A la mañana siguiente me dirigí al trabajo. Cuando llegué, Vang ya estaba allí.
– ¿Alguna novedad, Pribeck?
– Nada -dije meneando la cabeza-. El asunto me está volviendo loca. Nadie sabe nada. Nadie lo ha visto.
Era la verdad. Había recogido los faxes de hospitales y bancos a lo que había requerido. Había telefoneado al único número de nuestra agenda telefónica que aún no había identificado y resultó corresponder a la oficina del fiscal de San Diego. Coverdell, que trabajaba en el caso Eliot, había explicado que Shiloh había hecho algunas preguntas acerca de la investigación.
– ¿Cuándo fue la última vez que habló con usted? -pregunté a Coverdell-Hace cosa de una semana. No recuerdo qué día -había dicho.
Vang cogió su teléfono, marcó un número y escuchó sujetando el auricular entre el hombro y la mandíbula. No pronunció ni una palabra, se limitaba a tomar nota de sus mensajes en una libreta.
– Prewitt quiere verte -me dijo, apenas hubo colgado.
– ¿De verdad? -levanté la mirada en busca de la expresión de Vang. Prewitt era nuestro teniente-. ¿Ha dicho para qué?
– Me figuro qué se trata de tu marido. Sólo me dijo: «Cuando la vea, dígale que venga a verme». Parecía urgente. Si estuviese en tu lugar, iría a verlo ahora mismo. Está en las oficinas. -Hizo una pausa-. Bonney ha reaparecido, por cierto.
Debí de parecer muy desorientada, ya que Vang se vio obligado a precisar.
– ¿No recuerdas? Sí, el agresor sexual de Wayzata. Al parecer no aparecía porque había intercambiado turnos con un compañero de trabajo que necesitaba algunos días; o sea, que su ausencia fue del todo inocente.
– ¿Ah, sí? -dije sin ninguna clase de interés.
– Admitió haber atropellado y enterrado al perro. Lloraba mientras lo confesaba. Bueno… ya veo que prefieres estar sola, ¿no es así?
– Disculpa -le contesté mientras, tras mirarlo, toda mi atención se concentraba en los faxes-. Estoy un poco en las nubes.
– Bien -dijo, afirmando con la cabeza-. Debería irme. Me espera la brigada de niños desaparecidos.
– Ah, claro -dije. Cuando no estaba de permiso, yo también iría, igual que Genevieve.
Algo en la voz de Vang, sin embargo, me hizo sentir que no había terminado. Lo volví a mirar por encima de mi bandeja de fax y le pregunté qué pasaba.
– Mira -dijo-, Prewitt se puso en contacto con el médico. Le habló de tu situación. Deberías hablar con él sobre un cadáver no identificado, en la morgue.
– Ya lo he hecho.
– ¡No me digas! Pues sí que has ido rápido. Te llamé ayer por la noche para avisarte.
– No te preocupes por eso -le dije.
Pero ya era demasiado tarde. Intenté despejar de mi cabeza la figura de Rossella, pero volvía por su cuenta a mi paisaje mental. Pensaba en el modo en que me había llamado «Señora Shiloh» cuando estábamos en el depósito, y no «Detective Pribeck», así como en su sonrisa privada al darme las gracias cuando me fui de la morgue.
Los sargentos a los que alguna vez había tenido que consultar, se veían obligados a quitar un montón de papeles de la silla del visitante, antes de que éste pudiera sentarse: sobres marrones, documentos de toda clase.
El teniente Prewitt, en cambio, tenía una oficina de verdad, aunque pequeña. La silla de visitas estaba dispuesta a recibirme. Genevieve tuvo que presentarle informes varias veces; ahora, ya que ella no estaba, me tocaba a mí. De no ser por esta circunstancia, nunca habría tenido la oportunidad, o la necesidad, de hablar con Prewitt.
– ¿Quería usted verme? -dije, manteniéndome de pie en el marco de la puerta.
Prewitt levantó la vista de su trabajo. Era un hombre de unos cincuenta y cinco años, aunque de apariencia juvenil. No había perdido nada de su cabellera, en otro tiempo de color zanahoria, tal como lo mostraban las fotos de sus días en uniforme, y ahora con canas.
– Por favor -dijo-. Entre y tome asiento.
Hice lo que pedía.
– He visto su informe. Dígame qué ha sucedido.
Me pasé una mano por los cabellos, un gesto para el que ya no tenía edad, e intenté hacer un buen resumen.
