Capítulo 15

A la mañana siguiente, viernes, alquilé un Nissan azul oscuro y tomé la 1-15 en dirección a Ogden. No sólo era el lugar donde la familia Shiloh había vivido tantos años, sino que también era donde se había establecido Bill Shiloh y había formado su propia familia. Quince minutos después de salir de la ciudad, el tráfico se hizo casi inexistente.

En mi bolsa, junto con el barullo de mis artículos de aseo, llevaba la foto que Naomi Wilson me había dado. La había puesto en una funda de plástico para que no se estropeara. Naomi tal vez quisiera recuperarla algún día.

Era habitual que los detectives pidieran fotos de personas desaparecidas y posiblemente por eso Naomi me la había dado sin poner objeciones. Si hubiera pensado en ello, se habría preguntado por qué yo no poseía ninguna de mi marido y por qué quería una que tenía más de diez años. Aquella polaroid de Shiloh no iba a ayudarme en absoluto en su búsqueda pero yo la quería de todos modos.

No era un estudio profundo del carácter, sino la instantánea de un joven sorprendido de que alguien le tomara una foto. No miraba al objetivo, sino más allá, intentando saber quién era el fotógrafo.

Pero Shiloh había madurado muy deprisa y el de esa foto se parecía mucho al que yo conocía. Con la mano levantada para protegerse los ojos, se le veía extrañamente vulnerable, como alguien que mirase el núcleo brillante de un misterio, alguien a punto de desaparecer. Como finalmente había ocurrido. Sí, había desaparecido.

En cierto modo, Shiloh había desaparecido dos veces. Había dejado a su familia de una forma tan repentina que, de no haber sabido que quería marcharse, habrían podido pensar que había desaparecido. Su familia sabía el motivo.

Yo, en cambio, al pensar en ello, vi que no estaba segura de cuál era dicho motivo. A mí me había contado que se había marchado de casa por diferencias de opinión con la familia, pero no me había dicho que esas diferencias se habían exacerbado a raíz de una crisis familiar en la que había estado implicada la hermana que había sido expulsada de casa, la oveja negra.

Bill Shiloh quiso que nos viéramos en su empleo y no en su casa. Shiloh me había dicho que «le parecía» que sus hermanos trabajaban en suministros de oficina, pero la dirección que Bill me dio me llevó a una fábrica de papel.

– Siento mucho el ruido que has tenido que soportar ahí fuera -me dijo cuando los dos estuvimos en su despacho-, pero aquí se está muy tranquilo. Ha de ser así, porque hablo mucho por teléfono. -Cerró la puerta.

La fábrica funcionaba a pleno rendimiento, pero la puerta bloqueó por completo el ruido. Se trataba de una habitación angosta y sin ventanas, a excepción de la gran cristalera que daba directamente a la nave central. Detrás del escritorio se alineaban varios archivadores de metal y de la pared colgaban tres trabajos escolares en cada uno de los cuales se leía «papá» en diferentes colores. Los tres hijos representados, pensé, al ver la foto de los cinco miembros que componían la familia.

– Así que tú eres la mujer de Michael -dijo Bill, casi las mismas palabras que había pronunciado Naomi cuando nos habíamos encontrado-. Veo que ya ha sentado la cabeza.

– Sí-repliqué como si Shiloh hubiera llevado anteriormente una vida desenfrenada.

– ¿Y cuánto tiempo lleváis casados? -quiso saber.

– Dos meses.

– No es mucho -opinó, arqueando las cejas-. ¿Y trabajas en la policía de Minneapolis?

– En la oficina del sheriff del condado de Hennepin -respondí.

– ¿Y has venido en calidad de investigadora?

– Mi marido desapareció hace cinco días -repliqué en tono cortante-. Por eso estoy aquí.

– No era mi intención ofenderte -dijo con voz pausada.

