

Entré en esta última y encontré a Sinclair Goldman en el cuadro docente de aquel semestre. Sinclair Goldman daba clases de escritura creativa e impartía talleres de poesía. Sentí el corazón algo más ligero, como siempre me ocurría cuando seguía una pista que parecía bien encaminada.

Seguí dándole al ratón hasta que averigüé su horario de clase para ese día, aunque ya no podría encontrarle ahí a menos que Bale estuviera en algún lugar de Utah septentrional. No lo estaba. En la sección «Cómo llegar», vi un mapa en el que una estrella lo señalaba: estaba un poco al sur de Santa Fe, Nuevo México.

– Sólo un momento -le dije al chaval que esperaba mientras hacía clic en «Contacta con nosotros» y apuntaba el teléfono en un pequeño papel de notas de la biblioteca.

Llamé desde un teléfono situado en una zona tranquila cerca de los servicios y la operadora me puso enseguida con el Departamento de Literatura.

– Aquí la detective Sarah Pribek -le dije al joven que respondió al teléfono-. Estoy tratando de ponerme en con-tacto con Sinclair Goldman. Ya sé que es sorda -me apresuré a añadir, pues ya lo había oído tomar aire para explicarme aquel detalle-, pero tengo que localizarla hoy Se trata de una investigación policial.

– Ahora mismo está en el campus. Imparte un taller de poesía de dos a cuatro. -Tenía la voz hueca y apagada, y la manera de hablar de un estudiante. Aunque eso no iba a servirme de nada, me imaginé su aspecto. Unos veinte años, con el cabello muy corto y teñido de blanco platino sobre un color mucho más corriente.

– Estoy en Utah -dije-, y voy a ir a Santa Fe, pero no tan deprisa.

– No estamos en el mismo Santa Fe sino en…

– Ya sé dónde estáis. Lo único que necesito saber es dónde puedo ponerme en contacto con Sinclair Goldman cuando salga de la universidad. Un número de teléfono o una dirección. -No podemos dar direcciones a desconocidos -replicó, como era de esperar.

Sí, era de esperar, y además tampoco podía presionarlo. Yo llamaba por teléfono y él estaba en todo su derecho de no dar información sólo porque yo le dijera que era agente de policía.

– Un teléfono, entonces -insistí.

– Me parece que no tiene teléfono. -Parecía desconcertado-. La señora Goldman tiene problemas auditivos.

– Eso ya lo sé, pero…

– Lo que puedo decirle es que, aquí, recibe en su oficina los martes de nueve a…

«Qué pesado», pensé.

– Mira, soy detective de la oficina del sheriff de Minnesota. No tengo que hablarle de un examen ni de una tesina, y no puedo esperar hasta el martes. ¿Harías el favor de darme un teléfono de contacto?

– Espere un momento -dijo tras un silencio.

Al cabo de un minuto, se puso de nuevo al teléfono.

– Aquí tengo un número -explicó y lo leyó sorprendido-. Lo que ocurre es que junto a él hay un nombre entre paréntesis, Ligieia. Ligieia Moore. ¿Le suena de algo?

– Gracias -dije-. Te agradezco la ayuda.

Hice caso omiso de su pregunta, colgué con el dedo índice y esperé la nueva señal de línea.

En ese momento, Sinclair estaba en clase. ¿Habría alguien en su casa? Quizá D. Goldman, su marido. O Ligieia Moore, quienquiera que fuese. O acaso fuera el número de un contacto, como su secretaria o quizá su editora.

El teléfono sonó cuatro veces antes de que alguien lo cogiera.

– ¿Hola? -dijo una clara voz femenina.

– Soy la detective Sarah Pibrek y me gustaría ponerme en contacto con Sinclair Goldman. ¿Con quién hablo?

– Soy Ligieia -respondió-. Sinclair no está aquí. ¿Ha dicho que es agente de policía?

– Soy detective de la oficina del sheriff del condado de Hennepin, Minnesota -respondí-. Tengo que hablar con la señora Goldman para una investigación. He telefoneado a la universidad y éste es el número particular que me han dado de ella. ¿Debería haber llamado a otro número?

– No -dijo Ligieia-. Éste es correcto. ¿Habla usted el lenguaje de los signos?

– No, lo siento -respondí-. ¿Quiere decir que si me entrevisto con ella necesitaré un intérprete?

