Shiloh recibió una condena a veintidós meses de reclusión mayor. Una sentencia severa, poco habitual en Minnesota para un primer delito. El juez declaró que había elevado la pena porque Shiloh había recibido la confianza pública y la había traicionado. La verdad, para mí que tuvo presente la intención con la que Shiloh había robado el vehículo: la acusación de intento de asesinato de la que se había librado.
Era evidente que el tribunal no veía a Shiloh como una figura que mereciera comprensión. Sin embargo, había llevado adelante casos contra varios delincuentes violentos y peligrosos; aquellos hombres cumplían condena repartidos por todos los penales de Minnesota y la seguridad de Shiloh era un extremo que ningún juez podía descuidar. El magistrado trasladó el caso a Instituciones Penitenciarias, que dispuso que Shiloh ingresara en una prisión al otro lado de la frontera del estado, en Wisconsin.
El traslado se realizó inmediatamente después de leerse la sentencia. Fui a verlo una semana después, a primeros de diciembre. La noche anterior había caído la primera nevada. Los campos y graneros de Wisconsin estaban ridículamente encantadores con la blanca capa intacta.
No sé si fue cortesía profesional, pero me dejaron hablar con él en una salita privada. Volvía a estar perfectamente afeitado, pero no había recuperado el peso que había perdido aquellos días vagando por el campo. La camisa le quedaba demasiado holgada.
– ¿Cómo estás? -preguntó inmediatamente.
– Bien.
– ¿Te tratan bien en el trabajo?
La verdad era que ya echaba de menos a Genevieve, en parte porque sólo ella me habría tratado con normalidad. En el despacho, todo el mundo se había asombrado al saber lo que había hecho; cuando me veían, no sabían qué decirme. Casi en bloque, mis colegas afrontaban el hecho absteniéndose por completo de comentarlo.
– Claro.
Shiloh captó que mentía.
– En serio, ¿cómo están las cosas.
– Todos me tratan bien -insistí-. He venido a hablarte de otra cosa.
Miré a un lado y a otro. Aunque pareciese privado, sospechaba que en el cuartito podía haber algún aparato de escucha electrónica en funcionamiento, por lo que debía escoger las palabras con cuidado.
Esperé tanto que Shiloh volvió a hablar.
– Mira, Sarah -me dijo-, entenderé que lo que hice en Blue Earth pueda haber cambiado tus sentimientos hacia mí…
– No, no -repliqué-. No es nada de eso.
– Vamos -me instó con suavidad.
– La conocí-dije-. Sé por qué te marchaste de casa. Sé qué hicisteis en Nochebuena.
Había dicho lo único en el mundo que aún podía alarmarlo. En sus ojos de lince, en su manera de enfocarme, vi la confirmación que necesitaba. Hasta aquel instante, no había estado segura del todo.
– ¿Ella te lo dijo?
Asentí.
Sinclair no me había contado la verdad de sus tormentosas relaciones con su hermano; no con palabras, al menos. Lo había hecho con sus silencios, relatando la historia de su vida y dejando en blanco el aspecto más significativo.
Ella y Shiloh habían estado muy unidos. Sin embargo, cuando él había abandonado a la familia, no había ido a buscarla a Salt Lake City. Había huido en dirección contraria, al norte, a Montana.
Sólo se habían encontrado cuando ella había llegado a Minnesota. Sinclair por su parte no había mencionado peleas o discusiones, pero afirmaba que no habían vuelto a ponerse en contacto desde que ella se había marchado.
Mike, sin apellido, en el bar del aeropuerto, hacía cinco años, recién salido de «un asunto muy breve, muy equivocado».
No se me había ocurrido establecer la relación hasta que, sin proponérmelo, me había venido a la cabeza en el vuelo de regreso a casa. Sinclair se había referido a que había visto por última vez a su hermano en Minnesota, en invierno, por la época en que un accidente de tráfico había costado la vida a los tres alumnos de Carleton. No habría podido situar este suceso de no ser porque me contaba entre los agentes de patrulla que acudieron al lugar del accidente, una carretera secundaria en las afueras de Minneapolis, cubierta de hielo a finales de enero. Aquello había tenido lugar pocos días antes de que recibiera la noticia de la muerte de mi padre; pocos días antes de mi apresurado viaje al oeste, al término del cual había conocido a Shiloh, volcado en la bebida para olvidar un enredo sexual sobre el cual no había querido entrar en detalles, ni yo había querido preguntarle. Durante los meses y años que siguieron, nunca se me ocurrió hacerlo.