Desde que había llegado a Utah me había convertido en cierto modo en el representante de Shiloh ante su familia y me estaba enfadando en su nombre por comentarios inocuos que yo interpretaba como juicios de valor. Tragué saliva.

– No, no me has ofendido -aseguré.

– ¿En qué puedo ayudarte? -preguntó Bill. Parecía algo más amable y se le veía un poco cansado. Yo también lo estaba-. Quiero decir, ¿por qué piensas que Mike está en Utah?

– No pienso eso -repliqué-. He venido para averiguar más de su familia antes de encontrarlo a él. Tal vez me ayude, tal vez no. -Advertí que no había formulado la pregunta más obvia-. No has sabido nada de él, ¿verdad?

– No.

– ¿Cuándo fue la última vez?

Mi pregunta lo pilló desprevenido, lo mismo que le había ocurrido a su hermana.

– No he vuelto a hablar con él desde que se marchó de casa.

Asentí. Me pareció que aquél era un momento tan bueno como cualquier otro para preguntarle lo que me rondaba por la cabeza.

– Naomi me ha contado que tú presenciaste unaescena a raíz de la cual él acabó marchándose de casa poco después. ¿Es verdad?

– Sí. ¿Tiene algo que ver con que haya desaparecido ahora?

– No lo sé -respondí-. Es una parte de su vida de la que apenas sé nada. A mí me contó que se había ido porque se estaba distanciando del pensamiento religioso en el que os habíais criado.

– ¿Eso te dijo? -Bill arqueó las cejas-. No, yo no lo recuerdo así. -Sacudió la cabeza con énfasis.

– Entonces, ¿por qué fue?

– Por cuestiones de drogas.

– ¿Hablas en serio? -Vi que sí-. ¿Era consumidor habitual?

– ¿Habitual? No lo sé -respondió-. Mi padre lo pescó en casa.

– Pues Naomi no ha mencionado nada al respecto -comenté.

– Es muy probable que Naomi no lo sepa -dijo Bill-. Bethany y ella eran aún demasiado pequeñas, y mis padres las protegían mucho de todo lo que ocurría a su alrededor, pero yo estaba en medio. ¿Quieres que te cuente toda la historia? -Sí.

– Ocurrió la víspera de Navidad.

Los puntos brillantes de la foto no eran luciérnagas sino luces navideñas.

– Al día siguiente venían a comer muchos invitados. Yo había vuelto a casa del colegio, y al día siguiente por la tarde iba a venir Adam, después de que él y Pam, su mujer, y el bebé, pasaran la mañana de Navidad en casa de la familia de ella, en Provo. Así que, por una noche, tuve una habitación para mí solo; Mike ocupaba la habitación de Sara, y las niñas estaban en la suya de siempre. A la noche siguiente, yo dormiría con Mike, mientras que Adam y su mujer lo harían en el otro dormitorio.

»Por aquel tiempo yo salía en serio con una chica llamada Christy. Le había prometido que la llamaría cuando fuera medianoche para felicitarle la Nochebuena. Christy había ido a casa de su familia en Sacramento, por lo que tenía que telefonearla a la una de la madrugada. Me levanté de la cama sin hacer ruido porque todo el mundo se había acostado. La llamé y, mientras volvía al piso de arriba subiendo la escalera de puntillas, vi que una chica salía del baño, cruzaba el vestíbulo, entraba en la habitación donde dormía Mike y cerraba la puerta.

– ¿Y no reconociste a tu hermana?

– No, estaba bastante oscuro y, además, se había cortado el pelo, por lo que no llevaba melena sino una cola de caballo corta y gruesa. Vi que llevaba una camiseta de Mike. Me quedé inmóvil, pensando, «no puedo creerlo». Mike siempre había tenido muchos… bueno, mucha sangre fría, pero traerse a casa a una chica la víspera de Navidad me parecía un poco excesivo.

