Capítulo 3

Aunque O'Malley me había dicho que ese día las declaraciones de testimonios se sucedían con más rapidez de la esperada, me tomé mi tiempo para reconstruir mi parte en la historia. Cuando volví a comisaría, ya eran más de las cinco. Vang estaba todavía detrás de su escritorio, al teléfono, para variar. Debía de estar esperando la comunicación, porque se limitó a apartar un poco el auricular y anunciarme que mi marido había pasado a buscarme.

– ¿Shiloh ha estado aquí? -repetí con estupor-. ¿Vino para…?

Pero Vang había vuelto a concentrarse en su llamada.

– Hola, comandante Erickson, le llamaba…

Prescindí de él. No cabía duda de que Shiloh se había acercado a la oficina y se había ido al no encontrarme y, aunque mi jornada de trabajo ya tocaba a su fin y pronto estaría de regreso en casa, lamenté que no nos hubiéramos encontrado. Hasta hacía dos semanas, Shiloh era detective del Departamento de Policía de Minneapolis. A pesar de que no había motivos para que trabajásemos juntos, muy a menudo nuestras tareas se solapaban. Ya no volverían los encuentros casuales con él en el centro de la ciudad, cosa que ya echaba de menos.

También tendría que acostumbrarme a otra circunstancia: Shiloh se iba la semana siguiente a Quantico para un entrenamiento con el FBI. Estaría fuera cuatro semanas.

Eché un último vistazo al contestador. No tenía mensajes, de modo que puse el teléfono en la modalidad del buzón de voz y cogí mi bolso. Me despedí de Vang con un leve ademán de la mano y él me respondió con una inclinación de cabeza.


Mi Nova de 1970 era el primer coche que había comprado en mi vida. Muchos de los compañeros de trabajo pusieron mala cara cuando lo vieron; supongo que se imaginaron el trabajo de restauración al que ellos lo hubieran sometido en caso de ser los propietarios. Su color gris revólver se había ido apagando debido a la falta de un verdadero aficionado que se ocupara de él; el salpicadero tenía algunas grietas. No obstante, era razonablemente seguro y yo sentía por él un apego casi perverso… Cada invierno imaginaba que lo iba a cambiar por algo más seguro para el hielo y la nieve, motivo por el que muchos de los oficiales de mi Departamento habían escogido sus cuatro por cuatro. Pero volvíamos a estar en otoño, más precisamente en el mes de octubre, y aún no me había planteado siquiera poner un anuncio.

No fui directamente a casa. El indicador de gasolina estaba casi en reserva, de modo que enfilé hacia la gasolinera más próxima, con la intención de ir acto seguido a un zapatero para dejar mis botas. Realmente necesitaban una asistencia profesional, si querían sobrevivir a otra zambullida imprevista en el Mississippi. Todos estos trajines me ocuparon más de media hora. Después alcancé la calle tranquila en la zona noreste de Minneapolis donde Shiloh y yo vivíamos.

El Nordeste, como a veces lo llamaban los de por aquí, estaba considerada como la parte de la ciudad con más reminiscencias europeas, aunque con el tiempo se había ido integrando. Cruzado por la vía del tren, era un sitio ocupado por viejos edificios de obra vista, con porches más propios de locales comerciales, y bares con anuncios de comida rápida y cupones de lotería. A mí me gustó desde que lo vi. Me gustaba la vieja casa de Shiloh, con el temblor que producían los trenes al pasar por detrás del pequeño patio trasero y esa calidad de ensueño y algo submarina que reinaba en verano cuando los rayos del sol se filtraban por entre el ramaje de los olmos. Claro que también sabía que en ese vecindario Shiloh se había visto obligado a extraer un cuchillo del cuerpo de un niño de once años y que, en ocasión del último Halloween, habían hecho pintadas contra la policía con tiza roja en la entrada de casa. Todo un barrio, desde luego.

La vieja señora Muzio, la vecina de al lado, se disponía a sacar de paseo a Snoopy, un perro mezcla de pastor alemán. Estuve a punto de saludarla con un ademán, pero luego recordé que para llamar de verdad su atención era necesario plantarse frente a ella. Así pues, opté por conducir lentamente hasta llegar a casa. El viejo Pontiac Catalina de Shiloh no estaba allí, de modo que aparqué en su plaza.

