Capítulo 20

Tal vez a causa del sueño que había tenido de madrugada, el primer lugar que visité a mi llegada a Minneapolis fue el cuartel de policía. Quería recorrer sus pasillos a la cuerda y normal luz del día, y reclamarlos como mi territorio. Y hablar con Vang en persona, comprobar si había descubierto algo que tal vez no hubiese considerado suficientemente importante para llamarme y contármelo.

Pero cuando llegué al centro, Vang había salido. Miré si había recados en el contestador. No tenía ninguna llamada, pero todavía no le había devuelto la suya a Genevieve.

– ¿Qué sucede? -pregunté cuando se puso al teléfono-. Me has llamado antes.

– Es él -respondió Genevieve sin preámbulos-. Ese mamón. Shorty. Tiene la suerte del mismo diablo, el muy cabronazo.

Aquel léxico me sorprendió, en boca de Genevieve.

– ¿Qué ha sucedido? -repetí.

– Le ha robado la furgoneta a ese viejo, pero no lo van a empapelar -dijo Genevieve.

– Espera -le dije-. Por partes, ¿quieres? ¿Qué furgoneta, de qué viejo?

– Todos lo dieron por desparecido -explicó Genevieve-. Encontraron la furgoneta en la cuneta de la carretera que sale de Blue Earth. Se había estrellado y pensaron que el viejo debía de haberse alejado del accidente, desorientado.

– Sí, recuerdo haberlo oído en las noticias.

– El viejo apareció al cabo de dos días. Estaba en Louisiana, de visita en casa de un amigo, y le habían robado la furgoneta del aparcamiento de la Amtrak en su ausencia. Entonces, buscaron huellas en el vehículo y adivina a quién encontraron.

– A Royce Stewart.

– Exacto -continuó Genevieve-. Huellas parciales en la puerta. Pero él les contó una sarta de excusas. Dijo que había tropezado con la furgoneta abollada cuando volvía a casa. Había estado bebiendo en el pueblo, claro. Como siempre.

– Mmm…

– Declaró que se había asomado por la ventanilla para asegurarse de que no había nadie herido en la cabina. Cuando comprobó que no, pensó que debía de estar todo en orden y continuó su camino. Un verdadero santo, nuestro Shorty.

– ¿Tiene coartada para el momento en que robaron el vehículo? -No saben a qué hora se lo llevaron -respondió Genevieve-. El viejo lo había dejado aparcado. Detalles como éste fastidian a la policía, pero es exactamente lo que haría un tipo como Shorty. No tenía vehículo, vio uno y se lo llevó. Y va a salir bien librado.

– ¿Sólo me has llamado por eso? -dije.

– ¿Te parece poco? ¿Cómo es que soy la única que ve cómo es ese tipo?

– Yo también lo sé, Gen -respondí-, pero no podemos hacer nada. Ya llegará su hora.

Al otro lado de la línea se produjo un silencio y me di cuenta de que mi respuesta no la satisfacía.

– ¿Puedo preguntar cómo va la búsqueda de Shiloh? -preguntó a continuación.

– No -repliqué.

Después de colgar, me quedé sentada tras la mesa unos momentos. Pensé en la gente que había conocido, parientes de los que habían desaparecido para siempre. Venían a preguntarnos, a Genevieve o a mí, a intervalos cada vez más largos. Intentaban interesar a los periodistas en historias de «aniversarios». Esperaban que alguien, en alguna parte, delatara a un compañero de celda o a un ex novio, sin más esperanza ya que la de poder darles un entierro decente, una tumba que visitar.

¿Cuándo acabaría yo por entrar en aquella rueda?

No había descubierto nada, prácticamente nada, en cinco días de investigaciones. No recordaba un solo caso en el que hubiera hecho menos progresos.


Un rótulo del vestíbulo de la planta baja llamó mi atención. Hoy, donaciones de sangre, decía.

Shiloh era cero negativo. Siempre donaba religiosamente.