»Entonces mi padre se levantó porque había oído ruidos. Abrió la puerta de su cuarto, me vio y me preguntó qué ocurría. -Bill hizo una pausa y se quedó unos instantes callado. Luego añadió-: He pensado muchas veces en esa noche. Si en aquella época hubiera sabido lo que ahora sé, creo que le habría dicho: «Nada, no pasa nada, vuelve a la cama».

»Pero pensé que Mike se había traído a una amiga a la casa, a una chica a su habitación, y era la víspera de Navidad y todos estábamos allí, y que lo único que yo había podido hacer era llamar a mi chica por teléfono y decirle que la echaba de menos y que tenía muchas ganas de verla. Aquello me había molestado y por eso le conté a mi padre que Mike estaba en su cuarto con una muchacha. -Bill bajó la voz como si reviviera el momento-. Mi padre me miró, incrédulo, pero se puso la bata y salió. Se dirigió a la puerta de Mike, se volvió y me miró como advirtiéndome de que me iba a ver en un buen lío si allí no había nadie. Luego abrió la puerta y encendió la luz.

»Y allí se acabó la paz navideña. Se puso a gritar y a soltar palabras soeces que nunca le había oído pronunciar, y yo intenté ver qué ocurría, pero cerró la puerta a sus espaldas.

»Seguí oyéndolo chillar dentro de la habitación y mi madre salió de su cuarto y Bethany del suyo. No entiendo cómo Naomi no se despertó con todo el follón, y el cabo de un par de minutos, la chica salió del cuarto de Mike y descubrí que se trataba de Sara.

»Todavía llevaba la camiseta de Mike y unos pantalones de chándal, los zapatos en la mano y una bolsa colgada del hombro. Bajó las escaleras corriendo y se marchó sin detenerse siquiera a ponerse los zapatos. Me asomé al cuarto de Mike y lo vi sentado en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos, y entonces papá nos dijo a Bethany y a mí que nos acostáramos, y lo dijo muy en serio.

»Yo no comprendía por qué se enfadaba tanto con Mike sólo porque éste le había buscado a Sara un sitio donde estar, pero estaba claro que ocurría algo más. Era la víspera de Navidad y Mike se marchó a altas horas de la noche. Al día siguiente, mi padre nos congregó a todos y nos dijo que había encontrado a Sara y a Michael tomando drogas juntos.

– ¿Qué clase de drogas?

– No lo dijo, pero debió de ser algo peor que un cigarrillo de marihuana, y con eso no quiero decir que un poco de marihuana no hubiese sido malo. -Se irguió en su asiento-. Voy a preparar café. ¿Te apetece una taza?

– Sí, estupendo.

Cuando Bill volvió con las dos tazas, le dije:

– Naomi me ha dicho que Sara se marchó por su propia voluntad y, según tu relato, fue expulsada de la casa.

– Se marchó por su propia voluntad -convino Bill tras reflexionar unos instantes-. Pero me imagino que mis padres le dijeron que si se marchaba, no volviera hasta que estuviese dispuesta a acatar las normas de la casa, y que no se presentara sólo a pedir dinero, a comer un plato caliente o a lavarse la ropa. Un amor muy duro, el suyo, ¿no?

– Mmm -dije, sin comprometerme. No estaba allí para opinar sobre métodos educativos-. Y antes de Navidad, ¿no sabías que tu hermana tomaba drogas?

– Yo no, pero mis padres tal vez sí -respondió Bill removiendo la crema en el café.

– ¿Y no has vuelto a saber de ella desde que se marchó?

– No, nadie de la familia ha vuelto a tener noticias suyas. Ahora escribe poesía, le han publicado poemas pero utiliza un nombre totalmente distinto. Sinclair, el apellido de soltera de mi abuela, y ahora el apellido de su marido es… Ahora mismo no me acuerdo.

– Goldman -dije. El nombre lo había sacado de mis dotes de observadora. En la librería de casa, en Minneapolis, había unos estilizados libros de poesía. Uno de ellos lo había escrito Sinclair Goldman.

