Capítulo 8

El día en que murió la única hija de Genevieve, ambas habíamos pasado un día particularmente agradable y productivo en el trabajo. Recuerdo muy bien que estábamos de excelente humor.

La había llevado al trabajo en mi coche porque el suyo estaba en el taller y también la acerqué a su casa. Ella me invitó a cenar. Shiloh, pensamos, podía venir con nosotras. Shiloh estaba ocupado en el análisis de las pruebas de lo que en ese momento nadie imaginaba que acabaría convirtiéndose en el juicio de Annelise Eliot. Al principio se mostró reticente a interrumpir su trabajo, pero entre Genevieve y yo logramos convencerlo. Genevieve resultaba muy convincente. Estaba preocupada por el exceso de trabajo que él se había echado encima.

Era el mes de febrero, uno de esos días en que la ciudad queda cubierta por una capa de nubes bajas que en realidad contribuyen más a aumentar la temperatura que un día claro y diáfano. A primeras horas había caído una capa de nieve que había cubierto de blanco las calles, tapando la suciedad que mostraban las aceras.

Sólo el último asunto que nos ocupó ese día había sido una pérdida de tiempo: la denuncia de desaparición de un niño. Nos dirigimos en el coche hasta un complejo de viviendas en Edina. Allí encontramos a un joven padre cuyo hijo de seis años no había llegado ese día en el autobús del colegio.

El joven -«Llámame Tom», nos dijo- era un caso poco frecuente: se trataba de un padre divorciado a quien le había sido concedida la custodia de su hijo. Mientras nos acompañaba a la sala de estar, donde se amontonaba gran cantidad de cajas, nos informó había sido un proceso muy duro.

– ¿Te acabas de mudar aquí? -le pregunté, pero pronto comprendí que aquellas cajas no eran de mudanzas, pues todas eran de igual forma y tamaño.

– No -dijo-. Me dedico a vender licuadoras, hierbas medicinales y suplementos dietéticos desde casa. Acabo de obtener mi licencia como entrenador de fitness, así que estoy tratando de hacerme una clientela de base. La verdad es que voy de cabeza.

Resultaba creíble. El cuerpo de Tom era compacto y al mismo tiempo bien trabajado; su oscura mirada era intensa pero impersonal, como la de algunos vendedores.

Algunas veces se tiene la premonición de que el asunto carece de importancia, al margen de las circunstancias de la desaparición. Cuando Genevieve y yo comenzamos a interrogarlo, fui confirmando mis sospechas.

Naturalmente, la ex mujer revestía mucho interés para nosotras. El secuestro por parte del progenitor que no tenía la custodia es más frecuente que por parte de extraños.

– No. -Tom meneó la cabeza con énfasis-. Acabo de llamar a Denise al trabajo. Se ha quedado alucinada, pero ya le he dicho que no se altere, que ya os había llamado. -Frunció el entrecejo-. Seguro que no ha sido ella, creed- me. Pero si ya me ha costado conseguir que pase un mínimo de tiempo con Jordy. Además, se ha echado un novio que es un fanático de las antigüedades. Todos los sábados le llevo a Jordy para que pase el día con ellos, y la mitad de las veces se lo pasan por las tiendas, mirando las pantallas Tiffany o azulejos Delft. Vaya manera de divertir a un niño de seis años.

– ¿Y otros parientes? -pregunté, pues me había quedado sin respuesta.

– ¿Qué hay de ellos? ¿Quieres decir que pueden haberse llevado a Jordy? -Parecía desconcertado-. No puedo ni siquiera imaginarlo. Mi familia vive en Wisconsin, y la madre de… ¡Oh, no había caído!

Genevieve y yo intercambiamos una mirada. Eureka.

– ¿Qué pasa? -preguntó Gen, instándolo a seguir.

– ¡Oh, no había caído! -repitió. Yo sospeché que el rubor de su cara no era debido a la vergüenza sino a la cólera-. ¡Un momento! -nos advirtió mientras se abalanzaba al teléfono.

Marcó el número sin advertirnos de a quién pertenecía. Al cabo de un minuto estaba claro que Jordy se hallaba sano y salvo.

– ¿Está contigo? ¿Está ahí? -preguntó Tom-. Ahora mismo paso a buscarlo.

– ¿Qué piensas? -le pregunté a Genevieve en voz muy baja-. ¿La hermana de su mujer?

– La suegra, seguro -respondió.

Fuimos oyendo la historia fragmentada, a través de una voz que cada vez alcanzaba un tono más corrosivo.

– No, no me lo habías dicho. ¡Por dios, estaba tan preocupado que…! No, no te dije que te necesitaba para que lo llevaras a cortar el pelo. No, no estoy de acuerdo. No te lo… Estás tergiversando lo que te dije sobre… Su pelo no… Siempre lo ha llevado así… ¡No me estás escuchando!