Ryan Crane, un vendedor de discos al que conocía, dobló la esquina y se acercó. Llevaba una gasa con un esparadrapo rosa intenso en la cara interna del codo; acababa de donar.

– ¿Va usted a que le metan la aguja, detective Pribek? -preguntó alegremente.

– No lo había pensado -dije, pillada a contrapié-. Sólo bajaba a…

– ¡Ay, se me había olvidado! ¿Ha sabido algo de su marido?

– No -respondí-. Nada. Sigo trabajando en ello.

Crane asintió con expresión de simpatía y apoyo. Tenía veintidós años como mucho; nunca se lo había preguntado, pero sabía que estaba casado y que tenía dos hijos.

Él se marchó, pero yo no seguí hacia la rampa del aparcamiento, como me había propuesto.

Mi grupo era el A positivo, bastante corriente pero no tan útil como el de Shiloh. En esta ocasión, él no estaba allí para donar sangre, y eso me inquietaba, como si ahora me tocara a mí actuar en su lugar.

Además, las nuevas entrevistas en nuestro barrio serían una batida agotadora tras un rastro sin resolver. No corría prisa.

Los del banco de sangre se habían instalado en la sala de reuniones más grande que habían encontrado. Había allí cuatro sillones reclinables, con unas mesillas con ruedas a un lado, de las que colgaban varias bolsas de plástico, unas vacías y otras medio llenas de sangre.

Todos los sillones estaban ocupados, lo cual no me sorprendió. Tiempo atrás, cuando iba de uniforme, había asistido a las conferencias. Aunque la mayoría de los policías desarrollaba su vida profesional sin sufrir heridas de importancia, a los sargentos y capitanes les gustaba aleccionar a los agentes sobre el hecho de que la sangre que donaban podía fácilmente servir para salvar la vida de un compañero herido en el cumplimiento del deber.

Mientras esperaba a que quedara libre un sillón, una enfermera me leyó una lista de dolencias improbables que me inhabilitaban como donante: ¿Algún miembro de mi familia sufría la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob? ¿Alguna vez había pagado favores sexuales con drogas, o aceptado drogas por favores sexuales? ¿Había tenido relaciones sexuales con alguien que hubiese vivido en África desde 1977?

La enfermera recompensó mis no es con un pinchazo en el dedo con una fina lanceta.

– Adelante, siéntese -me dijo-. Volveré cuando tenga hecho su hematocrito.

Me tumbé al lado de un oficial de condicionales veterano al que conocía superficialmente.

– ¿Cómo está? -me preguntó.

– Llena de sangre -respondí en son de broma. Aunque detestaba las consultas y las salas de exploración, las agujas nunca me habían molestado, sobre todo en las campañas de donaciones en el trabajo, el lugar donde me siento más cómoda.

– Agarre esto -dijo la joven de la bata blanca cuando volvió a mi lado. Me entregó una pelota blanca de goma-. Vamos a empezar. Cierre el puño y apriete.

Lo hice y las venas se hincharon. Pintó el hueco del codo con antiséptico, me ató un torniquete en el brazo y noté el pinchazo. Desató el torniquete. Una pinza en la entrada de la cánula mantuvo taponado el tubo.

– Siga apretando la pelota -me indicó-. Ni muy fuerte, ni muy flojo. Tardaremos diez minutos.

Retiró la pinza y el tubo se volvió rojo. La sangre manó de mi cuerpo como si tuviera prisa por escapar.

El oficial de condicionales estaba abstraído en la lectura de un boletín de mantenimiento del orden del FBI. Yo no había traído lectura. Cerré los ojos y recordé la conversación con Genevieve y lo que había dicho de Shorty. Pensándolo bien, la coartada tenía cierto sentido.

Cuando alguien roba un vehículo, el lugar donde hay más posibilidades de recuperar una huella buena, utilizable, es el espejo retrovisor. Todo el mundo tiene que ajustarlo cuando sube a un coche que no es suyo. Incluso los ladrones. Pero Gen había dicho que la policía de Blue Earth sólo había encontrado parciales en la puerta.