Posiblemente se había ido de compras con el coche. Tal como ocurría con el Nova en mi caso, el suyo también era el primer coche que había tenido y nunca lo había cambiado por otro, creo que más por pereza que por sentimentalismo. Era un modelo de 1968 y sufría los problemas habituales de un coche viejo; en los últimos tiempos le fallaba el distribuidor. De vez en cuando, Shiloh comentaba la posibilidad de venderlo y comprar algo mejor, pero hasta el momento no lo había hecho.

Entré en casa por la parte de atrás. La puerta que llamábamos «de la cocina» no daba a esta pieza, sino a un cuartucho con el suelo de linóleo sucio, donde teníamos la lavadora y la secadora, a la derecha de la puerta. Vacié la bolsa de plástico sobre la secadora, y decidí poner a lavar mis ropas sin perder ni un momento. Los coloqué en el tambor de la la-vadora y estaba a punto de introducir media medida de detergente cuando sentí que alguien me observaba. Había una persona recostada en la pared opuesta.

Sobresaltada, di un respingo. Mi revólver estaba en el mismo costado que la mano con que sostenía el vaso del detergente. De modo que decidí dar media vuelta sin más para descubrir quién era. Entonces comprendí quién era y me volví para mirar a Shiloh directamente.

– ¡Joder! -exclamé-. No vuelvas a acercarte a mí de esa manera, como una serpiente. -Respiré hondo-. Pensaba que no estabas en casa. El coche…

Me tranquilice de golpe.

A pesar de que medía casi un metro noventa, mi marido nunca había sido de los policías más imponentes por su físico. De hecho, tenía una estructura longilínea y delgada, a la que en no poca medida contribuían sus rasgos de apariencia euroasiática, con su piel pálida y su fuerte y anguloso esqueleto. Lo que más destacaba eran sus ojos, con un pliegue epicántico, como si sus antepasados fuesen originarios de las estepas. Era difícil descifrar su mirada. Sin embargo, en aquel momento me pareció reconocer un aire de desaprobación.

– ¿Pasa algo? -pregunté.

– Eres completamente tonta -respondió Shiloh meneando la cabeza con cara de reproche.

– ¿De qué estás hablando? -dije, pero él mantenía la misma mirada.

Shiloh y yo nunca trabajábamos juntos los casos, de modo que yo no tenía ni idea de su técnica de interrogatorio. Creo que en ese momento tuve una ligera noción de su estilo.

– ¿Sabes cuántas personas mueren en ese río cada año? -preguntó finalmente.

– Oh -dije-. ¿Te lo ha contado Vang? -Había subido mi tono de voz. La cólera de las personas que habitual- mente no se encolerizan suele ser enervante-. Estoy bien -añadí.

– ¿En qué estabas pensando? -me preguntó.

– En que tú hubieras hecho lo mismo.

No lo negó, pero aclaró que él no había aprendido a nadar a los 23 años.

– Tenía 22.

– Me da igual.

Le volví la espalda y deposité el detergente en el receptáculo de la lavadora. Ajusté el indicador de programas y el agua caliente y luego se oyó el silbido que indicaba el comienzo del lavado.

– Por poco me muero del susto cuando Vang me lo dijo -susurró mientras se colocaba detrás de mí y posaba sus manos en mis caderas.

Sentí un gran alivio y estuve a punto de pedirle perdón retroactivamente.

– Me hubiera gustado tenerte cerca -dije. Shiloh tenía mucha experiencia con suicidas; más que experiencia: un verdadero récord-. Ha sido la primera vez que me enfrentaba a algo semejante -agregué.

Le había dado la oportunidad de decir «y seguro que será la última» pero, al parecer, ya lo había olvidado todo.

– Tus cabellos huelen como el río -me susurró al oído.

Entonces deshizo mi coleta y me besó en la nuca.

Yo sabía lo que eso significaba.


Más tarde, en nuestro dormitorio, Shiloh permanecía tan quieto que por un momento pensé que se había dormido. Levanté la mirada por encima de su pecho y advertí que tenía los ojos cerrados.

Pero en ese preciso momento me pasó un brazo por la espalda y me estrechó contra él, sin abrir los ojos. Tendría que haberlo esperado, pues ésa era la forma en que se tomaba todo: con languidez y tranquilidad.

Había aprendido a conocerlo. De hecho, llevaba observándolo durante años, de cerca y de lejos. A veces llegué a pensar que tomaba siempre el camino que exigía más resistencia, rechazando el más fácil.