– Shiloh debía partir para Quantico el domingo en el vuelo de las dos y media -comencé-. No lo hizo. Su equipaje estaba en casa. No llamó, no dejó ni una nota. Investigué las fuentes usuales (hospitales, patrulla de autopistas) y no hallé ningún indicio de accidente.
– ¿Llamó a sus amigos? -preguntó Prewitt con un ademán de cabeza.
– Hablé hace poco con Genevieve, quiero decir con la sargento Brown, y estoy segura de que no ha recibido noticias de él. Shiloh tenía también una relación estrecha con el teniente Radich, quien tampoco ha aportado nada al caso.
– ¿Sólo ha hablado con esas personas?
– Bueno, no -repuse-. Llamé al agente del FBI que trabajó con él en el caso Eliot, y hablé con los vecinos, por supuesto. -Lo pensé y, verdaderamente, no era mucha gente. Me mordí el labio inferior, reseco-. Shiloh no era…
– No era lo que se suele decir sociable. ¿No es eso, detective Pribeck?
– Sí, señor.
– ¿Qué hay de la familia?
– No mantenía relación con ellos.
Prewitt arqueó una ceja y permaneció un momento meneando la cabeza, como para sí mismo. Yo no había dicho nada que no fuese cierto, pero me enfadé conmigo misma al pensar que estaba exhibiendo los rincones más oscuros de Shiloh ante el teniente Prewitt, que no era su superior. Shiloh pertenecía a la policía del estado y no a la del condado de Hennepin.
– ¿Cómo iban sus relaciones de pareja?
– Bien.
– ¿Bebía Shiloh?
No importaba hasta dónde llegase. Los policías son categóricos.
– No, no bebía.
Prewitt suspiró, como un médico que no puede encontrar nada en un paciente, mientras aguardan seis más en la sala de espera.
– Bueno -dijo-, ¿qué piensa hacer ahora? -Lo dijo en un tono llano, apenas con una inflexión interrogativa.
– Investigaré.
– Incurriría un conflicto de intereses. Pienso que podríamos darle un permiso por motivos personales.
– Lo comprendo. Sé que se trata de un conflicto -respondí- pero no se trata de la clase de conflictos de intereses que se presentan normalmente. No estoy investigando el caso en que un miembro de mi familia resulte sospechoso, ni intento arrestar a alguien por un crimen que ha cometido contra una persona que me es cercana. -Hice una pausa para poner en orden mis pensamientos-. Shiloh ha desaparecido. No puedo dejar que otros se encarguen de encontrarlo.
Con su pluma, Prewitt tamborileó sobre su libreta y me miró de arriba abajo.
– Créame, detective Pribeck, no soy insensible a su… a su situación.
Me pregunté qué palabras habían pasado por su mente antes de elegir ésas.
– De todos modos, resulta justo que usted se ocupe del asunto de una manera extraoficial. No soy ingenuo -continuó dando un pequeño golpe con su pluma en una carpeta-. Me doy perfecta cuenta de que su condición profesional le permite interrogar. No pretendo que no use su condición en este departamento. Precisamente por eso, debe usted considerarse una representante del departamento del sheriff, al margen de si se le concede un permiso por motivos personales. Eso debe reflejarse en su comportamiento, detective Pribeck.
– Lo comprendo -dije.
– Otra cosa: no estoy demasiado seguro del apoyo que le podamos brindar.
No supe qué decir. Afortunadamente, Prewitt continuó.
– Shiloh vivía en Minneapolis. Es un caso para la policía del estado. Por lo general no nos implicamos en casos de esta clase, un desaparecido adulto y de sexo masculino, cuando ocurre en su jurisdicción. -No se extendió en los detalles-. De todos modos, desafortunadamente, tendríamos a dos personas de baja en la división de investigaciones: usted y Brown.
– Lo sé -repuse.
– Nos gustaría ofrecerle más ayuda, pero a la vista de esa situación, realmente no puedo hacerlo.
– Lo sé -repetí.
– Por supuesto que su informe seguirá su curso. Todos sabemos que se trata de uno de los nuestros. Creo que la preocupación por el caso en el departamento es mayor de la habitual. -Permaneció un momento en silencio-. ¿Es verdad que no tenía coche?
– Lo tuvo. Lo vendió hace una semana.
– Ya, comprendo.
Me pareció que en sus palabras había cierto tono de despedida y consideré que debí ponerme de pie; sin embargo, quedaba algo que yo quería preguntar.
– ¿Qué sucede, detective Pribeck? -Me miró a los ojos.