Imaginé a Genevieve diciendo: «¿Y qué?». Llevábamos tanto tiempo de compañeras en deducciones de este tipo que ya era natural para mí imaginarme que manteníamos una conversación.

Que las huellas parciales encontradas en la puerta, a mi modo de ver, se ajustaban a la versión de que sólo había mirado en el interior de un coche accidentado, y no apuntaban a que lo robara. Había tocado la puerta al asomarse. Y no había tocado el espejo porque no pensaba conducir a ninguna parte.

«Llevaba guantes», replicó Gen lacónicamente. Capté en mis pensamientos su irritación contenida al creer que me ponía de parte de Shorty.

¿Por qué habría de tocar la puerta con las manos desnudas y luego colocarse los guantes con todo cuidado para ajustar el espejo?

«Porque actúa impulsivamente, sin pensar lo que va a hacer.»Entonces, ¿por qué habría de ponerse los guantes? Y si actúa como dices, ¿por qué había de desviarse de su camino hasta una estación de tren para robar una furgoneta?

«Robó la furgoneta del aparcamiento de la Amtrak porque sabía que el dueño estaría fuera y no la echaría en falta inmediatamente.»Pero eso significa que lo planeó previamente, y tú dices que no es propio de él. Además, ¿qué iba a hacer luego? ¿Rondar unos cuantos días por la misma zona en que había robado el vehículo, donde todo el mundo podía verlo al volante? Absurdo. Un robo de este tipo sólo se entiende si alguien pretendía usar el vehículo sólo unas horas, antes de abandonarlo.

Abrí los ojos, atenazada por una imposibilidad.

– Imposible -susurré, y me incorporé bruscamente.

«Un coche es un arma», había dicho Shiloh.

El mundo se nubló ante mis ojos. Cuando oí un grito de alarma cerca de mí, creí que todos habíamos tenido a la vez la misma revelación. El sillón empezó a oscilar debajo de mí.

– Los pies, arriba. -La voz ya no era la de Genevieve; era otra, real, que llegaba del otro lado de la niebla que me rodeaba. -¿Puede oírme? Mueva los pies, hágalos girar en círculos. Círculos grandes.

Abrí los ojos, o tal vez ya los tenía abiertos. En cualquier caso, la bruma gris se disipó y me vi los pies. Respondí a la orden y los hice girar.

– Bien, muy bien. Siga moviéndolos. -La enfermera que me había atendido estaba de pie a mi lado. Otra se acercaba con una bolsa de papel marrón que abrió con un gesto brusco del brazo.

– Tenga, respire aquí dentro -me indicó.

– Estoy bien -le aseguré mientras intentaba de nuevo incorporarme. Tan pronto lo hice, me mareé.

– Vuelva a tenderse. Ya le diremos cuándo puede levantarse. Respire aquí dentro.

Tomé la bolsa y obedecí. Como fuese, necesitaba un momento para ordenar mis pensamientos.

Todavía no tenía nadie a quien llamar. No tenía nada que pudiera demostrar. Había de llevar a cabo el trabajo yo sola.

Pasaron veinte minutos, tal vez, hasta que me permitieron marcharme. Primero me dejaron sentarme de lado en el sillón reclinable y, al cabo de unos minutos, me acompañaron a la zona de recuperación, que constaba de una mesa plegable y unas sillas, donde repartían zumos de naranja y galletas. Me examinaron con atención y me observaron cuando di unos pasos hasta que, finalmente, me permitieron bajar hasta el aparcamiento y el coche, con una vuelta de esparadrapo verde brillante en torno al codo. Había donado la mitad, más o menos, del volumen de sangre habitual.

Cuando abrí de un puntapié la testaruda puerta de la cocina de casa, con la bolsa colgada al hombro de mi brazo sano, me sentía recuperada casi por completo. Dejé caer la bolsa sin contemplaciones en el suelo de la cocina; no tenía tiempo de deshacer el equipaje.