Tras un momento en que permaneció impertérrita, Genevieve dirigió la mirada hacia el rincón opuesto de la habitación y se frotó la punta de la nariz con un dedo, con el gesto de embarazo de las personas que acaban de escuchar una conversación que desearían no haber oído. Yo me puse de pie, con la esperanza de que Tom comprendiera que debíamos irnos, ya que el caso, obviamente, se había resuelto por sí mismo.

– Escucha -continuó Tom-. Iré a buscarlo. ¡No, iré yo! Tú quédate ahí con él.

Colgó el auricular y volvió a dirigirse hacia nosotras.

– Era la madre de Denise -aclaró-. ¡No doy crédito! De hecho, sí que me lo creo. No soporta la idea de que me hayan concedido la custodia. Es que no puede soportarlo.

Entonces comenzó a darnos detalles: recientemente, él y su suegra habían tenido una discusión acerca del corte de pelo del joven Jordy. De una manera aparentemente incorrecta, la mujer había interpretado que se le daba permiso para llevárselo a Burnsville, donde vivía, cuando saliera de clase, para llevarlo a la peluquería. Tom se apresuró a puntualizar que él se había negado, pero que ella había insistido en que lo haría.

He mencionado que Tom nos contaba su historia a las dos, pero su comportamiento era sumamente interesante. Empezó dirigiéndose a mí. Quizás porque yo le era más próxima en edad, quizá porque yo tenía más aspecto de ir al gimnasio, como una especie de espíritu gemelo, quizá, simplemente, porque no llevaba alianza. Pero como no atendí demasiado a su lista de quejas, fue reconociendo gradualmente en Genevieve un par de orejas más empáticas, puede que porque cabeceaba de un modo afirmativo en los momentos adecuados. De manera gradual, pues, su atención y su mirada cambiaron. Genevieve era ahora la principal destinataria de su relato. Una historia acerca de lo entremetida que era la suegra, sus constantes consejos no solicitados, sus alusiones veladas acerca de la incapacidad de Tom para criar a un niño.

Por último, cuando su atención estaba concentrada sólo en mi compañera, dejé de mirarlo y mis ojos se movieron hacia el aparcamiento que se veía a través de la ventana. Tres muchachos vestidos con ropa de abrigo practicaban lanzamientos libres a una de esas cestas de baloncesto a lasque una base pesada sirve de soporte y que pueden encontrarse en cualquier tienda de artículos deportivos. Seguramente, aprenderían una dura lección, pensé, cuando comenzasen a jugar en una cancha y con la cesta a la altura reglamentaria.

– Gen, la verdad es que deberíamos marcharnos -dije.

Pero Genevieve era persona de buen trato.

– Escucha -le estaba diciendo a Tom en un tono afable-. Comprendo que no quieras presentar denuncia, pero convendría que mi compañera y yo tuviésemos una charla con tu suegra sobre la gravedad de llevarse a un niño sin el consentimiento de su tutor.

A espaldas de Tom, fruncí el entrecejo mirando a Genevieve y meneando la cabeza como signo de desaprobación. Genevieve no me hizo caso pero, por fortuna, su sugerencia no fue aceptada.

– No -dijo Tom, sacudiendo la cabeza-. No serviría de nada. Insistirá en que tenía mi permiso. Les dirá que le he dado mi conformidad para el día de hoy. De todos modos, gracias por el ofrecimiento.

Me sentí aliviada, pero aún no se habían acabado las cosas con Tom. Ya estábamos a punto de marcharnos cuando ofreció una licuadora a Genevieve. Ella declinó el ofrecimiento, pero Tom le entregó una tarjeta con su número de teléfono «por si cambiaba de idea».

– ¿Qué pensabas lograr? -pregunté a Genevieve cuando arrancó-. ¿Querías que fuésemos hasta Burnsville para escuchar la otra versión de esta aburrida riña familiar?

– A lo mejor resultaba interesante -respondió Genevieve con cierto aire de desconcierto-. ¿No te parece un poco curioso que esa suegra sea tan calamitosa como él la describe? ¿Qué pasaría si fuese una mujer amable, razonable y sensata?

Aceleró y se incorporó al tráfico.

– ¿Hablas de una persona «amable y razonable» como las que solemos encontrarnos en nuestro trabajo? En cualquier caso, supongo que trasladarnos hasta Burnsville no hubiese sido la mejor forma de emplear el tiempo asignado a nuestra tarea.

– Hubiera sido un gesto policial proactivo. -Genevieve había adoptado un tono pedante-. ¿Quieres que las cosas se repitan la próxima vez que grand-mère decida llevarse a Jordy sin pedir permiso?

No tenía respuestas para esa pregunta. Permanecí en silencio el resto del trayecto.

Cuando estuvimos otra vez en la comisaría, Genevieve me preguntó qué me había parecido tan gracioso antes.