– Exacto. Normalmente, yo le hago las traducciones en las clases y también leo sus poemas en los premios literarios. Si quiere concertar una cita con ella, lo más fácil será que lo haga a través de mí. Se lo diré en cuanto vuelva a casa.

– ¿Y su marido? ¿No podría traducir? -sugerí.

– Sinclair no está casada -dijo Ligieia.

– Ah, entonces se ha divorciado -repliqué.

Al darse cuenta de que yo sabía ciertas cosas, al menos sobre Sinclair, hizo una pausa.

– Sí -dijo al cabo-, pero tendré que decirle de qué se trata -añadió, con algo más de fuerza en la voz.

«Cómo me habría gustado saber el lenguaje de los signos», pensé. Si ya en aquel momento me resultaba desagradable tener que hablar con una intermediaria, cuando llegase la hora de encontrarme cara a cara con Sinclair todavía me parecería más una intrusión.

– Como le he dicho, soy detective de la oficina del sheriff del condado de Hennepin, pero mi nombre de casada es Shiloh.

– Oh -exclamó Ligieia, sorprendida. Conocía el apellido.

– Soy también cuñada de Sinclair. Su hermano Michael, que es mi marido, ha desaparecido. Dado que soy policía se trata de un asunto profesional, pero como familiar…

– Jo -dijo Ligieia. Aquella exclamación me dio a entender que era más joven de lo que había pensado-. Bien, ¿está usted aquí en el pueblo o en Santa Fe?

– Llegaré tan pronto como pueda tomar un avión. Me gustaría hablar con Sinclair esta noche.

– Bien -convino Ligieia-. Antes de concertar esa entrevista, tendré que hablar con ella. ¿Puedo llamarla a algún sitio?

– Ahora mismo no tengo un número fijo -repliqué-. Sería mejor que lo decidiéramos ahora y me dijeras cómo llegar a su casa -añadí para presionarla. El que empezara a tutearla tuvo que parecerle significativo.

– Pues no, eso no será posible -dijo Ligieia-. Compartimos piso y a veces le hago de traductora, pero nada más. Ella es absolutamente independiente, yo no soy la ayudante de una persona que sufre una discapacidad.

– Comprendo -susurré.

– Tal vez quiera encontrarse con usted en casa, pero a lo mejor prefiere hacerlo en la universidad o en otro sitio -añadió.

– Bien, pues déjame llamarte cuando llegue a Santa Fe -dije, capitulando.

– Me parece muy bien.

– Escucha -dije, curiosa-, si tú eres la traductora de Sinclair cuando da clases, ¿ahora no está en la universidad?

– Sí -respondió Ligieia-, pero en Bale la gente aprende el lenguaje de los signos en el Departamento de Lengua y Sinclair ha querido que una de las alumnas aventajadas le haga hoy la traducción. Así yo tengo tiempo para estudiar.

– ¿Estudias el lenguaje de los signos?

– No, escritura creativa. Escribo poesía. Pero en el instituto tuve un novio que era sordo y por eso aprendí.

Un ruidoso grupo de escolares pasaron junto a los teléfonos públicos camino de la biblioteca. Me tapé el oído con el dedo y les di la espalda.

– Espero que no haya pensado, por todo lo que le he dicho antes, que Sinclair es una persona retraída. Estoy segura de que estará encantada de verla.


Si quería hablar con Sinclair Goldman esa misma noche iba a tener que darme mucha prisa, por lo que, en la autopista de salida de la ciudad puse mi coche de alquiler a ciento veinte, aunque enseguida tuve que pisar el freno ante una señal de tráfico. La luz estaba verde y precisamente por eso casi me lancé al cruce y estuve a punto de chocar con un sedán negro. Mientras me detenía junto al arcén, vi que el sedán era uno de muchos coches iguales que avanzaban en una sobria y lenta procesión. Miré a la izquierda, y a la cabeza de la comitiva vi un coche fúnebre que cruzaba una amplia puerta de piedra tras la cual una serpenteante carretera discurría entre césped verde esmeralda.

Deseé que no estuvieran enterrando a una persona joven.


La sala donde se instaló la capilla ardiente de Kamareia había sido acondicionada para compensar el tremendo golpe que habíamos sufrido y el interior era una sauna. Además, mi traje para el funeral, el que me había comprado para la muerte de mi padre, era de lana, adecuado para el invierno. Mientras entraban la familia y los amigos de Genevieve, y la sala se llenaba, sentí un incómodo calor y deseé poder escabullirme.