– Sí -asintió-, Goldman. También sabía el nombre de pila del marido. Creo que empezaba por «D». Era judío. -Hizo una pausa y añadió-: Es curioso… Si un amigo de un amigo no me hubiera dicho que escribía poesía, habría podido pasar ante su libro en una tienda y no haber adivinado nunca que la autora era mi hermana.

– Aparte del incidente de la droga, ¿recuerdas si tu hermana llevaba una vida agitada?

– ¿Agitada? -repitió Bill-. La verdad es que no, pero era una persona inamovible. Si quería ver a sus amigos lo hacía, aunque para ello tuviera que salir de casa a escondidas. Creo que a mis padres los asustaba tanto como los enojaba. Era sorda y eso la hacía vulnerable, por más que ella no quisiera admitirlo. Y además, estaba lo de hablar con palabras o hablar con las manos.

– ¿Qué quieres decir?

– En la escuela, Sara aprendía a desarrollar el habla con una logopeda, pero un buen día lo dejó. Mis padres se sintieron muy decepcionados porque si hubiese hablado, las cosas habrían sido mucho más sencillas. Pero decidió que no quería hablar y no habló. Ella era así, no lo hacía como algo personal, sino porque tomó esa decisión y la siguió.

– ¿Tu padre era muy autoritario? -El café estaba aguado y no tenía alegría, era peor que los que había tomado en las subcomisarias del sheriff de las zonas rurales. Lo dejé a un lado.

– No -respondió-, pero cuando cometíamos algún error, hablábamos, teníamos largas charlas sobre la voluntad de Dios en nuestra vida, con abundantes citas de la Biblia. -Sonrió con expresión satisfecha-. Y si tenían que imponernos castigos, sobre todo cuando éramos más pequeños, era siempre mi madre la que se encargaba de ello. ¿Por qué?

Pensé en la manera adecuada de decir lo que quería apuntar a continuación.

– A mí me parece una exageración que ese largo distanciamiento surgiera a raíz de un consumo de drogas de la adolescencia.

– Bueno… -Bill se encogió de hombros-. No creo que se debiera tanto a las drogas como a… -Se interrumpió.

Arqueé las cejas, inquisitiva.

– Sin haber conocido a mi padre es imposible comprenderlo -explicó.

– Dímelo.

– No soy una persona especialmente hábil expresando mis pensamientos -dijo Bill, dubitativo.

– Yo tampoco -repliqué con una leve sonrisa-. Relájate, no estás hablando ante la Asamblea General de las Naciones Unidas.

– De acuerdo. -Bill dio golpecitos al escritorio con un lápiz para relajarse-. Mi padre era un ganador de almas. Sé que esa frase puede sonar exagerada, pero si hubieras conocido a mi padre verías que no lo es. Antes de hacerse pastor, viajaba por todo el país en su misión evangélica. Fueron los mejores años de su vida.

Una luz destelló en el teléfono y Bill Shiloh lo miró, pero el timbre no sonó. Había dejado puesto el buzón de voz.

– Cuando él y mi madre se casaron, ella viajaba con él, formaba parte de esa vida. Pero cuando nació Adam, y luego yo, comprendieron que debían establecerse en algún sitio. Creo que, para mi padre, dejar de ser evangelista y convertirse en pastor no fue un cambio fácil. Una congregación tiene necesidades mucho más complejas que predicar la salvación únicamente.

– Bodas y entierros -dije.

– Y un constante alimento espiritual, y presupuestos anuales y reuniones del comité. Todas las iglesias, salvo las más pequeñas, tienen esas ocupaciones. Mi padre se entregó por completo a esa función, pero la convirtió en un importante desafío. O fue Dios quien quiso que fuera así. Mi padre recibió la llamada de venir al norte de Utah, justo en el corazón de la tierra de los mormones. No quería ir a un sitio donde predicara a los ya conversos. A mi padre le gustaba remar contra la corriente.