– ¿Cuándo? ¿En la casa de Tom? No me he reído -afirmé-. Pensaba que había adoptado una expresión más severa cuando se enteró de dónde estaba su hijo.

Genevieve escribió algo en un trozo de papel arrugado, pero de inmediato, como insatisfecha, lo arrojó a la papelera.

– No entonces, sino un par de minutos antes, en la cocina. No creas que no vi que estabas conteniendo la risa. Algo te resultaba muy gracioso. Tuve que distraer al muchacho para que no lo notase.

– ¡Ah, sí! -exclamé tras reflexionar unos momentos-. ¿No has visto el cartel de la nevera?

– ¿Qué cartel?

– Tenía uno en la nevera, aludiendo a sus complementos dietéticos a base de hierbas: «He perdido 30 kilos. ¡Pregúntame cómo!». -Al recordarlo estuve a punto de volver a reír-. Ese alegre emblema estaba justo en mi línea de visión y no pude evitarlo. Me hizo pensar en su hijo.

Genevieve permanecía muda.

– Un niño de seis años pesa eso, más o menos. ¡«He perdido 30 kilos»!

Genevieve meneó la cabeza. Había entendido.

– A veces eres realmente despiadada -me dijo-. Por todo lo que has visto podrías haber pensado que su hijo había sido secuestrado por un pedófilo y…

– ¡Y una mierda! Cuando fuimos al apartamento tú sabías tan bien como yo que el niño estaba sano y salvo. Llegué a pensar que el chaval estaba perdido entre aquella enorme cantidad de cajas que abarrotaban la casa.

– En el fondo -dijo Genevieve dirigiéndome una discreta sonrisa-› me tienes envidia porque no te ofreció a ti la licuadora.

– ¡Por la cuenta que le traía! ¿Sabes por qué? La gente no es tan tonta como para intentar joderme con esa historia. ¿Sabes lo que pasa con esos vendedores que esperan a la clientela en su casa?

– ¡Oh, dios mío! -exclamó Genevieve-. Ya empiezas a despotricar.

– Te lo diré. Hoy por hoy, la gente cree en los anuncios de «hazte rico trabajando desde tu casa.» Pero ¿sabes tú a quién logran venderle alguna cosa? Te lo diré: a la gente cercana, parientes, vecinos. Me pregunto si eso es realmente vender. ¿Qué pasa cuando ya no te quedan amigos?

– Eso a cada cual le lleva su tiempo -sentenció Genevieve.

Me costó un poco entender lo que quería decir. Cuando lo hice, me sentí malhumorada.

– Gen -le dije-, a veces eres tan desagradable conmigo, que te juro que hasta me gusta.

No me pidió disculpas.

– Sólo estoy diciendo que esa clase de empleo quizás permite que un padre solo, como Tom, pase más tiempo con su hijo -dijo Genevieve con aire tolerante-. Detrás está el sueño americano: cada cual quiere ser su propio jefe.

– No es mi caso -repuse-. Estoy feliz de lo que me ha tocado en suerte: trabajar para ti.

– ¡Oh, por favor! Sólo hago la parte dura de nuestra tarea, por ejemplo cubrirte cuando estás a punto de partirte de risa en medio de una indagación. -Y diciendo esto se giró y comenzó a teclear velozmente.

Pero yo aún no pensaba tirar la toalla.

– Oye, Genevieve.

– Qué quieres -dijo sin volverse. Un momento después lo hizo y me miró de frente-. ¿Qué pasa?

– He perdido 30 kilos.

Genevieve me dio la espalda una vez más, pero esta vez vi que sus hombros se sacudían. Estaba riendo. La había vencido.

Mucha gente anda por el mundo enfurruñada, pero el malhumor es bastante característico de los policías. No afecta a la manera en que haces tu trabajo, no disminuye tu mala leche por las cosas horribles.

– Ya verás -dijo Genevieve, sonriendo pero apuntándome con el dedo de una manera didáctica-. Espera a tener un hijo. Entonces sabrás lo que es bueno. Entonces irás a Edina a pedirle perdón de rodillas a ese muchacho.

Estuvimos trabajando un rato en silencio. Cuando escuché el sonido de su cajón al abrirse, supe que la jornada había terminado. Cogió su cartera. Me preguntó si estaba lista. No solíamos salir juntas, pero ese día, por supuesto, la llevaría en mi coche hasta su casa.

– Sí, señora -dije moviéndome y estirándome en mi asiento.

Cerró el cajón con un golpe de muñeca.

– Ya que me acompañas a casa, ¿quieres quedarte a cenar? -me preguntó.

– Buena idea -le contesté mientras ella se ponía su bufanda de color rojo brillante, despejando los cabellos de la nuca para dejarlos por fuera-. Al final siempre acabo comiendo sola después del trabajo. Shiloh llega tarde del trabajo casi cada día -dije, poniéndome de pie.