Shiloh se hallaba al otro lado de la estancia, con el traje negro que se ponía para ir a los tribunales. Yo me había tomado un día libre para acompañar a Genevieve y a sus familiares, y también para ayudarla con el velatorio, el funeral y el entierro. Shiloh se había partido el turno para poder asistir al acto.

La funeraria poco había podido hacer para recomponer el rostro destrozado de Kamareia y el costoso y brillante ataúd estaba cerrado. Me demoré mirándolo un poco más de lo necesario y luego volví los ojos hacia los afligidos allegados.

Uno de ellos me llamó la atención de inmediato.

De vez en cuando, Genevieve mencionaba su breve matrimonio. Era una joven católica de clase obrera del norte industrial; él, un hombre negro, había nacido en la Georgia rural y había sido educado en la Primera Iglesia Baptista Africana. Cuando esas diferencias condenaron el matrimonio al fracaso, él se había marchado a Harlem y después a Europa a trabajar como abogado de empresa, y ella se había quedado de policía en las Ciudades Gemelas, el lugar que había sido la cuna de su familia durante generaciones.

Nunca había visto una foto de Vincent, pero al principio de nuestra amistad Genevieve me lo había descrito. Cuando lo vi, no tuve que preguntarme quién demonios era: ya lo conocía.

Yo tenía la costumbre de clasificar a la gente según el deporte que hubieran practicado en la adolescencia: un defensa de fútbol americano, un corredor de campo a traviesa, un nadador, un alero de baloncesto. Sin embargo, con aquel hombre era imposible. Vincent Brown medía metro noventa y tenía un aspecto físico potente e imposible de definir. Se le veía fuerte, vestido con un traje caro de un solo color y ciertos rasgos aztecas: en los pómulos y en el perfil aguileño. Sus ojos negros no se parecían en absoluto a los de Kamareia, de color miel, y me costaba imaginar que fuera el padre de esa muchacha dulce y alegre, aunque también me resultaba difícil asimilar que hubiera sido el marido de Genevieve y que hubiesen formado un hogar juntos.

Vincent encontró a la persona que buscaba, Genevieve, que estaba rodeada de su familia. Cuando se acercó a ella, los hermanos y hermanas de mi amiga se hicieron a un lado. Genevieve lo miró a los ojos y Vincent la besó, no en la mejilla ni tan sólo en la frente, sino en lo alto de la cabeza, cerrando los ojos mientras lo hacía, con un gesto que transmitía una infinita ternura.

De repente, vi lo que no había captado segundos antes: parentesco, sentido de pertenencia, pese a que todo parecía oponerse a ello.

Vincent dijo algo a Genevieve y ésta le contestó. Luego él se volvió hacia mí y supe que estaban hablando de mí. Avergonzada de que me hubiera descubierto observándolo, desvié la mirada pero Vincent ya se acercaba a mí.

– Sarah -dijo.

– ¿Vincent? -Era tanto un saludo como una pregunta.

No me estrechó exactamente la mano, sino que la tomó y me la retuvo unos instantes.

– Tú estuviste con Kamareia camino del hospital, ¿verdad? -preguntó.

– Sí.

– Muchas gracias -dijo en un susurro.


En el aeropuerto de Salt Lake City encontré billete para un vuelo a Albuquerque, pero en lista de espera. Saqué la tarjeta de crédito y lo pagué.

Mientras que Shiloh no había dejado ningún rastro con el banco, el teléfono o la tarjeta de crédito, yo había dejado una estela que hasta un niño habría sido capaz de seguir: llamadas interestatales con tarjeta de crédito, documentos firmados en una empresa de alquiler de coches, y billetes de avión pagados también con tarjeta.

No me llamaron y me quedé de pie mirando a los pasajeros que embarcaban. Tras el mostrador las lucecitas rojas que parpadeaban «Vuelo 159, Albuquerque, 15.25» se apagaron.