La carrera de Shiloh había dado más vueltas que la mía. Cuando lo conocí trabajaba en el Departamento de Narcóticos. Después siguió un curso especial como negociador en secuestros. No fue elegido para ello. En cambio, le concedieron un puesto que no había pedido en la sección de Homicidios. Se convirtió así en un detective de casos no resueltos.

Encargarse de revisar los casos no resueltos era una tarea de lujo. Cuando los tiempos eran económicamente favorables, con superávit presupuestario y descenso de la tasa de homicidios, muchos departamentos de la policía metropolitana se permitían asignar detectives a la reinvestigación de casos no resueltos, la mayoría de ellos homicidios. En muchos sentidos se trataba de una tarea ideal para Shiloh, tan aficionado a los rompecabezas intelectuales. No obstante, él consideró que su nuevo puesto, en el que iba a trabajar sin un compañero, era una crítica apenas velada hacia su persona.

Shiloh tenía diecisiete años cuando dejó su casa de Utah, sin haber terminado los estudios secundarios. Había estado trabajando en una explotación forestal de Montana, donde hizo sus primeras armas en el equipo de Búsqueda y Rescate del sheriff.

Su carrera lo condujo al Medio Oeste. De patrullar, fue destinado al Departamento de Narcóticos. Después de trabajar en el Medio Oeste, siguió en Narcóticos, ya que allí siempre se necesitan caras nuevas para simular la compra de droga. A menudo trabajó solo, en ciudades como Gary, en Indiana, o Madison, en Wisconsin. A veces sus colegas eran personas decentes. Otras, en cambio, lo acompañaban verdaderos fanáticos o vaqueros de gatillo fácil. Sus superiores no siempre eran mejores.

En la época en que llegó a Minneapolis con la intención de echar raíces, al menos por un tiempo, y graduarse en Psicología, ya se había convertido en un solitario que confiaba más en su propio instinto y sus opiniones que en las ajenas.

Además, era hijo de un predicador que vivía en el corazón de la tierra mormona de Utah: Salt Lake City. Su padre había encabezado una iglesia sin nombre definido cuyo credo más auténtico era la separación de los individuos en salvados y condenados. Y a pesar de que Shiloh no había estado en el interior de una iglesia ni un solo domingo por la mañana desde hacía casi diez años, creo que el moralismo de su juventud persistía en él, aunque fundido ahora con una serie de actitudes más liberales que las que habitualmente tiene el Cuerpo de Policía.

En los ambientes cerrados de los cuarteles del Departamento de Policía, las opiniones de Shiloh no le granjearon demasiados amigos. Se había enfrentado a algunos fiscales y detectives supervisores con cuyas ideas y tácticas no estaba de acuerdo. Sus simpatías eran consideradas con mucha prevención. Se mostraba comprensivo con los drogadictos y las prostitutas a quienes sus compañeros despreciaban, mientras que se mostraba seco y poco amistoso con los informantes que tanto valoraban sus superiores. En una ocasión, un bromista anónimo le había enviado un escrito de la Unión Americana por las Libertades Civiles al trabajo, como si se tratara de algo vergonzante como el material pornográfico.

Yo he discutido con él más de una vez. Me he puesto muchas veces a la defensiva cuando me instaba a considerar ciertos valores y virtudes de la policía que yo no estaba dispuesta a poner en duda. Estas discusiones nunca estaban teñidas de rencor, pero si hubiéramos trabajado en el mismo departamento, no creo que nos hubieran asignado como compañeros, y mucho menos hubiera imaginado que acabaríamos casándonos.

– Nadie sería capaz de sospechar que tú y Shiloh salís juntos -me dijo Genevieve una vez-. Cuando te conocí, dijiste «rompido» en lugar de «roto». Y Shiloh… -Había hecho una pausa para pensar-. Una vez Shiloh discutía con otro detective que había estado pasando información a una periodista de televisión. Creo que Shiloh sospechaba que ellos dos se acostaban. Bueno, la cuestión es que Shiloh lo llamó «maldito felón». Cuando los dos se marcharon, todos corrimos al diccionario para buscar qué diablos significaba «felón». Habíamos pensado que se trataba de algo más sucio -dijo Genevieve, sonriendo-. Resultó que sólo quiere decir «traidor».

– Ése es tu Shiloh -había respondido-, un hombre que mira a alguien a la cara y que al mismo tiempo habla con otra persona por encima del hombro.