– Eso no es bueno. Vincent hacía lo mismo cuando estaba estudiando derecho. Nunca nos veíamos. A veces me entraba miedo de que Kam no llamara «papi» a cualquier hombre negro que pasara por la calle -dijo Genevieve mientras se ponía la chaqueta sobre la bufanda-. De todos modos, vayamos a recoger a Shiloh.

– No querrá venir -le advertí cuando nos encaminábamos a los ascensores-. Trabaja en el caso de la Eliot.

– Tú déjalo en mis manos -dijo Genevieve.

– A ver si me asombras con tus habilidades para manipular a Shiloh -la cogí del brazo-. No, no vayamos a las oficinas.

Genevieve me miró de forma interrogativa.

– Te apuesto cinco pavos -continué- a que a estas horas está aún en la biblioteca de derecho.

En efecto, estaba, como yo había supuesto, sumergido en el trabajo.

– ¡Hola! -le dije extendiendo una mano sobre la mesa.

– Hola -me contestó. Tocó suavemente el dorso de mis dedos con los suyos, un gesto que nadie de la biblioteca podía haber notado-. Estaré en casa dentro de una hora y media -agregó con tranquilidad-. Y tú, Genevieve, ¿cómo te van las cosas?

– Estoy bien -dijo mi compañera-. Sarah y yo pensábamos llevarte a Saint Paul, a cenar a mi casa.

– No puedo -respondió Shiloh secamente y sin dudarlo.

– Ya he perdido cinco dólares con tu novia. Me apostó a que estarías aquí -dijo Genevieve, aunque mi comentario espontáneo no había sido ni mucho menos un desafío-. Al menos, me alegraría de no haber perdido el tiempo.

Shiloh le sonrió, luego cogió su cartera, extrajo de ella un billete de cinco dólares y lo puso sobre la mesa.

– Tu tiempo está compensado -le dijo, volviendo a su trabajo, en espera de que nos retiráramos.

– Kamareia tiene algo para vosotros, muchachos -insistió Genevieve.

– ¿De qué se trata? -preguntó Shiloh.

– Es una foto. Una foto de vosotros dos que sacó en la Navidad.

– Bueno, menos mal que no lo has traído al trabajo. Con lo que puede llegar a pesar una polaroid.

Genevieve se mantuvo en silencio.

– Esto es importante -continuó Shiloh- y sabes que no puedo dedicarle todo mi tiempo.

– Estás trabajando mucho -le dijo suavemente, pero mirándolo decididamente a los ojos-. Necesitas calmarte un poco, Shiloh.

Al ver que Shiloh no respondía, agregó:

– Te echamos de menos.

Shiloh se pasó la mano por los cabellos. Al final, se decidió a hablar.

– ¿Quién cocina? ¿Tú o Kamareia? -preguntó.

– Estás de suerte: Kamareia -contestó Genevieve. Sabía que se había salido con la suya.

Era alrededor de las seis y media cuando nos dirigimos a su casa. El interior estaba en penumbra, sólo lo aclaraba una pequeña bombilla eléctrica que iluminaba la escalera por la que se accedía al piso de arriba. Desde el primer piso se oía el sonido de una radio.

Genevieve accionó los interruptores y así se iluminó la cocina, vacía y pulcra. A Kamareia no se la veía por ninguna parte. Genevieve frunció el entrecejo.

– Esto es muy raro -aseguró-. Me dijo que comenzaría a preparar la cena a eso de las seis. -Miró la escalera, oyendo el sonido de la radio-. Seguramente está arriba.

Era normal que se extrañara. Kamareia era una chica responsable a la que le encantaba cocinar.

– No pasa nada -le dije a Gen-. Al fin y al cabo, no es que nos estemos muriendo de hambre. Sobreviviremos.

Genevieve seguía contemplando lo alto de la escalera.

– Un momento, iré a echar un vistazo -dijo.

Genevieve subió y yo esperé a que volviera junto a la barandilla. Oí que llamaba a la puerta de la habitación de su hija, y advertí que no la encontraba. La voz de Genevieve, a medida que recorría las habitaciones, reflejaba cada vez más la intriga, aunque no demasiada preocupación.

– Sarah -me dijo entonces Shiloh en voz baja. Me volví para mirarlo. Con un gesto de cabeza me señaló la parte trasera de la casa y la puerta corredera de cristal. Estaba cerrada, pero fuera se veían huellas de pisadas en la nieve recién caída.

La casa de Genevieve compartía una especie de patio descubierto con sus vecinos inmediatos, los Myers. No había cerca, de modo que se veía sin ninguna dificultad la parte trasera de la otra casa. Los setos que rodeaban los muros eran también visibles y estaban adornados con lucecitas rojas intermitentes.

«Kamareia», pensé, y en ese momento fui consciente de que algo andaba terriblemente mal. Ni siquiera se me ocurrió que algo podía haberle sucedido a alguno de los Myers y que Kamareia había ido a auxiliarlos y llamar al servicio de urgencias.

