Durante los primeros tiempos de Shiloh en Casos sin Resolver, había acudido para una gestión bastante rutinaria a Edén Prairie, un barrio de Minneapolis donde varias confesiones religiosas gestionaban conjuntamente un hospicio. Allí debía entrevistar nuevamente a un hombre de mediana edad, que estaba agonizando de SIDA, antes de que sus recuerdos de un antiguo crimen se apagaran como la llama vacilante de su vida. Shiloh tomó asiento junto a su lecho, escuchó y tomó notas. Y cuando el moribundo se durmió, la reverenda Aileen Lennox, que colaboraba en el hospicio, se ofreció a guiarlo en lo que dio en llamar, humildemente, «la visita turística».
Acompañó a la mujer, alta y vestida con sencillez, y prestó atención mientras ella le enseñaba la institución, que había sido remodelada el año anterior para convertirla en una estación de tránsito para los moribundos, le señalaba los detalles reconfortantes e íntimos, y le hablaba de las empresas y personas privadas que donaban tiempo y dinero al hospicio. Shiloh, al oírla, sintió que se le erizara el vello de la nuca.
A su guía se le notaban los doce años transcurridos desde que había desaparecido. Los músculos de sus altos pómulos se habían relajado un poco, sus glaciales ojos azules tenían unas marcadas ojeras y llevaba los cabellos rubios, antes a mechas, teñidos de un color pardo deslustrado, pero Shiloh la descubrió en aquellos ojos, en su estructura ósea, en su porte. Aileen Lennox era Annelise Eliot.
– Su acento delataba que era de Montana -me dijo Shiloh aquella noche- pero cuando se lo he comentado, me ha dicho que no ha estado nunca allí.
– Bobadas. No sabes reconocer el acento de Montana -repliqué.
– Sí que sé -insistió él.
Annelise Eliot, heredera de empresas madereras, había crecido allí, hija de un terrateniente con intereses en maderas e industrias papeleras y propietario de grandes latifundios. Su apellido, de raíces europeas, evocaba a unos aristócratas tal vez un punto neurasténicos, con una visible urdimbre de venas azules bajo la piel de narciso, blanca como la cera. Nada más lejos de la verdad. Anni, como se la conocía hasta que la fama la presentó ante la opinión pública con el nombre de Annelise, fue una chiquilla alta, robusta y fuerte. Y si sus rubios cabellos mostraban mechas de tonos más claros logradas en costosos salones de belleza, en demasiadas ocasiones llevaba las uñas demasiado sucias de tanto ocuparse personalmente de sus caballos.
Desde muy joven había montado veloces caballos appaloosa y había actuado en números de rodeo. A los dieciséis años le compraron un Mustang y cuando el cupé rojo del 66 aceleraba por la carretera, un extraño defecto de funcionamiento parecía atacar los radares de los agentes locales. Asimismo, los rumores acerca de la casa de verano de Eliot en Flathead Lake -sobre el excesivo consumo de alcohol entre menores, las partidas de strip póquer y las gamberradas- no dejaban de ser eso, rumores sobre Anni y sus amigos que contaba, casi con envidia y nostalgia, gente que se había vuelto demasiado mayor y sensata como para seguir semejantes conductas. Anni era una chica lanzada con una vida regalada.
Los problemas le llegaron finalmente al cumplir los diecinueve. Por entonces llevaba tres años con un novio, Owen Greene, y su relación iba muy en serio; incluso había sobrevivido a la decisión del chico de marcharse a estudiar a California. Greene había terminado el primer curso en la Universidad de California en San Diego con notas excelentes, apreciado por compañeros y profesores. Y entonces, Marnie Hahn, una belleza de la ciudad que acababa de terminar el instituto, lo acusó de haberla violado a la salida de una fiesta en la adinerada zona de La Jolla.
Hahn, estudiante del montón y empleada de una pizzería de las cercanías del campus, había acudido a la fiesta por propia iniciativa. Allí había bebido bastante, a pesar de ser menor de edad. No era usual que una chica así acusara de violación a un estudiante rico; sin embargo, mantuvo la denuncia.
No llegó a saberse qué le dijo Greene poco después, en una conferencia, pero Annelise voló a California de inmediato en una demostración pública de apoyo. Durante la visita, Marnie Hahn apareció muerta a consecuencia de diversos golpes con un instrumento contundente que no llegó a encontrarse o tan siquiera determinarse.