Sin embargo, nadie podía criticar el trabajo que hacía. Algunos apreciaban su inteligencia y su ética aplicada a la tarea encomendada. Sin embargo, eran más los que pensaban que ya era hora de que alguien abofetease a Mike Shiloh. Y así fue.

Los casos sin resolver proporcionan pocas ocasiones para descollar. Implican una gran cantidad de relecturas y entrevistas poco productivas. En general, la revisión de casos que llevan más de un año en suspenso sólo se lleva a cabo cuando aparece un testigo al cabo de años, décadas a veces, como consecuencia de haber abrazado una religión o por los remordimientos de conciencia.

La carrera de Shiloh era lenta, mientras Genevieve y yo aclarábamos los casos a una velocidad destacable. «Sólo es cuestión de suerte -le decía entonces a Shiloh-. Ya cambiará.»Y ocurrió. Por ejemplo, capturó a Annelise Eliot, asesina fugitiva desde hacía más de una década, y uno de los agentes del FBI sugirió que se presentara para el Bureau.

Nuestra propia relación había tomado un curso sinuoso hacia el matrimonio desde hacía por lo menos cinco años. Sin duda, no éramos la pareja ideal, como Genevieve había puntualizado, de manera que nuestra relación había pasado por una crisis, nos habíamos reconciliado y por último nos fuimos a vivir juntos antes de casarnos hacía poco. Por encima de todo había algo inevitable que me llevaba siempre hacia Shiloh. Me costó mucho tiempo explicárselo a Genevieve, quien entendía mi relación con él mejor que nadie.

Ella sabía desde el principio que salíamos juntos, porque yo misma se lo conté sin querer, en un lapsus.

Cuando yo trabajaba todavía en la patrulla, Genevieve siempre estaba alerta para ayudarme en mi carrera. Una tarde, estando yo de visita en su casa de Saint Paul, me hablaba de cierta oportunidad que se presentaba.

– El jefe de la Brigada de Narcóticos tiene muy buen concepto de ti -me había dicho.

Era una mujer menuda, con un delantal que cubría parcialmente el viejo pulóver y los téjanos que se había puesto para cocinar. A pesar de que estaba triturando tomates y olivas para la pasta, no escatimaba oportunidad de mirar hacia donde yo estaba sentada con sus ojos color avellana llenos de ideas y especulaciones. Sabía establecer contacto con la mirada; para ella, una conversación sin miradas era como conducir sin luces.

– ¿Has pensado alguna vez en esa clase de trabajo? -me preguntó-. Radich ha reclutado a dos veteranos, Nelson y Shiloh, que posiblemente querrán ser transferidos algún día.

– Shiloh no me ha dicho nada de eso -comenté en tono despreocupado, pero en mi interior exclamé al momento: «¡Mierda, ya lo has soltado!»-¿Por qué habría de habértelo mencionado? -inquirió. Yo había tenido una tarea conjunta con los de Narcóticos, pero había sido mucho tiempo atrás, y Genevieve lo sabía.

Entonces ató cabos.

– ¡Oh, por dios, tienes que estar de broma!

– En el trabajo preferimos ser discretos -le respondí en pocas palabras, incómoda por mi desliz.

– Seguro que estamos hablando del mismo hombre, ¿verdad? -me provocó-. ¿Un metro noventa, cabellos castaños rojizos, poco hablador y que aprovecha los partidos de baloncesto para tocarte el culo?

– Eso es falso -dije.

– No lo es, Sarah. Debes admitir que no le marcas bien.

– No, no me refería a la cancha, sino a eso de que no habla. A mí sí que me habla.

Sus ojos de avellana se abrieron como platos mientras un tomate a medio cocer se deslizaba lánguido, sin darse cuenta, por la espátula que ella sostenía. Me creyó.

– Soy una estúpida -afirmó-. En un año entero jamás se me había ocurrido que tú y él podíais relacionaros. Parecéis demasiado diferentes. Bueno, al menos en apariencia. Supongo que no conozco demasiado bien a Shiloh. -Permaneció un momento pensando-. ¿Me puedes decir cómo es realmente?

Mi primer impulso fue hablar en broma y preguntarle si se refería a la cama. Sin embargo, no fui capaz.

– Shiloh es un río profundo -dije, sin pensarlo.