El vuelo de las 16.40 no iba tan lleno. El viaje duraría una hora y veinte minutos. Al menos, eso fue lo que nos dijeron. Cuando nos acercábamos a Albuquerque, el piloto anunció:

– Se están produciendo algunos retrasos en el aeropuerto de Albuquerque debido a unas densas nubes bajas y tormenta. No vamos a cambiar de ruta y esperamos aterrizar lo antes posible, pero seguiremos volando a la espera de que nos autoricen el aterrizaje. Disculpen las molestias. Y hablando del tiempo -la voz del piloto cobró calidez y familiaridad-, es posible que debido a las condiciones meteorológicas, sus desplazamientos en tierra sufran también cierto retraso. Deseamos tenerlos con nosotros de nuevo a bordo sanos y salvos.

Apoyé la cabeza en el hueco de la ventanilla y escuché los latidos de impaciencia de mi corazón.

Cuanto más tarde llegara, más probable sería que Sinclair y Ligieia pospusieran el encuentro a la mañana siguiente y que me propusieran vernos en algún sitio público.

Yo no quería ver a Sinclair en una cafetería o en un restaurante. Si tenía que hablar con la familiar más unida a Shiloh a través de una intérprete, no deseaba hacerlo en un sitio público y ruidoso que no contribuiría a hablar con confianza y cierta comodidad.

Los lugares en los que me había encontrado con Nao- mi Wilson habían sido ideales. En su casa, disfrutamos de la intimidad y dispusimos de tiempo para que la charla discurriera por el cauce adecuado. Era poco probable que estas circunstancias se repitieran con Sinclair, pero yo quería ir a su casa, y no sólo para hablar sin prisas en la intimidad.

Todos tenemos un lugar al que acudimos cuando nuestra vida se desmorona. La conversación que había mantenido con el hermano de Shiloh sugería que para mi marido, ese lugar podía ser la casa de su hermana Sinclair.

Pero la vida de Shiloh no se había desmoronado, todo lo contrario. Estaba ascendiendo en su carrera y su matrimonio era estable y reciente. Sin embargo, deseaba comprobar por mí misma que no había actuado bajo unas tensiones que yo desconocía y que le habían llevado a buscar refugio en aquel remoto rincón del país.

Era una extraña coincidencia, al menos para mí, que Santa Fe fuera el lugar elegido por Shiloh para ocultarse. Por lo que me había dicho, nunca había estado allí, mientras que yo tenía recuerdos de infancia en esa ciudad.

Tendría unos cuatro años cuando mi madre me llevó a la ciudad para comprar algunos artículos que no encontraba en nuestro apartado pueblo. Lo único que recuerdo es que debía de ser otoño o invierno. Era una noche lluviosa y fría, y por las ventanas de los edificios se veían luces cálidas y acogedoras; recuerdo que comí una cremosa sopa de calabaza en un restaurante y la satisfacción infantil que experimenté porque en la mesa sólo estábamos mi madre y yo, y la tenía toda para mí…

La voz del piloto me sacó de mis ensoñaciones. Ya teníamos permiso para aterrizar. Con el rabillo del ojo vi a una azafata que recorría el pasillo, recogiendo las últimas bandejas y ordenando a los pasajeros que apagaran el teléfono móvil.

El avión se hundió en una masa nubosa lisa como la superficie del océano. A aquella hora de la tarde, el banco de nubes se veía muy oscuro, y la noche caía deprisa sobre la ciudad. Unas gotas de lluvia salpicaron en la ventanilla y cruzaron el cristal en diagonal formando regueros. Envueltos en una bruma negra, durante un momento todos los pasajeros del avión estuvimos como en la nada, entre dos mundos.

Era ridículo pensar, y yo lo sabía, en la posibilidad de sorprender a Shiloh en casa de su hermana Sinclair en Nuevo México, pero también sabía por qué me negaba a rechazar de antemano esa idea. De una manera extraña y retorcida, me resultaba atractiva.

Una vez me habían contado que una mujer viuda, un mes después de que su marido muriera en accidente de coche, había empezado a consolarse con una fantasía. La fantasía era que su marido no había muerto, sino que la había dejado y se había mudado a otra región del país. Por aquel entonces, no me había parecido que pensar en aquello antes de dormirse tuviera que suponerle un consuelo, pero ahora lo comprendía perfectamente. El amor de esa mujer había sido incondicional; sólo deseaba que su marido se encontrara sano y salvo, con o sin ella.

De todas las posibilidades realistas que tenía para explicarme la desaparición de Shiloh, aquélla era la única que me resultaba remotamente agradable.

Las luces blancas de la pista se acercaron hasta encontrarse con el avión.

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