Greene tenía una coartada firme. Annelise, en cambio, no. Circunstanciales, pero inevitables como una nevada, empezaron a acumularse pruebas contra ella. Varios testigos habían visto el coche de alquiler de Annelise aparcado delante de la casa de Marnie, y de la alfombrilla del lado del conductor del mismo coche se había recuperado un poco, sólo unas trazas, de sangre de la difunta.
La policía actuó con celeridad, pero los Eliot fueron aún más rápidos. Cuando por fin hubo suficientes indicios para llevar a cabo su detención, Annelise se había esfumado.
Los padres insistieron en que no tenían nada que ver con su desaparición. Contrataron abogados y comparecieron públicamente para instar a la policía a que investigara la desaparición de su hija como un posible secuestro. Si le hacían llegar dinero a Annelise -y todas las autoridades creían que así era- no hubo forma de seguir el rastro.
Así había quedado el asunto durante años, a pesar de los esfuerzos del FBI y de la policía de dos estados. Miles de pistas no habían llevado a nada. El aspecto más frustrante del caso era tal vez que no existían huellas dactilares de Annelise. No la habían detenido nunca y era una de esas personas que siempre tienen alrededor un grupo de amigos que utiliza sus cosas. Ninguna de las huellas latentes recogidas de sus objetos personales podía atribuirse con rotundidad a la desaparecida.
Su caso había sido noticia en todo el país, pero sobre todo en Montana, donde un Shiloh de dieciocho años siguió sus vicisitudes en los periódicos. Por aquel entonces era empleado de una de las empresas madereras del viejo Eliot, un detalle que encantó a los redactores de revistas que publicaron más tarde artículos sobre el suceso.
Sin embargo, cuando Shiloh creyó haber encontrado a Annelise Eliot en las Ciudades Gemelas, doce años después del crimen, su teoría no impresionó a nadie. Al principio, ni siquiera inquietó a la propia Annelise.
Como la mayoría de los investigadores, Shiloh había dado vueltas en torno al caso, en círculos cada vez más estrechos, tanteando los márgenes de la falsa identidad de Aileen Lennox y descubriendo lo finos e improbables que resultaban. Conforme proseguía su comedida pero implacable investigación, ella fue poniéndose cada vez más nerviosa. Su primera estrategia consistió en mostrarse altanera y le escribió una carta exigiéndole que cesara en sus actuaciones. Después, junto con varios de sus feligreses, se quejó a los superiores de Shiloh de que éste la acosaba, y sus protestas fueron atendidas. Aquella mujer, le señalaron sus jefes, era estricta observante de la ley. Más, incluso; era una filántropa, una religiosa.
Imposible que fuese Annelise Eliot, le dijeron. Todo el mundo sabía dónde se encontraba Annelise. Vivía en Suiza con otros expatriados norteamericanos, o tal vez en Cozumel, donde los dólares de sus padres darían para mucho. Donde no estaba, sin la menor duda, era en Minnesota, un frío estado del Medio Oeste donde no conocía a nadie, ejerciendo de ministra de una iglesia New Age sin denominación y ocupada en dar de comer al hambriento y en atender al agonizante. Y añadieron que el de Annelise Eliot tal vez fuese un caso por resolver, pero no en Minnesota. La desaparecida había vivido en Montana y había matado en California. Da marcha atrás, le advirtieron. Hazte tu propia cartera de casos.
Y Shiloh había dado marcha atrás, pero sólo para tomar impulso, y se dedicó a buscar en la vida de Annelise, no en la de Aileen. Habló con detectives de Montana, se entrevistó con el agente del FBI que había dirigido la investigación sobre los Eliot, que estuvo cortés pero no se mostró muy interesado, y por último se dedicó a hablar con gente que había conocido a Annelise. No con sus amigos íntimos, sino con personas que la habían tratado en algún momento, o sólo de forma superficial.
La investigación, que metía con calzador en el inicio y el final de las jornadas laborales, le llevó mucho tiempo. Sin embargo, llegó el día en que, en el transcurso de una larga y amistosa conversación telefónica con una compañera de clase de Annelise, ésta recordó que habían sido compañeras en la asignatura de biología en primer curso de universidad y que, durante una de las clases, ella y la desaparecida se habían analizado el grupo sanguíneo la una a la otra. Y, sí, también se habían tomado las huellas dactilares. En todos aquellos años no había vuelto a acordarse.