Creo que mi resumen no fue del todo adecuado. Pero lo que no podía explicarle a Genevieve era que no era que yo necesitara y deseara a Shiloh a pesar de ser tan diferente de mí, sino precisamente por eso. Shiloh no era el tipo de hombre con el que solía sentirme a gusto.

Él no necesitaba estar constantemente cogiéndome de la mano o toqueteándome sin cesar cuando estábamos juntos.

Tampoco necesitaba que yo compartiera con él sus intereses, o que me gustaran las mismas cosas que a él. Desde el principio, tuve que esforzarme para seguir el ritmo de lo que él sabía y pensaba.

Si lo hubiera encontrado un año antes, todo eso quizás hubiera bastado para espantarme. Pero en ese momento vi en él la posibilidad de una afinidad basada en algo más profundo que los intereses comunes, algo que transformara todos los viejos criterios en irrelevantes, en trillados casi. Había en él profundidades que me enervaban y me excitaban; me hacía sentir como alguien que creció en una pradera y de pronto descubre el océano. Antes de conocerlo, el tipo de hombre con el que acostumbraba a salir era un muchacho con el pelo cortado a la última moda y dueño de un cuatro por cuatro. Ahora esa clase de persona me parecía superficial y muy poco atractiva.

Shiloh apartó mi brazo. Se dirigió al cajón de la cómoda y extrajo un par de tijeras de uñas.

– ¿Vas a cortarte las uñas? También ibas a cortarte el pelo hoy, ¿lo recuerdas? -dije en tono de ligero reproche. Él sabía que yo echaba de menos los largos cabellos que llevaba cuando lo conocí. Cuando decidió cortárselos, el sol ya no se reflejaba en su luminosa cabellera castaña.

– No -dijo, sin hacer caso de mi educada reconvención-, te las voy a cortar a ti.

Diciendo esto, se sentó en el borde de la cama y me cogió una mano.

– Pero ¿qué te ha dado? -dije retirándola.

– Llevo las marcas de tus arañazos. Ignoro si en Quantico las duchas son colectivas, pero no quiero que nadie vea señales rojizas en mi espalda -explicó, solicitando con un gesto que yo extendiera la mano.

– Mis uñas no están largas -protesté.

– No, pero sí raídas porque te las muerdes.

– Ya no -mentí. Cuando sentí el filo de las tijeras apoyándose en la primera uña, me tembló el dedo.

– ¿Confías en mí? -me preguntó mirándome a los ojos.

– Sí -le dije, esta vez sin mentir.

Sentí un chasquido metálico proveniente de mi índice y a continuación Shiloh pasó a la uña siguiente. Una sensación ambigua me recorrió el cuerpo, una especie de memoria física, y cerré los ojos para aislarla. Sí, en las manos de Shiloh volvían las de mi madre, la única persona que me había cortado las uñas cuando era pequeña, incluso cuando su cáncer de ovarios empezó a extenderse por su cuerpo como una nube de hollín en una mina.

Shiloh barrió los recortes de las uñas, que habían caído al suelo desde la manta india que cubría nuestra cara. Volví a abrir los ojos.

– Listo -me dijo en tono cariñoso.

– Gracias, lo necesitaba -le contesté al tiempo que me levantaba, dispuesta a vestirme-. Deberíamos ir pensando en la cena -comenté mientras me ponía la camiseta.

Shiloh se volvió hasta quedar de lado en la cama, contemplándome mientras yo me vestía.

– Sería mejor que no tuvieras mucha hambre -dijo-. No quisiera alarmarte, pero la última vez que miré en los estantes de la cocina los encontré bastante despoblados.

– ¿Nada de nada? Uf, qué horror -me quejé.

Me dirigí a la cocina. Por la ventana vi que anochecía. Cuando apareció Shiloh, me encontró agachada, hurgando en la nevera. Tenía razón: no había nada prometedor.

– Si quieres me paso por la tienda de Ibrahim -dije.

Llamábamos así a una gasolinera provista de un mini- mercado. A pesar de que en Minneapolis había muchas tiendas que abrían hasta tarde, e incluso por la noche, la tienda de Ibrahim nos parecía irresistiblemente apropiada cuando necesitábamos leche o café a horas intempestivas. Shiloh llegó a decir que lamentaba no haber celebrado tradicionalmente nuestra boda, sólo para que el convite hubiera estado a cargo de la tienda de Ibrahim.

– Quizá -dijo Shiloh, sin mostrar demasiado entusiasmo por la clase de comida que podíamos comprar entre los congelados del minimercado.