Marqué en el teléfono uno de los dos números que había aprendido de memoria, el que aparecía en el reverso del billete de avión de Shiloh. Lo marqué con el prefijo 507. El número había resultado ser del bar, y en aquel momento supuse que no guardaba ninguna relación con el caso.

Pero últimamente ya había habido en mi vida un exceso de karma del sur de Minnesota, y ni una pizca de él me había sido favorable.

– Sportsman.

Era mi amigo Bruce, otra vez. De fondo se captaba el bullicio del local.

– Te parecerá una pregunta tonta -le dije en un tono que quería ser ligero y relajado-, pero ¿dónde queda el local, exactamente?

– En la salida oeste del pueblo -respondió Bruce.

– ¿De qué pueblo? -insistí.

– ¡Vaya, es verdad que no sabes dónde estamos! -exclamó, sorprendido pero todavía jocoso-. Blue Earth.

Blue Earth.

– Tendrás que contarme cómo llegar.

– ¿De dónde venís? -preguntó Bruce.

– Pues… de Mankato -mentí con un balbuceo. Pero Bruce no advirtió mi vacilación y recitó rápidamente la ruta, con evidente práctica.

– ¿Vendréis desde Mankato a tomar una copa? -preguntó después-. Caramba, el local tiene muy buen ambiente, pero no sabía que nuestra fama había corrido tanto.

– ¿Está ahí Shorty?

Pasó un instante hasta que me contestó, con voz más perpleja que galanteadora.

– No. ¿Quién es…?

Colgué. «Lo sabía», me dije.

El viaje hasta Blue Earth sería largo, unas tres horas, pero el tiempo estaba de mi parte. El problema era que Bruce, del Sportsman, parecía bastante colega de los clientes habituales del bar, y era probable que le contara a Shorty que una desconocida había llamado preguntando por él y que había colgado sin dar el nombre; quizás incluso recordaría la llamada, hacía unos días, de Sarah Pribek, que había dejado el nombre y el número de teléfono. Y Shorty podía tener un raro momento de lucidez y largarse.

El segundo número que había grabado en mi memoria era el de los Lowe; esta vez no tuve que consultarlo. Contestó Deborah.

– Hola, Deb, soy yo. -Esta vez, seguro que reconocía mi voz. -¿Puedo hablar con Genevieve?

Cuando se puso, Gen me preguntó qué sucedía, pero su tono de voz me sonó indiferente.

– Necesito que me hagas un favor -le dije, sin responder a su pregunta-. Conoces la dirección de Shorty, ¿verdad?

– ¿Qué? -Esta vez se mostró más atenta.

– Llevas bastante tiempo tras los pasos de ese tipo. Tendrás su dirección, ¿no? La necesito.

– ¿Qué sucede? -preguntó de nuevo.

– Sólo necesito la dirección.

– Tengo que buscarla. -Genevieve dejó el auricular unos momentos.

Por lo visto, lo único que la sacaba de la depresión era el asunto de Shorty, y en esta ocasión, en efecto, volvió a mostrar signos de interés al oír el nombre. Probablemente, cuando me diera las señas, caería en la cuenta de que me dirigía hacia allá. Quizás querría reunirse conmigo.

En cierto modo, me habría gustado llevarla, pero no me pareció una buena idea. Tal vez necesitaría razonar con Shorty, mostrarme agradable con él, y no creía que pudiese hacerlo con un ángel vengador maternal al lado, cargado de armas.

Genevieve volvió al aparato y me dio la dirección. No me sorprendió que viviera en la carretera 165.

– ¿Qué sucede? -insistió Gen por tercera vez.

– Nada, tal vez -respondí-. Te llamaré mañana.

– ¿Vas a verlo ahora? ¿Qué ha hecho esta vez?

– Te llamaré -repetí.

– Sarah…

Colgué. No tenía tiempo para sentirme culpable; en lugar de ello, recogí lo necesario: las llaves, la chaqueta y el arma reglamentaria. Estaba impaciente por ponerme en camino. Igual que lo había estado Shiloh.

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