Con voz serena y el corazón desbocado, Shiloh le preguntó si guardaba sus cosas de estudiante. Era posible, respondió la mujer. Sus padres eran como ardillas que todo lo guardaban.
Esa tarde de primavera, Shiloh volvió del trabajo un poco tarde. Cuando salí a recibirlo a la puerta de atrás, me ciñó por la cintura y me levantó del suelo como haría un joven padre efusivo con un hijo pequeño.
Unos días más tarde, casi un año después de su encuentro con Aileen Lennox, Shiloh abrió un paquete de Federal Express que contenía las huellas dactilares registradas de Annelise Eliot. Coincidían en diecinueve puntos con la que había hecho tomar de la carta cortés, pero tajante, que Lennox le había escrito.
Esta vez, el agente especial del FBI, Jay Thompson, se mostró interesado y voló a Minnesota. Nunca olvidaré cuando lo vi en la puerta de nuestra casa. Era un hombre delgado y fibroso, iba camino de los cincuenta y tenía un aire cansado, sagaz y feliz, tres rasgos que no había visto nunca en el semblante de un agente federal.
– Vamos a por ella, Mike -fue su conclusión.
No resultó fácil, ni siquiera entonces. Thompson voló a Montana, donde la madre de Annelise, viuda ya, vivía en una bonita casa antigua con cuatro hectáreas de terreno. Thompson y el detective que había llevado la investigación cuando se había producido el suceso consiguieron una orden de registro de la casa; varios agentes acudieron a colaborar en la inspección.
La viuda Eliot era tan alta como su hija y entre sus cabellos rubios empezaban a asomar las canas. Había tenido mucho tiempo para acostumbrarse a las visitas periódicas de los detectives y, en especial, del investigador de Montana, Oldham. Si en algo la alarmó que en esta ocasión acudieran con la orden de registro, la primera en doce años, no lo demostró en absoluto, según declaró Thompson más adelante. La mujer les ofreció unas galletas de jengibre que ella misma había preparado.
La suya fue una hábil interpretación, pero debería haber sabido que era en vano. Aunque había poco en la casa que revelara que se mantenía en contacto con su hija (los recibos del teléfono, por ejemplo, no registraban llamadas a Minnesota) había una carta cerrada y franqueada sin remitente, en el antiguo escritorio de persiana del estudio. Estaba separada del resto de correo saliente, como si la señora Eliot se propusiera echarla al buzón aparte de lo demás. Encima de la dirección no constaba ningún nombre, pero su destino era Edén Prairie, Minnesota.
Desde el momento en que descubrió la carta, Thompson comprendió que debía actuar con cuidado. El sobre estaba a la vista y dudaba mucho de que la señora Eliot pudiese suponer que no se habían fijado en él, aunque lo dejara donde estaba, sin abrirlo. Con toda certeza, en cuanto la policía abandonara la casa, la viuda Eliot se apresuraría a llamar a Minnesota.
No había alternativa. Thompson abrió el sobre. El encabezamiento decía: «Querida Anni.»Thompson se guardó la carta en el bolsillo de la chaqueta, fue a buscar a Oldham y le dijo que se sentara con la madre de Annelise para volver a interrogarla.
– Distráigala un rato -le pidió.
Mientras Oldham aceptaba las galletas y una taza de té en el salón de la planta baja, Thompson volvió al estudio del piso de arriba y realizó dos llamadas rápidas, discretas y urgentes a Minneapolis. La primera, a un juez federal; la segunda, al teléfono móvil de Shiloh.
– Hoy es el día -le anunció-. Estamos en la casa. La tenemos y la madre lo sabe. Estoy gestionando una autorización para usted. La tendré dentro de veinte minutos. -Echó una ojeada por el gran ventanal al terreno de la casa, que se extendía blanco y en calma bajo la nieve de marzo-. Vaya a por ella ahora, Mike.
Annelise no había imaginado en ningún momento que Shiloh llegaría a atraparla. Cuando se lo encontró aquella tarde a la puerta de su estudio, en la iglesia, pensó al principio que venía con más preguntas fútiles, para sondearla. Sólo empezó a comprender lo que estaba pasando cuando Shiloh comenzó a leerle sus derechos.