– Es que de lo contrario -dije pensativa- nos veremos obligados a comer algunas almendras, olivas y algo de arroz. Si saliésemos podría comprar tomates, limón…

– Y pollo, por supuesto. Ya veo por dónde vas -me interrumpió.

Para ninguno de los dos la cocina era un importante logro personal pero, de todos modos, Shiloh lo hacía mejor que yo. Entre las recetas que nos sabíamos de memoria, mi favorita era el pollo a la vasca. Shiloh lo preparaba cada dos o tres semanas, pero siempre esperaba a que yo se lo pidiera. Yo sabía que a él le encantaba que le rogara tanto como a mí su cocina, por eso supuse que su reticencia no era sincera. Para lograr mi objetivo sólo tenía que ponerme un poco más zalamera.

– Ya sé que da un poco de trabajo, sobre todo los preparativos -aventuré.

– No -dijo Shiloh haciendo un gesto de restarle importancia con la cabeza, tal como yo había previsto-, ya lo preparo. Siempre que vayas tú a comprar lo necesario, claro.

– A la orden -dije, y salí disparada hacia el dormitorio en busca de los zapatos. Sus palabras, sin embargo, me hicieron pensar en algo.

– Pero ¿dónde diablos está tu coche? -le pregunté.

– Ah, sí -oí su voz desde la cocina. Advertí que se había apropiado de una lata de Coca-Cola y se estaba preparando un trago-. Lo vendí.

– ¿Qué dices? -me extrañé-. Eso sí que no me lo me esperaba.

De hecho, Shiloh había reparado su coche tantas veces, que la noticia de la venta me pilló por sorpresa. Busqué las zapatillas deportivas y un par de calcetines y volví a la cocina. Me senté en el suelo para calzarme.

– No confiaba en que aguantara todo el viaje hasta Virginia -explicó Shiloh-. Iré en avión. Ya me preocuparé por encontrar otro coche cuando vuelva de Quantico.

– Aún queda bastante antes de marcharte -le recordé mientras me hacía los lazos-. Puedes comprarte uno en ese tiempo.

– Me queda una semana -dijo mientras pelaba un diente de ajo-. En ese tiempo puedo comprarme un coche, pero también prescindir de él.

– ¡Estás loco! -dije poniéndome de pie-. No es que me preocupe ir andando, pero me molesta no disponer de un coche cuando lo necesito.

– Comprendo lo que dices -respondió Shiloh-. El coche es algo más que un medio de transporte: es una inversión, un despacho, un armario, un arma.

– ¿Un arma? -le pregunté, sorprendida.

– Si la gente se pusiera a pensar con rigor en la física de la conducción, en las fuerzas que intervienen, muchos ni siquiera se atreverían a bajar de la acera. Tú has visto la escena de los accidentes -terminó, mientras comenzaba a cortar el ajo en pequeñas láminas.

– Sí-repuse-. Demasiadas veces. -En eso se me ocurrió otra pregunta-: cuando estuviste en el centro, ¿me buscaste para que te trajera a casa?

– Sí -dijo-. Tuve que llevarles el coche a los que lo compraron y después pasé a verte. Vang me dijo que estabas en una audiencia.

– Podías haberme esperado. Estabas muy lejos de aquí.

– Bah, poco más de tres kilómetros. No es para tanto. ¿Has sabido algo de Genevieve últimamente? -agregó.

Era una pregunta que no venía al caso. Cogí su vaso de refresco y tomé un sorbo antes de responder.

– No -dije-. Nunca me llama. Cuando lo hago yo, me responde sólo con monosílabos. No sé si está mejor o peor que antes. Durante una época, sólo quería hablar de Royce Stewart.

Genevieve estaba viviendo a una hora al norte del lugar en que el asesino de su hija había crecido, en su pueblo natal de Blue Earth. Allí conocía a algunos representantes del sheriff, y, al parecer, algunos de ellos estaban dispuestos a informarles acerca del paradero y las actividades de Shorty. Genevieve me había informado que el tipo trabajaba en la construcción, y que por la noche frecuentaba los bares. A pesar de que le habían retirado el permiso de conducir y de que vivía en las afueras del pueblo, siempre prefería ir a su bar predilecto antes que quedarse en casa. Algunas fuentes de Genevieve le comunicaron que con frecuencia iba andando, solitario, por la carretera, a altas horas de la noche. Nunca lo habían vuelto a pillar conduciendo sin permiso y, aparentemente, no era un bebedor pendenciero y no contaba en su historial con ningún arresto por conducta violenta.