No me extrañaba que hubiera sabido ocultarme su intención de ir a Blue Earth. Shiloh había aprendido hacía tiempo a mantener en secreto sus planes y sus sentimientos.
Sinclair y él, estaba claro, habían intentado olvidar con todas sus fuerzas. Habían pasado toda su vida adulta evitándose; era el suyo un desapego que había terminado por abarcar a toda su familia. Shiloh incluso había dejado de lado a Naomi cuando ésta, con inocente interés, cruzó una línea invisible y fundamental al sugerir que volviera a casa.
No podía regresar, por la misma razón por la que no había sido capaz de presentarse al funeral de su padre: no soportaba la idea de mirar a sus hermanos mayores a los ojos y preguntarse qué sabían, sin estar nunca seguro de si no les habían dicho nada o de si fingían ignorancia porque la verdad era demasiado terrible de aceptar.
No debería haberse preocupado tanto. Sus hermanos y hermanas vivían en una bruma de autoengaño. Naomi ni se preguntó a qué se había debido el desastre de Nochebuena. Bill había tenido en las manos todas las piezas del misterio pero no las había encajado. «Allí estaba Mike y, de repente, ya no estaba», había dicho. «Mi padre decía que Dios era capaz de perdonarlo todo, pero sólo si uno se lo pedía.» Bill nunca había considerado la perspectiva de que Mike y Sara eran culpables de pecados humanos algo más que veniales. Nunca se permitió preguntarse cómo era posible que un único episodio de experimentación juvenil con drogas hubiese echado a perder permanentemente la relación de Mike con toda la familia.
Me pregunté cuánto habría afectado al padre de Shiloh, un buen hombre según todos, el hecho de mentir a sus hijos respecto a lo que Mike y Sara habían hecho aquella Nochebuena, tantos años atrás.
También yo habría pasado por alto todos los indicios -tenía más razones que ellos, incluso, para negarme a verlos- de no ser por la nota de Sinclair. «Me alegro mucho por Sarah y por ti. Por favor, sé feliz.» Breve como un haiku; una bienvenida y, al mismo tiempo, un adiós; cada palabra, sopesada con la ternura agridulce de una amante y con suave pesadumbre. Nada que ver con lo que habría escrito una hermana.
Llevaba la nota conmigo y se la entregué en silencio.
Shiloh la estudió más tiempo del que parecía merecer el lacónico texto. Finalmente, cuando habló, lo hizo en voz tan baja que resultaba casi inaudible.
– Dios sabe que he intentado encontrarle sentido, pero no lo he conseguido. A veces, te funciona mal la cabeza. -Pero no se llevó los dedos a la sien, indicando la mente, sino que se dio unos golpecitos en el pecho, señalando el corazón-. Cuando ella llegó a casa, yo tenía quince años. Era una desconocida, pero nos entendimos bien. Podía hablar con ella. No era sólo que conociera el lenguaje de signos; podía explicarle mis cosas. -Shiloh no me miraba; mantenía la vista fija en el suelo-. Intimamos demasiado, muy pronto. Una noche, estábamos en el tejado durante la lluvia de estrellas fugaces de las Leónidas. Le pregunté si podía cogerla de la mano y ella accedió. No nos dimos cuenta de que estábamos abriendo una puerta qué nunca más podríamos volver a cerrar.
Calló. No era el final de la historia, pero había contado lo fundamental.
Evoqué su imagen, la hermana de Shiloh, tal vez la mujer más guapa que había conocido. No conseguía odiarla. Poseía la misma luz interior que me había atraído de Shiloh desde el primer instante. Shiloh tenía razón. Los dos estaban hechos de la misma pasta.