La expresión de sus ojos, pensó él, debía de ser la misma que vio Marnie Hahn antes de morir: una rabia nacida de la frustración y la decepción. Annelise Eliot lo miró de aquel modo unos instantes. Después, se lanzó a por el abrecartas. Shiloh apenas tuvo tiempo de alzar la mano para desviar el golpe.
– ¿De verdad pensaba que podría salir del apuro matándolo? -preguntó Ligieia. Sinclair no había movido las manos. A Ligieia le había interesado realmente el relato y la pregunta era producto de su sincera curiosidad.
– No estoy segura de que quisiera matarlo -respondí-. No era más que la rabia. Estaba convencida de que Shiloh no lograría conseguir ninguna prueba que pudiera utilizar. Y me parece -añadí tras una pausa, volviéndome hacia Sinclair- que creía sinceramente haber pagado su deuda con la sociedad con todo el bien que estaba haciendo en Minnesota. Tal vez incluso consideraba que había honrado la memoria de Marnie Hahn.
Sinclair habló en signos:
– Y cuando vio que Mike no cejaría en el asunto -tradujo Ligieia-, cuando supo que iba a hacerle pagar, volvió a dejarse llevar por la rabia, como había hecho años antes con Hahn, la chica que estaba arruinando su vida.
– Sí -dije. Sinclair tenía la intuición amplia y contextual de Shiloh. Además, pensé, entendía bien a su hermano. Veía que el asesinato a sangre fría de Marnie Hahn lo había enfurecido como a un adolescente y que Shiloh había alimentado y mantenido esa furia, largo tiempo guardada, durante una investigación prolongada y aparentemente infructuosa que finalmente había dado resultado.
Y entonces conté a Sinclair y a Ligieia el resto de la historia, la parte que concebí como conclusión del relato.
Marnie Hahn era el cordero del pobre, me había dicho Shiloh la noche de la detención.
– Qué bíblico suena eso -apunté. La referencia exacta no me sonaba, pero conocía la manera de hacer alusiones de Shiloh.
– Es del Antiguo Testamento -apuntó él-. El rey David desea a una mujer casada, Betsabé, y yace con ella. Betsabé queda embarazada y cuando David comprende que no hay modo de ocultar su pecado, envía al marido al frente, en plena guerra. Lleva al marido a una muerte cierta y, en efecto, el hombre muere. El profeta Natán, para hacer comprender al rey que sus actos son censurables, le cuenta una parábola de un hombre rico que tiene un rebaño de ovejas (el rey David, metafóricamente) y que decide matar el único cordero de su vecino pobre antes que sacrificar uno propio.
– ¿Marnie era hija única? -le pregunté.
– Sí -respondió Shiloh-, pero no se trata de eso. Annelise también lo es. -Guardó silencio unos instantes y luego explicó-: Annelise y Owen lo tenían prácticamente todo. Marnie, casi nada. Y lo poco que poseía, se lo arrebataron.
Aquella noche escuché en su voz el resuelto credo del bien y el mal de su infancia y me pregunté si, después de todo, existía mucha distancia ideológica entre el reverendo Shiloh y su hijo.
Cuando concluí el relato, Sinclair me dio las gracias. Por la historia, supuse. Yo quise agradecerle que me hubiese permitido narrarla. Con ella había recuperado el equilibrio perdido.
Sinclair se puso en pie y avanzó hasta mí mientras contemplaba el rostro sonrojado y dormido de su hija. Se inclinó para tomar a Hope en brazos y al incorporarse otra vez, señaló el salón con la cabeza en un gesto de invitación. Era hora de dormir. Ligieia nos había precedido por el pasillo.
Sin preámbulos, antes de que Sinclair apartara la mirada, hablé directamente delante de ella para que pudiera leer mis labios.
– ¿Sabías si Mike consumía drogas?
Era la pregunta que no le había formulado antes. Sinclair frunció el ceño en un gesto que parecía de auténtico desconcierto y dijo que no con la cabeza.
Cuando ya estaba medio dormida, me pareció oír el anticuado matraqueo de una máquina de escribir, pero no pude animarme a saltar de la cama y salir de dudas, y pronto el sonido se difuminó como el de un tren que se aleja hasta 268 perderse en la distancia.