– Recuerdo -dijo Shiloh-. Me lo dijiste.

– Ya no habla de él. Aunque no sé si eso significa que ya no piensa en él -dije-. Ojalá vuelva pronto al trabajo. Necesita estar ocupada.

– Ve a verla -sugirió Shiloh.

– ¿Tú crees?

– Bueno, me dijiste que lo habías estado pensando.

Sí, se lo había dicho. ¿Cuánto tiempo atrás? Creo que semanas, y desde entonces ni siquiera había vuelto a considerar la idea. Me sentí avergonzada. Por supuesto que había estado ocupada. Era la clásica excusa y los policías la usaban con tanta frecuencia como los grandes empresarios. «Estoy atareada, mi trabajo me exige mucho, mucha gente depende de mí.» Después caes en la cuenta de que las necesidades de los desconocidos se han vuelto más importantes para ti que las de las personas que tratas a diario.

– Ahora tendrás un par de días libres -precisó Shiloh.

– Sí, más o menos. ¿Estás pensando en que los aprovechemos para ir a verla? -dije, entusiasmada con la idea.

– Yo no. Tú sola -me respondió desde la nevera, de espaldas a mí, de modo que no pude ver su rostro.

– ¿Lo dices en serio? -Me sentía perpleja-. Pero si he pedido esos días precisamente para pasarlos contigo antes de que te vayas a Virginia.

– Lo sé -repuso Shiloh pacientemente, volviéndose para mirarme-, y tendremos mucho tiempo para pasarlo juntos. Mankato no está tan lejos. Incluso puedes venir por las noches.

– ¿Por qué no quieres acompañarme? -pregunté.

– Tengo un montón de cosas que hacer aquí antes de irme -respondió Shiloh meneando la cabeza-. Además, pedir a la hermana de Genevieve que acoja a dos personas sería pasarse, ¿no te parece?

– No, lo que pasa es que no quieres -dije-. Conoces a Genevieve desde mucho tiempo, más que yo. Fuiste su paño de lágrimas durante el funeral de Kamareia.

– Lo sé -se limitó a responder. Creí notar un destello de aflicción en el fondo de sus ojos y me sentí un poco culpable.

– Bueno, yo lo tengo claro -agregué con rapidez-. Si no vienes conmigo, dejaré la visita para cuando te hayas ido a Quantico. Cuando estés en Virginia tendré todo el tiempo del mundo para visitar a Genevieve.

Shiloh me observó en silencio. Su mirada hizo que tomara conciencia de mí misma, tal como me había pasado cuando intenté explicarle mi salto desde el puente.

– Eres su compañera -replicó-. Te necesita, Sarah. Está pasando muy mal momento.

Estaba tratando de avergonzarme, pensé, al verlo sacar un bote de olivas de la nevera. Así era Shiloh. Directo hasta el límite de la brusquedad.

– No quiero darte prisa, pero necesitaré el pollo y las demás cosas cuanto antes -me hizo recordar. Después, cogió una oliva húmeda del interior del bote y me la dio. Sabía que me gustaban.


En la calle, de camino hacia la tienda, vi la primera luz eléctrica que se encendía tras las ventanas del barrio Noreste, con sus casas altas y de fachadas claras. Parecía acogedora y cálida, me hizo recordar que se acercaba el invierno y sus fiestas.

Me pregunté cómo las celebraríamos este año.


– No, te escucho -dijo Genevieve-. Elias en el desierto. Continúa.

La casa de Genevieve, en Saint Paul, tenía una cocina muy grande, con muchas superficies para que otras tantas personas pudieran trabajar, y abarrotada de los utensilios necesarios para cocinar en serio. Vivía sola con Kamareia, por eso Shiloh y yo íbamos a celebrar con ellas la Navidad.

Mientras en la vieja y manchada bandeja de horno se disponía el asado recubierto de hierbas aromáticas, Shiloh se ocupaba de preparar un puré de patatas con ajo y Genevieve troceaba pimientos y brócoli para cocinarlos en el último minuto. A mí, la menos talentosa en materia de fogones, me habían asignado la tarea de pelar y cortar en trozos las patatas de piel dorada, de modo que mi trabajo había terminado. Kamareia, que había preparado con antelación un pastel de queso, quedó libre de seguir trabajando y se hallaba leyendo un libro en la sala de estar.