¿Qué era lo que le dije a Sinclair? «Me asustaba el hecho de que había una parte de él que nunca tendría.» Me refería a los primeros tiempos de nuestra relación, pero nunca había dejado de ser cierto. Y yo había acertado al temerlo.
– No lo entendí nunca, en todo este tiempo… -musité-. Nunca habría podido estar a la altura.
– No es verdad -replicó Shiloh con vehemencia.
De pronto, la habitación se hizo demasiado pequeña.
– Lo siento -dije, y me puse en pie-. No debería haber venido.
Pero Shiloh siempre había sido tan rápido como yo, y ya estaba de pie también, sujetándome con fuerza por los brazos, casi a la altura de los hombros.
– ¡No, Sarah, espera!
– ¡Eh, eh, ya basta! ¡Quítale las manos de encima!
Dos guardias lo obligaron a apartarse de mí.
– ¿Se encuentra bien, señora? -preguntó uno de ellos. Observé que Shiloh se había levantado tan deprisa que había volcado la silla al hacerlo. Debió de resultar una imagen alarmante.
– Sí, estoy bien -respondí.
– Se acabó por hoy, muchacho -dijo el otro guardia, al tiempo que conducía a Shiloh hasta la puerta de la sala de visitas. Cuando llegó ante ella, se volvió y me miró otra vez; después, se lo llevaron.
Acababa de cruzar de nuevo la frontera del estado de Minnesota cuando sonó el teléfono móvil. Sin apartar la vista de la carretera, lo cogí con la mano libre sin pensar en las veces que había aleccionado a los conductores para que se detuvieran en el arcén antes de responder a las llamadas.
– ¿Pribek? -Era una voz afable, conocida-. Soy Chris Kilander. Quería hablar contigo. ¿Dónde estás?
– Fuera de la ciudad. A unas…, unos veinte minutos. Pero hoy no pensaba pasar por ahí -añadí. Ya era media tarde y el sol ya se había puesto.
– Está bien -dijo Kilander-. En realidad, quería verte fuera. ¿Te parece en la fuente, dentro de media hora? -Se refería a la plaza que había delante del Centro Gubernamental-. No será mucho rato.
Aparqué en zona azul, cerca del Ayuntamiento, y enfilé hacia el edificio de los juzgados. La mayoría de los viandantes venía en sentido contrario y al otro lado de la calle, junto al bordillo de la plaza, había colas de gente que, con guantes y abrigados con bufandas, esperaba los autobuses urbanos. En la hora punta de la salida del trabajo, las colas se hacían sorprendentemente largas, como las que se forman ante las taquillas para los conciertos.
Kilander esperaba junto a la fuente, sin moverse del sitio. Llevaba un abrigo largo, oscuro, que le daba todo el aire de abogado. Crucé por mitad de la calle en un resquicio entre el tráfico y llegué a su lado.
– ¿Cómo estás, Sarah? -preguntó.
– Bien.
– Me alegro. ¿De dónde vuelves?
– De Wisconsin.
– ¿De la prisión?
Asentí.
Kilander no preguntó por Shiloh. Tomó asiento en el borde de la fuente y me señaló el espacio que tenía al lado. La superficie oscura, jaspeada, no sólo estaba libre de nieve sino que parecía seca. Acepté su invitación y esperé a que hablara.
Kilander paseó la mirada por la multitud de oficinistas que aguardaban en la parada antes de volverla hacia mí.
– Nadie del departamento te ha sugerido que no deberías volver al trabajo, ¿verdad?
– No -respondí.
Él asintió, pensativo, en uno de los gestos reflexivos que empleaba en los tribunales.
– La confesión de Shiloh de ese intento de asesinato ha despertado mucho interés en cómo murió Royce Stewart.
– ¿De veras? ¿Y cómo murió? -dije, intentando sondear qué intención se escondía en sus palabras.
– Lo están determinando todavía -me explicó-. Los investigadores de incendios inspeccionaron ese cuchitril en el que vivía. Dicen que el fuego no parece deberse a causas naturales.
– ¿Ah, no?