Aquello me sonó familiar.

– Iba a Salt Lake City y predicaba en las esquinas de la calle. Repartía folletos cerca del templo mormón y compró un viejo autobús escolar para la iglesia. Cuando terminó de acondicionarlo, había una cruz y un relámpago en la parrilla delantera, «Nueva Iglesia de la Vida» pintado a los lados y «Yo soy la Resurrección y la Vida» en la parte de atrás. -Bill se rió-. Sí, por la carretera se nos veía enseguida.

»Lo que ocurrió fue que mi padre compró ese autobús cuando el coche de la familia necesitaba una reparación en la transmisión que costaba ochocientos dólares. -Bill sonrió-. Mamá se lo toleró porque sabía qué significaba el evangelismo; para mi padre no sólo era un trabajo, era una forma de vida. Una vez, recibió la llamada de un amigo al que no había podido salvar. Ese tipo, Whitey, llevaba meses dándole el esquinazo y rechazando las invitaciones para ir a la iglesia. Y un día lo llamó a las tantas de la noche porque quería hablar de Jesús. Mi padre se vistió, se puso el abrigo, cogió la Biblia y las llaves del coche, y atravesó la ciudad. Como un médico de urgencias. Cuando regresó a casa, nos contó que Whitey había encontrado a Cristo a las cuatro y media de la madrugada. -Sacudió la cabeza, otra vez con satisfacción.

»En realidad, ninguno de sus hijos seguimos sus pasos. Todos somos cristianos, por supuesto. Mi mujer y yo vamos a una iglesia presbiteriana y los domingos llevamos a los chicos y rezamos juntos. Pero nunca he sentido vocación de dirigir una iglesia o ser evangelista. Adam tampoco. A mi padre, eso tal vez le decepcionó, pero creo que desde muy pronto fue consciente de que las cosas iban a ser así. Y si alguna vez pensó que uno de nosotros llegaría a pastor, ése sería Mike.

– ¿Lo dices en serio? -inquirí-Sí -respondió Bill-. Mike se pasaba horas leyendo la Biblia. Conocía la palabra de Dios del derecho y del revés. -Hizo una pausa-. ¿Sabes lo de los apóstoles que agarraban serpientes?

– He oído hablar de ello -respondí, decepcionada por el cambio de rumbo en la conversación.

– Está en el Evangelio de san Marcos, cuando Cristo dijo que los apóstoles agarrarían serpientes venenosas y no les harían daño. Cuando Mike tenía catorce años, se unieron a la iglesia dos familias procedentes de Florida. Tenían serpientes y celebraban reuniones de oración en las que se pasaban serpientes venenosas unos a otros. Nosotros no lo sabíamos, pero Mike también lo hacía.

– ¿De veras?

– Sí. -Bill se mostraba divertido-. ¿Nunca te lo ha contado?

Sacudí negativamente la cabeza.

– Pues sí. Cuando mi madre lo descubrió, estuvo a punto de sufrir un ataque de corazón. Papá y ella lo pasaron muy mal intentando convencerlo de que no lo hiciera más. Y al final lo dejó para que mi madre no se preocupara. -Bill se encogió de hombros-. Lo que trato de decir es que mi padre reconoció en Mike a una parte de sí mismo que los demás no habíamos heredado, y creo que por eso le dolió tanto perderlo. -Hizo una pausa-. Mi padre ni siquiera lo mencionó en muchos años.

– ¿Y qué fue de Sinclair? -quise saber. -¿Sara? Creo que ella era distinta -respondió Bill-. Iba a una escuela laica, de educación especial para sordos, quiero decir, y cuando volvía a casa veíamos que no era creyente. Y ya desde muy joven empezó a… a demostrarlo. Se maquillaba, salía a escondidas para verse con chicos, volvía a casa oliendo a ginebra… Para mis padres no fue fácil, pero tuvieron tiempo de hacerse a la idea de que iban a perderla. Es como la parábola del sembrador. ¿La conoces?