Shiloh le había comentado a Genevieve que tenía una teoría para un trabajo de investigación basada en el Antiguo Testamento, más concretamente en el episodio de Elias en el desierto.

– Explícate, por favor -lo apremió Genevieve mientras se servía un ponche de huevo. No contenía alcohol, de modo que el rubor que cubría las mejillas de mi amiga se debía al calor de la cocina.

– De acuerdo -accedió Shiloh en el tono contemporizador de alguien que está rumiando los elementos de una historia y es consciente de que no puede acabar con ella en pocos minutos-. Elias salió en busca de Dios para hablar con él -comenzó-. Mientras lo esperaba se levantó un viento tremendo, pero Dios no estaba en el viento. Luego tembló la Tierra, pero Dios no estaba en el temblor de la Tierra, después llegó el fuego, pero Dios no estaba en el fuego. Fue entonces que se oyó una voz tranquila y suave.

– Y esa voz tranquila y suave era Dios que le hablaba – concluyó una voz desde la puerta.

Ninguno de nosotros había oído acercarse a Kamareia, de modo que todos miramos el arco donde se mantenía de pie, mirándonos con sus brillantes ojos color avellana.

Era más alta que su madre, y esbelta allí donde su madre mostraba formas rotundas. Con una sudadera gris y unos téjanos desteñidos -todos habíamos estado de acuerdo en no vestirnos para la ocasión- y con sus rizos recogidos en un moño en la nuca, Kamareia más parecía una bailarina que una aspirante a escritora.

– Exactamente -dijo Shiloh, agradeciendo la erudición de la muchacha.

En general Kamareia confiaba en su madre y en mí, y hablaba con nosotras, pero cuando Shiloh estaba presente se mostraba más reservada, aunque me fijé en que solía seguirlo con la mirada.

– ¿Y cuál es el secreto? -preguntó Genevieve a Shiloh.

– El secreto es -respondió Shiloh mientras echaba el ajo en una sartén con aceite de oliva caliente- que la investigación de un crimen importante tiene a menudo algo de circo.

– ¿De circo? -exclamó Genevieve completamente asombrada-. ¿Elias no estaba en un desierto? Me encantan las metáforas eclécticas y ambiguas.

– Bueno, para ser rigurosos, Elias estaba en lo alto de una montaña -replicó Shiloh-. Lo que quiero decir es que una investigación importante es frenética y se presta a muchas distracciones. En medio de todo ello, debes ignorar el fuego y el soplo del viento y limitarte a la voz tranquila y suave.

– Tendrías que haber nacido católico, Shiloh, hubieras sido un buen jesuita. Jamás conocí a nadie que supiera citar la Biblia como tú -observó Genevieve.

– El mismo Satanás puede citar las Escrituras si se lo propone -acotó Kamareia.

Sin molestarse en lo más mínimo por el hecho de que lo hubiesen comparado con el diablo, Shiloh le guiñó un ojo. Kamareia desvió rápidamente la mirada, fingiendo interesarse por las hortalizas que su madre estaba preparando. Pensé que si hubiera tenido la piel clara de una chica blanca, se hubiera ruborizado.

Pero pronto me sorprendió. Volvió los ojos hacia Shiloh.

– ¿Vas por el trabajo diciendo que escuchas a Dios?

Shiloh vertió leche en la sartén, subió el fuego, y el ajo, ya dorado, cesó de crepitar. Todavía no había contestado, pero se había tomado muy en serio la pregunta. También Genevieve, que lo miraba fijamente, esperando la respuesta.

– No -dijo Shiloh-. Creo que las voces tranquilas y suaves provienen de las partes más antiguas y sabias de la mente.

– Eso me ha gustado -dijo Kamareia en voz baja.


Shiloh y yo no volvimos a hablar acerca de Genevieve, ni de su trabajo, ni de sus dieciséis semanas de ausencia. El pollo a la vasca estaba tan bueno como la primera vez que lo cocinó. Lo comimos en el silencio que genera el hambre verdadera. Más tarde tropezamos con Otelo en un canal de televisión por cable. Era la versión de 1995, con Laurence Fishburne en el papel protagonista. Shiloh se quedó dormido a mitad de la obra, pero yo me mantuve despierta en la sala a oscuras para disfrutar de la escena del lecho.

Загрузка...