– Hay algo… -trataba de expresarlo con sumo cuidado-, algo que investigaría si hubiese ocurrido en nuestra jurisdicción. Pero no es así, y no sé si podré seguir en el caso.
– La verdad, no es usted demasiado clara -dijo Prewitt cerrando los párpados. Sus palabras eran un poco sardónicas, pero también había en ellas auténtica curiosidad. Yo ya había hablado demasiado, de modo que tenía que continuar.
– Ayer noche estuve en el depósito de cadáveres -comencé-. El ayudante del forense me llamó por teléfono. Quería que yo realizara una identificación visual de un cuerpo que él pensaba podía ser el de Shiloh. No lo era.
– Lo lamento -se limitó a decir Prewitt-. Son cosas que pasan.
– Es posible -continué-, pero es que Shiloh tenía una cicatriz en la palma de la mano derecha. Este punto debería formar parte de la descripción en el informe de desaparición. Estaba muy claro que no había sido registrado. Me pregunto si debería ir hacia allí para comentarlo a alguien. -«Allí» era el despacho del médico. Prewitt comprendió a qué me refería, pero por su expresión vi que no estaba de acuerdo.
– Me suena a una simple negligencia. Tuvo usted mala suerte al tener que ir hasta allí, pero esos errores suceden de vez en cuando.
Permanecí en silencio. Una vez más había perdido el turno para pedir el permiso.
Quise decirle algo que sólo en ese momento se aclaraba en mi mente: Rossella había dicho que sentía mucho el haberme molestado, pero ahora tenía la impresión de que escondía una satisfacción secreta. No obstante, no podía decirle eso al teniente Prewitt. Las sensaciones son sólo sensaciones; no podía esperar que se utilizaran como base de la acción.
– ¿Hay algo de lo que no me ha hablado? -insistió el teniente.
Toqué mi alianza de cobre. Me decidí a hablar.
– Dijo que había descoyuntado algunos dedos del cadáver para tomar huellas dactilares.
Finalmente había despertado el interés de Prewitt.
– ¿Dijo eso? -exclamó arqueando las cejas-. Eso sí es un poco inusual.
– Es muy inusual -subrayé-. Por lo que él sabía, podía tratarse de mi marido. Nunca había escuchado a un patólogo o a un forense decir eso delante de un familiar del muerto.
– Quizás haya sentido que podía hablar abiertamente con usted debido a su oficio. Hay veces en que las personas que trabajan conjuntamente con los agentes de policía no cuidan las formas; sienten necesidad de dirigirse rudamente a los agentes, puede que para impresionarlos -dijo Prewitt con extrema lentitud-. No creo que pretendiera ofenderla. Los familiares de las víctimas tienden a ver conductas inapropiadas cuando sólo se trata de un comportamiento inocente. -Se detuvo un momento y luego continuó-. No creo que deba proseguir usted por ese camino… a menos que lo haga por su propia cuenta, claro.
– No, estoy segura de que tiene usted razón -repliqué.
«Bien hecho, Sarah -me dije, enojada conmigo misma-. Tu marido ha desaparecido. ¿Qué es lo mejor que puedes hacer ahora? ¡Ya lo sé! Investigar la carrera del ayudante del forense.» De hecho, no había mencionado el nombre de Rossella.
Me puse de pie y me dirigí hacia la puerta. Sin embargo, Prewitt hizo un pequeño esfuerzo para que el encuentro se prolongara.
– Detective Pribeck -dijo cuando yo estaba a punto de salir-. No soy indiferente a su dolor. -Eso era lo que había querido expresar antes.
– Muchas gracias, señor -dije.
Sola en la escalera, repasé la conversación.
Prewitt estaba preocupado por el modo en que yo me había comportado en mi búsqueda de Shiloh; estaba preocupado por el problema personal que mi ausencia significaba para él. No había hecho demasiados esfuerzos para empatizar. «No soy indiferente a su dolor.» Vang ni siquiera había dicho eso cuando se enteró.
Yo apreciaba las palabras de Prewitt, pero también había hecho las preguntas pertinentes, y resaltado los puntos relevantes. «¿Bebía Shiloh? ¿Cómo eran las relaciones de pareja?», había querido averiguar. Ahora sabía perfectamente a qué apuntaba.
Por regla general, los hombres adultos no suelen desaparecer, me había explicado Genevieve. La experiencia me enseñó después que eso era verdad. Desaparecían intencionadamente, para escapar de deudas o de enredos amorosos.
La triste verdad era que la silenciosa incomodidad de Vang y las preguntas de Prewitt respondían a una misma causa: ambos creían que Shiloh me había dejado.