Negué con la cabeza.

– Hay distintos tipos de semillas. Algunas nunca brotan, otra brotan enseguida, tienen un aspecto prometedor pero al final mueren y otras crecen despacio pero se convierten en plantas sanas que dan abundantes frutos. Es una metáfora.

– Del evangelismo -dije.

– Exacto, una metáfora de los distintos tipos de personas: unos se acercan a Dios y otros no. Sara era como la semilla que cae en suelo pedregoso y nunca germina, en cambio Michael era el que parecía prometedor pero al final no consigue fructificar. Mike estaba en casa y luego, de la noche a la mañana, dejó de estar. Si nunca hubiera vivido en Cristo, la separación habría sido menos dolorosa. Creo que fue por eso por lo que mi padre, después, no volvió a hablar de él.

– ¿Después de qué? -Sus palabras se mostraban tan rígidas que parecían marcar una línea absoluta.

– Después de que Mike se marchara -respondió simplemente Bill-. Tal vez juzgues a mis padres duramente por haberse despreocupado de Mike y de Sara, de lo que hacían o de dónde vivían, pero a mi padre el bienestar físico no le importaba, sólo le interesaba el bienestar espiritual. Y si alguna vez se refería a ellos, decía que no podían ir a ningún sitio sin que Dios lo supiese, y que eso era lo más importante, y añadía que si habían vuelto la espalda a Dios, por más que vivieran al otro lado de la calle, también habían vuelto la espalda a su padre. -Bill me miró fijamente, intentando averiguar si sus palabras habían calado en mí-. Mi padre decía que Dios puede perdonarlo todo, pero hay que pedírselo.

Se hizo silencio. No era exactamente incómodo pero al cabo de un minuto lo rompí, cambiando de tema.

– ¿Y tú? -pregunté.

– ¿Qué quieres decir?

– Si querías a tu hermano.

– ¿A Mike? Sí, creo que sí. -La pregunta lo había sorprendido y se quedó pensativo-. Cuando era pequeño, quería jugar con Adam y conmigo. Cuando no queríamos ir andando a algún sitio, montábamos en trenes de carga para que nos llevaran a otro lado de la ciudad. Mike siempre se apuntaba y nunca teníamos que esperarlo. Y cuando íbamos a nadar al lago de las montañas, ese que tiene unos grandes farallones a un lado, Mike siempre saltaba desde el lugar más alto, no le daba ningún miedo. Yo sólo lo hice una vez, pero él lo hacía siempre.

»Ya desde pequeño era así. Daba gusto hablar con él, pero cuando creció empezó a exasperarme y no era porque se vanagloriase de su coeficiente intelectual -Bill se esforzaba por encontrar las palabras adecuadas-, pero era muy listo y uno notaba que, aunque no dijera nada, estaba al corriente de todo. Mike sabía que era distinto.

»Y supongo que por eso me enfadé cuando pensé que había metido a una chica en su cuarto la víspera de Navidad, como si creyera que estaba en su derecho de hacerlo, sólo por ser Mike. Desde entonces, he deseado haberlo encubierto. -Bill sacudió la cabeza-. Yo no sabía que iba a marcharse de casa por eso.

Tras unos instantes en silencio comprendí que Bill Shiloh ya no me diría nada más. En su relato no había ninguna moraleja, ninguna coda, sólo la expresión de un cierto pesar.

Hice una sola pregunta más, aunque, de algún modo, ya sabía la respuesta. -No creo que Mike esté en problemas -dije-, pero si lo estuviera y tuviese que ponerse en contacto con un amigo, ¿quién sería?

– Sara, sin lugar a dudas -dijo Bill-. Recurriría a ella.

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