– Y al parecer había un montón de huellas de neumáticos allí, alrededor de la casa principal y del anexo; sobre todo, si se tiene en cuenta que los propietarios no estaban y que Shorty nunca sacaba su coche. Ahora están estudiando detenidamente esas huellas.
Las de mi coche. Y el de Genevieve.
Genevieve se marchaba a París al cabo de dos días. No perdía el tiempo en poner distancia, y yo me alegraba de que así fuera.
– Y los amigos de Stewart afirman que la noche en que murió, una mujer policía estuvo hablando con él en el bar de Blue Earth. Una mujer policía muy alta que llevaba una camiseta de Búsqueda y Rescate de Kalispell. No encaja con la descripción de ninguna agente de esa jurisdicción.
No me había ocupado de cubrir mi rastro convenientemente, y tampoco Genevieve. Si hubiéramos sabido que íbamos a matar a Royce Stewart, habríamos sido más cautelosas, pero no habíamos acudido a Blue Earth con la intención de acabar con la vida de nadie. No éramos asesinas. La muerte de Royce Stewart no había sido planeada; casi podría considerarse un accidente. Tenía que pensarlo así, pues no soportaba la idea de pensar en mi colega como en una asesina.
Y me di cuenta de que el resto del mundo tampoco la vería como tal. Los indicios no apuntaban a Genevieve como autora de la muerte de Shorty. A ella no la había visto nadie en Blue Earth. A mí, sí.
Además, Genevieve era una veterana muy bien considerada, que había adelantado el retiro y se había marchado aun país al que sería necesario solicitar la extradición, lo que requeriría un montón de papeleo, de negociaciones y de colaboración internacional.
Nada de ello debería haber importado, pero no se me escapaba que contaría. Yo, en cambio, no era tan conocida como Genevieve. Aunque no tenía enemigos en el departamento, que yo supiera, la mayoría de mis amigos eran patrulleros y detectives de calle. Para los que ocupaban puestos superiores, los juristas administrativos, sólo era un nombre, una joven detective contaminada por el matrimonio con un hombre que había resultado ser un policía malo.
Y yo no estaría en París. Seguiría en Minneapolis, no sólo al alcance del sistema, sino en su mismo corazón, trabajando directamente ante la mirada vigilante y suspicaz de mis superiores, mientras la investigación avanzaba.
– Ya veo -dije con calma.
Kilander me puso la mano en el hombro, suavemente. No me resistí. Hasta entonces, Kilander me había parecido un agradable donjuán, con el que podía entenderme manteniendo las distancias, pero en quien no podía confiar. Me sorprendí al darme cuenta de que en ese momento lo consideraba un amigo.
– ¿Has oído alguna vez el dicho «los molinos de los dioses muelen muy despacio, pero dan una harina finísima»? -me preguntó.
– Sí -contesté. No lo conocía, pero entendí la insinuación.
Se puso en pie y seguí su ejemplo. Estábamos tan cerca el uno del otro que fui plenamente consciente de cada uno de los quince centímetros que me sacaba. Puso de nuevo la mano en mi hombro y, con la otra, me tomó del mentón, me levantó la cara hacia él y depositó un suave beso en mis labios. Un tramo de farolas de la calle parpadeó como un centelleo en la periferia de mi campo de visión.
Kilander me soltó y retrocedió un paso.
– Los molinos de los dioses están en marcha, Sarah -dijo. En sus palabras no había ironía, como no había habido nada sexual en el beso.
Un par de autobuses habían llegado a la parada y habían absorbido a la gente que esperaba, con lo que había desaparecido la multitud, aunque todavía había gente en la plaza, siluetas fantasmales que iban y venían en la creciente penumbra. Sin moverme, seguí con la mirada a Kilander mientras regresaba al Centro Gubernamental. El faldón de la chaqueta voló un instante bajo el impulso de una ráfaga de viento que agitó también los chorros de la fuente. No miró atrás y yo lo contemplé hasta que lo vi desaparecer en el vestíbulo iluminado del edificio del Centro Gubernamental del condado de Hennepin, la torre de luz y orden donde trabajaba.