Los Myers no estaban en su casa. Al igual que en la de Genevieve, la planta baja estaba a oscuras, y todo el rumor y la luz provenían de la planta superior. Subí los escalones de dos en dos.

En el rellano tropecé con un trozo de tubería de unos 60 centímetros de longitud, manchada de sangre. En el suelo, rastros de sangre y huellas ensangrentadas.

A diferencia del resto de la casa, desde el dormitorio llegaba luz. Iluminaba a dos miembros del personal de urgencias; el teléfono había caído al suelo, y Kamareia, desnuda de cintura para abajo, tenía las piernas embadurnadas de color rojo. A su lado había gran cantidad de sangre. Demasiada. Recordé el trozo de tubería que acababa de ver y comprendí que Kamareia había sido golpeada con él.

Me volví tan deprisa que estuve a punto de resbalar en el parqué, hasta que di alcance a la puerta de entrada a la casa. Genevieve estaba ya a punto de entrar y Shiloh no se apartaba de su lado. Lo miré fijamente y sacudí la cabeza; era un «no» enfático. Enseguida comprendió lo que quería decirle y sujetó a Genevieve desde atrás para que no siguiera avanzando.

Volví al dormitorio y me arrodillé cerca de donde yacía Kamareia. Cuando soporté mirarla a la cara, observé que tenía los ojos abiertos, pero no supe si en realidad podía verme.

– Apártese, por favor. -La voz de la trabajadora sanitaria resultaba tan tajante como le permitía su acento sureño.

– Soy una amiga de la familia. Su madre está allí afuera -le dije-. Por favor, permítanos estar junto a ella.

Desde fuera me llegaban los gritos de Genevieve, exigiendo que Shiloh la soltara. Había visto el tubo y las manchas de sangre.

– Quizá debería ocuparse de la madre -sugirió el otro sanitario, un chico joven.

No cabía duda de que Shiloh estaba librando una dura batalla.

– Kamareia está herida. No sé qué alcance tienen las lesiones -dije con claridad desde lo alto de la escalera-. Está consciente. Si queréis ayudarla es mejor que permanezcáis tranquilos y no os mováis.

Gen intentaba ver más allá de mí, a través del umbral, pero había dejado de gritar a Shiloh. Se agarraba a sus hombros.

– Tranquila -le aconsejé-. Compórtate como si se tratara de un episodio de nuestro trabajo.

– ¿Qué le ha pasado? -se dirigió a mí en un grito.

Entonces salieron con Kamareia. La habían cubierto con una manta, pero su rostro lo decía todo. Bajo la máscara de oxígeno, la nariz y la boca eran un delta de sangre; no cabía duda de que la habían golpeado repetidamente en el rostro. La sangre también manchaba las ropas del personal de urgencias y sus guantes de látex.

Genevieve logró zafarse de Shiloh y llegó a tocar la cara de su hija, después se llevó la mano a la boca, a punto de desmayarse. Shiloh la apartó y la hizo descansar en el suelo.

– ¿Puedes quedarte y ocuparte de ella? -le pedí.

Shiloh tenía un poco más de experiencia médica que yo de sus días en Montana, donde los policías de pueblo se enfrentaban a todo tipo de emergencias. Asintió sin mirarme. Sus ojos estaban fijos en Kamareia, a quien en esos momentos subían a la ambulancia.

Corrí hacia el personal sanitario y les dije abruptamente que iría con ellos. El más joven ya se había sentado al lado de Kamareia, mientras que el otro, una mujer, estaba a punto de cerrar las puertas.

Me dirigió una mirada severa. Bajo sus revueltos cabellos de un rubio ceniciento y sus cejas depiladas tenía la mirada mesurada e implacable de los médicos. Estaba realizando su trabajo y no quería que nadie le diese órdenes.

– Quiero decir que me gustaría acompañaros, por favor -añadí-. La madre no está en condiciones de hacerlo, pero Kam necesita a alguien a su lado. -Me acerqué un poco más-. Y si no habéis llamado por radio a una unidad para que se presenten en la escena del crimen, deberíais hacerlo en el trayecto. Aquí serán necesarios.

– Vamos, suba -dijo, comprendiendo que yo era policía.


Los Evans, los vecinos que tenían las llaves de casa de Genevieve, eran trabajadores. Sin embargo, tuve suerte: tenían en su casa una hija en edad escolar y estaba allí cuando llegué al barrio de Genevieve, en una pacífica calle de casas altas y estrechas.

– Estaré diez o quince minutos -le dije a la niña.

Pensé que tal vez tendría que explorar el interior de la casa si no encontraba la caja de zapatos donde Genevieve me había indicado, o si las fotos no se encontraban allí.

Me detuve un momento en el porche, pensando en el mes de febrero, después deslicé la llave en la cerradura y abrí el cerrojo.

El interior de la vivienda respiraba la limpieza y el orden que uno desea hallar cuando vuelve después de una larga ausencia. Era evidente que Genevieve había limpiado a fondo antes de trasladarse a casa de su hermana. Había huellas de neumáticos en la alfombra e incluso algunas pisadas. Supuse que eran de la hija de los Evans. Había plantas en los alféizares de las ventanas y en las estanterías, verdes y frondosas, algunas húmedas todavía por el riego.

La habitación me pareció más vacía y grande de lo que la recordaba. La última oportunidad en que yo había pasado un buen rato allí, había un grueso árbol de Navidad, adornado con bombillas de colores y un pequeño grupo de policías e investigadores ligeramente bebidos a los que Kamareia había estado sacando fotos.

En el piso de arriba encendí los interruptores de la habitación que había sido de Kamareia. Aunque nunca había llegado a verla antes, resultaba evidente que se mantenía igual que cuando ella vivía.

Toda la habitación estaba decorada en tonos suaves: un edredón de color melocotón en la cama individual, un escritorio de madera clara. Se trataba de la habitación típica de una colegiala de Dayton-Hudson, excepto por el fluorescente Tupac Shakur fijado en la pared.

Kamareia había amado la poesía y, de modo similar a Shiloh, había organizado su estantería en orden cronológico, desde los Cuentos de Canterbury hasta una selección de poemas de Rita Dove. Un volumen, perteneciente a la colección de Maya Angelou, me resultó vagamente conocido. El diseño de cubierta estaba realizado en colores brillantes; tuve de inmediato el recuerdo, vivido y aislado, de haberlo visto alguna vez en las manos de Shiloh.

Me agaché y lo extraje del estante más bajo. En la portadilla vi las letras mayúsculas de Shiloh: «Para Kamareia, forjadora de poesía». Ésa era la sencilla frase que allí había.

Su mochila escolar se hallaba en el suelo, cerca del escritorio, como dispuesta a ser cogida sin dificultad y llevada una vez más al colegio. No era ése mi cometido, pero volví a agacharme para mirar en su interior: una libreta de espiral, un texto de matemáticas, las Conversaciones con Amiri Baraka.

Es probable que fueran las cosas que había llevado consigo su último día de escuela. El contenido de la mochila era una prueba de la presteza con que Genevieve había cerrado la puerta de la habitación.

Genevieve conocía muy bien a su hija. La caja de zapatos estaba en el estante más alto. En su interior hallé varios sobres de la casa de revelado. Cada uno llevaba una fecha. Encontré uno señalado con los números 12/27.

En el interior había una serie de cándidas fotografías, algunas de colegas o amigos míos, otras de desconocidos. Descubrí una en la que aparecíamos yo y Shiloh, que me pasaba un brazo por encima de los hombros mientras lucía su característica expresión un poco extraviada.

La cogí e hice lo mismo con una en la que él aparecía de pie junto a Genevieve al lado del rechoncho y alegre árbol de Navidad. Era una buena fotografía, bien iluminada. La cara de Shiloh se distinguía con claridad y daba una buena idea de su altura.

Volví a guardar el resto de las fotos en la caja y la dejé en el estante de donde la había cogido.

«¡Mierda!», pensé.

Bajé los escalones de dos en dos. Ya no había nada que hacer allí.


Darryl Hawkins, su mujer Virginia y su hija de once años, Tamara, eran las más recientes aportaciones a nuestro vecindario. Darryl, un transportista de treinta y muchos años pero que parecía bastante más joven, había cruzado la calle, apenas nos conocimos, sólo para admirar el Nova. Él conducía un Mercury Cougar de segunda mano. Estuvimos hablando de coches alrededor de veinte minutos.

Shiloh había notado algo más acerca de nuestros nuevos vecinos: su perro. Tenía el aspecto de una mezcla de labrador y rottweiler y vivía sujeto a una cadena.

El portón lateral de los Hawkins estaba construido con valla reforzada. A través de ella se veía el patio trasero y, sin importar la hora del día, el perro siempre estaba atado a su cadena de tres metros y medio. Nunca le faltaba agua ni comida, y los días de mal tiempo le permitían entrar en casa. Sin embargo, nunca lo había visto paseando, jugueteando o haciendo adiestramiento.

El hecho me preocupaba, pero más aún a Shiloh.

– Bueno, por lo menos no le pega al dichoso perro -puntualicé en una ocasión-. Ni tampoco le pega a su mujer, como hacía el anterior vecino.

– Ese animal no puede vivir así -dijo Shiloh.

– A veces no puedes corregir lo que los demás hacen.

Shiloh dejó de hablar del tema durante un tiempo. Una tarde lo vi sentado en el antepecho de la ventana, terminando de comer una manzana y observando a alguien que estaba al otro lado de la calle. Seguí su mirada y descubrí a Darryl Hawkins que lustraba su Mercury Cougar de color azul oscuro.

– Estás pensando otra vez en el perro, ¿no? -le dije.

– Llega el fin de semana y se pasa horas cuidando su jodido coche. Un coche no es un ser vivo.

– Déjalo estar -le aconsejé.

Sin embargo, Shiloh arrojó el corazón de la manzana entre los matorrales, deslizó sus piernas fuera del alféizar y saltó a nuestro patio delantero.

Permaneció al otro lado de la calle durante unos quince minutos. Ni él ni el vecino alzaron la voz, lo hubiera oído desde donde estaba. No obstante, la postura de Darryl Hawkins se volvió rígida desde el principio y llegó a ponerse demasiado cerca de Shiloh, quien, a su vez, pisó su terreno. Cuando volvió, Shiloh tenía la mirada ensombrecida.

No le pregunté qué se habían dicho, pero aquello fue el fin de las relaciones entre las dos familias. Virginia Hawkins me evitaba, avergonzada, si nos encontrábamos en el mercado.

Cuando volví de Saint Paul, el Cougar azul estaba aparcado en el camino de entrada.

Darryl atendió la puerta. Aún vestía su uniforme de mensajero.

– ¿Cómo está usted? -pregunté.

– Muy bien -respondió sin un atisbo de sonrisa.

– Quisiera hablar un momento con usted.

No me invitó a pasar. Sin embargo, abrió la puerta de rejilla metálica, de modo que pudiésemos vernos las caras.

– ¿Conoce a mi marido, Shiloh?

– Ajá -respondió Darryl, siempre sin reír, aunque parecía de buen humor.

– ¿Lo ha visto en los últimos días?

– ¿Verlo? ¿Qué quiere decir?

– Es que estoy buscándolo. No lo he visto ni he recibido noticias suyas desde hace cuatro días.

– ¿Se ha marchado? -dijo frunciendo el entrecejo-. Pues sí que es raro. Si hubiera sido usted quien se hubiera ido lo entendería perfectamente.

– No he venido aquí para divertirme a expensas de Shiloh -le contesté, imperturbable-. Por otra parte, no me ha dejado, ha desaparecido. Estoy tratando de averiguar cuándo fue la última vez que lo vio y si advirtió algo extraño en casa o en el barrio.

– No he visto nada en el vecindario, sólo lo de siempre -dijo Darryl apoyándose en la jamba de la puerta-. A su marido lo veo correr a menudo. Como no tengo motivo para fijarme, no recuerdo cuándo fue la última vez. -Se encogió de hombros-. Pero ya que lo pregunta, recuerdo haberlo visto correr hace una semana.

– De acuerdo -asentí-. Por favor, dígales a su mujer y a Tamara que si saben algo al respecto, me lo comuniquen.

– Muy bien, entendido -dijo mientras cerraba a medias la puerta metálica-. No sabía que estaban casados.

– Desde hace dos meses.

– Ya. Bueno, si sé algo se lo comunicaré. Puede confiar en mí.

– Le estaré muy agradecida.

Mis entrevistas con el resto del vecindario fueron igualmente decepcionantes. Nadie recordaba nada concreto, excepto que lo habían visto correr alguna vez y que ello no había pasado durante los últimos días.

Por todas partes enseñé su fotografía: a los vecinos, en las tiendas del barrio, a los niños en bicicleta, a los adultos que se dirigían al trabajo. Algunos, al mirar la imagen, decían: «Me resulta conocido», pero nadie recordaba haber visto nada especial el sábado o el domingo.

Ibrahim me saludó alzando una mano cuando traspasé la puerta oscilante. Antes de hablarle esperé a que acabara con un cliente.

– Mike estuvo aquí pocos días atrás -comenzó Ibrahim entrecerrando los ojos-. Quizás algo más que unos pocos. -El inglés de Ibrahim era perfecto. Sólo su acento recordaba el lugar de su infancia, Alejandría.

– ¿Y el sábado por la noche?

Se rascó la calva con ademán reflexivo.

– Trata de recordar algo que sucediera ese mismo día y así podrás relacionarlo mejor -le sugerí.

– Era sábado -exclamó con un brillo en los ojos-. Lo sé porque el reparto de fuel se retrasó.

– Estuvo aquí antes o después del reparto.

– Antes. A eso de mediodía o la una. Ahora lo recuerdo. Compró dos bocadillos, una manzana y un botellín de agua.

– ¿Comentó algo especial?

– No -respondió meneando la cabeza-, me preguntó cómo estaba y yo se lo pregunté a él. Nada más.

– ¿Qué te dijo cuando le preguntaste cómo estaba?

Ibrahim frunció el ceño.

– Lo siento. No lo recuerdo.

– Eso significa que respondió que estaba bien -dije con acritud.

– Es usted una mujer muy lista, Sarah -observó Ibrahim sonriendo.

– Últimamente no demasiado -le contesté.


Una vez en casa, advertí la luz intermitente del contestador. Tenía un mensaje.

«Sarah, Ainsley Cárter quiere que la llames en cuanto puedas -era la voz.de Vang-. Me dio un número de otro estado, me parece que ha vuelto a Bemidji…»

Cogí un bolígrafo y escribí rápidamente el número que vino a continuación.

Ainsley contestó al primer tono.

– ¡Oh, hola detective Pribeck, gracias por llamar! -exclamó.

– ¿Cómo está Ellie? -le pregunté.

– Mucho mejor, me parece -dijo, y a juzgar por el tono de su voz no me pareció que disimulase. Parecía genuinamente aliviada. -El doctor de urgencias le dio el alta ayer. Joe y yo la hemos traído a casa y la evaluación psiquiátrica sugiere que Ellie estará bien bajo la supervisión familiar. Además, hemos encontrado un psicoterapeuta aquí mismo, en el pueblo.

– Estupendo -dije-. ¿Necesita algo de mí?

– No, nada -respondió sin dudarlo-. Sólo quería darle las gracias. Lo que hizo usted el otro día… Entonces estaba demasiado trastornada como para darme cuenta, pero lo que hizo fue extraordinario.

Mi salto desde el puente, la poca relevancia que le dieron en el Departamento, mi consternación… todo eso me parecía algo del pasado.

– Me alegro de que Ellie esté mejor -dije.

– Está recuperándose. Lo creo realmente… ¿Hola, detective Pribeck?

– Sí, le oigo.

– Cuando intenté llamarla a su trabajo, su compañero me contó que tenía una excedencia, pero no me quiso explicar el motivo.

– Pues eso, estoy con una excedencia.

– ¿No será por culpa de Ellie?

– Por supuesto que no -dije-. ¿Cómo podría?…

– Bueno, su conducta fue tan radical que pensé que a lo mejor había transgredido las reglas del procedimiento y que eso la había metido en algún lío administrativo. -La oí reír-. Al menos eso es lo que temí.

– No, no, nada de eso. Es un problema personal, no administrativo.

– ¡Oh, vaya! Bueno, me alegra haber hablado con usted. Me pareció que debía decirle cómo se encuentra Ellie, después de que hizo tanto por ella. Ya sabe, quería comunicarle que todo ha concluido.

– Gracias -dije. Era verdad: en mi trabajo trataba con cantidad de personas que no eran delincuentes, sólo gente con problemas, bajo presiones que no podían controlar. Pasaba un montón de casos a los equipos de observación, denunciaba malos tratos domésticos a los teléfonos de asistencia, o remitía los casos de agresión sexual a los servicios de asesoramiento y consejo… Luego, desaparecían para siempre. Le dije a Ainsley que en la mayoría de los casos no llegaba a saber que el asunto estaba cerrado.

Tras colgar, intenté que las buenas noticias acerca de Ellie me levantaran el ánimo. No sentí nada en especial. Me dirigí al televisor con intención de ver las noticias de la tarde, y cuando encendí el aparato estaban contando una historia que, según me pareció recordar, había oído por la radio esa mañana.

El sábado a primera hora, la patrulla de autopistas fue llamada para investigar una furgoneta Ford que se había estrellado contra un árbol cerca de Blue Earth; era el aparente resultado de un choque sin testigos de un solo vehículo. El propietario, un hombre de setenta y pocos años, no pudo ser encontrado en ninguna parte. Se sospechaba que había logrado salir del vehículo y que, desconcertado, se había perdido en el campo. La verdad es que la noticia no merecía el tiempo que la cadena KTSP le consagraba, sobre todo porque el hecho había sucedido muy lejos de las Ciudades Gemelas. No obstante, las imágenes eran buenas: un helicóptero oficial de la policía sobrevolando los desnudos árboles del otoño, la furgoneta mientras era remolcada, que permitía apreciar el morro completamente desecho, mientras que las otras partes resultaban sólidas y potentes, con su color negro brillante sin un arañazo a causa de la colisión.

Cuando acabaron las noticias de la cadena KTSP, sonó el teléfono.

– ¿Sarah Shiloh? -preguntó una voz masculina que no reconocí y tratándome con un nombre que apenas recordaba yo que era el mío.

– Sí, diga.

– Soy Frank Rossella, del servicio médico forense. Lamento haberla de llamar fuera del horario de trabajo.

– ¿Qué sucede? -dije.

– Quisiéramos que examinase un cuerpo no identificado que tenemos aquí.

Corrí hacia el coche. En mi mente comenzaron a sonar las palabras de Ainsley Cárter: «Quería comunicarte que todo ha concluido».

La voz no cesó durante todo el trayecto hasta el depósito de cadáveres. Me decía: «Ésta es la conclusión que buscabas, Sarah, es la conclusión, la conclusión».

Las palabras se confundían con el ronroneo del motor del Nova.

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